SANTOS
Y PILLOS. El Opus Dei y sus paradojas
Joan Estruch
CAPÍTULO XV. CONCLUSIÓN: EL TRADICIONALISMO
Y LA MODERNIDAD DEL OPUS DEI
1. Las paradojas del Opus Dei
La historia entera del Opus Dei se nos ha aparecido como
una sucesión de paradojas, que abarcan desde la compleja
personalidad de su fundador y los orígenes del movimiento,
hasta la consolidación de la organización en
la España franquista de la postguerra, su reconocimiento
oficial y su internacionalización, y su largo proceso
de gradual alejamiento de la figura jurídica de los
institutos seculares para terminar siendo admitido como la
primera prelatura personal de la Iglesia católica.
En muy buena parte esta historia paradójica se explica
precisamente por la no correspondencia entre las intenciones
y la voluntad de los actores sociales, y las consecuencias
concretas y objetivas, no previstas y a menudo no queridas,
de su acción. De todo ello se ha hablado ampliamente
en el transcurso de estas páginas, y no vamos a insistir
más.
Pero existe otro tipo de paradoja, que ha aflorado en diversas
ocasiones y en la cual sí quisiéramos profundizar
algo más. Nos referimos al hecho de la percepción
aparentemente contradictoria, que desde el exterior han tenido
siempre muchos observadores del Opus Dei, como institución
"al mismo tiempo" "reaccionaria" (o "integrista",
en la terminología católica clásica)
e innovadora. Una institución que presenta una serie
de características "sectarias" (o "fundamentalistas
", como recientemente se ha puesto de moda decir), "al
mismo tiempo" que nadie ha podido demostrar que jamás
hubiera tenido veleidades "cismáticas", o
tentaciones de separarse de la comunión con la Iglesia
de Roma.
Se trata, pues, de la aparente contradicción de una
organización "elitista", pero que dice estar
formada por "cristianos corrientes". La contradicción
de un movimiento que proclama profesar una "espiritualidad
netamente laical", pero que induce a muchos de sus miembros
más valiosos a ingresar en el sacerdocio. Un movimiento
que quiere estar plenamente inserto en las estructuras eclesiásticas,
pero que no obstante ha constituido siempre "un caso
aparte", con instituciones propias, con sus propios seminarios
y con sus propios sacerdotes. Un movimiento que pretende participar
al cien por cien en todas las instancias ("nobles")
de la sociedad, en nombre de su radical "secularidad",
pero que al mismo tiempo, y en nombre de la "discreción",
quiere pasar desapercibido en ellas, y que con frecuencia
recurre de hecho a todos los medios de que dispone con objeto
de garantizar efectivamente esta "invisibilidad".
Un movimiento, en fin, que dice que el espíritu de
"verdadera pobreza" consiste en "renunciar"
al dominio sobre las cosas, pero que simultáneamente
afirma que su vocación es la de "establecer"
una relación de dominio sobre las cosas mediante el
trabajo, razón por la cual no es de extrañar
que a menudo sea acusado de predicar "el espíritu
de pobreza" y de practicar exactamente lo contrario.
Y así podríamos ir continuando, casi indefinidamente.
Se trata, en último término, de la aparente
contradicción entre los ideales del movimiento ("sois
libérrimos, hijos míos", según Escrivá),
y la estructura de la organización, recluida en sí
misma como una auténtica "institución total".
Probablemente esta última contradicción no
suele vivirla como tal aquel que ha sido bien socializado
y ha interiorizado los ideales, pero que a pesar de pertenecer
al Opus está poco integrado dentro de la estructura
organizativa, sino que como simple miembro procura "trabajar
y santificarse en medio del mundo". Seguramente tampoco
se da esa percepción contradictoria en el caso del
miembro -en general, sacerdote- muy integrado en la organización,
que vive de ella y para ella, y con una menor inmersión
en el mundo exterior. En cambio, dicha contradicción
tiende a "verla" el observador externo, y a "vivirla"
aquel que ocupa dentro del Opus una posición intermedia
entre la del "miembro sencillo" y la del "miembro
de la estructura organizativa". Parece, en cualquier
caso, que la mayoría de quienes abandonan el Opus Dei
en situaciones problemáticas y conflictivas son personas
que ocupaban este tipo de posición intermedia.
¿Por qué, pues, esta paradoja del Opus Dei
en cuanto institución al mismo tiempo modernizadora
y tradicionalista, innovadora y según cómo próxima
al integrismo? La respuesta ha de venir necesariamente de
una delimitación de aquellos ámbitos en los
que se sitúa en torno al primer polo, y aquellos en
los que claramente se orienta hacia el segundo.
Una primera distinción, tal vez simplista y tosca,
pero que tiene la ventaja de ser clara y contundente, consistiría
en decir que la primera impresión que en general provocan
los miembros del Opus Dei es la de una gente técnicamente
muy competente pero de una religiosidad francamente elemental.
José Casanova va algo más allá y afina
más -pero aún no bastante, a nuestro entender-
al afirmar que "lo que constituye la esencia del Opus
Dei es una combinación de los elementos más
característicos de la religiosidad moderna [early modern,
en la tipología de Robert Bellah, 1964], y en particular
su ascetismo intramundano, con los elementos más típicos
del catolicismo tradicional, y especialmente su aceptación
acrítica de la autoridad católica" (Casanova,
1982, 189).
Diríamos más bien que si el Opus Dei en algunos
aspectos se presenta como fuertemente inculturado en la modernidad,
es en el ámbito de la adopción y la utilización
de las "técnicas modernas" en el mundo de
la economía, en el mundo de la política y en
el mundo de los medios de comunicación. En este terreno
-que incluye la formación de "lobbies", grupos
de presión, etc.- se muestran técnicamente competentes,
e innovadores como el que más. El IESE constituye probablemente
uno de los mejores ejemplos de ello, pero no es el único:
véase la habilidad con la que utilizan los medios de
comunicación, tanto para difundir determinadas informaciones
como para contradecir otras, y véase asimismo la capacidad
con la cual han sabido gestionar todo el proceso de beatificación
del fundador, en medio de una atmósfera que en modo
alguno les era unánimemente propicia.
Pero al mismo tiempo que recurren, con éxito, a tales
técnicas, diríamos que en general tienden a
rechazar los "valores dominantes subyacentes" a
su utilización. Acaso sea éste el punto en el
que habría que buscar la clave para la comprensión
de esta paradójica combinación de tradicionalismo
y modernidad: flexibilidad a nivel de las normas, y por consiguiente
de la conducta práctica, donde las soluciones son válidas
cuando son técnicamente correctas; y en cambio inflexibilidad
y tradicionalismo a nivel de los valores, y por consiguiente
también del sistema de creencias, de las legitimaciones
en las que se apoyan estos valores.
¿Podría interpretarse a la luz de esta distinción
aquella famosa máxima del Padre, a la cual hicimos
referencia más arriba y que afirma que "el plano
de santidad que nos pide el Señor, está determinado
por estos tres puntos: la santa intransigencia, la santa coacción
y la santa desvergüenza" (Camino, n°. 387)?
