Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El ser humano y su mundo
Índice
Introducción
1. El "sentido de la vida"
2. El hombre entre lo terreno y lo trascendente
3. La instancia institucional y sus pretensiones de absoluto
4. La formación y el gobierno de los hombres
5. Entender, explicar
6. El mundo interpretado
7. Educación
8. Calidad de vida - Vida de calidad
9. Autoaceptación y donación
10. Enamorarse
11. La referencia a la voluntad de Dios
12. La gracia y "su" naturaleza
13. La defensa de la fe
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Antonio Ruiz ReteguiEL SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000

Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei

 

CAPÍTULO 6. EL MUNDO INTERPRETADO

1. Experiencia de distintas percepciones y explicaciones del mundo

La cuestión de que aquí se trata tiene como punto de partida unas experiencias o percepciones fundamentales que se refieren al modo de conocer y de expresar el conocimiento que se tiene del mundo, de la realidad, de las personas y de los hechos, que encontramos en nuestra vida.

Hay algunas personas que cuando se las escucha hablar del mundo o de las personas o de los acontecimientos, se tiene la sensación de que están hablando de algo real, rico, consistente, verdadero, que manifiestan que tienen ante sí una realidad con todos sus matices e insondables riquezas. Y hay otras personas que cuando se las escucha se tiene la sensación que están repitiendo frases aprendidas más o menos convencionales, es decir, que hablan no desde la percepción limpia y directa de la realidad, sino desde una especie de cuerpo de afirmaciones convencionales.

Los primeros manifiestan más o menos explícitamente, un conocimiento abierto, en cierto modo dubitativo ante la riqueza, multiforme de la realidad, que les resulta demasiado rica para poder captarla en plenitud. Los segundos parecen que tienen un esquema muy firme y seguro para dar respuesta a todas las cuestiones, pero dan la sensación de que explican la realidad desde un esquema con pocas magnitudes. Para los primeros la realidad aparece muchas veces abrumadora, mientras que para los segundos la realidad aparece como exenta de todo misterio.

Hay artistas, especialmente escritores, que aparecen violentos, iconoclastas, sensuales, sucios, elementales. Pero, al menos en el caso de los mejores representantes, suelen ser personas que reaccionan ante un ambiente demasiado pulcro y aseado, que ha eliminado los misterios de la realidad y la han vertido en una explicaciones convencionales que constituye unas especie de ortodoxia social, y que tiene pretensiones de universalidad. Efectivamente después de épocas en las que se crea una visión esquemática y muy clara de la realidad, suelen surgir reacciones explosivas de protesta que, por una parte parecen empeñados en desafiar esas explicaciones y, por otra, mostrar que la realidad es mucho más compleja e inabarcable. A los diversos "clasicismos" suelen seguir reacciones "románticas".

A veces esa protesta ante las explicaciones intelectuales establecidas tiene la forma de rechazo de lo que se considera una racionalización mental o idealización ideológica excesiva, y se goza en "refocilarse" en los aspectos más crudos, más materiales o corporales, más biológicos y elementales, como la dimensión más real y fundamental del ,mundo.'

A los "chicos buenos" los relatos de esos escritores les parece como "una explosión en una letrina", según la expresión con que Paul Elmer More calificó la novela "Manhattan Transfer" de John Dos Passos, y la consideran como la manifestación de lo más bajo que hay en el ser humano, es decir, la muestra de una forma de ver y de vivir que se mantiene simplemente en el nivel sensual, en los instintos más sórdidos y bajos. Parece que en esas obras hay una diferencia abismal respecto de las obras clásicas y épicas que son las que muestran los aspectos más ricos y nobles de la existencia humana, y, en este sentido, las obras de esos escritores de que hablo al principio, les parece que se limitan a sacar a la luz las cosas que de suyo debería considerarse "obscenas" en sentido etimológico, es decir, las que han de mantenerse alejadas de la mirada pública.

Pero si piensa más despacio, es fácil descubrir en esas obras "provocadoras" la búsqueda, quizá un poco a ciegas, de una "autenticidad" que se echa de menos en las explicaciones más convencionales. Se intuye que en las visiones del "stablishment" hay algo de falso, que violenta a la realidad tal como se da en la vida verdadera. Entonces no es raro que se llegue a mirar a esos autores como más auténticos, como personas que se han liberado de una costra densa que impide llegar a captar la realidad en su verdad más auténtica.

Efectivamente, "la condición humana no soporta demasiada realidad", y por eso tiende a enmarcarla en una visión esquemática, ordenada y limpia, fácil de entender y de aceptar. Además, quizá esos intentos de "visiones claras" respondan al empeño por lograr una armonía en el mundo, que en realidad no existe, pero que se experimenta como necesaria para poder vivir sin demasiado compromiso y esfuerzo.

Ante la experiencia de estos contrastes entre los convencionales ortodoxos y los denunciadores díscolos y escandalizadores, se intuye que hay en verdad una tendencia a ocultar la realidad real para presentarla convenientemente maquillada y que esta tendencia nos hace muchas veces perder la realidad del mundo, e ignorar unas dimensiones dolorosas, incomprensibles, de la existencia de muchas personas, que es más amplia de lo que se piensa. Por eso parece que los denunciadores se gozan cuando la realidad presenta hechos que rompen las explicaciones convencionales, como el terremoto de Lisboa en medio del optimista siglo XVIII, que suponen un descalabro para la civilización, cuando suceden catástrofes o salen a la luz hechos mezquinos o miserias vulgares en personajes propuestos como modelos convencionales, que desmienten las explicaciones simplistas de los bienpensantes.

A pesar de la indudable búsqueda de autenticidad que hay en los casos mejores, en esas reacciones un tanto explosivas hay algo que se antoja problemático. La huida de lo convencional establecido buscando autenticidad deriva hacia una realidad demasiado tosca, se garantiza la realidad de lo que se propone a base de recurrir a lo más elemental. Y ciertamente las pasiones y las miserias son verdaderas, pero no agotan la realidad. El miedo a caer en propuestas idealistas cierra el campo de visión de esos denunciadores y los restringe a sólo aquello que es más elementalmente real, desconfiando de la autenticidad de experiencias más elevadas.

En el fondo esos han recurrido a la referencia más fácil y más "a mano", y nos hacen correr el riesgo de ignorar lo mejor del hombre o, lo que es peor, predisponernos a pensar que esas dimensiones superiores de la existencia han de ser necesariamente falsas. Pero eso no es cierto. La búsqueda de la realidad sin maquillajes puede hacer olvidar que lo real no es solamente lo meramente fáctico. La dosis de protesta y de indignación que esas realidades dolorosas levantan es la muestra de que esos hechos incluyen también en sí mismos una llamada a la excelencia, a la nobleza, al bien, que es lo que había sido idealizado de manera falsificada en las presentaciones del "stablishment".

Porque se da también una experiencia semejante, pero más serena y menos explosiva, cuando se advierte que algunas personas que hablan lo hacen de verdad, es decir, que nos ponen en contacto con la realidad a que se refieren, mientras que la gran mayoría cuando dice hablar de la realidad, están por el contrario, repitiendo lugares comunes, frases hechas, explicaciones convencionales. El lenguaje es la expresión sensible más cercana y frecuente, de la peculiar condición del hombre, lo que le hace único. Pero el objetivo del lenguaje, que es la comunicación personal, no es asunto banal ni fácil. Es una de las capacidades humanas más altas.

