EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 12. LA GRACIA Y "SU" NATURALEZA
1. Introducción
En este capítulo vamos a hacer algunas consideraciones
sobre las realidades o aspectos de la vida cristiana en relación
con el hecho de que las dimensiones sobrenaturales necesitan
del apoyo de la naturaleza, de manera que si el apoyo natural
es defectuoso o se debilita, las misma realidades sobrenaturales
quedan afectadas negativamente. A veces la vida cristiana
se deforma no directamente, es decir, no por un defecto directo
de la fe o del "espíritu", sino porque esa
fe o ese "espíritu" se apoyan sobre una base
humana defectuosa. Por esto se dice en el título "su"
naturaleza: no se trata de estudiar la naturaleza o la esencia
de la gracia santificante, sino de la gracia en cuanto que
a ella le compete estar apoyada o ser perfección de
una realidad natural humana suficientemente consistente.
2. Los límites de lo "natural" en la
predicación del Señor
En "El Sermón de la Montaña" muestra
el Señor como su programa, como la esencia o el núcleo
de su enseñanza moral. Es una enseñanza que
tiene aspectos muy paradógicos. Algunos lo han interpretado
como si se tratara solamente de una especie de ideal inalcanzable
pero que debe ser perseguido siempre pero sólo como
ideal, no como norma exigente para todos.
Esto plantea la cuestión de la relación entre
la enseñanza de Jesucristo con sus exigencias propias
tal como aparecen en su .predicación, y la vida tal
como la percibimos con nuestra mirada natural.
En efecto, nosotros advertimos con nuestra cabeza que es
bueno hacer realidad esas cosas que bullen en el corazón,
la ilusiones, los proyectos, las posibilidades. Vemos que
se debe preferir un mundo en el que las personas pueden realizar
las posibilidades de amor, y de amistad, y de diálogo,
y de cultura, y de fraternidad, y de cercanía, y de
trabajo, y de compañerismo. Esto significa que a través
de la mirada de nuestros propios ojos podemos ver que hay
cosas que son buenas y que, por tanto han de ser perseguidas.
Ciertamente en esa misma mirada advertimos que es imposible
hacer realidad el cúmulo de posibilidades que anidan
en nuestro corazón. Los antiguos decían: "Ars
longa, vita brevis": que es como decir, las posibilidades
de la naturaleza humana de cada uno son muy variadas y numerosas,
pero las posibilidad real que hacerlas realidad son muy limitadas,
porque la vida es breve. Hay muchísimas posibilidades
nuestras que han de quedar necesariamente baldías,
irrealizadas: materialmente no puedo estar con las personas
que me encantan, porque tengo que trabajar; no puedo estar
todo lo que me gustaría con mis amigos, porque viven
en ciudades distintas, y tengo que estar donde tengo mi trabajo;
no puedo tratar a mis hijos todo lo que me gustaría,
porque no tengo tiempo suficiente; y por lo mismo no puedo
leer todos los libros que me gustan, ni escuchar las músicas
que me encantan, ni ver las películas que me enriquecerían,
etc. etc. etc.
Todo eso nos dice que ciertamente el impulso de perfección
o felicidad está en mis posibilidad o facultades, pero
la norma para llevar todo eso a la realidad no la podemos
encontrar en ellas mismas en cuanto "aisladas" de
la unitotalidad de la persona: somos solicitados por demasiadas
llamadas para tomarlas como la orientación fundamental
de la vida.
3. La referencia moral es externa a las inclinaciones
naturales
¿Cuál será, pues, la orientación
para saber cuáles entre las posibilidades debo empañarme
por hacer realidad? Respuesta: La norma a la que debo mirar
y obedecer para no equivocarme al escribir mi vida, es la
propia persona en cuanto que lleva en sí misma la teleología
a su cumplimiento. Ésta es sustancialmente la norma
moral. Esta norma está escrita en el corazón,
no en las potencias operativas consideradas cada una independientemente,
como los instintos de los animales. Esto significa que hay
que reconocer como distintas dos tipos de inclinaciones de
las potencias: por una parte las inclinaciones de las potencias
operativas aisladas, y, por otra, la inclinación de
las mismas potencias en cuanto constituyen una unidad en la
totalidad de la persona.
La norma moral es participación en la Sabiduría
Creadora. En efecto, somos criaturas de Dios, y eso significa
que hay un designio, un plan al que respondemos. Por eso hay
modos de comportamiento que nos falsean, y hay modos de comportamiento
que son como una respuesta positiva a lo que Dios nos ofrece.
La capacidad que tiene nuestra razón de detectar comportamientos
libres y rectos son la manifestación, en nuestra inteligencia,
de esa llamada de Dios. Pero la llamada de Dios no resuena
solamente en la inteligencia, sino que se inscribe también
en todas las dimensiones del ser humano, incluidas las potencias
operativas más materiales.
La distinción entre las inclinaciones de las potencias
y la norma moral que se asienta en el corazón, ha conducido
a establecer una distinción que es casi separación,
distancia, oposición. Ciertamente es muy importante
reconocer la distinción que hemos explicado, y por
eso en la tradición cristiana se ha subrayado tanto
la distinción entre las inclinaciones naturales y la
santa voluntad de Dios. El empeño por subrayar esta
distinción, defendiéndola del naturalismo que
pretende siempre dejarse llevar por los impulsos inmediatos,
se ha hecho realidad cultural e institucional en lo que se
conoce como "vida religiosa", que abandona el mundo,
es decir, el ámbito de la realización de las
posibilidades naturales, para centrarse exclusivamente en
la vida teologal.
4. Sentido positivo de lo natural
La separación, y casi oposición, entre los
impulsos de la naturaleza y la norma moral como ley de Dios,
parecía defender lo específicamente propio del
hombre como imagen de Dios. Por esto, desde las instancias
espirituales y religiosas siempre se pretende subrayar la
distinción. Los maestros religiosos suelen alertarnos
a todos ante el peligro de las tendencias naturales, las pasiones,
los sentimientos, y todas las cosas que no sean la expresión
de una voluntad divino positiva. Por esto, en ocasiones se
considera, al menos implícitamente, que cuanto más
violenta, o incluso arbitraria aparezca la ley moral, es más
sobrenatural o divina. En efecto, cuando en los discursos
espirituales se muestra la congruencia de las exigencias cristianas
con la naturaleza de las cosas, no rara vez se considera que
esa manera de mostrar las cosas es un naturalismo peligroso
y humanizante.