A nivel de los valores, "intransigencia". Ya que
"la transigencia es señal cierta de no tener la
verdad" (Camino, n°. 394), y "un hombre, un...
caballero transigente volvería a condenar a muerte
a Jesús" (Camino, n°. 393). A este nivel,
la "tolerancia" es sinónimo de "claudicación",
y la "transigencia con el error" equivale a "fornicación
de la verdad" (Urteaga, 1948, 96).
A nivel de las legitimaciones, de la justificación
del sistema de creencias, "coacción". Porque
cuando se trata de "salvar la Vida" con mayúscula)
de muchos que se obstinan en suicidar idiotamente su alma",
la coacción se convierte en "santa coacción"
(Camino, n°. 399).
Y a nivel de las normas, "desvergüenza". "¿Si
tienes la santa desvergüenza, qué te importa del
"qué habrán dicho" o del "qué
dirán"?" (Camino, n°. 391). Tratándose
de las normas, que son los medios para alcanzar los objetivos
fijados, el lema es "¡Dios y audacia!" (Camino,
n°. 401).
Una interpretación de este tipo contaría, por
lo demás, con el aval de la fórmula programática
de uno de los ideólogos más brillantes del Opus
Dei durante el primer franquismo, Florentino Pérez
Embid, cuando proponía como lema en 1949: "españolización
en los fines y europeización en los medios" (Pérez
Embid, 1949). En un país que vivía aún
en pleno "régimen de autarquía", la
propuesta de Pérez Embid parece un anuncio profético
de lo que ocho o diez años más tarde había
de ser el papel histórico de los ministros "tecnócratas",
Ullastres y Navarro, y muy especialmente de Laureano López
Rodó. En el contexto español de la época,
hablar de "españolización en los fines"
equivalía a decir intransigencia en los valores, mientras
que "europeización en los medios" implicaba
flexibilidad, e incluso manga ancha en las normas, sin necesidad
de tener mala conciencia ni de preocuparse del "qué
dirán", gracias a la santificación de la
"desvergüenza" convertida en virtud.
Demos un paso más y substituyamos ahora la palabra
"españolización", sinónimo
de intransigencia, por la weberiana "Wertrationalitat"
o racionalidad orientada a los valores; paralelamente, substituyamos
la palabra "europeización", sinónimo
de transigencia en aras de la eficacia, por la noción
de "Zweckrationalitát" o racionalidad instrumental
(Weber, 1922, 12-26): y habremos avanzado considerablemente
en la comprensión de la paradójica combinación
de tradicionalismo y modernidad en el Opus Dei.
En efecto, recordemos que para Weber una acción "wertratíonal"
es aquella que implica una creencia consciente en el valor
"absoluto" de un comportamiento ético, religioso,
etc., mientras que en la acción "zweckrational"
las expectativas de comportamiento del otro son asumidas como
"condiciones o medios" de cara a conseguir los fines
u objetivos racionales del actor (Estruch, 1984, 146, nota
30). El tradicionalismo del Opus Dei se explica por el hecho
de que en sus creencias y en la defensa de los valores, sus
miembros se comportan como personas intransigentes, de acuerdo
con las pautas de una acción "wertrational",
mientras que su carácter innovador se deriva de la
flexibilidad y del criterio de racionalidad instrumental que
adoptan en el uso de los medios técnicos característicos
de la modernidad.
2. Ética de las convicciones y ética de
la responsabilidad
En el pensamiento de los últimos años de la
vida de Max Weber hallamos una segunda distinción,
que en muy buena parte corre paralela a la que previamente
había establecido entre los dos tipos de acción
racional, pero que para nosotros tiene además la ventaja
de estar situada en el terreno que aquí concretamente
nos interesa: el terreno de la ética. Nos referimos
a su distinción entre "la ética de las
convicciones" ("Gestnnungsethik") y "la
ética de la responsabilidad" ("Verantwortungsethik"),
desarrollada sobre todo en el texto de su conferencia sobre
"La política como vocación", que pronunció
en Múnich en 1919 (Weber 1921).
La ética de las convicciones es una ética absoluta,
basada en la fidelidad absoluta a unos principios y en su
defensa a toda costa, sin tener en cuenta las posibles consecuencias.
La ética de la responsabilidad, por el contrario, obliga
a tener muy en cuenta las posibles consecuencias de la acción,
hasta tal punto que en alguna ocasión el individuo,
situado ante el dilema de la opción, puede considerar
preferible sacrificar momentáneamente sus principios,
con el fin de evitar el mal mayor de las previsibles consecuencias
nefastas de una acción exclusivamente orientada de
acuerdo con las convicciones.
La distinción weberiana es tan clara, que todo el
mundo puede reconocer al instante, en su propia conducta,
actuaciones orientadas hacia un polo o hacia el otro. Algún
texto cercano al Opus Dei no lo ve así y considera
que la alternativa propuesta por Weber no clarifica nada,
sino al contrario (por ejemplo, Spaemann, 74ss). Por nuestra
parte, en cambio, consideramos que la distinción resulta
clarificadora y útil, y que justamente para entender
la paradoja del Opus Dei es básica y definitiva.
Por supuesto que previamente hay que darse cuenta de que
Weber está operando (como siempre; pero esto es exactamente
lo que Spaemann parece querer ignorar) con "tipos ideales":
es decir, con unas construcciones analíticas que no
sirven para "describir" una realidad concreta sino
que están pensadas para ayudar a "entenderla y
explicarla". La ética de las convicciones, dice
Weber, es la ética del "santo": cuando el
santo lo es de verdad, se trata de una ética llena
de sentido, expresión de una gran dignidad (y cita
como ejemplos a Jesús, a los apóstoles y a san
Francisco); pero cuando el santo lo es sólo a medias,
es en cambio una ética de la indignidad. La ética
del político, por su parte, ha de ser básicamente
una ética de la responsabilidad. Un político
que actuara guiándose exclusivamente por una ética
de las convicciones sería un personaje sumamente peligroso:
un iluminado y un fanático. (En el espectro político
de las sociedades occidentales, cuanto mas nos acercamos a
la extrema derecha "como" a la extrema izquierda,
tanto más nos acercamos también al polo de la
ética de las convicciones. En la medida en que estas
categorías fueran exportables a otros contextos socioculturales,
el fenómeno de los regímenes islámicos
calificados de "fundamentalistas" habría
de explicarse en función del claro predominio de una
ética de las convicciones. Y en contra quizás
de las apariencias, el terrorismo indiscriminado está
mucho más cerca de una ética de las convicciones
que de una ética de la responsabilidad.)
Pero, puesto que de "tipos ideales" se trata, ética
de las convicciones y ética de la responsabilidad no
son para Weber términos que se excluyan recíprocamente.
Weber afirma de manera expresa que ni la primera implica una
falta de responsabilidad, ni la segunda supone una falta de
principios o de convicciones. Al contrario: una ética
de las convicciones que no estuviera acompañada y matizada
por una ética de la responsabilidad nos abocaría
al fanatismo, mientras que una ética de la responsabilidad
que sacrificara todas las convicciones nos conduciría
al puro cinismo totalmente carente de principios y de escrúpulos.
