EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 1. EL "SENTIDO DE LA VIDA"
1. La cuestión del sentido
La cuestión del sentido de la vida no es fácil
de formular. Sin embargo, para darle una respuesta válida
es esencial tratar de formularla primero con claridad. La
pregunta que debemos hacernos para entender cómo debe
ser una formulación adecuada de la cuestión
del sentido, es "¿qué quiere saber quien
se la plantea?" Más aún, "quien hace
esa pregunta ¿quiere realmente "saber" algo?",
es decir, "¿esa pregunta espera realmente una
respuesta en el sentido habitual?" "Y, si no se
puede responder con un discurso, ¿qué tipo de
respuesta será satisfactoria?" Además,
"en el caso de que la teoría no sea suficiente,
¿qué validez puede tener una respuesta "filosófica"?"
Esto es esencial para entender lo que se dice en la Encíclica
"Fides et ratio", pues en ella se presenta la filosofía
como la búsqueda de una respuesta a las cuestiones
radicales y, en concreto, a la cuestión del sentido
de la vida.
La experiencia nos dice que esta cuestión trasciende
la mera inteligencia. No es un problema que se plantee solamente,
o primariamente, en los ámbitos intelectuales, sino
que surge en el centro de la vida de las personas. Es una
cuestión que, más que filosófica, podría
ser calificada de vital. Por eso mismo, no espera propiamente
lecciones de metafísica ni de ningún otro tipo,
que como tales lecciones, serían necesariamente lecciones
teóricas.
La pregunta por el sentido de la vida aparece en su forma
primera cuando, por las causas que sean, la propia vida se
experimenta como falta de fundamento, como carente de consistencia.
No aparece como una forma de estricta "ignorancia",
sino como un debilitamiento total. Quien pregunta "¿qué
sentido tiene mi vida?" no pregunta por algo sectorial,
sino por "algo" que alcanza al fundamento de su
mismo ser. Aunque quien así pregunta tuviera un conocimiento
de todo lo que se puede aprender, podría seguir preguntando
"¿qué sentido tiene que yo sepa todas estas
cosas?" Si se le contestara que así puede ganarse
la vida y sacar adelante una familia, él podría
seguir cuestionándose "¿y qué sentido
tiene todo eso?". Incluso si se tratara de un estudioso
de filosofía que supiera muchas cosas sobre el "tema"
específico de "el sentido de la vida", no
sería absurdo que preguntara por el sentido de todo
ese saber.
La cuestión que nos estamos planteando aquí,
es, pues, la formulación teórica de una pregunta
que en su raíz no es, como hemos dicho, meramente teórica,
sino más complexivamente humana. Podría decirse
que la pregunta teórica es una abstracción a
partir de la cuestión vital por el fundamento vivido
de la existencia, que es la cuestión originaria.
En cierto modo se podría decir que ésta es
una cuestión particularmente moderna, propia de una
situación humana en la que, por una parte, ha centrado
la visión de sí mismo y del mundo en la perspectiva
material orgánica, derivada de la mentalidad cientifista,
y, por otra parte, ha experimentado que los logros que se
pueden alcanzar en esa dimensión de la existencia -el
placer, el dominio del mundo, el progreso material-, no pueden
satisfacer plenamente las aspiraciones de la vida humana.
En este sentido, se puede decir que el tremendo dominio del
hombre sobre lo material y lo biológico, ha contribuido
a formular el sentido de la existencia de una manera nueva
respecto de las formulaciones correspondientes en tiempos
pasados. En efecto, en el pensamiento clásico la cuestión
del sentido tomaba la forma de la cuestión del "fin
del hombre", por ejemplo, en las primeras cuestiones
de la primera sección de la segunda parte de la "Suma
Teológica" de Santo Tomás de Aquino. Pero,
como veremos enseguida, la cuestión sobre el fin del
hombre, es sólo un aspecto de la cuestión del
sentido de la vida humana. Ésta cuestión es
más radical que el mero problema de la finalidad que
hay que conseguir.
La cuestión que nos estamos proponiendo tiene más
semejanza con el problema de la felicidad. En efecto, esta
cuestión ha recibido planteamientos que incluyen ciertamente
el correspondiente al fin, pero que consideran la felicidad
no simplemente como algo "de futuro", sino como
implicando la totalidad actual de la vida.
Nosotros vamos a situarnos en la perspectiva que impone la
cuestión del sentido de la vida cuando se plantea en
su radicalidad, sin hacer especial referencia a las doctrinas
tradicionales sobre el fin de la vida. Por eso, consideraremos
esta cuestión no sólo como una pregunta teórica
sobre lo que constituye la felicidad humana que hay que alcanzar,
sino como una cuestión más fundamental sobre
el fundamento de la misma existencia.
Una primera observación que podemos hacer ya es que,
en la cuestión del sentido se manifiesta de manera
privilegiada el hecho de que la inteligencia humana no es
un potencia separada, sino que es esencialmente potencia de
un sujeto, de manera que quien entiende no es la potencia
intelectual, sino el hombre entero, en su unidad compleja.
Esto es, ciertamente, muy repetido convencionalmente, pero
no obstante, sigue siendo cierto que la inteligencia puede
buscar su propio objeto al margen de la totalidad unitaria
de la persona, y de hecho cuando se dedica explícitamente
al conocimiento, como forma de vida profesional, identifica
la verdad más como objeto de la inteligencia que como
perfección de la persona.
Lo problemático de la cuestión sobre el sentido
radica precisamente en el significado de la palabra "sentido".
Para tratar de entender el significado de esa palabra, voy
a seguir un camino de aproximación que partirá
de cómo se plantea esa cuestión en la vida humana,
para tratar de ver cómo se articula ese problema con
los significados más claros y directos de la palabra
"sentido".