Pero ese esquema es una exageración. Una exageración
quizá bienintencionada y edificante, pero de todas
forma, una exageración. Es un esquema concebido como
correctivo de las inclinaciones de la sensualidad. Pero si
este esquema se eleva a la categoría de absoluto, necesita
a su vez correctivos importantes. Los beneficios de este esquema
pueden aparecer claros a corto plazo, pero, sin embargo, es
un esquema que conlleva implícitamente una cadencia
hacia la visión dualista de la persona humana. Y el
dualismo es un peligro mucho más grave a largo plazo.
La cadencia naturalista y mundana de la defensa luterana de
la "sola fides", es ejemplo de ello. Al principio,
esa visión aparecía como una defensa de la pureza
de la fe frente al racionalismo de la escolástica decadente,
pero enseguida mostró que conducía a un racionalismo
aún mayor.
Los que reciben la vocación de religiosos nos ayudan
a no olvidar la distinción entre la norma trascendente
y los impulsos inmanentes, pero al mismo tiempo debemos defendernos
de la tentación de pensar que el dominio de la moral
deba ser violento, externo, aplastador de nuestras inclinaciones
y que los sentimientos, las emociones, la belleza, el encanto,
la alegría, las aficiones, las sintonías personales,
la amistad, sean cosas malas que hay que rechazar como venenosamente
desorientadoras.
Los planteamientos que separan lo natural de lo sobrenatural,
parecen edificantes, pero, como decía, son solamente
correctivos. Si se absolutizan conducen a una visión
gravemente empobrecida de la vida cristiana. En efecto, la
tradición doctrinal y espiritual cristiana enseñó
también incesantemente que "la gracia no niega
ni destruye la naturaleza, sino que la presupone, la sana,
la perfecciona y la eleva". Esta frase que siempre se
ha repetido sin ninguna reticencia, ha sido interpretada generalmente
en la dirección de que la gracia actúa sobre
lo natural, y lo eleva, dando lugar a una situación
existencial humana que es esencialmente nueva, también
desde el punto de vista ontológico.
Pero esa misma frase debe tratar de entenderse desde la perspectiva
de que la gracia tiene como base propia, como apoyo exigido
la naturaleza. La vida de la gracia necesita el apoyo de la
naturaleza. Y esto, significa en concreto, que la existencia
teologal de cada persona, debe contar cabalmente con su naturaleza
individual. Las exigencias de la vida teologal no se deberían
plantear simplemente desde la perspectiva universal del amor
de Dios. A veces se hacen planteamientos de la vida cristiana
que son deducciones abstractas de principios universales.
Por ejemplo, se dice que la fe debe engendrar el afán
por conocer siempre más los misterios, o que el amor
a los dones de Dios ha de traducirse inmediatamente en el
afán por comunicarlo a otras personas, o que el afán
por identificarnos con Jesucristo ha de hacernos amar la vida
dedicada a la predicación, o a participar en su Cruz
por medio de las mortificaciones, o que el amor apasionado
a Jesucristo debe llevarnos a meditar incansablemente en su
vida, o que el reconocimiento de Jesucristo en los que sufren
debe llevar necesariamente a gastar nuestra vida por ayudarles.
Así se presentan muchas posibilidades de seguir a
Jesucristo. Pero el modo concreto como cada uno ha de vivir
ese seguimiento, deberá estar muy marcado por su naturaleza
individual. Si se prescinde de esta referencia, se puede caer
en el peligro de presentar, como exigencias absolutas, la
realización de una o unas pocas de esas formas; las
que, en realidad, responden a la idiosincrasia de quien predica.
Lo expresó claramente Newman cuando se vio recriminado
por poner poco empeño en conseguir conversiones: "La
'Saturday Review', a propósito de una carta que mandé
al 'Globe' el verano pasado, decía que he defraudado
a amigos y enemigos desde que me hice católico, que
no he hecho nada. El trasfondo está en el comentario
de Marshall, de Brighton, al Padre Ambrose la semana pasada:
"¿Por qué no hace conversiones, como Manning
o Faber?" Aquí está el verdadero sentido
de mi "no hacer nada". Claro está, lo único
que cuenta es dar fruto; pero para el Cardenal "fruto"
significa resultado visible e inmediato, y conversiones el
único "fruto" posible. En Propaganda, conversiones,
y nada más, son la única manera de "hacer
algo". Hacer conversos es hacer algo y no hacerlos es
no hacer nada. Aún más: para Propaganda, para
el Cardenal y para el católico medio, las conversiones
han de ser sonadas, de gente importante, aristócratas,
intelectuales, no gente pobre. Hay que tener en cuenta que
en Roma sueñan con Inglaterra entera postrándose
a los pies de la Iglesia, y que en su concepto el procedimiento
para esa conversión 'en masse', es la conversión
de gente de rango. "Il governo" es en lo que piensan
y nada más. Esa misma idea es la que quizá inspira
nuestro mismo Breve de erección, que nos dedica "a
las clases altas". Así pues, el no va más
son Manning y otros que viven en Londres, que por su situación
e influencia convierten a Lores y a Ladies. Eso es lo que
esperaban de mí.
"Pero yo no tengo nada que ver con eso. Mi modo de
ser y actuar, mis talentos van por otro lado, que no se comprende
ni se acepta en Roma ni en otros lugares. Yo nunca he ido
detrás de la gente y la gente ha venido a mí.
[...] Y los que no vinieron por sí mismos, no pude
ganármelos. Al hacerme católico me fui del sitio
adonde ellos podían venir a buscarme. Pensé
que después de haber atacado yo a la Iglesia, no estaba
bien que ahora atacara al Anglicanismo; y que mi sitio era
ocultarme, que era además mi inclinación natural.
En este sentido, como Próspero, "me retiré",
"rompí mi espada"; y el Cardenal no me puso
pegas, más bien me ayudó, y me radiqué
en Birmingham. Pero esto no fue todo. Para mí, lo primero
no eran las conversiones sino la- formación de los
ya católicos. He insistido tanto en esto segundo que
la gente todavía sigue diciendo que yo aconsejo a los
protestantes que no se hagan católicos. Y cuando -es
mi fundada opinión y práctica- a la gente culta
que quiere convertirse de hoy para mañana la hago esperar
para que no piensen que todo es muy fácil y evitar
problemas después, no hago más que insistir
en lo mismo: la Iglesia debe estar preparada para recibir
a los conversos, lo mismo que los conversos deben prepararse
para entrar en la Iglesia. ¿Cómo pueden entender
esto en Roma?, ¿qué saben allí de la
situación de los católicos ingleses y de la
mentalidad de los protestantes ingleses?, ¿qué
saben de los antagonismos entre católicos y anglicanos?