Precisamente por esta razón Max Weber concluye su conferencia
sobre "La política como vocación"
reivindicando la complementariedad de ambos tipos de ética
y afirmando que "el individuo auténtico",
la persona madura, es aquella que es capaz de llegar a integrarlos
en sus actitudes y en sus comportamientos.
La tesis con la cual quisiéramos concluir esta investigación
sobre el Opus Dei es que su paradójica combinación
de modernidad y tradicionalismo se explica porque en determinados
ámbitos proclama y aplica esta complementariedad de
planteamientos éticos (razón por la cual es
percibido como "moderno"), mientras que en otros
ámbitos se guía, y obliga a sus miembros a guiarse,
por los criterios de una ética de las convicciones
no complementada o matizada por la ética de la responsabilidad
(de donde su "tradicionalismo" o "integrismo").
1) Ética de la responsabilidad y ética de
las convicciones, integradas
a) El campo en el que más manifiesta es la
adopción de la primera perspectiva es el de "la
actividad económica y empresarial". Los miembros
del Opus optan ahí claramente por los criterios de
la racionalidad instrumental, tienen en cuenta el cálculo
de la relación entre medios y fines, y tratan de prever
en todo momento las consecuencias de la acción. El
modelo es pues, clarísimamente, el de la ética
de la responsabilidad. Por esta razón un instituto
como el IESE goza de prestigio internacional y puede ser legítimamente
presentado como una institución "insignia"
de la modernidad del Opus Dei.
Incluso en la literatura sobre "ética empresarial"
se detecta a menudo la preocupación por integrar ética
de las convicciones y ética de la responsabilidad.
"Los conflictos éticos en la empresa suelen aparecer
cuando las personas que han de tomar decisiones empresariales
se encuentran con la aparente imposibilidad de elegir acciones
que satisfagan simultáneamente sus criterios de racionalidad
económica y sus criterios éticos" (Pérez
López, 1990, 33). El lenguaje no es el mismo, pero
aquello que el autor quiere expresar con su lenguaje, sí
lo es. Tiende a reservar el término "ética"
para los principios o convicciones, y propone el desarrollo
de lo que denomina una "ascética empresarial"
(ibíd., 35), cuya función sería aproximadamente
la misma que la de la " Verantwortungsethik" en
el pensamiento de Weber.
Se observa, por otra parte, un cierto deje "tradicionalista"
en el lenguaje de Pérez López, en la medida
en que intenta fundamentar sus planteamientos en Aristóteles
y santo Tomás, cosa que inevitablemente conduce a un
tipo de discurso que suele poner nervioso a cualquier sociólogo:
el discurso de la ética "natural", basado
en el carácter dado por supuesto e indiscutible de
una realidad preexistente, y en el ejercicio "ascético"
de adaptación a dicha realidad, reificada y no percibida
como socialmente construida. Pero a pesar de estas dificultades,
nos parece observar esta reivindicación de la complementariedad
cuando el autor niega que la ética empresarial pueda
reducirse a "teorías éticas normativas"
(ibíd., 39s), dado que éstas sólo pueden
señalar correctamente las prácticas inaceptables
(en nuestros términos, aquellos principios que "no"
pueden ser sacrificados, ni siquiera desde una ética
de la responsabilidad), pero en cambio no pueden orientar
positivamente la acción (para lo cual "es preciso"
recurrir a una ética de la responsabilidad). (Juan
A. Pérez López, que es profesor de IESE, me
cedió amablemente el material de una obra suya aún
en preparación, que por esta misma razón no
es citada aquí, pero que me ha sido de gran utilidad.)
b) Podría decirse prácticamente lo mismo
de la participación de ciertos miembros del Opus en
el "mundo de la política". El ejemplo más
conocido de todos, y el que con mayor frecuencia ha sido mencionado
en estas páginas, lo ilustra perfectamente. Desde el
punto de vista que ahora nos ocupa, el papel desempeñado
por los ministros "tecnócratas" del Opus
Dei, en la España franquista de los últimos
años de la década de los cincuenta, consistió
en la introducción de un comportamiento presidido por
la ética de la responsabilidad en un régimen
dictatorial y autoritario que desde el término de la
guerra "civil" había basado su actuación
en la ética de las convicciones (dicho sea sin entrar
en juicios de valor sobre la clase de "convicciones"
de que se trataba, ni sobre los posibles abusos semánticos
a los que puede conducir a veces una utilización tan
genérica y "neutra" de la palabra "ética").
2) ¿Ética de la responsabilidad, sin ética
de las convicciones?
La prioridad otorgada a la preocupación por la relación
entre los medios y los fines de la acción es igualmente
manifiesta en otro texto sobre "Ética empresarial"
de un miembro del Opus (pero no del IESE), Gómez Pérez,
quien -nuevamente con el lenguaje de la casuística
tradicional- examina las circunstancias susceptibles de afectar
y modificar el acto moral: "quién, qué,
con qué medios, por qué, cómo y cuándo"
(Gómez Pérez, 1990, 33). Hasta tal punto que
en este caso no siempre está muy claro en qué
quedan las "convicciones" a las cuales no puede
renunciar quien actúa por ética de la responsabilidad,
dada su tesis de que "un buen comportamiento éticamente
bueno trae beneficios a la empresa" (ibíd., 94),
es decir, que "la ética compensa", "la
ética es rentable" (ibíd., 18s), dada su
justificación del "soborno" cuando se trata
de evitar que "la empresa tenga graves pérdidas
con peligro para la supervivencia" (ibíd., 120),
y dada su disculpa de la falta de conciencia fiscal (ibíd.,
83) o de la evasión de impuestos cuando el Estado "no
cumple el bien común" y el evasor dedica "esos
fondos a la defensa del bien común" (ibíd.,
125).
Ese mismo autor plantea, como "case study" de elaboración
propia, el caso de un empresario que se ha enriquecido y que
ha evadido impuestos. La lectura "de un libro de ética
empresarial" le hace tomar conciencia de que su comportamiento,
además de ilegal, ha sido inmoral. Al mismo tiempo.
declarar anura la verdad a Hacienda podría llegar a
afectar a la supervivencia del negocio, así como a
más de dos mil puestos de trabajo. "Por otro lado,
no está dispuesto a dar tanto dinero a una administración
que se caracteriza por su despilfarro y por el empleo de muchos
fondos en actividades que a él le parecen completamente
ilícitas". Finalmente, consulta su caso con el
autor de un libro de ética empresarial que ha leído
(sin precisar si se trata de un autor del Opus, aunque bien
pudiera ser), y en ultima instancia decide restituir lo que
no ha pagado a Hacienda. Cómo? "Con el volumen
dc esos fondos creará una fundación con innegables
fines de beneficencia" (Gómez Pérez, 1990,
136 s).
Eso supone ir mucho más allá de los "avisos"
y "consejos" d Franklin, que Weber reproduce como
ejemplo de lo que significa "el espíritu del capitalismo"
(Weber, 1 904, 70ss). La ética de la responsabilidad
deriva en este caso hacia el cinismo carente de escrúpulos
al que antes aludíamos, o hacia la "santa desvergüenza"
del padre Escrivá. Cuando un autor que es miembro del
Opus da estos argumentos. en un libro titulado "Ética
empresarial" y publicado por una editorial estrechamente
vinculada al Opus, ¿puede acusarse de malos pensamientos
a quien vea en ello una legitimación de posibles desviaciones
de fondos hacia las "obras corporativas" del Opus
Dei?