2. Significados de la palabra "sentido"
La cuestión que debemos plantear debe tener en cuenta
todos los aspectos mencionados antes. Por supuesto, nos mantenemos
siempre al nivel del discurso teórico. Por tanto, lo
que digamos en estas líneas no podrá ser la
respuesta adecuada a la cuestión originaria sobre el
sentido de la existencia. Solamente pretendemos "entender"
cómo se plantea la cuestión, y cómo debe
ser la respuesta. Se tratará pues de un desarrollo
teórico de algo que trasciende la mera teoría.
3. "Sentido" como "significado".
La palabra"sentido", en lenguaje ordinario, expresa
frecuentemente "significado", es decir, contenido
intelectual. Éste es uno de los componentes indudables
que tiene en la cuestión por el sentido de la existencia.
En efecto, quien se encuentra sumido en e] problema del sentido
de la existencia, se expresa a veces diciendo que "no
entiendo nada", "mi vida es un absurdo", "Dios
mío, ¿por qué?". Son expresiones
de la cuestión del sentido en términos de inteligibilidad.
Pero, sin duda, esto no lo es todo. La cuestión del
sentido no se identifica completamente con la cuestión
de la inteligibilidad, pues quien dice que no entiende nada,
no espera simplemente una explicación intelectualmente
clara. Es cierto que una conversación con alguien muy
claro de pensamiento, puede proporcionar a esa persona una
respuesta sosegante, sobre todo si la persona que le habla
le es muy querida. Pero nos engañaríamos si
considerásemos que la respuesta que le ha calmado es
el mero contenido intelectual de su discurso. Es seguro que
ha sido más bien la experiencia de la comunión
personal, de la cual ciertamente el discurso claro y profundo
ha sido un componente esencial.
Es posible también que a la pregunta por el sentido,
formulada con un componente de angustia, pueda dar respuesta
un libro. Guardini dice que entre los libros que escribió,
su preferido es el que se titula "La aceptación
de sí mismo", porque alguien le dijo que gracias
a su lectura desistió de su propósito de suicidarse.
La verdad de este relato no supone que aquel hombre buscase
solamente una respuesta teórica. Más bien habrá
que reconocer que la lectura del citado libro, le ayudó
a entrar en un contacto con la realidad de una manera nueva.
Fue la realidad, captada con una luz nueva, llena de "sentido"
lo que pudo apoyar al hombre que estaba desesperado.
En un importante artículo sobre el significado de
la palabra "Dios", Robert Spaemann afirma que los
interrogantes existenciales en los que se pregunta por el
sentido, esperan una respuesta no teórica, sino fáctica:
la respuesta al "¿Por qué?" del Crucificado
no podía ser una lección teórica, sino
la resurrección. Esto indica que el significado que
se anhela parece estar más allá de lo meramente
inteligible y alcanza al mismo fundamento de lo inteligible,
que ha de ser al mismo tiempo fundamento de lo fáctico,
es decir, Dios en cuanto unidad de ser y sentido.
Esto nos lleva a vislumbrar que en la pregunta por el sentido
se busca ciertamente un significado, pero no un significado
cualquiera, sino aquel que pueda ser fuente última
de todos los significados. Esto quiere decir que cuando se
plantea la pregunta por el sentido de la vida de su forma
radical, se está preguntando por el sentido "definitivo",
es decir, por la "verdad fundante" de toda verdad,
es decir, una verdad absoluta.
Hemos calificado esta verdad con la palabra "absoluta"
para expresar que no se trata de una verdad que remita a su
vez a algo distinto de ella, es decir, que no es "relativa".
Por eso se la puede denominar simplemente como el "absoluto".
Esto supone que se busca la Verdad infinita, aquella verdad
que es por eso mismo el Ser, y el Bien. Esta Verdad infinita,
ya no puede ser simplemente una proposición o un discurso,
sino que es fuente también de la facticidad. En consecuencia,
podemos decir que la pregunta por el sentido, en cuanto significado
inteligible, conduce a aquella verdad que está unida
al ser. Esto significa que esa verdad es Dios mismo, pues
sólo Dios es el Absoluto en sentido pleno.
La referencia a Dios permite fundamentar el sentido de la
vida, también en el aspecto de que la vida humana es
una historia unitaria, inteligible corno "una" historia,
y no simplemente como la yuxtaposición temporal de
una serie de acontecimientos más menos dependientes
unos de otros. Esta unidad de significado depende de Dios
en dos sentidos. El primero y fundamental es que los hechos
de la vida humana necesitan de algún "soporte"
para conservarse. La mera memoria del espíritu humano
es el soporte subjetivo, y por eso la memoria puede ser considerada
como el "órgano de la identidad". Pero la
memoria no conserva la "realidad" de lo que queda
atrás en la historia, y sólo el Dios eterno
puede hacer que los hechos que configuran la vida no sean
anulados por el decurso del tiempo. Por eso, sólo aquellos
actos que han sido vividos "en Dios" son "conservados"
y pueden constituir una historia actual. Lo que Pericles,
en su discurso fúnebre, atribuyó a la ciudad
de Atenas como medio de inmortalidad, en realidad sólo
lo puede cumplir el Dios eterno. Ni la ciudad, ni las instituciones,
ni la posición de la persona en ellas, tan sujeta a
avatares diversos, son el fundamento adecuado de la unidad
de la historia humana, sino únicamente el hecho de
haber vivido la propia vida junto a Dios.
Además, en la vida de las personas se realizan actos
que, en ocasiones, suponen una ruptura irremediable en la
historia de esas vidas. Los actos que rompen en fragmentos
la vida son los pecados, las infidelidades, que hacen que
los actos diversos ya no puedan integrarse en una historia
coherente y unitaria. La reparación de esas rupturas
es el perdón que sólo Dios puede conceder en
sentido definitivo.
El sentido de la vida en cuanto significado de una historia
unitaria que define la identidad de la persona, remite, pues,
a Dios como único "soporte" que puede unificar
e inmortalizar, y como único reparador de las rupturas
-pecados- que hayan acontecido en esa historia vital.
4. Sentido como "dirección".
La palabra "sentido" expresa también "dirección".