El Cardenal podría saber bastante si no estuviera tan
en otra cosa, ni tan entregado a la opinión de unos
pocos, tan eufórico, agresivo y antiintelectual en
sus planteamientos, ni tan deseoso de ganar el favor de los
que mandan en Roma. Y los católicos en Inglaterra,
por pura ceguera, ni se dan cuenta de que está ciegos.
Intentar mejorar la situación, el "status"
de los católicos, a base de una cuidadosa revisión
de las formas de argumentar, de los puntos de contacto con
las filosofías y tendencias actuales, proporcionarles
puntos de vista más justos, ampliar y hacer menos basta
su cabeza, en una palabra, darles Educación; pues eso,
a su modo de ver, es no sólo superfluo o una manía
peregrina, es un auténtico insulto. Supondría
reconocer que hay grandes lagunas por su parte. De principio
a fin, mi objetivo ha sido la Educación en el sentido
amplio de la palabra. Esto, añadido a la decepción
que supone para algunos el que las conversiones pasen a un
segundo plano, añadido a la injuria que supone para
otros afirmar que entre los católicos hay cosas que
se pueden mejorar, ha molestado de dos formas a las esferas
directivas, aquí y en Roma. En Roma por el lado del
debate intelectual; a mí me gustaría enfrentarme
con problemas actuales como el de la incredulidad y otros
por el estilo, pero tanto Propaganda como los obispos -que
no hacen nada de esto- miran con enorme suspicacia al que
hace algo y, sin darle el menor reconocimiento por lo que
hacen bien, caen sobre él con dureza en cuanto comete
el error más pequeño".
Newman era muy consciente de cuáles eran las condiciones
de su naturaleza:
"Tengo en el espíritu una herida, un cáncer
cuya presencia me impide ser un buen oratoriano. Es imposible
describirlo en pocas palabras, porque tiene muchas caras.-
Soy capaz de cumplir concienzudamente mi deber a lo largo
de una traza establecida, pero no consigo alzarme por encima
de ella. Rastreo por tierra, incluso corro -no mal para uno
que rastrea o corre- pero no consigo volar. No tengo en mí
los elementos necesarios para alzarme y subir. Por lo que
puedo saber, no deseo nada de este mundo; no deseo riquezas,
poder o fama. Pero, por otra parte, no amo la pobreza, los
agobios, las estrecheces, la incomodidad. Temo la enfermedad
como quien la ha experimentado, y evito el dolor físico
más que en el pasado. Amo el camino intermedio entre
riqueza y pobreza, y esto es para mí una tentación.
También confío en que, sin gran dificultad,
podría renunciar a todo lo que poseo, si Dios me lo
ordenase. No amo la regla monástica, aún habiendo
deseado durante dieciocho años llevar una vida más
o menos regular. Me gusta el sosiego, la seguridad, una vida
con los amigos, en medio de los libros, lejana de las preocupaciones
por los negocios: en realidad, la vida de un epicúreo.
Este estado de ánimo, que nunca me ha sido extraño,
se ha ido reforzando con los años".
Por eso estaba dispuesto a no hacerse violencia, pues reconocía
que en esa naturaleza se expresaba también el querer
de Dios para él. Por eso, la lectura de este gran cristiano
que Juan Pablo II quiere beatificar, es de muy grande ayuda
para llegar a ser "expertos en humanidad", y reconocer
que ignorar la propia naturaleza puede ser principio de tensiones
fuertemente distorsionantes. Sería inhumano plantearle
a Newman la exigencia de imitar la vida de, por ejemplo, San
Francisco de Asís.
Por otro lado, si la naturaleza es defectuosa la gracia se
sostiene con dificultad. Esto lo sabemos cuando hablamos de
los hábitos mentales que pueden dificultar el ejercicio
de la fe en una persona de mente crítica o, en general,
poco contemplativa. Efectivamente se advierte que quien no
cultiva una sintonía con la verdad, el bien, la belleza
que hay en el ámbito natural, encuentra graves dificultades
para captar la verdad y la bondad y la belleza sobrenaturales.
Por todo esto es muy necesario considerar de qué manera
la vida cristiana necesita de un desarrollo suficientemente
rico de los elementos esenciales de la naturaleza humana.
Cuando la vida cristiana se presenta como algo aislado, separado
de la realización de las dimensiones naturales, aún
con los límites que hemos señalado, entonces
la vida cristiana y las personas que la representan aparecen
peligrosamente empobrecidas. Los ejemplos de personas que
se presentan como "muy sobrenaturales" al precio
de negar lo natural, son inhumanos y, por eso, fundamentalmente
aburridos, faltos de atractivo.
La realidad sobrenatural reclama que la base natural humana
esté bien desarrollada. Y esto no solamente para que
aparezca humanamente atractiva. La riqueza natural humana
no es un adorno extrínseco, es exigencia propia de
lo sobrenatural, como el accidente reclama la substancia.
5. Naturaleza y gracia en el conocimiento
La fe necesita de una inteligencia rectamente desarrollada,
la vida cristiana necesita de unas vida humana consistente
y armónica; el brillo de la luz de Cristo en nosotros,
requiere una cierta hermosura natural. Veamos con algo de
detalle estos tres aspectos.
A veces, parece que cuando la fe se afirma por encima de
cualquier lógica o exigencia racional, se la está
defendiendo del racionalismo. En realidad esta fe desnuda
es una fe muy débil y, en cierta manera, deforme por
falta de su sustento propio. Cuando la fe entra poco en relación
con los conocimientos naturales, la fe se va apartando de
la vida y se va convirtiendo en un depósito venerable,
pero poco significativo para la visión del mundo y
para la vida de los cristianos. Entonces se queda como sin
significado, y queda reducido a un conjunto de frases que
incluso fácilmente resultan manipulables.
Debe tener en cuenta lo que se conoce naturalmente. Esto
implica referencia a las ciencias y a la filosofía,
pero implica sobre todo respeto a la inteligencia de los que
escuchan. La autoridad de fe no se impone sin abrirse al diálogo.
El respeto a la razón natural se debe expresar ante
todo en el respeto a la inteligencia de quienes escuchan especialmente
cuando éstos pueden alzar alguna dificultad.
Hay modos diversos de exponer las verdades sobrenaturales,
sean cosas de la fe, o de la moral cristiana. Cuando quien
tiene la responsabilidad de exponer y custodiar el depósito
de la fe, respeta la inteligencia de las personas, no está
traicionando la fuerza sobrenatural de la fe, sino que la
está defendiendo precisamente en su condición
de 'obsequium rationabile', es decir, está defendiendo
la fe del peligro fundamentalista que niega a la razón
natural su categoría de "lugar teológico".