3) Ética de las convicciones y ética de
la responsabilidad, en conflicto
Este mismo autor publicó en 1980 un volumen, "Problemas
morales de la existencia humana" (4 ed., 1987), que se
atiliza como libro de texto en algunas escuelas de enseñanza
medía del Opus. Este doble hecho nos ha inducido a
tomarlo como referencia básica en este apartado y en
el siguiente, si bien no lo usaremos sino después de
haberlo contrastado con otras dos obras no dirigidas a un
público escolar: por un lado una "Introducción
a la ética social", del mismo prolífico
autor (Gómez Pérez, 1987), y por otro lado un
"Catecismo de doctrina social", obra coordinada
por Juan Luis Cipriani, sacerdote del Opus y obispo en el
Perú (Cipriani, 1989).
Aparte del ámbito económico y político
que acabamos de comentar, existen otros terrenos en los cuales
estos autores tienen en cuenta lo que aquí denominamos
"ética de la responsabilidad", aunque en
formas y gradaciones diversas, y muchas veces presentándola
en conflicto con lo que sería una "ética
de las convicciones". Se trata, por tanto, de situaciones
en que una y otra aparecen mal integradas, o incluso contrapuestas.
El abanico podría ser más extenso, pero vamos
a limitarnos aquí a tres ejemplos: el de "la guerra",
e1 de "la objeción de conciencia" y el de
"la pena de muerte".
a) La guerra. La guerra, de la que la humanidad
tiene una larguísima experiencia histórica,
"supone siempre una amenaza inmediata de muerte efectiva"
(Gómez Pérez, 1980, 107). Al deseo de que la
guerra "sea proscrita como medio de resolver los conflictos"
(nivel de los principios), se contrapone la realidad concreta
de la guerra como recurso de defensa frente a una agresión
injusta (ética de la responsabilidad). El autor analiza
las condiciones de la "guerra justa" y concluye
que "mientras la guerra defensiva es casi siempre justa,
los demás tipos de guerra presentan muchas dificultades
para su licitud" (ibíd., 108). Dado que pese a
todos los esfuerzos realizados hasta ahora el fenómeno
no ha podido ser erradicado, la ética "debe, mientras
tanto, preocuparse por todos aquellos sistemas que hacen menos
graves las consecuencias de la guerra" (ibíd.,
109).
En definitiva: los principios son muy bonitos, pero los hechos
son tercos. Aunque a los miembros del Opus no les gusta nada
que se les cite a Freud, diríamos que ante el fenómeno
de la guerra consideran que el "principio de realidad"
debe imponerse al "principio de placer"; o que la
ética de responsabilidad ha de prevalecer por encima
de la ética de las convicciones. (Por más que
no sea éste el lugar para entrar en el tema, creemos
que el paralelismo entre la dicotomía freudiana y la
weberiana no es en absoluto disparatado.)
En relación con el tema de la guerra el planteamiento
es idéntico en los demás textos (Cipriani, 259;
Gómez Pérez, 1987, 149s, con una valoración
más positiva de la política de desarme). En
algún caso, la defensa de la "guerra justa"
conduce a afirmar incluso que 'hay ocasiones en que la guerra
no sólo es permitida, sino que es un deber acudir a
ella"; y que aunque "no se va a la guerra a matar
al enemigo sino a defenderse" existe, no el derecho,
pero sí la "permisión", la "licitud"
de matar en una guerra justa (Herrera, 254 y 258).
b) La objeción de conciencia. El año
1974 -un año antes de la muerte de Franco- la revista
de la Universidad del Opus en Navarra, "Nuestro Tiempo",
publicó un curioso artículo de José Zafra
en el cual el autor, tras haber afirmado que todo español
tiene la obligación de servir a la patria con las armas
y que es políticamente inconcebible la no aceptación
de la idea del servicio militar se plantea las posibles consecuencias
de una hipotética discrepancia con respecto a este
principio básico. Y escribe: "Sólo cabría
"en buena lógica" seguir una de estas líneas
de conducta: quitar la vida a los discrepantes; desposeerlos
de la nacionalidad y dejarlos en la condición de apátridas
residentes hasta que encuentren otro país que los acoja;
declararlos deficientes mentales y recluirlos en establecimientos
adecuados; o rebajarlos a la condición de semiciudadanos,
es decir sometidos a alguna forma de "capitis diminutio".
(Zafra, 64).
Hasta aquí la "pura lógica" de José
Zafra: ética de las convicciones, pura y dura. Pero
resulta aún más interesante -una vez dominados
los escalofríos y vencido el pánico- observar
cómo, en la segunda parte de su artículo, el
autor se plantea la posibilidad de no emplear la "pura
lógica" sino la "prudencia". La posibilidad,
en otras palabras, de introducir unas tímidas dosis
de ética de la responsabilidad en un discurso presidido
por la ética de las convicciones. Así lo afirma
explícitamente él mismo: se puede gobernar "desentendiéndose
del principio" (ibíd., 65). Y entonces, después
de observar que el mero encarcelamiento del objetor le parece
discutible, encuentra que sería coherente la solución
de la degradación civil: no limitada a la supresión
de los derechos políticos, o a la prohibición
de trabajar en la administración pública y de
ejercer la docencia, sino llegando "incluso a la interdicción
de poseer bienes inmuebles" (ibíd., 70), ya que
quien se niega a servir a la patria con las armas no tiene
derecho a poseer ni un pedazo de ella. Finalmente, una última
solución alternativa sería la del servicio substitutorio,
que habría de ser una actividad "no menos ardua
o arriesgada, más duradera, e igualmente beneficiosa
para la nación que el servicio militar" (ibíd,
71).
Unos años más tarde, y una vez regulada mínimamente
en la legislación española la cuestión
de la objeción de conciencia, el planteamiento de Gómez
Pérez da ya mayor cabida a la ética de la responsabilidad,
aunque siga subsistiendo en conflicto con las convicciones
(que curiosamente, si antes eran contrarias a la guerra, son
ahora favorables al servicio militar).
Desde una "concepción ética subjetivista",
que afirma la autonomía de la conciencia, la objeción
no presenta problema. "La concepción objetiva
de la moralidad afirma, en cambio, que la ley moral natural,
inscrita en la naturaleza humana, obliga naturalmente"
(Gómez Pérez, 1980, 194). En último término,
todo depende de la ley: si la ley es injusta, la objeción
es un derecho y un deber; pero si la ley es justa, "no
cabe la objeción de conciencia". La ley es justa,
evidentemente, cuando está de acuerdo con "la
ley moral natural". No es fácil encontrar una
fórmula que sintetice mejor el significado del concepto
sociológico de "reificación", y que
de paso ilustre mejor los usos de esta "reificación"
al servicio de los intereses de los legitimadores o ideólogos
con capacidad de imponer las "definiciones oficiales".
¿"Quién decide" cuándo una
ley es justa o injusta?