Cuando en la conversación ordinaria no se supera el nivel de los lugares comunes, quien habla no pasa de ser "un caso más" de su propio ambiente o de su propia cultura. En cambio, hay personas que hablan de una manera que manifiesta la singularidad personal en pleno ejercicio y con todo su alcance. El idioma que utilizan puede ser el mismo, con su vocabulario, y sus reglas gramaticales y sintácticas iguales para todos, pero unas personas lo usan con toda su plena capacidad de expresar a la persona y de decir verdad, de expresar realidad. No se trata simplemente de agudeza intelectual o de rigor lógico, sino de una peculiar "honradez" en el decir, en el comunicarse con los demás. Son personas que no sólo profieren correctamente las palabras y las frases, sino que "dicen cosas", aunque se trate de cuestiones completamente normales y nada abstractas o difíciles.

Más aún, quienes hablan desde la autenticidad, nos ponen en relación limpia con la realidad, aunque no hayan sido capaces de analizarla y expresarla por completo. Son como quien presenta a otra persona: aunque la conozca bien, seguramente no lo sabe todo sobre ella, pero a quien se la presentan no le comunican sólo unos datos, sino la realidad en sí misma aunque no sea completamente analizada. Por eso, quien habla de la realidad así, proporciona una fuente inagotable de verdad, de la verdad que está en el ser, en la realidad, y no solamente en las proposiciones abstractas. Ésta es la gran diferencia entre quien habla "de oídas", de lo que ha aprendido en libros, y quien habla de lo que ha visto por sí mismo.

El caso se podría considerar semejante a lo acontecido en la historia de la revelación sobrenatural: "la verdad divina revelada, también en su aparecer terreno, puede ser solamente verdad total y absoluta. Y esto debe ser válido incluso para la verdad revelada en el Antiguo Testamento: ciertamente esa verdad tenía una dimensión histórica interna propia, pero no en la forma de un acumulamiento progresivo de verdades parciales sobre Dios y sobre su relación con el mundo, sino, por el contrario, en la forma de una gradual revelación y explicación de la única e indivisible Verdad que es Dios mismo. Así, todo fue ya dicho implícitamente en la promesa hecha a Abrahán, el elegido; Moisés, los Jueces y los Reyes, los Profetas y los Sabios levantan sólo parcialmente el velo que cubre la Verdad ya dada" (Balthasar).

Ciertamente sería demasiado agotador tener que actuar siempre desde una percepción directa de la realidad. Todos debemos abandonarnos en alguna medida a las actitudes convencionales, a las frases hechas, a las convenciones en el vestir, en el hablar, en el trato con los demás. La forma de los saludos, las reglas de urbanidad, las modas tiene la misión de descargarnos de la responsabilidad de tener que pensarlo todo. Pero la necesidad que todos los hombre tenemos de recurrir a los lugares comunes puede hacer que quedemos demasiado condicionados por esos recursos, y nos encontremos con que en ocasiones no sepamos explicar o describir adecuadamente nuestras experiencias o percepciones más personales, porque advertimos una especial dificultad para entender con claridad esas propias experiencias, y no encontramos los modos de decir apropiados. Entonces parece como si nos faltase el "instrumental" o el "utillaje" lingüístico expresivo necesario. Es que el lenguaje, que nos debe proporcionar la posibilidad de manifestar lo que queremos decir, nos condiciona y nos impone también unos modos y unas formas expresivas demasiado determinadas. Es como si en vez de tener un lenguaje constituido por palabras, estuviese formado por frases ya hechas y resultase muy difícil construir frases nuevas adaptadas a lo que se quiere decir. El lenguaje corriente nos da tantos modos de decir, tantas frases listas para ser repetidas, que nuestros discursos no suelen pasar de ser combinaciones más o menos afortunadas de expresiones convencionales. El afán por experimentar técnicas de expresión literaria, seguramente responde al empeño por liberar al lenguaje de esas ataduras. Lo que sucede es que las más de las veces, esos experimentos se quedan en nuevos estereotipos igual de rígidos que los que venían a sustituir.

Por eso es tan gozoso escuchar una persona que usa del lenguaje para expresar fielmente aquello que percibimos. Es realmente maravilloso encontrar a alguien que escribe o se expresa de manera que acierta a expresar sobriamente las cosas o las experiencias fundamentales con un lenguaje que está verdaderamente al servicio de lo que se trata de comunicar. El discurso tiene entonces una belleza propia que es un tanto especial, cualitativamente superior al de los malabaristas del estilo, que muchas veces no pasan de decir lo mismo que todos, pero embelleciendo sus palabras con un maquillaje superficial, casi sólo fonético o gramatical, o quizá adornándolo con citas de moda de apariencia erudita o sofisticadamente cultural.

Hay escritores que muestran una retórica nobilísima y fascinante, precisamente por la unión entre un contenido no convencional y una forma de decir al servicio fiel de ese contenido. Algunos filósofos son también magníficos escritores cuyo mérito esencial es precisamente el utilizar el mismo lenguaje de todos, pero de una manera no convencional, sino adecuada a la percepción de la realidad que ellos han alcanzado.

Entonces no hay que recurrir a centrarse en experiencia más elementales para hacer un alegato eficaz contra la falsía de los revestimientos deformadores de la realidad. El lenguaje ordinario da ya de suyo el medio suficiente para mostrar una realidad consistente, que se defiende por sí misma, y que por sí misma muestra su consistencia.

2. Diferencias entre la interpretaciones: interpretación y conocimiento

La filosofía moderna se caracteriza, entre otras cosas, porque ha tomado como punto de partida una perspectiva que podría calificarse de "substancialista", es decir, de considerar a las cosas, y a las personas, ante todo como "entes en sí mismo", como cosas que se conciben aisladamente y que se piensan independientemente de las demás, sin referencia a ninguna otra cosa. Por supuesto, el pensamiento moderno conoce la categoría de la relación, pero la sitúa en un momento esencialmente ulterior al de la constitución de cada ente, de cada cosa. Por esto el problema fundamental y nunca resuelto de la filosofía moderna es la realidad del conocimiento.

Desde la visión del hombre como criatura, su apertura a Dios, a lo absoluto, a la realidad, aparece obvia. En consecuencia, el conocimiento no es nada problemático. Se confía en que toda la creación existe en el seno de la primera de las criaturas, la luz, la transparencia mutua de todas las cosas. Por eso, en el pensamiento premoderno, el conocimiento es objeto de estudio de una manera esencialmente distinta de la que tendrá cuando la creación sea rechazada metodológicamente. Los pensadores anteriores a la modernidad consideraron cuidadosamente el proceso cognoscitivo humano, y nos han proporcionado análisis de ese proceso de una notable finura. Pero en este estudio estaba dado por supuesto que el conocimiento era real, que la noticia que alcanzábamos de las cosas es adecuado a ellas y fiable.