Cuando se escuchan palabras en las que se refleja el respeto
por la razón natural se siente que crece en el alma
la sensación de libertad buena. Por esto se explica
el sorprendente pasaje de Santo Tomás en que comentando
el libro de Job, a la frase de aquel santo varón que,
antes la serie de desgracias que le sobrevienen, exclama "¡querría
discutir con Dios!", dice: "Podía parecer
que una disputa entre el hombre y Dios es indebida por la
excelencia con que Dios supera al hombre: (Videbatur autem
disputatio hominis cum Deo esse indebita propter excellentiam
qua Deus hominem excellit). Pero añade inmediatamente,
"la diferencia entre los interlocutores no afecta
en nada a la verdad de lo que dicen: si lo que uno dice es
verdad, nadie puede prevalecer contra él, cualquiera
que sea su oponente en la discusión ("cum aliquis
veritatem loquitur, vinci non potest, cum quocumque disputet:
In Job, cap. 13 lect. 2; ed. Frette, vol. 18, p. 90; los pasajes
de la Escritura que especialmente aluden a ello son Job XIII,
3 y 13-22)".
Además, la razón es efectivamente requerida
para que la fe sea suficientemente significativa, y pueda
dar lugar a una vida de fe. La vida cristiana debe tener como
referencia la verdad de las cosas. Ciertamente la verdad de
las cosas que da lugar a la vida de fe, es una verdad sobrenatural,
pero es importante advertir que la referencia son las cosas,
la realidad, las personas, la verdad de las situaciones, y
no simplemente las indicaciones externas de la autoridad.
6. Naturaleza y gracia en el discurso
La base natural de la fe sobrenatural no está solamente
en los contenidos de conocimiento que debe tener la razón
para que la fe se haga significativa. La misma capacidad de
conocer debe estar marcada por la virtud de un uso recto,
decidido, que llega a la verdad de las cosas. Si la fe cristiana
sintonizó enseguida con lo mejor de la tradición
del pensamiento griego, fue porque los griegos habían
mostrado que la razón natural era capaz de conocer
la realidad en sus dimensiones más importantes. Ese
uso de la razón, que se denomina uso "heurístico",
es más que un uso instrumental, y llega al conocimiento
de la verdad de las cosas. En este sentido nos resulta fascinante
contemplar el ejercicio de la razón heurística.
Cuando se asiste a una inteligencia egregia en su uso más
alto, se es consciente de que se está contemplando
"vida", "vida humana", en su más
alto nivel. Ante esa inteligencia, uno se siente al mismo
tiempo fascinado y atraído: "he aquí una
persona que me entenderá".
Las palabras humanas, el discurso, la conversación
constituyen la manifestación más directa de
la condición personal. Para Aristóteles "ser
racional" y "ser capaz de lenguaje" eran equivalentes.
Esto se comprueba en la vida ordinaria cuando advertimos que
conocemos a las personas cuando hablamos con ellas. La manera
de conversar, y no sólo el contenido de las noticias
que nos dan, es manifestación de la realidad profunda
de la persona.
La capacidad de conversar no es solamente un arte que algunos
han cultivado desarrollando el conocimiento de temas interesantes
y la capacidad de expresión. La conversación
manifiesta a la persona en su dimensión más
propia, que es la dimensión relacional. Cuando dos
personas se quieren mucho, es decir, cuando la existencia
de cada una de ellas está muy abierta a la otra -cuando,
como suele decirse, podría llamarla "vida mía"-
esa situación se caracteriza porque la conversación
es extraordinariamente fácil y fluida: nunca falta
tema de conversación entre los que se quieren. Más
aún el cariño verdadero se caracteriza porque
las personas conversan con gran facilidad: los momentos de
conversación son momentos en los que "se paran
los relojes", son momentos de "eternidad",
de plenitud de presente.
Esto, que es tan evidente en el ámbito de las relaciones
afectivas, es plenamente válido en el ámbito
de la amistad profunda. Los amigos sobre todo conversan, hablan,
se comunican a través del prodigio de la capacidad
de hablar.
La capacidad de hablar no es meramente física, sino
propiamente espiritual. En efecto, hablar no es simplemente
proferir sonidos que luego puedan ser interpretables. Hablar
es esencialmente distinto de transmitir señales. Las
abejas se transmiten señales e informaciones, pero
no tienen propiamente un "lenguaje". Un sistema
de señales no es un lenguaje. La capacidad de hablar
usando un lenguaje implica que el que habla tiene presente
a quien le escucha y, por así decirlo, se pone en su
lugar, de manera que al mismo tiempo está en sí
mismo -con lo que quiere decir- y está en el lugar
del otro -y se hace cargo de su situación y de la posible
dificultad para entenderle-. Por esto distinguimos claramente
las personas que hablan de verdad, de las personas que repiten
lugares comunes, o se limitan, como los animales, a transmitir
informaciones.
Las personas que hablan de verdad, son aquellas cuya realidad
se muestra en sus palabras. Sus discursos son inéditos,
personales, originales, verdaderos, remiten a una cabeza y
a un corazón, se muestran en un cuerpo expresivo, usados
en primera persona. Por eso cuando oímos esos discursos,
advertimos que con esa personas nos entenderíamos.
No se esconden tras una costra de frases prestadas que las
hace mera función de algo distinto de ella. Son personas
que fomentan la sinceridad y la confianza, porque aparecen
de verdad como personas.
Las personas que no hablan desde la propia condición
personal, se limitan a repetir lugares comunes, o frases hechas,
o indicaciones convencionales. Cuando en el ámbito
de la fe se trata de expresar las realidades sobrenaturales,
es importante que quien habla, quien predica, manifieste el
origen sobrenatural de esa doctrina que expone, es decir,
que no se predique a sí mismo. Pero el no predicarse
a sí mismo no debe confundirse con un mero repetir
lugares comunes, frases hechas, enfoques ya establecidos,
maneras de decir acostumbradas, etc. La fe hay que predicarla
como sobrenatural, no como ideas propias, pero hay que predicarla
de manera que se vea que se ha hecho propia, que se entiende
y que se tiene como llena de significado. La diferencia de
las teologías de, por ejemplo, San Buenaventura o Santo
Tomás muestran que cada uno de ellos era fiel al depósito
de la fe, pero que cada uno la había reelaborado interiormente
según la mentalidad, "forma mentis" e intereses
doctrinales, que eran muy diversos.