"El servicio militar obligatorio no es en sí
injusto", dictamina, de acuerdo con "una concepción
objetiva de la moralidad", nuestro autor (Gómez
Pérez, 1980, 195), el mismo que justificaba el fraude
fiscal de un empresario porque el Estado gasta dinero en actividades
"que a él le parecen completamente ilícitas"
(Gómez Pérez, 1990, 136).
En definitiva, el reconocimiento del derecho a la objeción
de conciencia aparece en estos textos como una concesión,
hecha en nombre de la ética de la responsabilidad,
sabiendo perfectamente que implica una cierta renuncia a las
convicciones. Ambos tipos de ética se encuentran claramente
en situación de conflicto y no de integración.
El panorama va a ser totalmente distinto cuando, con una elegante
pirueta, Gómez Pérez diga que la problemática
de la objeción de conciencia va hoy mucho más
allá del "caso concreto del servicio militar"
y, vinculándola ahora al creciente "pluralismo
de la sociedad" y a la "concepción democrática
de la política" (Gómez Pérez, 1987,
135s), vuelva a hallar la coherencia entre concepción
objetiva y concepción subjetiva de la moralidad. Dirá
entonces, en efecto: "¿Hasta qué punto
un ciudadano tiene que pagar unos impuestos que sirven para
sostener un hospital en el que se practica el aborto?"
(objeción de conciencia fiscal). "¿Cómo
puede un médico, una enfermera, practicar abortos yendo
en cada caso concreto en contra de su conciencia, que condena
ese acto como un crimen?" (objeción de conciencia
profesional) (Gómez Pérez, 1980, 196).
c) La pena de muerte. También en este
tercer caso el planteamiento es similar. No se trata, según
nuestro autor, de criticar las actuales "tendencias abolicionistas"
de la pena de muerte, pero conviene no exagerar a la hora
de condenarla. "En realidad, si se declara absolutamente
ilícita la pena de muerte (por tanto, una inmoralidad),
hay que concluir que siempre en la historia se ha actuado
inmoralmente cuando la pena ha sido aplicada" (Gómez
Pérez, 1980, 115). Huyamos, pues, del carácter
"absoluto" de la ética de las convicciones
y seamos "realistas" y responsables: siempre y en
todas partes ha habido delitos y penas (ibíd., 111);
"la existencia de las penas está estrechamente
conectada con su utilidad o, en otros términos, con
sus fines" (ibíd., 112; en todo este capítulo
no se hablará para nada de "la ley moral natural");
la pena de muerte ha sido durante muchos siglos "la pena
por excelencia", y durante muchos siglos "incluso
los pensadores más ecuánimes y ponderados no
tuvieron ninguna duda sobre su utilidad y justificación"
(ibíd., 113).
A continuación el autor da cinco argumentos a favor
y seis en contra de la pena de muerte, para concluir que en
alguna ocasión podría ser considerada lícita
(ibíd., 114) y que, en definitiva, "la cuestión
sigue abierta" (ibíd., 115).
Una docena de páginas antes, había dedicado
un capítulo del mismo volumen a hablar de la eutanasia.
¿Para decir, también en este caso, que se trata
de una "cuestión abierta"? ¿Sería
concebible aquí una frase como la de hace unos instantes:
"si se declara absolutamente ilícita la eutanasia
hay que concluir que siempre en la historia se ha actuado
inmoralmente cuando ha sido aplicada", para concluir
que en determinadas circunstancias podría ser lícita?
No; aunque reconoce que históricamente la eutanasia
ha sido una medida frecuente, aquí no hay argumentos
a favor sino tan sólo en contra (Gómez Pérez,
1980, 103). "Un mínimo sentido de la humanidad
permite ver que esto no es progreso, sino regresión,
marcha atrás" (ibíd., 105); a la hora de
hablar de la pena de muerte no se hacían esta clase
de consideraciones, sino que el autor reconocía, como
mucho, que "parece claro que la tendencia abolicionista
corresponde mejor a la humanización del derecho y a
la posibilidad de una sociedad diversa" (ibíd.,
115).
Pero si en el caso de la pena de muerte no hay un pronunciamiento
definitivo, de carácter absoluto, en el de la eutanasia
entramos ya de lleno en el terreno de la más pura ética
de las convicciones. En cualquiera de sus modalidades "la
eutanasia propiamente dicha es una acción inmoral,
porque el objeto de ese acto es intrínsecamente malo:
la supresión de una vida" (ibíd., 103).
También la guerra suponía una "amenaza
inmediata de muerte efectiva" (ibíd., 107), pero
no por ello era "intrínsecamente mala".
Y prosigue: "La inmoralidad de la eutanasia se deduce
directamente de "la ley moral natural", cuando los
hombres llegan a dar con su fundamento: la existencia de Dios
como único dueño de la vida y de la muerte.
Por tanto, la eutanasia -aun con el consentimiento de la víctima-
es un atentado a la ley moral" (ibíd, 103). Vuelve
a aparecer aquí la referencia a la "ley moral
natural", ausente en cambio en el tratamiento de la pena
de muerte, y a su fundamento último y "absoluto",
la existencia de Dios, no mencionada en cambio en los capítulos
relativos tanto a la guerra como a la objeción de conciencia
y a la pena de muerte. ¡En los tres, en efecto, el substantivo
que aparece escrito con mayúscula es la palabra Estado
y no la palabra Dios!
La guerra puede ser "justa"; la ley que obliga
al servicio militar "no es injusta"; la pena de
muerte se puede "justificar" en algunas circunstancias.
En los tres casos "la autonomía del individuo"
viene regulada, y según cómo limitada, por su
inserción social. En los tres casos se hace referencia,
por tanto, a la variabilidad de las situaciones y de los contextos
históricos. La evolución histórica y
cultural puede obligar a replantearse los juicios morales.
Así por ejemplo, "los datos concretos -armamento
nuclear- han modificado hoy el tradicional planteamiento sobre
la eticidad de la guerra" (Gómez Pérez,
1980, 110). Son las posibles consecuencias de la acción,
por tanto, las que han de ser tenidas en cuenta. Y ésta
es exactamente la definición de la ética de
la responsabilidad.
De la misma manera, el carácter pluralista de la sociedad
o la concepción democrática de la política
hacen que se tienda a aceptar la objeción de conciencia,
y favorecen la extensión de las corrientes que propugnan
la abolición de la pena de muerte. En una sociedad
"plural y democrática", al menos tal como
el mundo occidental interpreta el significado de ambos adjetivos,
resulta difícilmente imaginable que alguien pudiera
proponer aún como solución de "pura lógica"
castigar con la pena de muerte a un objetor de conciencia,
como escribía aún Zafra en la España
del año 1974 (Zafra, 1974, 64).
En los tres ámbitos que en este apartado hemos elegido
vemos, pues, cómo los criterios característicos
de la ética de la responsabilidad continúan
desempeñando un cierto papel. En conflicto con los
criterios de la ética de las convicciones, ciertamente;
no se trata ya de una armoniosa integración de ambas,
y mucho menos aún de una situación de predominio
de la primera susceptible de poner en peligro la subsistencia
de ninguna clase de "principios". Pero tampoco nos
hemos movido en un terreno en el que la defensa de las convicciones
adquiriera un carácter absoluto, con total independencia
de la variabilidad de los contextos históricos y de
las consecuencias de la acción, hasta que no hemos
dado el salto de la pena de muerte a la eutanasia.