Cuando la dimensión substancial y material tiene primacía, la trascendencia del hombre hacia lo absoluto y hacia lo demás se hace problemática. Se comienza a plantear cómo garantizar la coincidencia entre la realidad extramental y las afecciones que advertimos en nuestras potencias cognoscitivas, se distingue entre el "conocimiento" que está en el interior de la mente y la presunta verdad de las cosas, y se plantea el problema de que si sólo se conoce la propia idea de las cosas, no hay modo posible de comprobar si coincide o no con la realidad que pretende expresar. No se puede reconocer que lo que se conoce no son las propias ideas, sino que es la realidad "real" exterior y objetiva la que es conocida "en" esas ideas.

En consecuencia adquiere una importancia decisiva la cuestión de la "interferencia" entre la realidad exterior y las potencia cognoscitivas y aparece prepotentemente el problema de cómo se proyecta la realidad sobre la mente. Éste es el problema de la interpretación, o problema hermenéutico.

Este problema se alza con tanta importancia en la teoría del conocimiento porque es un problema "importado", traído desde fuera, desde el ámbito de la ciencia. En efecto, en la ciencia es un problema grave la cuestión de la adecuación entre lo que se conoce y el modo en que se conoce. Esta problematicidad tiene su origen en que la ciencia ha renunciado de entrada al conocimiento directo propio de la apertura natural del hombre a la realidad, y ha optado por hacer pasar la realidad por el filtro del sistema lógico de la ciencia.

En la ciencia sí es real la cuestión de la interpretación, porque su conocimiento es el fruto de una proyección de la realidad sobre un sistema lógico que ha sino construido con anterioridad. A quien ha definido anteriormente qué aspectos, es decir, qué magnitudes va a percibir de las cosas a través de la experimentación, le debe preocupar si esos aspectos son una descripción completa de lo que se conoce, o si hay otras dimensiones importantes que no se han "medido". Por ejemplo, sería "inquietante" observar fenómenos eléctricos o magnéticos si se ha pretendido describir la realidad de un sistema que sólo considera las variables mecánicas. Por eso, en los científicos han de estar atentos por si, fuera de su sistematización, es decir, fuera de la ciencia, perciben -por medio del conocimiento espontáneo- aspectos de las cosas que no han sido incluidos en su sistema lógico.

El prestigio y la eficacia que ha adquirido el conocimiento científico ha hecho que se le considere como paradigma de conocimiento. "Conocimiento verdadero y fiable" es, en nuestro mundo casi equivalente a "conocimiento científico". Por esto las teorías del conocimiento están marcadas por una cierta dependencia del conocimiento científico y, en consecuencia, están afectadas del problema hermenéutico.

Pero el problema que se manifiesta en el conocimiento científico, puede aparecer, y de hecho aparece también en el ámbito del conocimiento natural espontáneo. Esto sucede siempre que se renuncia, implícita o explícitamente, a la consideración abierta y completa de la realidad, y se opta por considerar sólo los aspectos de la realidad que interesan al sujeto. En este sentido la ciencia experimental positiva se podría considerar una formalización altamente sofisticada de la tentación de ponerse en el centro del mundo y hacer pasar el universo entero por el filtro de los propios intereses.

Y efectivamente, cuando las cosas se ven de esa manera, aparece, como en la ciencia, la cuestión de la interpretación: una persona que mira al mundo desde sus intereses exclusivos, no conoce la realidad, sino el constructo que ha elaborado desde las constantes que ha puesto antes. El fruto de ese conocimiento, en cuanto que responde a ese modo de mirar, no es conocimiento de la realidad en sí misma, sino conocimiento de algo que, en el fondo es una producción de la propia mente. Cierto que ese producto de la propia mente ha contado con un elemento exterior, objetivo y consistente, pero esto no obsta para que el producto sea una elaboración mental.

Habría que establecer una diferencia radical entre el conocimiento verdadero de la realidad, y estos conocimientos que son más bien el fruto de una inteligencia decaída y marcada por el pecado original. Por supuesto, este aspecto de la herida del pecado de origen no suele estar muy presente en la predicación ascética, pero no por ello es menos real y peligrosa. No parece que este defecto que arrastramos en nuestra mente sea tan grave como el que ha debilitado nuestra voluntad o ha desordenado nuestras potencias, pues no parece que induzca de manera tan próxima al pecado. Sin embargo sus estragos a largo alcance son aún más insidiosos que los de la concupiscencia.

Para defendernos de ese peligro es preciso recuperar el sentido de la contemplación y de la atención a la riqueza significativa que tiene la realidad por su condición de criatura de Dios. Sólo desde esta premisa es posible recuperar a su vez la validez del conocimiento de lo real, especialmente de las personas y de las realidades más significativas.

Entonces no se tratará de someter todo conocimiento al tratamiento de las cuestión hermenéutica, sino de distinguir previamente qué tipo de conocimientos están afectados de necesidad de ese tratamiento y cuáles no. Especialmente importante será advertir que las cosas conocidas por la contemplación, no deben ser sometidas a estudios verificativos de la misma manera que los conocimientos que son fruto de visiones interesadas, sean intereses del sistema lógico científico, sean del interés personal.

Esta diferencia se manifestará ante todo en que el conocimiento contemplativo, es un conocimiento que pone a la persona en contacto con la realidad en cuanto tal, es decir, en cuanto consistente en sí misma y no construida por la mente humana. Esto implica que esa realidad será siempre vista como algo que excede la mente del que la trata, y que por lo tanto incluye algo de misterio, de inalcanzable en su totalidad. Por el contrario el conocimiento interesado prescinde de lo real y se queda exclusivamente con su constructo mental. La contemplación pone al hombre en un mundo de realidades, mientras que las interpretaciones ponen al hombre en un mundo en el que la realidad ha quedado reducida a una pocas dimensiones, es decir, a una especie de artefacto que en cuanto tal puede ser plenamente conocido porque es fruto de la mente humana.

El mundo del contemplativo es un mundo consistente, a veces exigente, que puede sorprender y ante el que se debe tener una actitud de atención y respeto, pero que por eso mismo puede configurar un hogar real que acoge y defiende a la persona. Por el contrario, el mundo interpretado es un pseudo-mundo del que sólo se perciben las dimensiones que se adaptan a los intereses de cada uno en cada momento, lo que no interesa es como si no existiera. Sus elementos son perfectamente dominables, en cierto modo "blandos y flexibles", por eso nunca "hieren" ni comprometen a quien lo ha elaborado, pero por eso mismo es un mundo que no puede proporcionar nada de ayuda, pues no tiene más que aquello que el hombre dominante ha puesto en él.

3. Gradualidad en el "ejercicio" de la vida: relaciones reales

La diferencia entre el mundo "real" y en mundo "interpretado", no se refiere solamente al ámbito del conocimiento, sino que afecta a la cualidad de la vida de la persona. Es completamente distinto vivir en un mundo cuya realidad se reconoce como tal, o vivir en un "mundo interpretado". En la primera elegía de Duino, escribió Rilke que hasta "los sagaces animales, ya advierten que no estamos muy seguros en este mundo interpretado".