Cuando se escucha cualquier discurso doctrinal, ya se sabe
si con esa persona uno va a entenderse, o simplemente va a
ser situado en un esquema más o menos convencional,
más o menos amplio, pero esquema al fin. Cuando leo
el texto de la Anunciación y luego leo el texto del
Magnificat, entiendo enseguida que la Virgen no se limita
a repetir lo acostumbrado. Ella muestra que piensa y hace
propio. En Ella me siento inclinado a dar lo que tengo dentro,
porque sé que se escucharán mis palabras no
como unas frases, sino como manifestación de mi persona.
No me "cogerán la palabra", no me tomarán
nada de manera que pueda serme contrario.
7. Naturaleza y gracia en la caridad
El amor a Dios y a los demás es la materia del doble
precepto de la caridad del que el Señor dijo que pendían
toda la ley y los profetas. Por esto es máximamente
importante entender bien cómo se debe vivir este doble
precepto de la caridad, y cuáles son deformaciones
más peligrosas.
El amor a Dios, que constituye el primer mandamiento del
Decálogo, es la respuesta que debemos dar como resultado
de ser creados por la llamada de Dios. El amor que debemos
a Dios tiene el doble carácter de ser algo propio y,
al mismo tiempo, algo derivado. Es propio el amor de Dios
porque se trata de una respuesta que debemos dar nosotros
y que nadie puede dar en nuestro lugar. En otra cosas podemos
hacernos sustituir, pero en esto es absolutamente imposible.
Por esto el amor que Dios nos pide es la señal de que
efectivamente aceptamos el don de su llamada y que usamos
nuestra libertad para responderle de manera afirmativa.
Pero al mismo tiempo, el amor que Dios nos pide, es esencialmente
respuesta al amor con el que Él nos amó primero.
Se trata pues de un amor que tiene esencialmente la forma
de un "dejarse querer". Este "dejarse querer"
que tiene la forma del amor sobrenatural, no incide sobre
una humanidad que tiene otras formas de amor. Parece ciertamente
que este dejarse querer, corresponde más bien a la
forma "femenina" del amor. Pero es que quizá
la forma femenina de la existencia es la que refleja más
directamente la condición creatural, que recibe, acepta,
acoge, etc.
No es posible un buen amor a Dios si la criatura no se ejercita
en el aceptar el ser querida. Muchas dificultades en el nivel
de amor a Dios, tienen su explicación en que la persona
no se ha ejercitado en recibir el amor que se le ofrece en
el mundo, en que no sabe dejarse querer. Ciertamente "dejarse
querer" no es algo solamente pasivo: no equivale a "ser
querido", que es algo que depende sólo de la otra
persona. "dejarse querer" es abrir el corazón
para recibir el amor que se le ofrece, no echarse atrás
ante las exigencias de ser querido.
Análogamente en la caridad sobrenatural hacia los
demás debe estar presente la base humana del reconocimiento,
del respeto, de la atención, del momento contemplativo
a la persona querida. Por esto la primera manifestación
de una caridad verdadera es que se la deja ser. Quien se empeña
ante todo en querer "lo mejor" para la persona querida,
se muestra altamente peligroso, pues se corre el riesgo de
que trate de imponer un bien que no es seguro que yo "quiera"
en el sentido más hondo y auténtico, es decir,
que no cuente suficientemente con mi naturaleza individual.
Por esto se puede decir con plena profundidad que el primer
deber moral respecto de los demás no es querer su santidad,
sino querer su felicidad. Es decir, antes de desear que alcance
la perfección espiritual, hay que desear que se realicen
las inclinaciones de la naturaleza. En el Evangelio estas
verdades están expresadas en la sentencia del Juez
del Último Día: "Tuve hambre y me disteis
de comer". No se dice que al hambriento se le enseñó
a santificar su triste situación, sino que se le alivió
su necesidad. Ciertamente luego hay que enseñar la
sobriedad, pero eso esencialmente ulterior, y sólo
se puede hacer de manera auténtica después de
haber tratado de aliviar la necesidad natural.
Hay efectivamente personas cuyo "amor sobrenatural",
por ejemplo, cuyo celo apostólico, da miedo. Hay personas
de las que tiendo a sospechar que "por mi bien",
"por ayudarme a hacerme santo", pueden traicionarme,
es decir, que por el bien sobrenatural pueden pisotear el
bien natural.
Son los mismos que tienden a despreciar la libertad de las
personas con tal de llevarlos "al bien". Esto olvida
que el bien humano sólo se puede hacer libremente y
que cuando se impone haciendo violencia física o psíquica,
se le destruye.
Quien puede hacer bien sobrenatural de verdad, es la persona
en cuya presencia uno se siente más libre, la persona
que crea un ámbito de libre realización de la
propia verdad, según lo que dice Newman al comienzo
de su definición del 'gentleman': uno que nunca hace
daño, y que favorece los impulsos internos de cada
uno.
Cuando una persona tiene la vida cristiana basada en una
rectitud natural bien cultivada, aunque no sea la plenitud
de la perfección, la convivencia es una delicia y además
nos hacen mejores. Pero no nos hacen mejores de manera eficiente,
sino al modo verdaderamente cristiano: sin imponer, sino creando
un ámbito en el que el corazón se ve movido
por dentro. Se asemejan de una forma especial a Cristo, que
nos santifica enviando el Espíritu Santo, que su "espíritu",
es decir, el medio en que podemos conectar con Él,
y que permanece en nuestra intimidad, siendo no ya Dios con
nosotros, sino Dios en nosotros. Por eso su acción
santificadora no se compara a lo que se "impone",
sino a lo que surge desde dentro, y nos "inspira".
La relación que entre las personas puede ser medio
de comunicación de las cosas más preciosas y
delicadas, es la relación de confianza, de amistad.
Esta relación tiene siempre algo de regalo, no puede
provocarse a voluntad. La confianza, con el mismo "espíritu"
de Jesucristo, no se puede imponer, sino que es esencialmente
don gratuito de sí: dar esa confianza es reflejo e
imagen del dar la vida en la Cruz por amor.
8. Naturaleza y gracia en la vida
Ya hemos visto que las inclinaciones de las potencias activas
consideradas aisladamente no son la referencia plena de la
vida. Esto significa ciertamente que para hacer justicia a
la persona, sus potencias naturales han de ser vistas en unión
con todo el ser de la persona, traspasadas por el sentido
de la unidad. Cuando los enamorados dicen "contigo pan
y cebolla", están expresando que el amor que se
tiene en el corazón es una energía capaz de
superar y asumir las energía de las emociones, los
sentimientos y las potencias naturales. Esta fuerza directiva
del amor indica que efectivamente es "natural" el
que las energías naturales reciban un impulso desde
su integración en la totalidad de la persona.