En el momento de abordar esta última cuestión,
en cambio, el discurso ha cambiado de forma harto radical.
En todos los temas que hacen referencia a lo que la literatura
"oficial" del Opus Dei llamaría "la
defensa de la vida", y que giran fundamentalmente en
torno a la familia -que sociológicamente definiríamos
como institución social encargada de la regulación
de la sexualidad, de la procreación y, en parte, del
proceso de socialización del individuo- la ética
de las convicciones pasa a desempeñar un papel preponderante.
Tan preponderante, de hecho, que prácticamente desaparece
toda referencia a los criterios de la ética de la responsabilidad.
Gradualmente pasamos así de aquellos aspectos que más
evidencian la "modernidad" del Opus Dei, a aquellos
otros que más claramente ponen de manifiesto su "tradicionalismo".
4) ¿Ética de las convicciones, sin ética
de la responsabilidad?
Es efectivamente en el ámbito de "la sexualidad"
(comportamientos "lícitos" y juicio sobre
las relaciones sexuales fuera del matrimonio, homosexualidad,
etc.), de "la procreación" (regulación
de la natalidad, anticoncepción, aborto) y de "la
vida familiar" (divorcio, educación de los hijos,
etc.), donde las posiciones adoptadas por la literatura del
Opus Dei denotan un recurso más sistemático
a una ética exclusivamente basada en los principios
o las convicciones. A este nivel no suele haber "concesiones"
de ninguna clase, en nombre de los criterios de la ética
de la responsabilidad. Ahí no cuentan ni la variabilidad
de las situaciones sociales y de los contextos históricos,
ni las posibles consecuencias de la acción. Los principios
adquieren un carácter "absoluto": la más
mínima relativización se convierte en sinónimo
de laxitud y, en definitiva, de degradación moral.
Y ello explica que el Opus Dei sea percibido, en todos estos
aspectos, como un movimiento de orientación sumamente
tradicionalista y "poco moderno", y que desde los
llamados "valores de la modernidad" se le puedan
atribuir los calificativos de "conservador" y "retrógrado".
a) Masculinidad y feminidad. Ya al hablar de los orígenes
del Opus Dei, de la coexistencia de hombres y mujeres en su
seno, e incluso de ciertos rasgos de la personalidad del padre
Escrivá, habíamos observado que subyacente a
la manera de plantear la problemática de la sexualidad
se hallaba una determinada lectura biológica, antropológica
y psicológica de la masculinidad y la feminidad.
El volumen "Problemas morales de la existencia humana"
les dedica sendos capítulos (Gómez Pérez,
1980, 129-144), pero aquí nos fijaremos sobre todo
en un texto paralelo, y más sintético, de otro
autor del Opus Dei. En un libro sobre la "Ética
del quehacer educativo", Carlos Cardona añade
al final un apéndice, "Acerca de la mujer"
(Cardona, 1990, 135-148), cuyas últimas páginas
ilustran bien lo que pudiéramos llamar una reificación
del factor cultural del género, sin distinguirlo del
factor biológico del sexo.
En su texto, Cardona considera indispensable ese apéndice
final, por cuanto actualmente -dice- se reivindica a menudo
una "igualación" que tiende a negar la "diferencia"
entre hombre y mujer (Cardona, 1990, 135). Existe un "equívoco
feminismo" que paradójicamente acaba convirtiéndose
en un "masculinismo de la peor especie". Y añade:
"Nada más desagradable que una mujer hombruna;
o mejor, sí, es aún "más detestable"
(...) un hombre, un varón afeminado" (ibíd.,
141s).
Las distintas cualidades, diversas y complementarias, del
hombre y de la mujer no son meros rasgos culturales. Son cualidades
que les han sido atribuidas por Dios, y como tales han de
ser reconocidas, "como vestigios, más aún,
como imagen y semejanza de Dios" (ibid., 140s). ¿Por
ejemplo? Determinadas características de la feminidad,
"como ese 'instinto' que mueve a la mujer a procurar
ser amable, atractiva (y no me refiero aquí principalmente
a lo físico, sino a lo psíquico y a lo espiritual:
la simpatía, la ternura, la paciencia, la piedad, por
ejemplo). Y por lo mismo, se entiende igualmente bien la especial
'repulsión' que inspira la mujer antipática,
adusta, agresiva y, en su extremo, arpía" (ibíd.,
144;). Podríamos comparar esta caracterización
con la que Jesús Urteaga hacía de la virilidad
(Urteaga, 1948, 63ss), y que habíamos comentado ya
en uno de los primeros capítulos. O bien con aquella
recensión que Víctor García Hoz hacía
del libro "Santo Rosario" de Escrivá, en
la que afirmaba que el Rosario no es "un pasatiempo cansino
de mujerucas", sino un arma, "algo que han de utilizar
los hombres que andan ocupados en cosas de guerra" (García
Hoz, 1945, 594). O incluso con la caracterización negativa
que de manera indirecta hace el propio Escrivá de ciertos
rasgos femeninos, diciendo: "Eres curioso y preguntón,
oliscón y ventanero: ¿no te da vergüenza
ser, hasta en los defectos, tan poco masculino?" (Camino,
n°. 50). Pero para Carlos Cardona los valores de la feminidad
no son explicables en términos psicológicos
o fenomenológicos: "es algo de carácter
ontológico. No se trata de que la mujer "se muestra"
así. Se trata de que la mujer "es" así"
(Cardona, 1990, 145).
Dado que su libro se ocupa básicamente de temas educativos,
la conclusión que saca es que hay que ir contra la
"coeducación" de chicos y chicas. Durante
la pubertad y la primera adolescencia, chicos y chicas han
de ser educados "separada y distintamente". "Y
no por miedo a los asaltos del instinto animal", sino
con el fin de favorecer la formación de la personalidad
de unos y otras (ibid., 147; el entrecomillado es nuestro).
En coherencia con este tipo de planteamiento, lo que se ha
dado en llamar "filosofía de la liberación
sexual" no es algo ambivalente y discutible, sino sencillamente
condenable. Y para condenarla se recurrirá, si es preciso,
a "la artillería pesada". En un artículo
sobre el tema, publicado en 1978, Rafael Gómez considera
que la expresión "filosofía de la liberación
sexual" no es otra cosa que "un título de
ennoblecimiento para fenómenos corrientes, pero no
por eso menos 'infrahumanos'" (Gómez Pérez,
1978a, 5). "No hay que olvidar sin que esto signifique
alimentar prejuicios nacionalistas o raciales, que Freud y
Marcuse pertenecen a la "esfera mental germánica"
y a la "esfera genética judía'" (ibíd.,
6; el entrecomillado es nuestro). Y algo más adelante,
al referirse a Wilhelm Reich, recuerda que el mismo Freud
"consiguió que fuera expulsado de esa "mafia"
que constituía ya entonces la sociedad psicoanalítica
internacional" (ibíd., 11).
Por un lado, cabría esperar una actitud mucho más
prudente, por parte de un miembro del Opus Dei, a la hora
de utilizar un término como el de "mafia".