Ciertamente todo ser vivo, por ser vivo, se sitúa en un centro de percepción que le da una perspectiva limitada de todo. Pero por su capacidad de conocer la realidad en cuanto tal, el hombre es capaz de superar esa especie de "encerramiento" en su perspectiva, y reconocer las cosas en su condición de realidades consistentes: "Fieri aliud inquantum aliud" es una vieja definición de su comportamiento cognoscitivo frente al mundo. "Hacerse otro 'en tanto que otro'" significa captado como no entendido, como algo que no sólo tiene sentido en mi mundo, sino que él mismo es sujeto para el que existe un significado. La razón comienza sabiendo que existe algo de lo que no se sabe nada, o que, al menos, no se comprende. Las palabras "ser", "existe" y "hay" abren un horizonte cuya extensión es infinita y cuyo centro se halla en todas partes, por tanto, no exclusivamente en el lugar en que ya mismo me encuentro. Existir en este horizonte significa hallarse en insuperable tensión con el hecho de que el ser racional es también un viviente, que sigue estando en el centro de su mundo circundante e interpretando el mundo desde el punto de vista de su inquietud por el propio poder ser" (Spaemann).

Cuando la realidad es reconocida como tal, la persona se percibe a sí misma como llena de relaciones con otras realidades, especialmente con otras personas, que son vistas como tales personas, es decir, como seres dotados de capacidad de conocer, libres, con las que se puede mantener un diálogo real, y enriquecerse con las aportaciones de los demás. Esto implica que quien vive en esta situación debe cultivar el hábito de la atención, del respeto, de la escucha. Éste es un mundo rico, del se pueden esperar ayudas que no proceden de uno mismo, sino de la capacidad creadora de los otros y que, por eso mismo enriquecen inusitadamente el propio mundo y la propia existencia.

Lógicamente en estas cualidades hay grados, de forma que la percepción de los demás puede ser más o menos intensa, desde una atención contemplativa plena, que reconoce y procura "comprenden" la realidad del otro, hasta decaer en una visión en que esa realidad queda casi reducida a los aspectos dictados por el propio interés, y, por tanto, como decíamos antes, aparecer casi como simples artefactos.

Esta gradatoria en la percepción de los demás se traduce en una gradatoria de intensidad de vida. Cuando en el Evangelio se dice: "He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" no se expresa algo que sea ineligible únicamente desde el punto de vista sobrenatural, es decir, desde la distinción entre la vida natural y la sobrenatural. La gradualidad de la vida, el poder tener más o menos vida, es propio de la existencia natural del hombre. Esta posibilidad de niveles más o menos ricos radica precisamente en la diferente calidad de las relaciones que se establecen. La vida humana en cuanto tal no es principalmente una cuestión biológica, es relación con el mundo y, sobre todo, con las demás personas.

Esto es lo que está en la base de que haya personas cuya vida sea muy plena e intensa y tenga sentido la afirmación del poeta que declaró al final de sus días: "Confieso que he vivido" (Pablo Neruda); o la de quien escribió: "Fui a los bosques porque quería vivir con plena conciencia, y afrontar los hechos esenciales de la vida, ¡es tan costoso el vivir! Quería sacar a la vida todo el meollo, no fuera a suceder que llegara el momento de la muerte y me diera cuenta entonces de que no había vivido" (Henry David Thoureau, "Walden o la vida entre los bosques"). Esta percepción, más o menos clara, se encuentra también en aquella vieja canción que decía: "¿Quién maneja mi barca, que a la deriva la lleva?". Es la advertencia de que es posible que la propia vida no sea ejercida tanto por el sujeto que la vive, cuanto por algo o por alguien que la lleva "desde fuera".

Estas percepciones tienen como manifestación el que los hechos de la propia vida pertenezcan a quien los realiza con una intensidad variable, que sean más o menos propios, y que, en consecuencia, esos hechos sean más o menos verdaderos. Veamos un poco más detenidamente esta diferencia.

Los hechos que configuran la vida no pueden ser explicados simplemente desde el punto de vista de su simple acontecer físico, o puramente sensible. Los hechos son verdaderamente "biográficos", es decir, contribuyen a definir la propia vida, cuando el sujeto que los realiza, los posee realmente como propios. Por eso los animales no tienen biografía, porque sus hechos remiten solamente a sus instintos y a sus circunstancias externas. Pero el ser humano tiene la maravillosa capacidad de ser libre, es decir, ser principio profundo de sus actos, sin que éstos puedan remitirse a causas anteriores.

Cuando los actos humanos son verdaderamente libres, es decir, cuando tienen su origen en la capacidad "creativa" de la persona, entonces le pertenecen de manera cualitativamente superior a como pertenecen sus actos a una causa necesaria. Pero esta actuación libre requiere que la persona que actúa tenga una relación específica con el objeto con que se relaciona. Una acción que brote simplemente del instinto, o del estado de ánimo, es decir, que sea expresión de una especie de dinámica interna necesaria, no es una acción libre en sentido propio. Puede ser espontánea, pero no libre. La libertad reclama conocimiento y relación adecuada con aquello sobre lo que se actúa. Por eso, se puede afirmar que la acción libre tiene como norma interna suya la "moralidad". Esto significa que en esa acción se relaciona con algo que tiene la capacidad de interpelar a la libertad, es decir, que se ha percibido como consistente en sí mismo, con un principio de reposo y de teleología que es lo que llamamos "naturaleza" o "esencia" o su ser en sí mismo.

La ley de la naturaleza en sentido clásico, es precisamente esa interpelación que la realidad dirige a la libertad del que actúa. El pensamiento moderno renunció por sistema a tener en cuenta la naturaleza de las cosas, pues se pensaba que eso era algo oscuro e inútil ("causarum fínalium inquisitio sterilis est, et tanquam virgo Deo consecrata, nihil parit"), y se limitó a considerar la naturaleza como el resultado del conocimiento científico que es un conocimiento de las meras propiedades y regularidades de comportamiento en los objetos. Por eso, la realidad así percibida no podía dirigir ningún tipo de interpelaciones a la libertad, y la libertad se entendió como simple posibilidad de actuar incondicionadamente. Pero esto tiene como consecuencia que las acciones pierden su consistencia de relación con la realidad, y se limita a manipular una especie de materia prima irrelevante en si misma. La moralidad misma desaparece entonces, o cambia sustancialmente de carácter: se convierte en la exigencia de espontaneidad libre de condicionamientos, o en el cálculo de las consecuencias de los actos.

Algo semejante acontece cuando la realidad queda reducida por la perspectiva interesada. Tampoco entonces se establecen relaciones verdaderas y sólo quedan las relaciones de dominio, o las dictadas por la fuente de esos intereses, que son parecidas a las relaciones de los animales que, a través de su instinto, responden a los estímulos que proceden del "medio" en que viven.

En un mundo que sea fuertemente interpretado, las acciones pierden su calado humano y decaen hacia meros actos brutos, biográficamente irrelevantes. Por eso, cuando la persona vive en un ambiente en que el mundo es muy interpretado, es decir, cuando no se relaciona con las cosas y las personas desde una actitud de respeto y de atención, tiene inevitablemente la sensación de que sus actos no son verdaderos actos suyos, y de que le viven la vida.

Esto sucede más o menos intensamente cuando el ámbito vital en que se desarrolla la propia existencia da ya de entrada todas las valoraciones y establece todas las pautas de actuación y de respuesta a las diversas circunstancias de la realidad. Entonces las acciones de las personas son necesariamente "tenues", poco propias, incapaces de expresar la propia singularidad personal. La experiencia de abandonar un mundo en el que las cosas estén muy interpretadas, y en el que haya una normas de actuación muy deterministas, tiene el efecto inmediato de que la vida se amplia y los actos cobran una intensidad nueva.