Por eso, el carácter "externo" que a veces
puede reconocerse al impulso moral es relativo, porque la
ley no es simplemente una ley externa, que esté intelectualmente
presente en la razón y desde ella, por un imperio de
la voluntad conduzca a las potencias. La ley moral es una
ley escrita "en el corazón", es decir, debe
ser una "ley de amor", lo cual expresa que no es
una ley simplemente externa, sino plenamente interna a la
persona, que incide en la dinámica de la misma potencia.
Es especialmente importante advertir que la norma humana
no debe ser meramente "externa" a la potencia activa.
Ciertamente, no son las emociones o los sentimientos o las
inclinaciones de las potencias a sus actos, considerados aisladamente
los que deben "orientar" la vida, pero esto no debe
interpretarse como una defensa del voluntarismo externo. Lo
que debe mandar no es una mera norma externa conocida intelectualmente,
una especie de ley "intelectual", sino una ley "del
corazón". Y esto es así porque la espiritualidad
del hombre se inscribe en su mismo cuerpo. Por eso, las potencias
sensibles del hombre son distintas de las de los animales.
La filosofía tradicional, denominaba "cogitativa"
a la potencia humana semejante a la "estimativa"
de los animales, para subrayar la diferencia a la que nos
venimos refiriendo.
La ley del corazón, impone muchas veces una aparente
"violencia" a las potencias activas: por amor se
pasa hambre, y se renuncia a muchas cosas. Pero esas renuncias
o violencias lo son sólo relativamente, incluso para
las potencias correspondientes, porque lo que se hace por
amor se hace desde lo más profundo del propio ser.
Esta ley de la dinámica de la acción humana
significa que la ley del corazón no puede ser extraña
a las inclinaciones de los sentimientos y de las emociones
y de las inclinaciones de las potencias activas. En efecto,
lo mismo que hace que el corazón tenga esa claridad,
es lo que hace que las potencias sean activas y que los sentimientos
estén vivos. Por eso los sacrificios que nacen de las
exigencias del corazón, son sacrificios de una manera
muy suave y, en el fondo, dulce. Desde luego, los sacrificios
que nacen de verdad de la ley que Dios ha escrito en el corazón,
se distinguen nítidamente de los sacrificios que nacen
de una ley meramente intelectual que trata de hacerse realidad
a través de una voluntad que impone esa ley.
La gracia no quita la ley propia de las acciones humanas,
que exigen que la conducta nazcan de una raíz propia.
Sólo así la acción es propia y la conducta
se puede calificar de libre. La ley de la Cruz, es ciertamente
una ley de amor, que debe nacer de un corazón enamorado.
Las violencias que aparecen en la vida mortificada de los
hijos de Dios, deben ser ciertamente muy fuertes, pero nunca
deben ser mera violencia gratuita. Tampoco es del todo inequívoco
decir que esas mortificaciones deben hacerse "por amor".
Esto podría interpretarse como un sacrificio violento
que se ofrece a Dios para darle gloria. Es muy importante
advertir que a Dios no se le da gloria de cualquier manera.
A Dios se le da gloria solamente con actos buenos, y cuáles
sean los actos buenos se conoce desde otra instancia. Fundamentalmente
a través de la ley del corazón. Por esto, decir
que los actos deben hacerse por amor, ha de interpretarse
en el sentido de que deben ser actos que no sólo pretender
dar gloria a Dios, sino en el sentido de que han de nacer
de un corazón encendido.
Si esto no se entiende claramente se pretenderá que
la voluntad imponga una ley que es interna solamente en el
sentido de que es "entendida", pero que, en el fondo,
es externa a la persona porque no nace de su fuerza vital
propia. Entonces, como consecuencia lógica, se pretenderá
que las personas anulen las inclinaciones naturales, para
que así puedan responder de manera más inmediata
y sin obstáculos a los imperios de la voluntad según
la ley externa. Estas personas son capaces de una obediencia
muy directa e inmediata, pero esa obediencia ofrece un tipo
de actos muy pobres. Se podría decir que esa obediencia
lo que ofrece es solamente una apariencia de acto humano.
En realidad se trata de actos extraordinariamente pobres porque
no responden a la dinámica de los actos verdaderamente
libres. Por eso ni son actos que puedan ser plenamente eficaces
en el mundo, ni enriquecen a las personas que los realizan.
No pueden ser eficaces porque son actos muy mecánicos,
en los que lo que hay de acto es casi exclusivamente el aspecto
mecánico, porque se han usado las potencias no como
cualidades humanas informadas por un alma espiritual, sino
como facultades de uso mecánico.
Entonces las palabras que se pronuncian suenan necesariamente
falsas, es decir, no son palabras en las que se manifiesta
una persona. Los gestos son poco más que movimientos
materiales, que no forman unidad con nada porque no expresan
más que la voluntad aislada que los imperó.
Las personas que los llevan a cabo no se apropian realmente
de esos actos, no son actos que constituyan una historia,
sino actos simplemente instrumentales para quien los ha imperado.
Muchas de las personas que han obedecido rendida y exactamente,
si no han vivido esa obediencia como fruto de una estado de
auténtico enamoramiento a Dios, sino solamente porque
se le ha dicho que eso es lo que se debe hacer, al cabo de
un tiempo aparecen como personas sin consistencia propia,
un tanto distorsionadas, propicias a los problemas de identidad
y, por supuesto, a los problemas psíquicos.
Es decisivo reconocer siempre la dinámica propia de
las acciones humanas para distinguir cuando una persona actúa
movida por la ley que Dios ha escrito en su corazón,
y cuando, por el contrario, actúa movida por un voluntarismo
que no tiene raíces en su ser más propio, sino
que se remite sólo a unas ideas más o menos
aprendidas y a una voluntad imperiosa. Algunas veces se pueden
experimentar generosidades de entrega que nacen de un encendimiento
que es predominantemente emotivo, en su sentido más
material y sensible, y, por eso mismo, pasajero o del deseo
de imitar a otras personas, pero que no tienen auténticas
raíces en el propio corazón.
La cuestión, pues, que debemos considerar es qué
es ese corazón en el que está escrita la ley
de Dios que debe conducirnos. La respuesta a esta pregunta
es que el corazón es el alma en cuanto que es "la
forma del cuerpo". La tradición cristiana afirma
que el ser humano no es una yuxtaposición de "dos
cosas", una espiritual y otra material, sino que es "una
sola cosa", que es al mismo tiempo espiritual y material.