Porque si es lícito emplearlo de una forma tan genérica
y tan escasamente rigurosa para aplicarlo a la Asociación
Psicoanalítica Internacional, luego va a resultar más
difícil quejarse cuando otros (Le Vaillant, Ynfante,
etc.) lo apliquen precisamente al Opus Dei. Pero por otro
lado, y sobre todo, es evidente que el tono del discurso ha
variado radicalmente, y que ese uso del lenguaje nos sitúa
ya muy lejos del terreno de la ética de la responsabilidad
en el que hasta aquí habíamos estado moviéndonos.
b) El matrimonio y la sexualidad. El hecho de que
el hombre y la mujer tengan unas características diversas
y complementarias por obra y voluntad de Dios (Cardona, 1990,
140s), acarrea como consecuencia directa la afirmación
según la cual "el único uso lícito
de la sexualidad es el que se realiza en el matrimonio verdadero,
es decir, en la unión indisoluble de un hombre con
una mujer" (Gómez Pérez, 1987, 73).
Son inmorales, por lo tanto, las relaciones sexuales fuera
del matrimonio (Gómez Pérez, 1980, 159), es
inmoral toda forma de homosexualidad (ibíd., 161) y
lo es también la masturbación (ibid., 162).
De acuerdo con una declaración de la Congregación
vaticana para la Doctrina de la Fe (del año 1975),
todo uso de la sexualidad, fuera de las relaciones conyugales,
es inmoral. Cuando las encuestas sociológicas indican
la existencia y la frecuencia de tales fenómenos, "están
constatando hechos. Y los hechos no constituyen un criterio
que permita juzgar el valor moral de los actos humanos"
(citado en ibíd., 162). Recordemos que en el caso de
la guerra se nos decía textualmente que eran los hechos,
"los datos concretos", los que habían modificado
"el tradicional planteamiento sobre la eticidad de la
guerra" (ibid., 110). Los hechos, en cambio, no obligan
a modificar los planteamientos sobre la eticidad de determinados
comportamientos sexuales. Está más claro que
el agua: en un caso se apela a los criterios de la ética
de la responsabilidad, y en el otro se acude estrictamente
a la ética de las convicciones.
La única concesión que está en todo
caso dispuesto a hacer el autor -en un texto, todo hay que
decirlo, sobre ética "social"- es la afirmación
según la cual "la pacífica convivencia
implica, en este campo como en otros, "tolerar"
acciones ajenas -también si son objetivamente inmorales-
siempre que no se ponga en peligro el bien común"
(Gómez Pérez, 1987, 75). El ejemplo concreto
aducido a continuación no es otro que el de la prostitución,
que "en general no ha sido defendida, sino simplemente
tolerada", para acabar diciendo que hay que ver hasta
qué punto pone en peligro la convivencia, y que "no
pueden darse, en este ámbito, reglas generales"
(ibid., 75).
¿La fórmula que habla de la "paternidad
responsable" tiene algo que ver, acaso, con la ética
de la responsabilidad? Sí, en la medida en que una
pareja puede llegar a la decisión de no tener, de forma
provisional o definitiva, más hijos; es evidente que
semejante decisión se toma teniendo básicamente
en cuenta las consecuencias de la acción. Sin embargo,
la única forma lícita de actuar consistirá
en tal caso en "seguir los metodos naturales de control
natal prescritos por Dios con los ritmos biológicos
de la mujer" (Cipriani, 1989, 76). Condena explícita,
por lo tanto, de todo método anticonceptivo: esterilización,
dispositivos mecánicos, productos farmacológicos,
etc. El juicio ético "no tiene más remedio
que ser tajante" (Gómez Pérez, 1980, 88).
Tampoco en este caso existen "datos concretos" que
obliguen a modificar "el planteamiento tradicional".
Durante siglos las epidemias habían actuado como mecanismo
(¿natural?) de regulación de la natalidad. Los
progresos médicos y la mejora de las condiciones higiénicas
han provocado una reducción drástica de las
tasas de mortalidad infantil. Una vacuna no es, ciertamente,
un "método natural" prescrito por Dios. Pero
en un caso los métodos no naturales van a favor de
la "defensa de la vida" y en el otro son causantes
de muerte. Ahí radica la fundamental diferencia. La
"guerra justa" continúa siendo, según
todas las apariencias, la única situación en
que la "amenaza inmediata de muerte efectiva" (Gómez
Pérez, 1980, 107) no es razón suficiente para
un juicio ético "tajante" en nombre de la
"ley natural".
Ni que decir tiene que el aborto es condenado sin paliativos
y precisamente porque "constituye un grave pecado contra
el quinto mandamiento (no matarás)" (Cipriani,
81). En este caso se argumenta que incluso cuando el aborto
no es el objetivo, sino un medio para conseguir un fin (la
salud de la madre, por ejemplo), constituye no obstante un
acto moralmente ilícito, porque "es preciso decir
que el fin bueno (salvar la vida de la madre) no justifica
el acto malo (la muerte provocada del feto)" (Gómez
Pérez, 1980, 82).
Y nuevamente cabría preguntarse por qué "el
fin bueno" de defender a la patria sí puede justificar
"el acto malo" de matar a una persona (aunque sea
"e1 enemigo"). O por qué "el fin bueno"
de crear una fundación benéfica podía
justificar "el acto malo" de defraudar al fisco;
o por qué "el fin bueno" de salvar una empresa
justificaba "el acto malo" del soborno (Gómez
Pérez, 1990, 136s y 120).
No se trata, para nosotros, ni en este caso ni en todo el
conjunto de esta discusión, de dar argumentos a favor
de una u otra posición. Lo único que pretendemos
-al mismo tiempo que reconocemos la enorme complejidad de
los temas que entran en el debate ético- es poner de
relieve la aparente contradicción existente entre el
hecho de recurrir a los criterios de una ética de las
convicciones (sin tener para nada en cuenta los criterios
de la ética de las responsabilidades) en determinadas
situaciones, mientras que en otros contextos se razona a partir
de unos criterios distintos.
Añadamos, para terminar, que también el tratamiento
del tema del divorcio se sitúa en esta misma línea.
"No hay excepciones" (Cipriani, 71); el matrimonio
"es indisoluble por su propia naturaleza" (ibid.,
72); y "la mera posibilidad legal del divorcio es ya
una incitación al mismo" (ibíd., 73). ¿No
se podría decir que la mera posibilidad legal de la
pena de muerte también es una incitación a aplicarla?
¿Que el mero hecho de considerar que una guerra puede
ser justa constituye igualmente una incitación?
Por otro lado, la cuestión del divorcio (no abordada
directamente en los libros de Rafael Gómez) obliga
a los autores del volumen coordinado por Cipriani a una pirueta
considerable a fin de justificar la práctica de la
Iglesia católica sobre el particular. Y así,
al mismo tiempo que se condena el divorcio "sin excepciones",
se admite que "si se comprueba que nunca hubo matrimonio,
porque fue desde su origen inválido, puede ser declarado
nulo -certificando que no existió- por la autoridad
eclesiástica competente" (Cipriani, 71s).