De esta manera se manifiesta que la cuestión del sentido
tiene que ver con la vida del hombre, en cuanto que es un
decurso temporal hacia un cumplimiento pleno de su realidad.
Esto tiene su fundamento en la condición del hombre
como ser creado por una llamada divina, y en la condición
de la vida humana como un espacio de aceptación libre
del designio creador de Dios. En efecto, la llamada creadora
puede frustrarse si el hombre no responde afirmativamente
al amor que Dios le ofrece.
La sentencia que el Juez del último día dirige
a los condenados, suena en el Evangelio "No os conozco",
lo cual viene a ser una declaración de que no han cumplido
la verdad a la que habían sido llamados al ser creados.
El carácter finalizado de la criatura humana está
en la base de las cuestiones del sentido de su vida. La criatura
está en tensión hacia su verdad, que será
su cumplimiento.
Esta situación se traduce a muchas situaciones "menores",
más reducidas. Así, cuando la persona se encuentra
en una situación claramente "direccionada",
como cuando está luchando por eludir algún peligro,
o trabaja intensamente por alcanzar un objetivo, la cuestión
del sentido no se suele plantear. En esos casos está
muy claro que la tensión hacia la meta responde implícitamente
a la pregunta por el sentido. Quizá por eso, la cuestión
que tratamos aparece más agudamente en los casos de
personas "satisfechas", sin la "tensión"
que supone la necesidad de solucionar problemas muy urgentes.
En efecto, la cuestión del sentido de la vida, se plantea
con agudeza peculiar en las situaciones en las que el ser
humano parece haber alcanzado ya las metas habituales o "próximas"
para las que se encuentra capacitado.
El problema del sentido de la existencia se nos presenta,
pues, íntimamente unido al carácter decisivo
de la esperanza. Hobbes decía que el hombre ha de vivir
"de deseo en deseo". Así, hay quien trata
de dar una solución a la cuestión del sentido
por medio de la "fuga hacia adelante". Éste
es el falso remedio de quien concibe el problema del sentido
solamente en términos de dirección, es decir,
como si la respuesta al problema apuntara únicamente
hacia el futuro.
Pero la cuestión del sentido no mira sólo al
futuro, no se identifica exclusivamente con el problema del
destino. Incluye ciertamente esa cuestión, pero la
trasciende. Desde la experiencia humana sabemos que la esperanza
verdadera tiene mucho que ver con la afirmación del
presente, y la fe nos dice que la esperanza depende de la
caridad, que es virtud de presente. Sólo quien sabe
encontrar sentido a la situación presente, aunque sea
muy precaria, puede esperar un futuro lleno de sentido.
Hay un aspecto en el que la tensión hacia el futuro
de la vida aparece especialmente vinculada o comprometida
con la cuestión sobre el sentido de la existencia.
Me refiero a la muerte. Si la muerte es el fin absoluto de
la existencia de la persona, es seguro que el sentido de esa
existencia queda definitivamente comprometido. Si se acepta
que la muerte es aniquilación radical del sujeto, el
sentido de la vida queda definitivamente negado. Así
aparece, en efecto, en los autores más consecuentes.
Si esto se admite con toda gravedad, para que la existencia
del hombre tenga sentido con la plenitud que se pretende,
la muerte no debe ser el final absoluto y total. No obstante,
no basta que la muerte no sea el final absoluto. Esto es condición
necesaria para que la vida posea el sentido que se le reclama,
pero no es condición suficiente.
La presencia lacerante de la muerte como término próximo
e innegable de nuestra existencia, lleva a plantear la "necesidad"
de que exista algún estado después de morir,
donde los hechos de la vida se ordenen armónicamente,
de una forma que no se da en la vida actual. Nos encontramos
aquí de nuevo con que la cuestión del "sentido
de la vida": también cuando se entiende como "dirección",
remite a Dios, en cuanto síntesis de omnipotencia y
bondad, pues sólo Él puede garantizar que al
final todas las cosas se ordenarán de manera perfecta.
5. El sentido de la existencia y el absoluto
La palabra "sentido" tal como aparece en las formulaciones
de la cuestión del sentido de la vida, ya se entienda
como significado o como dirección, se refiere solamente
a aspectos parciales del "sentido" pleno. Podemos,
pues, afirmar que la percepción del sentido de la vida,
tal como lo estamos considerando, se manifiesta como la consecuencia
directa de la presencia del Absoluto en la vida de la persona.
Ciertamente Dios está en todas las cosas. Está
obviamente siempre presente en el hombre, "y esa presencia
es el fundamento de la irrenunciable "voluntad de sentido"
que está presente en la existencia. No obstante, la
criatura humana ha de aceptar esa presencia de Dios, fundamentalmente
en la dimensión ética de su vida. Si no la acepta,
la presencia de Dios se conserva, pero como negada y rechazada.
Entonces podemos decir que, ciertamente, la persona está
alejada de Dios, que lo absoluto no está presente en
su vida. Dios está siempre "llamando" al
hombre, pero éste puede cerrarse a esa llamada, y,
en este sentido, se dice que Dios no está en él,
que no es hijo de Dios, porque la llamada paterna ha sido
rechazada.
Cuando la llamada creadora no ha sido aceptada, lo absoluto
está ausente del conocimiento y de la relación
que la persona establece con el mundo. Entonces el conocimiento
natural no sufre cambios en lo que se refiere a su contenido
temático, y explícito. Sin embargo, la experiencia
nos dice que sí queda afectado, que se torna irrelevante,
vacío, sin peso ni consistencia real. Esta "experiencia
de vacío" puede deberse ciertamente a factores
patológicos materiales en el organismo humano cuando
éste se ve involucrado, y entonces deberá ser
tratado médicamente. Pero también puede tener
su origen en la actitud propiamente humana, ética,
de apertura a lo absoluto. La literatura existencialista ha
proporcionado abundantes descripciones de esta situación.