No es que el cuerpo sea meramente material: el cuerpo humano
es una substancia cuya "forma" es un espíritu.
Por eso el cuerpo humano tiene propiedades que corresponden
a los espíritus, como es la libertad. En los cuerpos
materiales lo que caracteriza su comportamiento es la necesidad,
y su régimen es la violencia. Para que un trozo de
materia no caiga, lo que hay que hacer es atarlo: estaría
fuera de lugar tratar de hablarle, ofreciéndole significados,
logos. En cambio, a este trozo de materia que es el cuerpo
humano lo vemos dotado de un comportamiento libre. Esto es
altamente sorprendente, aunque nos sea muy familiar.
El cuerpo humano tiene su parte más propia constituida
por un espíritu, que es el alma. Cuando la tradición
doctrinal cristiana afirma que el alma espiritual es "única
forma corporis", está afirmando que lo mismo que
hace que la persona tenga capacidad de trascender la materia,
es lo que hace que tenga sentimientos y emociones y que sus
potencias tengan una fuerza activa propia en sí mismas.
Cuando se habla del corazón, se habla del alma en
cuanto que es el principio único de la actualidad del
cuerpo. Por esto es al mismo tiempo algo trascendente a la
potencia concreta, y algo inmanente a ella. Esta contraposición
es posible porque el compuesto humano ha sido herido por el
pecado, y esa herida consiste precisamente en el debilitamiento
de la unidad de sus partes. Por eso, se puede distinguir la
potencia en sí misma aislada, y la potencia en cuanto
forma parte de la "unitotalidad" de la persona.
El "corazón" al que nos referimos cuando
hablamos de que Dios ha escrito nuestra ley en el corazón,
es algo intermedio entre la pura fuerza inmediata de las emociones
o de los sentimientos, y la mera ley abstracta puramente intelectual.
Y es así porque es el alma que informa el cuerpo y
le da todas sus fuerzas vitales.
9. Anima forma corporis
Como ya se ha dicho, la tradición cristiana expresó
la relación entre lo espiritual y lo material en el
ser humano con la fórmula "anima forma corporis".
Esto implica que la visión cristiana del hombre no
lo presenta como la yuxtaposición de dos elementos
o dos "cosas" distintas: el alma espiritual y el
cuerpo material, sino de una manera distinta. Al afirmar que
el alma es la "forma" del cuerpo, se estaba afirmando
que aquello que es espiritual en el hombre, no es extraño
a su cuerpo material, sino una parte de él. Por eso,
el cristianismo ha rechazado siempre el dualismo antropológico.
Vale la pena hacer unas consideraciones breves sobre este
aspecto de la visión cristiana del ser humano, porque,
aunque es muy problemática desde el punto de vista
especulativo y filosófico, es muy rico de significado
en los aspectos más inmediatos de la vida.
La afirmación de que el alma es la "forma"
del cuerpo, se refiere a su dimensión substancial,
y no meramente morfológica. Algunos han interpretado
la palabra "forma" como referida a la estructura
morfológica y funcional, pero esto, aunque no se excluye,
es radicalmente incompleto. El alma espiritual es la forma
"substancial" del cuerpo humano. Ciertamente el
calificativo de "substancial" no aparece ni en la
'Constitución de fide catholica del Concilio de Vienne'
(DS 902), ni en la Bula 'Apostolici regiminis del Concilio
Lateranense V' (DS 1440), que son los documentos del Magisterio
solemne que tratan de esta materia. Pero el sentido de las
afirmaciones magisteriales, aunque no supongan explícitamente
una consagración del hilemorfismo como doctrina técnico
filosófica, se refiere a la constitución íntima
y radical del ser humano, y da por supuesto que el alma es
espiritual y que es una parte, digamos, "metafísica",
de su cuerpo.
Esto conlleva que la apertura a Dios que está implicada
esencialmente en su espiritualidad, está también
inscrita en su cuerpo, o más precisamente en todo lo
que de "formal", es decir, significativo, hay en
el cuerpo. Por eso, todo lo que hay en el cuerpo humano de
"actual", es decir, de inteligible y de activo,
debe ser remitido al alma espiritual como elemento constitutivo
suyo. El alma no se expresa únicamente en las potencias
"espirituales" del hombre, sino también en
las facultades activas del cuerpo. No hay un alma "vegetativa"
o "animal" que dé cuenta de las capacidades
mecánicas o afectivo-sentimentales, y un alma "espiritual"
que dé cuenta de las dimensiones superiores de la existencia.
Es la misma y única alma de cada persona la que da
cuenta de todo.
El lenguaje sobre el hombre como compuesto de alma y cuerpo,
es una trasposición "pedagógica" o
"catequética" pero relativamente ambigua,
de la fórmula que estamos comentando. Es ambigua porque
tiende a engendrar una visión dualista del hombre.
Este cierto dualismo "pedagógico", es útil
para admitir la pervivencia después de la muerte. Pero
conlleva el peligro de hacer una presentación desvaída
de la muerte, como mera liberación de una cárcel,
con el consiguiente riesgo de suscitar reacciones que pretendan
recuperar los aspectos que se desdibujan en esa visión,
y acaben poniéndose en el otro extremo. Por una parte,
se ha dado, también en la Iglesia, una reacción
contra la visión dualista de la muerte que inducía
a la negación de la escatología intermedia ("La
idea de que no es bíblico hablar del alma, se impuso
de tal manera que hasta el nuevo 'Missale Romanum' de 1970
suprimió en la liturgia exequial el término
'anima', desapareciendo igualmente del ritual de sepultura":
J. Ratzinger, "Escatología", Herder, Barcelona
1992, p. 106).
La ambigüedad de esa trasposición implica también
un riesgo para la recta concepción de la moral y de
lucha ascética. Si se afirma que el hombre es compuesto
de alma y cuerpo, parece que la dimensión moral de
la existencia humana ha de entenderse como el dominio del
alma, con su conciencia, sobre el cuerpo y sus facultades.
En la medida en que el alma se distinga del cuerpo, ese dominio
se entenderá necesariamente en términos de eficiencia,
es decir, según el modelo del auriga que conduce el
carro. En esa visión, las potencias son consideradas
como energías activas "ciegas" que necesitan
de la orientación de la conciencia, para dirigirse
al fin propio de la persona. En este esquema, la orientación
de la conciencia es algo exterior a las potencias mismas,
y las orienta a través de la voluntad. Evidentemente
este esquema es el que se presenta en muchas visiones de la
moral, pero no menos evidentemente, este esquema presupone
que, de suyo, la orientación a Dios no está
inscrita en cada potencia. Esto significa que esas potencias
no son el resultado "directo" de la llamada creadora,
sino que han sido puesta en el ser por la creación,
y les accede la orientación al fin último del
ser humano a través del imperio de la voluntad.