La autoridad civil no tiene potestad para regular lo que
la autoridad eclesiástica sí regula. Aunque
sólo sea en parte, el conflicto entre ética
de la responsabilidad y ética de las convicciones es
en nuestro caso un problema de poder. Es el problema de saber
"quién" tiene la capacidad de emitir unos
juicios -legítimos y legitimadores- en cuestiones éticas.
Y el recurso exclusivo a la ética de las convicciones,
sin intervención de la ética de la responsabilidad,
supone por parte de las instancias eclesiásticas una
voluntad de "monopolio" (tal vez habría que
decir, de perpetuación de una antigua situación
de monopolio) en la definición de las legitimaciones,
que es precisamente lo que hace que sean percibidas, en una
sociedad ideológicamente pluralista, como tradicionalistas
y poco modernas.
3. Observaciones finales
De esta manera queda (al menos parcialmente) resuelta la
paradoja de la combinación de tradicionalismo y modernidad
que suele detectarse en el Opus Dei. Si a pesar de su ascetismo
intramundano no se producen en su caso algunas de las consecuencias
que parece implicar la tesis de Max Weber sobre "La ética
protestante y el espíritu del capitalismo", y,
más concretamente, si no se cumple la tesis de Berger
relativa a la aparición de un "tipo de persona
muy marcada tanto por el valor como por la realidad psíquica
de la autonomía individual" (Berger, 1986, 103),
ello es debido a que en el ámbito de la vida económica
los miembros del Opus Dei adoptan claramente los criterios
de la ética de la responsabilidad, mientras que en
otros terrenos -fundamentales desde el punto de vista del
valor de la autonomía individual- como los de la vida
familiar y la sexualidad, continúan aferrados a una
ética estrictamente presidida por las convicciones
y los principios (la "ley moral natural").
Al hablar de la ética empresarial veíamos que
un autor como Juan A. Pérez reconocía que ésta
no podía reducirse a unas "teorías éticas
normativas", capaces de señalar cuáles
son las prácticas inaceptables, pero no de orientar
positivamente la acción (Pérez López,
1990, 39s). Tal es, efectivamente, el callejón sin
salida al cual conducen las posiciones sostenidas por los
autores del Opus Dei en cuestiones como las de la sexualidad,
la anticoncepción, el aborto o el divorcio. En ellas
queda clarísimamente especificado cuanto es moralmente
rechazable, pero las cuestiones de principios se imponen de
tal modo a las razonables previsiones de las consecuencias
de la acción, que a la hora de "orientar positivamente
la acción" se exige de las familias y de los matrimonios
un heroísmo que nunca les es exigido a los empresarios
o a los políticos, a quienes se concede una posibilidad
legítima de guiarse por los criterios de una ética
de la responsabilidad.
Eso es lo que posibilita una imagen -tal vez simplista, pero
no del todo errónea- de los miembros del Opus Dei como
una gente "técnicamente muy competente pero de
una religiosidad francamente elemental", según
decíamos al comienzo de este capítulo. Al mismo
tiempo, sin embargo, todas estas observaciones serían
un tanto injustas si no se añade que en este terreno
de lo que hemos llamado "ética de las convicciones,
sin ética de la responsabilidad", el Opus Dei
no defiende unos puntos de vista propios y específicos,
sino que refleja lo que se suele calificar de "posición
oficial" de la Iglesia católica.
Cierto es que dentro de la Iglesia católica las posiciones
en torno a estos temas son plurales; cierto es que si se contrastaran
los puros principios de la "doctrina oficial" con
los puntos de vista y con las prácticas concretas de
muchos católicos, los resultados serían sin
duda espectaculares (y así deben intuirlo las autoridades
eclesiásticas); cierto es, asimismo, que la aplicación
de los criterios de la ética de responsabilidad está
mucho más extendida entre los católicos de "la
clase de tropa", y que probablemente sólo "el
estado mayor de Cristo" (Camino, n°. 28) sigue recurriendo
a una pura "ética de las convicciones"; y
por último, no es menos cierto que los ideólogos
del Opus Dei se distinguen singularmente por su insistencia
en estos temas, de los que han hecho bandera hasta el extremo
de aparecer a menudo como "más papistas que el
papa". Pero todo ello no significa, sin embargo, que
en ese terreno el Opus Dei sea un grupo "sectario",
alejado de los puntos de vista "oficiales" de la
Iglesia católica; bien al contrario, los defiende y
se identifica a ellos como nadie.
En una novela que habría de ser "de lectura obligatoria"
para todo católico contemporáneo, "The
British Museum is falling down" (1965; Penguin Books,
1981, p.l2), David Lodge hace escribir a su protagonista un
imaginario artículo sobre el catolicismo, para una
imaginaria enciclopedia marciana, una vez que la vida sobre
la tierra ha quedado aniquilada por una guerra atómica.
El artículo imaginario reza así: "Los restos
arqueológicos prueban que el catolicismo estaba muy
extendido por el planeta Tierra durante el siglo xx. En el
mundo occidental se caracterizaba básicamente, al parecer,
por un complejo sistema de tabúes y de ritos sexuales.
Las relaciones sexuales entre parejas casadas quedaban circunscritas
a unos períodos muy determinados, fijados en función
del calendario y de la temperatura corporal de la mujer. Los
arqueólogos marcianos han logrado identificar los domicilios
de los católicos merced a la presencia en ellos de
grandes cantidades de gráficos, calendarios, agendas
llenas de cifras y termómetros rotos, restos que demuestran
la enorme importancia otorgada a este código. Algunos
especialistas han pretendido que se trataba de un método
para regular la descendencia; pero tal hipótesis ha
debido descartarse al haber quedado manifiestamente probado
que los católicos tenían un promedio de hijos
superior al de todos los demás grupos. El catolicismo
se caracterizaba asimismo por alguna otra doctrina, como por
ejemplo la creencia en un Redentor y en una vida después
de la muerte."
En definitiva, si dos de las principales conclusiones de
la primera parte de este estudio eran que monseñor
Escrivá de Balaguer fue hijo de un tiempo y de un país
muy concretos -la España de la primera mitad del siglo
xx-, y que el Opus Dei es hijo -más exótico
que propiamente original- de su fundador, las dos conclusiones
principales de esta segunda parte son que el Opus Dei es un
movimiento al mismo tiempo moderno y tradicionalista. Su modernidad,
fruto en buena parte del estilo ascético intramundano
que adopta, le aproxima notablemente a algunos de los rasgos
más característicos del protestantismo ascético,
del que le separan no obstante determinados planteamientos
doctrinales. Su tradicionalismo, particularmente acentuado
en aquellos temas en los que se guía por una estricta
ética de las convicciones, en detrimento de los criterios
más propios de la ética de la responsabilidad,
es un tradicionalismo que básicamente comparte con
algunas posiciones oficiales de la Iglesia católica,
y constituye un reflejo de las dificultades de inserción
del catolicismo en las sociedades occidentales contemporáneas,
pese a los esfuerzos de adaptación realizados por el
concilio Vaticano II, que ciertos sectores significativos
de este catolicismo -y entre ellos, el Opus Dei- intentaron
combatir, aparentemente sin éxito, pero en realidad
con eficacia notable.
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