La percepción del sentido de la vida, no es, pues,
algo que acontezca de manera explícita: el sentido
de la vida no es objeto de un acto cognoscitivo específico.
Por supuesto, se reconoce que la cuestión del sentido
de la vida es una cuestión grave y profunda, que es
reconocida y a veces convertida en punto de partida de la
reflexión filosófica. Esto es el reconocimiento
de que en la vida cognoscitiva opera la relación con
lo absoluto, con la trascendencia, con Dios, con el Dios vivo
y personal.
Por eso se plantea como problema: porque es la presencia
del absoluto en medio de algo que se reconoce inevitablemente
como relativo, la presencia de "algo necesario"
en el núcleo de algo que es evidentemente contingente.
Por esto es tan fuertemente problemático: supone la
pretensión de que en nuestro ser y en nuestro vivir
se alzan pretensiones de absoluto cuando la experiencia lo
muestra tan lacerantemente relativo y amenazado. Y por eso
mismo, es tan fácil negar el sentido de la vida si
se pone en primer plano la contingencia de nuestro existir.
Pero aún así, nos experimentamos como portadores
de una dignidad absoluta. ¿Qué origen tiene
esa pretensión de absoluto por parte de una criatura
tan evidentemente finita y contingente? En el ser humano hay
un aura de grandeza e infinitud, que no puede tener su raíz
última en su esencia finita, es decir, que manifiesta
que le es dado. Ciertamente reconocemos que esa dignidad le
es propia, pero le pertenece de tal forma que manifiesta siempre
que le ha sido "dada como propia". En definitiva
remite a Dios, a la condición humana como imagen de
Dios y a la presencia de Dios en su criatura racional. Se
pone así de manifiesto el carácter "alusivo"
que tiene esa vida. "En el ser humano hay algo de lo
cual puede decirse que, si fuera ese algo plenamente, el hombre
sería Dios" (Meister Eckhart).
La presencia de lo absoluto puede ser una presencia "conocida",
es decir, "intencional", pero esa forma de presencia
no es todavía propiamente la presencia de lo absoluto
en cuanto tal. El sentido de la vida no es algo que se conoce
como un contenido intelectual que se archiva en la memoria
junto a otros. Los discursos sobre el sentido de la vida pueden
ser verdaderos, y ciertamente Dios puede ser objeto de demostración,
pero el "Dios demostrado", que es el conocimiento
meramente intelectual de Dios, no puede ser el fundamento
del sentido de la vida. Más bien esa demostración
presupone que se parte de que la existencia y el mundo tienen
sentido y que son posibles las demostraciones. Por eso, la
percepción del sentido de la vida no puede ser sin
más un objeto directo de conocimiento como los demás.
En la percepción del sentido de la vida, está
implicado lo absoluto y, por tanto, lo ilimitado, lo infinito.
De aquí que la racionalidad implicada en esa percepción
sea una especie de "racionalidad" fundamental, o,
más bien, el fundamento de la racionalidad que, de
esta manera, se muestra como percepción de lo infinito,
y, ella misma, un infinito. Esta infinitud de la racionalidad
se mostrará luego en la capacidad de reflexión
"completa" sobre sí misma, que es la condición
de posibilidad del conocimiento objetivo.
Es decisivo advertir, por lo tanto, que la mera demostración
de la existencia de Dios, o el conocimiento del "Dios
demostrado" no sitúa a la persona en la relación
adecuada con Dios. El "Dios demostrado" es un Dios
temático -reducido a un "tema" conocido-,
"conceptualizado", limitado a la medida de un concepto
que en cuanto tal, es necesariamente finito y, por tanto,
no es un conocimiento de Dios en cuanto Dios, de lo absoluto
en cuanto absoluto. El que conoce a Dios sólo como
conclusión de una demostración, no deja por
ello de ser espiritualmente ateo. De los grandes filósofos
griegos se dice que eran monoteístas metafísicos
pero politeístas religiosos. Así se expresa
que las conclusiones metafísicas pueden estar fuera
del ámbito de la vida comprometida.
Para pasar de la demostración metafísica de
Dios a "tener a Dios en la vida", se debe dar el
paso decisivo de situar vitalmente a ese "Dios demostrado"
en el fundamento de la propia existencia. Esto significa superar
la mera aprehensión intelectual de Dios, para "creer"
en el Dios personal y vivo. El "creer" es la aprehensión
de Dios con todo el ser humano. De esta forma el Dios del
filósofo pasa a ser el "Dios de mi vida".
A esto apuntaban las exclamaciones de Pascal en su "Memorial":
"Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob,
no de los filósofos y de los sabios" [1]
[1]"FUEGO // Dios de Abrahán, Dios de Isaac,
Dios de Jacob (Éxodo 3,6; Mt 22, 32). //No de los filósofos
y de los sabios. // Certeza. Certeza. Sentimiento. Alegría.
Paz. II Dios de Jesucristo. II "Deum meum et Deum vestum"
(Juan 20, 17) // "Tu Dios será mi Dios" (Rut
1, 16) // Olvido del mundo y de todo, menos de Dios. II No
se lo encuentra más que por los caminos enseñados
por el Evangelio. // Grandeza del alma humana. // "Padre
santo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido"
(Juan 17, 25) // Alegría, alegría, alegría,
lágrimas de alegría. // Yo me he separado; //
"Dereliquerunt me fontem aquae vivae (Jeremias 2, 13).
// Dios mío, ¿me abandonaréis? (cfr.
Mateo, 27, 46). // Que yo no sea rechazado eternamente. //
"Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único
Dios verdadero, y a quien enviaste, Jesucristo" (Juan
17, 3). // Jesucristo. // Jesucristo. // Yo me he separado:
he huido de Él, lo he renegado, lo he crucificado.
II Que yo no sea nunca rechazado. // No se lo conserva más
que por los caminos enseñados por el Evangelio. //
Renuncia total y dulce. II Sumisión total a Jesucristo
y a mi director. // Eternamente en gloria por un día
de prueba en la tierra. II Non obliviscar sermones tuos (Salmo
119[118], 16).Amen".