Ciertamente entonces se corre el riesgo de poner tanto el acento sobre la creatividad de la propia libertad, que se olvide la realidad y sus reclamaciones naturales. Pero si ese abandono se hace precisamente para poder percibir con limpieza la realidad de las personas, y se cultiva la atención, la compresión y el buen cariño, es decir, si se está prevenido ante el peligro de considerarlo todo desde el propio interés, la experiencia profunda es de apertura de un mundo nuevo y maravilloso.

Por supuesto, nosotros no podemos ser tan independientes que superemos completamente toda interpretación. Sabemos que el pecado original ha afectado decisivamente a nuestro modo de conocer. Esto está siempre presente condicionando nuestros conocimientos y nuestra visión de la realidad en función de las preguntas que nos hacemos en cada momento. Pero la autenticidad, el carácter verdaderamente "personal" de una vida depende en buena parte del empeño por superar las reducciones que las circunstancia imponen a nuestro modo de mirar y de percibir las personas y las cosas.

Desde luego todos tendemos a ver a las personas en la perspectiva que imponen sus circunstancias. Nosotros no podemos percibir demasiada realidad. Sólo a una pocas personas podemos percibir en su condición verdaderamente personal. A los demás los percibimos como "el médico", o "el sacerdote", o "el tendero". No obstante hay ambientes interpretativos tan condicionantes que llevan a ver a las personas más cercanas no ya como "mi hijo Ticio" (que es siempre una persona singular, a la que se ha puesto un "nombre propio", no un nombre común), sino en la perspectiva que impone el lugar de ese hijo en el ámbito interpretativo de que se trate, de manera que si esa posición institucional cambia de alguna manera, casi se puede decir que aquel hijo ha salido de la vida.

Desde luego quien vive en situaciones tan condicionantemente interpretativas, no puede ejercer una vida personal auténtica. En todo caso se podría decir que ha remitido su vida a la vida de la instancia interpretativa, ya sea un ámbito cultural más o menos amplio o un ámbito más reducido como podrían ser los ámbitos profesionales, científicos o instituciona1es, y se considera a sí mismo como un "momento" de la vida esa instancia.

La vida cultural, por intensa que sea desde su propio punto de vista colectivo, es empobrecedora desde el. punto de vista personal. Quien desarrolla su existencia en ese ámbito se verá seguramente asaltado por la vieja pregunta; "¿Quién maneja mi barca?".

Puede ser que en los ambientes fuertemente interpretativos se trate de compensar la pérdida de las dimensiones personales de la vida de las personas con la afirmación y la atención de ciertas peculiaridades a nivel más superficial, como son los aspectos de aficiones 1údicas, o de condiciones físicas, o de aficiones culturales. Pero en la medida en que esas singularidades son más propias del "individuo" que de la "persona", resultan engañosas y conducen a pensar que "hacer justicia" a la persona se reduce a atender a sus dimensiones más superficiales, olvidando la dimensión más propiamente personal que es la capacidad de ver y entender las cosas por sí mismo.

4. Educación y transmisión de interpretaciones: maestros y "formadores".

En un mundo interpretado la educación cambia necesariamente de carácter, pues es muy diferente la preparación para la vida contemplativa de la realidad, de la mera transmisión de las interpretaciones convencionales.

El mundo interpretado es simple, esquemático, carente de misterios. Todo lo que hay en él está perfectamente definido por las interpretaciones establecidas. Las acciones de las personas se consideran según un abanico de calificativos bien determinado, que permiten eludir la atención cuidadosa y respetuosa a la singularidad irreductible de las personas.

La educación que se da para integrar a alguien en un mundo interpretado, tiene elemento para que se la pueda calificar de "manipulación" porque supone, al menos implícitamente, el intento de despojar a cada persona de sus capacidad de ver con sus propios ojos, es decir, de su capacidad más personal para que se remita a las valoraciones vigentes, y a considerar a los individuos como un conjunto de "propiedades" de manera semejante a la materia prima que se usa para la construcción de los artefactos. Por eso, en la modernidad han surgido "teorías de la educación" que difieren sustancialmente de la visión de la época premodema.

Adolf Hitler decía que él liberaba a las gentes de esa cadena de la conciencia que era insoportable para la inmensa mayoría. Es propio del ámbito de la realidad interpretada el pedir a las personas singulares que abdiquen de su conciencia en los asuntos más importantes y se remitan simplemente a las valoraciones interpretativas vigentes en ese ámbito.

En cambio, cuando se trata de vivir la vida en primera persona la educación que se requiere es la que prepara a mirar la realidad con atención, dispuestos a dejarse llenar por la densidad de verdad y de bien y de belleza que la realidad presenta. La educación para la vida realmente personal no es manipulación, sino ayuda respetuosa para que cada uno pueda cumplir su propia teleología. Los que pueden enseñar a vivir de manera contemplativa son los "maestros". Se podría expresar esta tarea con las mismas palabras con que Newman comenzaba su descripción del "gentleman": "Su tarea principal consiste en eliminar los obstáculos que se oponen a la libre actividad de aquellos que lo rodean. Más que tomar la iniciativa por cuenta propia, es una ayuda para la acción propia de los demás. Su ayuda se podría comparar a la de aquellas cosas que se denominan comodidades o facilidades para las disposiciones de naturaleza personal: algo así como una butaca o un buen fuego, que tienen su papel a la hora de superar el frío o el cansancio, aunque la naturaleza proporcione, también sin ellos, tanto medios para descansar como calor animal".

Los maestros son personas que muestran a los demás el camino hacia una percepción lo más limpia posible de la realidad. Esto no es asunto "técnico", es decir, no se puede dar comunicando unas instrucciones concretas, como las que se dan para el manejo de una máquina. Estas instrucciones tiene un carácter universal y unívoco y su aprendizaje tiene esencialmente un carácter de una teoría aplicable unívocamente a todos los casos. La enseñanza de los auténticos maestros tiene un carácter decisivamente personal. Cuenta con la capacidad de cada uno para ver la realidad con sus propio ojos. Por eso los verdaderos maestros no se limitan a transmitir "instrucciones", sino que saben también acoger las observaciones de sus pupilos, confiados en que éstos están poniendo en juego la capacidad de conocer que están cultivando. La gran diferencia entre las lecciones de los maestros -que se llamaban "lecciones magistrales"- y las lecciones de los profesores, es que éstos se limitan a transmitir lecciones ya escritas y establecidas, mientras que en las lecciones magistrales quien asiste se ve en la experiencia amplia de contemplar una persona en el ejercicio de su capacidad más noble de conocer.

El maestro no se limita a transmitir un cuerpo de doctrina ya establecido, sino que a través de su palabra pone a quien le escucha en la cercanía de una presencia que "activa" la capacidad propia de cada uno para conocer la realidad. Ciertamente el maestro también comunica contenidos intelectuales precisos, pero lo hace de manera que esos contenidos aparecen unidos al proceso mental y humano que los origina. Por eso el maestro es alguien que da paso a la realidad y muestra el camino para alcanzarla en su ser propio. El maestro enseña a contemplar.