En consecuencia la vida ascética y la lucha del cristiano
tenderán a tomar un carácter inevitablemente
"violento", de cadencia voluntarista: el alma debe
"someter" al cuerpo y a sus pasiones, como a un
elemento extraño y rebelde, que es de suyo completamente
ciego respecto del bien moral de la persona.
Este esquema pretende acoger la doctrina sobre la "herida"
del pecado original, que es una desunión entre los
elementos que componen la complejidad del ser humano. Pero
me parece que por tratar de explicar esa herida, recurre a
un esquema de resonancias claramente dualistas, y que, por
eso, para vencer los efectos de esa herida hay que luchar
de manera violenta.
En cambio, cuando se reconoce que el alma es la forma del
cuerpo, se está afirmando que la relación con
Dios no radica simplemente fuera del cuerpo, sino que queda
inscrita en él. Esto no es solamente una cuestión
abstrusamente académica, sino profundamente viva. En
efecto, el cuerpo humano no es meramente material, sino que
está transido de espiritualidad, es decir, de relación.
Lo prueba claramente el hecho de experiencia de que el cuerpo
es significativo "en cuanto humano" en sus órganos
más directamente relacionales, como son el rostro,
la mirada, las manos. También en la dimensión
del pudor, observamos que el cuerpo sexuado se hace máximamente
significativo en trance de donación. No es la mera
desnudez lo que es impúdico, sino más bien el
desnudarse, es decir, lo que conlleva de ofrecimiento a la
percepción de otra persona.
Por eso, la lucha ascética que tiene en cuenta la
unidad substancial cuerpo humano, no pretende anular las energía
activas propias del cuerpo, como son las emociones y los sentimientos,
sino llenarlas de su orientación propia. No pretende
la neutralidad de las energías corporales, sino su
"inhabitación" por lo espiritual.
Por esto mismo, la auténtica santidad cristiana no
aparece como una anulación de lo corporal para el brillo
de lo espiritual "separado", sino como la inhabitación
del Espíritu Santo en todas las dimensiones de la persona
del cristiano. El santo cristiano no es una persona en la
que se admira el "dominio" del alma sobre el cuerpo,
sino una persona "inhabitada", en la que inhabita
el Espíritu. La Teología suele formular la inhabitación
del espíritu como algo que corresponde al alma (La
cuestión académico-teológica suele ser
"inhabitación del Espíritu Santo en el
alma del justo"), pero en la manera en que San Pablo
habla de la inhabitación se refiere primariamente al
cuerpo ("¿no sabéis que vuestros cuerpos
son templos del Espíritu Santo?" 1 Cor 6, 19).
La modernidad ha tendido a identificar la doctrina de la
unión entre lo espiritual y lo material en el hombre
en términos de dualismo de dos substancias completas,
de las cuales la espiritual es 'res cogitans', es decir, la
sede de la libertad, del sentido, de conocimiento; mientras
que la material es mera 'res extensa', es decir, la sede de
la mera necesidad y de la pasividad propia de la materia.
El dualismo moderno se expresa en el rechazo de la noción
de naturaleza como una materia que tiene en sí misma
un significado y una teleología propias. Por esto,
la acética de corte dualista tiende de suyo a prescindir
o, al menos, a mirar con desconfianza, la naturaleza humana
en cuanto principio interno de una dinámica teleológica.
La desconfianza de algunos maestros cristianos respecto de
los sentimientos va paralela a su rechazo o desconfianza respecto
de la naturaleza, y a la afirmación de lo sobrenatural
como algo ajeno a lo natural.
10. La santificación del mundo exige entender qué
es el mundo
El "mundo" al que nos referimos cuando hablamos
de santificación del mundo no es simplemente el "medio"
en el que puede vivir el organismo humano. El "mundo"
es esencialmente un ámbito de "aparición",
es decir, un ámbito en el que las personas pueden aparecer
ante las demás. Los griegos decían que la libertad
era sobre todo la capacidad de mostrar la singularidad de
la propia persona a través de gestas políticas,
militares, o intelectuales. Pero las propias gestas requieren
que haya un lugar en el cual la persona pueda aparecer ante
las demás en su singularidad personal. Para los griegos
este ámbito era sobre todo el ágora, el lugar
de la ciudad en el que cada cual podía participar y
mostrar o expresar sus ideas.
Para nosotros entender esta noción de mundo es difícil,
porque la cultura moderna casi ha anulado la noción
de "espacio público". Pero cuando se ha vivido
intensamente en una universidad, en la que se han dictado
lecciones, participado en debates y en seminarios, se han
dado cursos, se ha conversado con colegas y estado en tertulias,
se entiende bien que no basta tener cosas que decir, o ser
uno mismo: hace falta que pueda ser "visto" como
tal persona, y eso no se puede cumplir de cualquier forma.
En un ámbito de auténtica vida universitaria,
las personas se conocen en su singularidad propia. Por eso
una universidad es un ámbito especialmente adecuado
para "aparecer". Esto significa que es un ámbito
que subraya las singularidades: no es un ámbito propio
de "profesores" competentes y laboriosos, aunque
estos sean también necesarios, sino de "maestros",
singulares, insustituibles, irrepetibles. Etienne Gilson caracterizó
la Sorbona, en la que estuvo en sus años de juventud,
como la 'universitas magistrorum'.
El mundo en este sentido es un lugar en el que las diferencias
entre las personas aparecen visibles, y por eso será
un ámbito atacado por todo aquel que se sienta perdedor.
La acusación será que ese ámbito favorece
el culto a la personalidad, a la vanidad, a los "efectos
especiales" para ganar el afecto o la admiración
de los estudiantes, y dificulta el trabajo serio y escondido.
'
Si se trata de crear un ambiente humano que favorezca las
relaciones humanas al más alto nivel, es decir, las
relaciones de amistad, es preciso superar la tentación
de que las personas sean perfectamente sustituibles, para
que la labor de conjunto no pierda continuidad. Si las personas
son sustituibles es que no son tratadas como personas, porque
éstas en efecto, son insustituibles. Y si las personas
son tratadas como sustituibles no podrán desarrollar
sus mejores posibilidades creativas, pues éstas están
intrínsecamente unidas a lo más propiamente
personal.
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