Es cierto que algunos filósofos, especialmente profundos
y coherentes han pasado casi imperceptiblemente de la aprehensión
intelectual de Dios a la "conversión" personal.
Tal es, por ejemplo, los casos de Sócrates y de Newman,
en sus itinerarios respectivos. Estos hombres fueron la muestra
viva de un pensamiento que está siempre unido al fondo
de la existencia personal. No eran como los que a veces se
han denominado "sofistas" o "intelectuales",
sino auténticos buscadores de la verdad para alimentar
sus vidas.
Hay dos formas de captar lo absoluto en la propia vida: una
es la forma real, cuando lo absoluto en cuanto tal está
presente en la vida, y otra es cuando el absoluto está
presente en cuanto conocido. Por eso, la relación con
lo absoluto puede plantearse de tres formas. La primera es
aquella en la que lo absoluto es tematizado y tratado como
tal. Ésta es la forma religiosa de relación
con lo absoluto. La segunda es aquella en la que lo absoluto
está presente de manera eficaz pero no explícita,
que es la forma ética o moral de relación con
lo absoluto. La tercera es por fin aquella en la que el absoluto
esta presente de forma tanto temática como práctica.
Esta última es la forma teologal de relación
con lo absoluto, que ya es relación explícita
con Dios. Consideremos esquemáticamente estas tres
formas de presencia de lo absoluto en la vida del hombre.
6. Relaciones del ser humano con el absoluto
7. La religión. La relación religiosa
no es todavía, de suyo, relación con el absoluto
en cuanto tal. Como veremos enseguida, la relación
religiosa puede incluir ciertamente la forma teologal pero,
como enseña la tradición, la virtud de la religión
tiene como objeto los actos de culto y no aún a Dios
directamente. Es posible que se realicen prácticas
de actos religiosos sin alcanzar propiamente a Dios. Sucede
esto cuando la mirada de la persona queda como aprisionada
en aquellos actos que deben dar culto a Dios. Sabemos por
la práctica que esto es posible, e incluso frecuente.
El hombre religioso no es inmediatamente un hombre teologal.
Es cierto que los actos que realiza tienen una ordenación
intrínseca a Dios, pero eso no es garantía de
que quien los realice se relacione con Dios. Hay muchas personas
que se sienten inclinadas a las prácticas piadosas,
que son capaces de conmoverse en celebraciones litúrgicas
o cuidar muy detallistamente unas normas de piedad, pero que
se aburren ante la perspectiva del diálogo personal
con Dios. Por paradógico que pueda parecer, la vida
nos enseña que "hacer la oración"
puede ser muy distinto de hablar un rato con el Señor,
de modo parecido a como "hacer propósitos"
puede ser muy distinto de tomar una decisión firme.
La tradicional distinción entre lo religioso y lo
teologal tiene como fundamento el hecho de que las realidades
relacionales pueden ser freno para la relación a la
que deben servir, y convertirse en objetivo en sí mismas.
El caso es semejante al que tiene lugar con el lenguaje. Sabemos
que en muchos ámbitos intelectuales los discursos son
poco significativos. A veces hay que reconocer que en discursos
o reuniones intelectuales de cierta brillantez aprendemos
muy poco. Ciertamente esos discursos están construidos
con palabras y frases que tienen un significado y que por
tanto, habrían de ofrecer un bagaje de contenido intelectual.
Pero hay una gran diferencia entre discursos retóricos
con estilo, y discursos enriquecedores llenos de significado.
Hay oradores o escritores, que utilizan el lenguaje con gran
habilidad e incluso belleza, pero dan poco significado, dicen
poco. Realmente este hecho sería difícilmente
inteligible si nuestro razonamiento fuera sólo abstracto.
En efecto, parece absurdo decir que un discurso pueda no decir
nada. Por eso, para entender este fenómeno es necesaria
experiencia y la capacidad de saber cuando se alcanzan verdaderos
significados, por encima de su expresión verbal. Esto
es señal clara de que, aunque el lenguaje sea esencialmente
relacional, no lo es exclusivamente.
De forma análoga, los actos de culto o de piedad,
aunque de suyo tengan a Dios por objeto, quien los realiza
puede no alcanzarlo. En este caso Dios estaría "temáticamente"
presente en esos actos, pero no supondrían realmente
una presencia eficaz de Dios, de lo absoluto, en la vida de
los que lo realizan. Por esto decimos que en la existencia
"religiosa" Dios está temáticamente
presente, pero que en ella no hay garantía de presencia
real de lo absoluto en cuanto tal. Lo prueba el hecho de que
hombres dedicados ampliamente al trabajo del Señor
pueden estar, de hecho, lejos del Señor de ese trabajo.
8. La ética. En la experiencia ética
el hombre se encuentra también con lo absoluto, pero
de una forma específicamente distinta de la que tiene
lugar en la experiencia religiosa. En efecto, la experiencia
ética consiste precisamente en la advertencia de exigencia
prácticas absolutas. En esa experiencia la persona
se advierte a sí misma interpelada a hacer o a evitar
ciertas acciones que de suyo son finitas, pero con una interpelación
propiamente "absoluta", es decir que no es "funcional",
que no es relativa a algo explícito y disponible por
la libertad. Esto supone que en la vida ética o moral,
la persona se ve a sí misma vinculada con lo absoluto.
Esta vinculación con lo absoluto no es "temática",
o "explícita", es decir, no supone una percepción
directa de lo absoluto, pues lo que se percibe explícitamente
en la experiencia ética es el acto posible y su cualificación
moral, es decir, la correspondiente interpelación absoluta
a la libertad. La percepción del absoluto en ella es
implícita, aunque plenamente eficaz, real. Por eso,
cuando la persona vive con fidelidad su dimensión ética,
su vida se ve ciertamente apoyada en lo absoluto, y entonces
es difícil que surja la cuestión del sentido
de su vida. No obstante, dado el carácter implícito
de la presencia de lo absoluto, la experiencia ética
reclama, antes o después, un reconocimiento explícito
de lo absoluto, de Dios. Mientras este reconocimiento explícito
no se alcanza, la misma experiencia ética puede ser
origen de la cuestión del sentido de esa misma vida
recta.