Ésa es sin duda la gran diferencia entre una "universitas magistrorum", según la expresión con que Etienne Gilson utilizó para caracterizar la Sorbona en la que estudió, y una academia de buenos profesores que explican con claridad y competencia lo que otros han investigado y conseguido. Y es también la diferencia entre el estudio de manuales y el del estudio de las obras de los grandes maestros. Seguramente se aprenderán más fácilmente las conclusiones prácticas de la ética estudiando un buen manual que leyendo la "Ética a Nicómaco" de Aristóteles. Pero en la lectura de esta obra clásica se pueden advertir no solamente una conclusiones sobre lo que se debe hacer y lo que se debe evitar, sino la misma actividad del genio griego ante el fenómeno de la moralidad.

Actualmente es posible que un estudiante de primeros cursos de ciencias afronte un problema de mecánica aplicando directamente unas formulaciones que Newton no había conocido. Ese estudiante podría pensar que su mirada el problema en cuestión es inmediata, pero en realidad estaría mirando el problema a través de unos logros que no son de ninguna manera inmediatos. La mirada del joven estudiante sería una mirada condicionada por los logros anteriores a él, y que hombres de inteligencia egregia no habían podido tener. Quizá el estudiante no es de inteligencia excepcional, pero con su visión aventaja a hombres de inteligencia superior. Lo expresivo de este ejemplo, es que lo que se piensa como una mirada limpia de la propia inteligencia hacia los movimientos de los cuerpos, en realidad está filtrado por una ciencia previamente establecida. Ciertamente en este caso la mirada se enriquece en su capacidad de resolver los problemas concretos, pero, si no advierte los presupuestos de su enfoque, estará cerrándose el camino para detectar la realidad tal cual es.

El profesor competente se mueve en el nivel de los ya conseguido, e implícitamente equipara la ciencia recibida con las percepciones directas de la realidad. Lo que hace un profesor competente es introducir al estudiante en la tradición científica en que se encuentra. Por eso, a investigadores que se encuentran sumidos en estas tradiciones científicas, las gentes profanas les hacen a veces preguntas elementales que ellos mismo no se han planteado, mostrando así que la mirada que tienen sobre la realidad está muy condicionada por el ambiente de investigación científica en que viven, es decir, miran al mundo no directamente sino a través de la interpretación vigente es ese ámbito concreto. Las preguntas sorprendentes de los profanos suele tener el buen efecto de despertar a los científicos del sueño de pensar que están percibiendo la realidad con mas nitidez y profundidad que nadie.

De manera análoga, los que son considerados buenos "formadores" de personas en ámbitos culturales o institucionales muy interpretativos tienen como objetivo el introducir en ese mundo a los que llegan, de manera que adopten las pautas, las perspectivas, los enfoques y las explicaciones vigentes. Estos formadores se encuentran con todo ese bagaje ya dado y nunca se sitúan en una perspectiva que pueda cuestionarlo. Por eso tampoco llegan a sus raíces. Se limitan a inducir actitudes que tienen su principio en otros lugares. Los profesores cuentan con la capacidad asimilativa de los jóvenes, y con la disponibilidad de sus potencias, pero no con la dinámica propia de la acción humana auténtica, que exigiría llegar a las raíces del comportamiento realmente humano, a su libertad, a su capacidad de ver las cosas con los propios ojos, y de dar una respuesta libre e inédita.

Los maestros, por su parte, cuentan ciertamente con está dinámica. Pero no imponen comportamientos concretos y van más al fondo de la persona. Los maestros no enseñan primariamente lo que dicen los libros, sino que enseñan a pensar, a percibir las luces de la realidad, a poner en actos las mejores capacidades de cada uno. Ciertamente eso lo hacen mientras transmiten conocimientos, y mientras familiarizan a los jóvenes con los logros de otras personas libres, pero van siempre más allá de los simples logros establecidos, y marcan como una cierta distancia respecto de esos logros. Familiarizando a sus discípulos con el proceso que dio lugar a esos resultados, les hacen revivir la situación del genio que desde la percepción directa de la realidad supo expresarla en los logros que aparecen en los manuales ya establecidos.

Había un maestro de física, catedrático de la asignatura "Mecánica Racional", que decía que, hasta un cierto tema, él entendía lo que explicaba, y por eso desarrollaba algunos temas de mecánica "conceptualmente", pero que a partir de un cierto momento ya no entendía nada. En realidad explicaba también esos temas con una gran claridad, pero aún así afirmaba que "no entendía" aquello porque se trataba de desarrollos matemáticos en los que la realidad física quedaba perdida: la lógica de los conceptos dejaba su lugar a los procesos matemáticos. Ya no era la realidad la que se percibía, sino su interpretación matemática. Esta pérdida implícita y "oculta" de la realidad era lo que estaba en la base de que los científicos sean tantas veces incapaces de percibir imperativos éticos para su propia tarea: la realidad interpretada no interpela ni reclama respeto.

Por eso no es extraño, volviendo ya al ámbito de la educación general humana, que quienes han desempeñado la tarea de ser formadores en el sentido que estamos utilizando, al cabo de los años aparezcan un una situación un tanto problemática. En principio podría pensarse que esas personas deberían mostrarse maduras y seguras de su posición en la vida, expertos en humanidad y conocedores a fondo del corazón humano. Sin embargo, muy frecuentemente no es así. En realidad no llegaban al fondo y eran solamente transmisores enérgicos, y a veces violentamente desconsiderados, de ciertas actitudes muy concretas, al modo como un sargento impone la disciplina a unos reclutas o, todos los más, como un mecánico de automóviles puede transmitir ciertas destrezas a sus peones. Pero hay aún un aspecto más paradójico y de más graves consecuencias. En el caso de los que tenían la misión de dar formación propiamente humana, o cristiana, la cuestión es que entre la fraseología que dominaban había expresiones que se referían a asuntos de fondo. Como esa referencias eran solamente "formales", un tanto estereotipadas, y no tenían otras base que el ser parte de las interpretaciones vigentes, cuando aflora la verdad de los que hacían, ya no pueden entenderse a sí mismos y caen en perplejidades desconcertantes y, a veces, en crisis psicológicas bastante profundas.

Otras personas singulares que se han movido siempre desde la autenticidad, quizá han aceptado por un tiempo la inducción de actitudes predeterminadas, al modo como un niño acepta los métodos de caligrafía. Pero cuando, pasado el tiempo, y llegado el momento de la madurez, pretenden moverse desde la posesión personal de su vida, no pueden aceptar sin más la imposición de esas pautas deterministas, y abandonan con desencanto el ámbito en que la realidad se les roba cada día con la pretensión de imponerles una disciplina artificiosa y unas interpretaciones omnicomprensivas.