En la experiencia ética se advierte con especial claridad
que la cuestión del sentido de la vida trasciende la
mera búsqueda de la felicidad, que es tan relativa,
y se acerca más a la cuestión del "destino".
Lo expresó elocuentemente Isak Dinesen, con la fuerza
que le caracteriza, cuando hablaba del orgullo noble: "El
orgullo es la fe en la idea que Dios tuvo cuando nos creó.
Un hombre orgulloso es consciente de esa idea y aspira a realizarla.
No lucha por la felicidad o la comodidad, que quizá
sean irrelevantes con respecto a la idea que Dios tiene de
él. Su realización es la idea de Dios, plenamente
lograda, y está enamorado de su destino. Al igual que
el buen ciudadano encuentra su felicidad en el cumplimiento
de su deber hacia la comunidad, así el hombre orgulloso
encuentra su felicidad en el cumplimiento de su destino.-
La gente que no tiene orgullo no es consciente de que Dios
haya tenido una idea al crearla, y a veces te hacen dudar
de que haya existido una idea, o de que si ha existido se
perdió, y ¿quién la encontrará
de nuevo? Acepta como realización lo que otros ordenan
que lo sea, y toman su felicidad, e incluso su propio ser,
de la moda del día. Tiemblan, y con razón, ante
su destino.- Ama el orgullo de Dios por encima de todas las
cosas y el orgullo de tus vecinos como algo propio. El orgullo
de los leones: no los encerréis en zoológicos.
El orgullo de vuestros perros: no les dejéis engordar.
Ama el orgullo de tus compañeros y no les permitas
la autocompasión.- Ama al orgullo de las naciones conquistadas
y déjales honrar a sus padres y a sus madres"
9. La existencia teologal. La experiencia teologal
es aquella en la que Dios es explícita y directamente
alcanzado de forma personal, es decir, dialógica. En
esta experiencia el absoluto ya no es captado como una mera
instancia trascendente, sino como el Dios personal, con el
que es posible una relación personal de diálogo,
de intercambio de significados en las dos direcciones: de
Dios al hombre y del hombre a Dios.
Esto no supone necesariamente lo sobrenatural. El diálogo
puede tener la forma plenamente natural cuando la experiencia
ética, a la que nos hemos referido, es reconocida como
consecuencia de la interpelación de Dios. En la enseñanza
cristiana se reconoce como primera y más fundamental
manifestación de la voluntad de Dios, la llamada "ley
natural", que es la que tiene como foco directo de la
exigencia ética la naturaleza misma de las cosas. Quien
sabe que Dios está detrás de esa naturaleza,
entiende la interpelación moral como llamada del mismo
Dios personal. Como la naturaleza de las cosas no "determina"
cuál debe ser la respuesta adecuada, la libertad de
la criatura es reclamada con su capacidad creativa. De esta
forma, se establece una relación entre Dios y su criatura
que debe considerarse verdadero diálogo. Por esto,
la relación natural de la criatura con el Creador tiene
verdaderamente un carácter "histórico",
es decir, en esa relación Dios entra verdaderamente
en la historia y no debe ser visto solamente como una instancia
trascendente y ahistórica.
Cuando el ser humano reconoce que su vida ética tiene
como fundamento al absoluto divino, sus respuestas a las interpelaciones
morales las vive como respuestas al mismo Dios. Entonces,
la persona experimenta su vida apoyada constantemente en la
base de un absoluto que es personal, y que se relaciona con
él de manera plenamente personal. Cuando la persona
vive en este ámbito es muy difícil que se plantee
la cuestión del sentido de su vida de manera angustiosa,
porque está siempre experimentando el sentido pleno
de su existencia. Lógicamente, en todo este fenómeno,
es posible una gradatoria de intensidad, tanto del reconocimiento
de Dios como de la vigencia práctica de ese reconocimiento
en la vida moral. Si esos reconocimientos son muy intensos,
la cuestión del sentido apenas aparecerá de
forma problemática. Sí puede aparecer, y con
toda su intensidad, pero siempre como una cuestión
"resuelta".
10. La revelación sobrenatural y la Encarnación
Con la revelación sobrenatural del Dios, estas experiencias
adquieren un carácter y una intensidad completamente
nueva, pero siempre sobre la base de algo que es propio de
la condición de criatura. La revelación sobrenatural
supone, en efecto, una forma de manifestación de Dios
en la historia, que es esencialmente nueva respecto de la
que tiene lugar en la relación puramente ética.
Esta manera de entrar Dios en la historia supone que Él
mismo se hace parte de la historia. Por eso, desde la perspectiva
racionalista que separa absolutamente lo trascendente de lo
histórico-contingente, esa revelación aparece
como escándalo, y resulta imposible de admitir. Ése
es el escándalo de la pura filosofía frente
a la revelación sobrenatural bíblica.
El escándalo racionalista alcanza su cumbre ante la
Encarnación, cuando el mismo Dios trascendente se hace
una parte física de la historia contingente. Jesucristo
reclama para sí lo que, desde el puro pensamiento natural,
aparece exclusivo de lo absoluto. Pero, al mismo tiempo, se
debe decir que la Encarnación ofrece al hombre la relación
más cercana "jamás sospechada" con
el fundamento de su existencia. Además, la Encarnación
redentora implica que las rupturas del sentido de la vida
debidas al pecado, reciben su reparación segura. Jesucristo
es ya no sólo la presencia del Dios absoluto en la
cercanía del hombre, sino que es un Dios que perdona,
que sana las heridas y rupturas de la existencia.
Esto es, a su vez, posible origen de tentaciones nuevas respecto
del fundamento del sentido de la vida. En efecto, la Encarnación
del Hijo de Dios da lugar a una serie de realidades que participan
de su fuerza salvífica y, en ese sentido, participan
de su carácter de absoluto. Las "instituciones"
cristianas, la Iglesia y los sacramentos, son consecuencia
de la Encarnación y por ello participan del carácter
absoluto de Jesucristo. Por eso pudo decir San Pablo "Dios
con nosotros". Ciertamente la Iglesia ha cuidado siempre,
delicadamente, la distinción entre lo que es verdadera
presencia de lo absoluto en la historia, de lo que son "instituciones"
vinculadas a ese absoluto, pero que, en definitiva, no se
identifican con Él. Los matices del principio "extra
Ecclesia nulla salus" son muestra de ello. No obstante,
es posible la tentación específicamente "cristiana"
de alzar pretensiones de absoluto desde instancias que no
son estrictamente el absoluto.
Esta tentación conecta con la ancestral tentación
de identificar la propia situación institucional con
lo divino. Era la tentación del paganismo, que revivió
violentamente en la Alemania nazi cuando Hitler afirmó
que "si fracasamos la historia habrá perdido su
sentido". Los oficiales de las SS llevaban esculpido
en la hebilla de sus cinturones "Gott mit uns" (Dios
con nosotros). En el fondo, es la vieja pretensión
de identificar lo absoluto con el conjunto de la propia cultura.
Esta tentación no desaparece nunca de la existencia
humana, que es siempre una existencia enmarcada en un "mundo".
Este "mundo" en el que vive la persona constituye
un contexto de sentido, con una tremenda energía de
apoyo para la vida humana, hasta el punto de que puede, como
decimos, alzar pretensiones de absoluto, de dadora de sentido
a la existencia.
11. La fe "salva" a la razón
12. De qué tiene que ser salvada la razón.
Cuando se afirma que "la fe salva a la razón",
puede experimentarse, en efecto, una cierta sensación
de extrañeza, pues no se entiende muy claramente el
motivo por el que la razón tenga que ser salvada. En
efecto, se entiende que debe ser salvado algo que está
en peligro, o, en otro sentido, algo que debe ser llevado
a su culminación o su felicidad. Pero ni en un sentido
ni en otro es inmediato el sentido de la afirmación
de que la razón tenga que ser salvada.
Afirmar que la fe salva a la razón significa que la
fe no solamente "ayuda" a la razón, sino
que tiene sobre ella un efecto beneficioso de carácter
decisivo, y no solamente circunstancial o accidental. Afirmar
que la fe salva a la razón es afirmar que sin la fe
la razón se pierde, que su ayuda es imprescindible
para que la razón realice su propia identidad.
La afirmación de que la fe salva a la razón
no tiene como punto de partida un desprecio de la razón,
como si la razón natural no fuera capaz más
que de desviarse. Esa afirmación parte por el contrario
de que la razón natural es una capacidad humana de
conocer la realidad, y de conocerla en profundidad, en su
ser verdadero. La Encíclica "Fides et ratio"
contiene una llamada enérgica a que el hombre use la
razón con decisión, sin quedarse en el uso meramente
instrumental o "débil" de la capacidad de
conocer. El Papa hace un reclamo que podría calificarse
de apasionado para que los filósofos lleguen a estudiar
en profundidad las cuestiones más decisivas de la existencia
humana y de la realidad en general. Por tanto, la afirmación
de la mutua exigencia, asimétrica, entre la razón
y la fe, no tiene como punto de partida un menosprecio de
la razón, como si la razón necesitara de la
fe para conocer algo con cierto fundamento.
La razón puede llegar al conocimiento profundo de
la realidad y de las cuestiones humanas. Esta capacidad es
la que constituye el fundamento de la filosofía en
su sentido más alto, que la Encíclica, de acuerdo
con la tradición occidental identifica con la metafísica.
En efecto, la filosofía consiste en el conocimiento
riguroso de la naturaleza de las cosas, de su esencia y de
su finalidad, es decir, de su sentido.
Pero la razón, precisamente porque es capaz de llegar
a las cuestiones decisivas, accede a una situación
en que sus logros tienen un carácter esencialmente
"fronterizo", es decir, se topan con unos límites
que no puede traspasar por sí misma, pero que no son
indiferentes. La fe no ofrece a la razón simplemente
unos conocimientos de cosas inalcanzables, sino que proporciona
al hombre el conocimiento de aquello con lo que va a enfrentarse
cuando se tensa hacia lo más importante, con la cuestión
del sentido; que, como hemos visto, ya no es sólo una
cuestión teórica, sino que supone acceder a
una verdad que, por ser plena, es más que una pura
verdad intelectual.
La cuestión del sentido de la vida conlleva, como
hemos visto, la llamada a ir más allá del hombre,
y a alcanzar ese absoluto que es fundamento de la voluntad
de sentido que late en la existencia humana. Ese absoluto
es Dios, síntesis de ser y sentido.
13. Riesgos propios de la razón autónoma.
Si la razón se niega sistemática o metodológicamente
a admitir a Dios, y a su revelación sobrenatural, entonces
la voluntad de sentido, la voluntad de absoluto que se percibe
en la existencia humana, queda desprovista de su posible fundamentación,
y aparece como una afirmación arbitraria. Entonces
la cuestión del sentido aparece necesariamente como
algo postizo, extraño, carente de fundamento.
Si no existe un horizonte más allá de lo humano
en donde se pueda fundamentar el sentido de la existencia,
este sentido se desvanece, y acontece entonces que en el mundo
no aparece más sentido que el que el hombre mismo quiera
establecer. Lo cual equivale en la práctica, que sólo
existirá el sentido o los sentidos que quieran aquellos
que tengan poder para imponer su visión y los significados
que dan a la vida.
Ciertamente puede oponerse a esto el hecho de que el hombre
cuando vive de manera verdaderamente humana su vida, especialmente
en el seno de la experiencia ética, no "postula"
sino que se "encuentra" en un ámbito de aceptación
del sentido de su existencia que está ya allí.