5. Los "misterios" y la "ortodoxia": las fórmulas convencionales

La tendencia a sustituir el mundo real por el mundo interpretado, aparece con una fuerza especial en el ámbito de las expresiones de tipo doctrinal-religioso, en el que efectivamente hay muchas fórmulas y definiciones establecidas con la autoridad de la Iglesia y que son el fruto de intensas batallas doctrinales en momentos singulares de la historia. Además de las definiciones estrictamente "dogmáticas", se han ido elaborando a lo largo de la historia sistemas más o menos afortunados que pretenden ordenar en una visión armónica el conjunto de la fe cristiana. Pero esto no debe llevar a pensar que se puede prescindir del carácter inagotable del misterio para quedarse sencillamente con las expresiones dogmáticas o los sistemas teológicos más consagrados. Como ha advertido Juan Pablo II, "La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático. Gracias a este proceso, en diferentes contextos culturales y en diversas épocas, se han alcanzado resultados que han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de identificar una sola corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta "soberbia filosófica" que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En realidad, todo sistema filosófico, aun con respeto siempre de su integridad sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar filosófico, en el cual tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente".

La lógica interna de la teología que medita la Revelación y su instancia sistemática, sugiere constantemente a la Iglesia nuevas formulaciones y reglamentaciones disciplinarias. Es el testimonio vivo del Espíritu Santo en la Iglesia, que "recibirá de lo mío y os lo hará conocer" y que de esta manera manifiesta en realidad su libertad divina y su personalidad distinta de la del Verbo. Él no conoce la adhesión servil a la "letra" y en su propia libertad muestra al mismo tiempo también la vitalidad de la palabra de Dios. Palabra que desde el principio es más que una simple letra, y por eso no puede quedar aprisionada como en una cárcel en ningún libro, ni siquiera en un libro inspirado (In 20, 30; 21, 25). No obstante, el mismo Espíritu que descubre las conexiones internas del Verbo Revelado y que hace germinar nuevo Espíritu por medio de la confrontación de aquello que es espiritual con aquello que es espiritual ("spiritualibus spiritualia comparantes", 1 Cor 2, 13; para Orígenes se trata de la palabras programática de toda la investigación teológica), demuestra en esto su libertad y su carácter inagotable hasta tal punto que la idea de una perspectiva sistemática y de conjunto sobre la sabiduría divina, aunque sólo fuera sobre la parte de ella que ha sido revelada, aparece como algo imposible y como una forma monstruosa de racionalismo.

En realidad, ni la serie de las definiciones dogmáticas, conciliares y papales, ni la sucesión de las especulaciones teológicas, en cuanto "sistemas" y "sumas" se conectan las unas a las otras de manera talmente significativa, pueden tener como consecuencia histórica la de ofrecer un cuadro de conjunto de la Revelación que en cierto modo complexivo, casi como si el sentido del tiempo concedido a la Iglesia desde Cristo hasta el Juicio Universal, fuese en primer lugar el de llevar la formulación de la Palabra, que en la Escritura se encuentra en cierto modo confusa y casual, a una formulación teológica más orgánica y sintética (enriquecida por las conclusiones teológicas), o incluso poco menos que exhaustiva. Para recobrar la razón desde ia exaltación de semejante progreso teológico-gnóstico sería suficiente echar una mirada a la situación actual de la relaciones entre la exégesis y la dogmática; estamos en presencia de una crisis de fondo, que se arrastra desde hace tiempo y que fuerza simplemente a un nuevo modo, aún más esmerado, de escucha del originario Verbo Divino.

Por esto, daría muestra que no saber lo que trata, quien dijera que cuando se ha conseguido una formulación ordenada y clara de algún aspecto de la fe, por ejemplo, en la teología sacramentaria de Santo Tomás de Aquino, ya no hay que seguir investigando en esa línea, sino limitarse a aprender esa doctrina teológica.

Sólo distinguiéndolos cuidadosamente podremos defendernos de la tentación racionalista de sustituir el misterio insondable de la fe por sus expresiones teológicas, que son relativamente "controlables" desde la técnica escolástica o teológica. No obstante, el deseo de controlar la fe hace que se busque la seguridad de las fórmulas y se sienta pasión por la ortodoxia. Se olvida entonces que esas fórmulas venerables están al servicio de un contenido que las excede necesariamente, y se tiende a mantener la vigilancia sólo sobre esos modos de expresión. La fe queda, en consecuencia, "enervada", se le quita su fuerza viva. El resultado es que se tratará de unas expresiones llenas de seguridad, que quizá proporcionen por algún tiempo cierta satisfacción de firmeza, pero que antes o después manifestarán que no pueden iluminar la vida de las personas, sobre todo en un tiempo en que las situaciones nuevas sobrevienen constantemente.

Y lo mismo sucederá con los demás ámbitos de la vida. La visión del mundo que se engendra desde esas posiciones mentales tienden a la nostalgia de tiempos pasados y privan a las personas de la energía necesaria para afrontar con optimismo los cambios que tienen lugar en la vida del mundo actual. La mentalidad en lo político, en lo social, en lo económico, y demás, se manifiesta fuertemente conservadora. En lo intelectual degenera hacia la posición de los "empollones" más de que los verdaderos amantes de la verdad, capaces de dar respuestas convincentes a las cuestiones que van surgiendo cada día. Las instituciones se muestran mucho más preocupadas por la seguridad para mantener las posiciones adquiridas que por la creatividad para afrontar las nuevas. Un mundo interpretado es un mundo manejable pero no vivo y, por tanto, no fecundo.

Hasta en las cuestiones de aspecto externo, la "categoría humana" se confiará a unas formas estéticas más bien fijistas y un tanto envaradas. En vez de configurar el mundo, se va constantemente detrás de los que lo hacen surgir.

Esto es grave porque en el caso de que aquí se trata, la cuestión de la presencia en la frontera es esencial. Lo cierto es que en vez de actuar sobre el mundo, se va a la zaga de los más valientes y capaces. Sólo cuando se ha demostrado que ciertos pensadores o teólogos son inequívocamente buenos, se opta por dar el paso de incorporar los a la bibliografía convencional institucional.

Esta actitud está favorecida por el hecho de que esa forma de "ortodoxia" es mucho más fácil de enseñar y de transmitir que la actitud de contemplación verdaderamente fiel del misterio cristiano. No hace falta ninguna creatividad especial para explicar o aprender de memoria las fórmulas o las lecciones de autores del pasado. Las lecciones pueden confiarse a cualquiera que dedique suficiente tiempo a estudiar lo que otros han establecido, aunque es seguro que las explicaciones no pasarán de ser repeticiones cada vez más muertas. Como ha señalado Juan Pablo II en su última encíclica, "Los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal".

Quizá no sea descabellado decir que esa forma de ortodoxia, es en realidad un flaco servicio a la causa de la fe. La fe cristiana debe ser una fe viva, no sólo en el sentido de abandono confiado en el poder de Dios, sino en el sentido de que los conocimientos han de estar insertados en la llama de la vida. La ortodoxia no puede ser "fijismo" ni atadura a unas fórmulas que quizá fueron significativas otro tiempo, pero que ya no lo son. Para garantizar la fidelidad de la Iglesia a su obra redentora, Jesucristo no confió en documentos precisos o en ordenaciones jurídicas muy vinculantes, sino que envió al Espíritu Santo, Señor y "dador de vida". Su obra y su doctrina era esencialmente "vida", y sólo en la vida podían ser "escritas".

Cuando para hablar de un tema doctrinal o ascético personas muy diversas recurren siempre a los mismos esquemas y a las mismas expresiones, es señal de que la referencia no es la realidad de que se habla, sino las fórmulas convencionales establecidas. Cierto que el discurso sonará bien a quienes desean solamente que se les recuerde lo que ya saben, pero impedirá a todos alcanzar algo siquiera de lo mucho que no saben. Cuando esto se produce, las personas más clarividentes dejan de escuchar incluso a las instancias más altas, porque saben que no podrán esperar de ellas más que repeticiones. En cambio, cuando la mirada va más allá de las fórmulas y alcanza la realidad a la que apuntan, las formulaciones resultarán al mismo tiempo fieles y nuevas, asombrosas y profundamente familiares.

Además ese ámbito más amante de las fórmulas que de las riquezas de la verdad, tenderá lógicamente a manipular esa misma verdad, a utilizarla como apoyo de sus posiciones, y esto incluso en el caso de las Sagradas Escrituras. Por eso, de esa forma de ortodoxia no se esperará ninguna luz de fondo para afrontar las cuestiones doctrinales y morales las difíciles. En el fondo no se fomenta la investigación libre y creadora porque implícitamente se teme el peligro de que de esas investigaciones pudiera surgir algún juicio sobre las propias interpretaciones, o sobre los "revestimientos doctrinales" que se hacen convencionalmente de las opciones autoritarias.

6. Mundanidad y extrañeza del mundo

La posición de quien está sumido en una visión interpretada del mundo es, en cierto modo, cómoda. Pero es una posición antinatural y violentante de la mente humana. La persona humana es de condición mundana, y ha sido creada para la vida, en sentido trascendente y en sentido natural.

Los modernos entendieron inequívocamente que la visión del mundo interpretado suponía que el hombre se hacía "acósmico", desarraigado, sin hogar seguro. Porque el ambiente protector de la institución interpretadora, no es humano.

La afirmación frecuente de que para entender el mundo hay que tener algún tipo de interés sobre él, es falsa en su sentido más profundo. Más aún es dependiente de la perspectiva que dice que para conocer la naturaleza tenemos que "preguntarle" a través de nuestros sistemas lógico científicos. En realidad la naturaleza no necesita de preguntas para ofrecernos un mundo lleno de significados. La importancia de la búsqueda de una respuesta para acercarse fecundamente a la realidad es una de las huellas más escondidas del pecado, que ha debilitado nuestra capacidad contemplativa.

Por otra parte se debe advertir que la cultura, aunque sea condición de posibilidad para la existencia propiamente humana, no debe ser de suyo un filtro que imponga un esquema interpretativo de la realidad, ni tampoco una fuente de cuestiones dadas que impongan un interés previo para el conocimiento. También estos riesgos son fruto de la deformación que ha introducido en el conocimiento la herida del pecado original. La cultura debería ser como el lenguaje, que debe proporcionar el medio expresivo, sin condicionar lo que se ha de expresar.

En este sentido, el ámbito de una cultura, no debe ser lo que constituya propiamente el mundo de los hombres, sino solamente una condición para que ese mundo sea posible. Los elementos de ese mundo verdaderamente humano deben ser las realidades y, sobre todo, las personas. Por eso, se puede afirmar que una cultural o, en general, un ambiente es verdaderamente humano cuando facilita alcanzar la realidad personal de los demás, sin "interpretarlos".

En cambio, cuando la cultura predomina hasta el punto de imponer la visión de todas las realidades, el mundo se hace evanescente y pierde consistencia. Puede darse el caso de que el mundo cultural o institucional se alce con pretensiones de absoluto, e induzca la convicción de que la vida en él, se identifica con las relaciones con lo absoluto, es decir, con lo más profundamente humano y valioso de la existencia. Pero eso no puede ser verdadero. Más aún puede conducir a las barbaridades que se dan en todas las sociedades de cultura fuertemente dogmática, como aconteció en la Alemania del Tercer Reich.

Aunque el ámbito cultural o institucional aparezca muy fuerte, y se presente como capaz de dar todas las respuestas y de solucionar todos los problemas a nivel inferior, deja a la persona sin un verdadero mundo, y sin una relación verdadera con el absoluto de Dios y de las personas.

El mundo verdaderamente humano es un mundo de personas singulares. Por eso su preparación es la familia, en la que cada uno de los miembros tiene un nombre propio y no puede remitirse a ninguna ley general omnicomprensiva. La educación en ella es desarrollo de la capacidad de dar respuestas personales e inéditas. Su unidad es la unidad que nace de la comunión dialógica. El gobierno que le corresponde es el que asemeja a la Providencia de Dios, que hace a cada cosa ser lo que es. Su poder está muy por encima de la mera fuerza física coactiva, y es reflejo del poder que se nos ha manifestado en la revelación de Dios, Ser infinito en la comunión de la Personas.

Ciertamente todo eso requiere, como condición de posibilidad una cultura y una organización material, pero no se reduce a esto.

7. La condición humana y sus "daños" cognoscitivos

Volviendo a lo que decíamos al comienzo de estas consideraciones, las personas conservan siempre una cierta capacidad para detectar lo que son palabras verdaderas y lo que es repetición inercial. Y aunque no lo sepan expresar, sufren cuando sólo se les da un alimento mental defectuoso. Por eso en el mundo interpretado las personas pueden estar más "seguras" en muchos aspectos, pero esto se logra al precio de estar violentados en la propia condición personal. En estas circunstancias las funciones más complejas y delicadas, se apagan, como sucede a los animales que no se reproducen en cautividad.

Más compleja y delicada que la capacidad de reproducirse, es la capacidad de conocer y de relacionarse con la realidad y con los demás. Esta capacidad tiene sus leyes propias que están siempre presentes en la vida de los seres humanos.

El uso defectuoso de la inteligencia implica una relación defectuosa con la realidad: una realidad manipulada es una realidad deformada, una "realidad virtual", imaginada, es decir, no es la realidad. Para algunas cosas puede ser nombrada como si fuera real pero no puede ser la realidad que sostiene y enmarca realmente la vida.

El discurso verdadero, y el uso de la inteligencia que mira honestamente la realidad tiene la fuerza de la misma realidad. Los discurso de debilidad personal o de pura miseria moral son discursos pobres, con un contenido de "verum" muy pequeño porque no alcanzan la realidad: son una historia falsa, que no alcanza lo real.

Si se pierde la buena relación con lo real la vida se enturbia, se hace débil, pierde sus apoyos naturales, y como resultado, la persona se experimenta como acósmica, sin mundo, sin relaciones reales -por defecto del término "adquem"- que son lo que constituye la esencia más fundamental de la persona. Al perder así sus relaciones, la persona se experimenta como sin vida, sin ser, sin fuerza, sin fundamento.

Parece que la enfermedad mental de la depresión es una debilitación del sentido real de la existencia. Este defecto puede aparecer como consecuencia de deficiencias biológicas y fisiológicas, pero su causa propia es la situación en que la persona no se encuentra adecuadamente dispuesta respecto de los la realidad que la persona percibe y reconoce con la inteligencia.

En la infancia es habitual que la persona se encuentre bien dispuesta respecto al mundo y a su entorno. El paso del tiempo y el crecimiento en edad, cuando conlleva una objetivación intensa de la realidad, puede favorecer la debilitación del sentido de la objetividad del mundo y, consecuentemente, la aparición de la depresión.

 

 

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