Mas si esa experiencia originaria es negada explícitamente,
el resultado es que en el mundo imperarán solamente
los sentidos que el hombre mismo haya erigido. Por esto, F.
Nietzsche caracterizó la posición del verdadero
hombre en el mundo como "voluntad de poder". Esta
situación es favorecida por el hecho de que el hombre
que vive en las modernas ciudades no se encuentra habitualmente
ante realidades "naturales" que le remitan a algo
superior y anterior a la acción humana, sino sobre
todo ante realidades artificiales (casas, coches, máquinas,
instituciones de origen humano, etc.), cuyo sentido y racionalidad
remiten directamente a la mente configuradora del hombre.
La consecuencia de toda esta visión es, por una parte,
que la responsabilidad del hombre crece ilimitadamente, y
da lugar a una ética propia que es la llamada ética
de la responsabilidad o "consecuencialismo".
Por otra parte, el hombre se siente llamado a instaurar el
sentido en su vida y en el mundo, sin contar con ninguna clase
de presupuestos: si en el mundo debe haber un sentido, una
armonía, debemos instaurarla nosotros, porque antes
de nuestra actuación no hay más que materias
primas, ausencia de sentido. Se podría decir que así
de manera implícita pero eficaz se transforma la frase
"En el principio era el Verbo", es decir, el significado,
la libertad, por otra opuesta: "en el principio era la
materia", es decir, la ausencia de sentido, la necesidad.
Si ha de haber un sentido hemos de poner lo nosotros.
14. La fe proporciona a la razón la fuente original
de significado: hace que la razón no sea independiente
e inhumana. El ejercicio de la razón humana,
cuando no se detiene en sus usos instrumental es, sitúa
al hombre ante límites que han de ser superados desde
instancias que no son exclusivamente racionales. Esto es cierto
tanto personalmente como colectivamente. En efecto, la persona
individual no puede alcanzar toda la verdad de que es capaz
su propia razón y por eso ha de recibir de los demás.
Como dice la "Fides et ratio", el hombre es "aquel
que vive de creencias". Pero además, la humanidad
como comunidad de todos los hombres no puede superar los límites
propios de la razón para llegar hasta lo que es la
fuente de sentido. Esto acontece en la relación con
el Dios personal, y la relación con el Dios personal
tiene lugar en Cristo.
La respuesta del hombre a la donación de este absoluto
que se encarna y se ofrece al hombre, es la "fe sobrenatural",
la cual es, a su vez, como la elevación de la actitud
de fe que es propia de la criatura dialógica. La fe
no es simplemente un asentimiento intelectual a determinados
contenidos inteligibles. La aceptación de la Verdad
definitiva y dadora de sentido no puede acontecer por un mero
asentimiento, porque esa Verdad fundante de toda verdad parcial
no es una proposición, sino una persona, la Persona
de Jesucristo.
La aceptación de una persona tiene lugar por un camino
distinto del mero asentimiento. Exige la entrega, la donación
de uno mismo, la confianza personal. En la fe la persona usa
ciertamente su inteligencia, pero no de manera separada y
autónoma, sino como una parte más de la actitud
personal global.
Hay una diferencia decisiva entre el uso de la razón
aislada, que degenera fácilmente en virtuosismos "intelectualistas",
y el uso de la razón que tiene lugar en las actitudes
propiamente personales. Cuando estudio un libro de lógica
o de matemáticas, estoy ejercitando la razón
de una forma que es descomprometida, que no involucra mi persona.
Pero cuando conozco a una persona y la amo con todo mi corazón
confío en ella, en lo que me dice, y acepto la verdad
de sus palabras cuando me dice que me quiere con toda su alma.
Esto no es comprobable por métodos estrictamente intelectuales;
porque ahí la inteligencia funciona esencialmente como
parte de la persona, inseparablemente unida al amor, a los
afectos, a los sentimientos, y a todas las potencias humanas.
Como hemos repetido ya, siempre se ha reconocido que "no
es la inteligencia la que entiende, sino el hombre".
Pero en la distinción que estamos considerando advertimos
dos actuaciones de la capacidad de conocer que son esencialmente
distintas. En la racionalidad matemática se podría
decir que es el hombre el que alcanza la verdad correspondiente
a través de su inteligencia; en el conocimiento personal
la inteligencia del hombre alcanza la verdad a través
de la donación personal.
Por ello, el conocimiento de fe garantiza que la inteligencia
no funcione separada, independiente de la persona. Entonces
la verdad que se alcanza es más armoniosa, porque no
constituye una unidad solamente con los aspectos teórico
de la realidad, sino con todos los demás. Podemos ilustrar
esta afirmación advirtiendo que cuando se conoce a
una persona quizá no se conocen todos los aspectos
que pueden articularse en una teoría completamente
armoniosa en sí misma. Quizá en ese conocimiento
haya aspectos paradójicos, pero con el conocimiento
de la persona completa se dispone de una fuente de armonía
que supera esencialmente la mera armonía racional.
Pretender un conocimiento de las personas que no tenga ningún
aspecto paradójico es una utopía. En cambio,
cuando se conoce a la persona, se sabe que se conoce una unidad
perfecta, aunque los conocimientos concretos sean. difícilmente
armonizables desde el punto de vista meramente teórico.
Por eso puede afirmarse con seguridad que quien ama de verdad
a Dios puede cometer errores teóricos o doctrinales,
pero quien no ama de verdad a Dios, es seguro que tendrá
sus conocimientos dispersos e inseguros, aunque sean científicamente
muy elaborados, y por eso estará íntimamente
en peligro constante de equivocarse.
Se entiende entonces que pueda afirmarse que la fe salva
a la razón de "dispararse" en un ejercicio
aislado que la separe de la realidad significativa y del Dios
personal. La fe hace que la razón sea verdaderamente
"humana", que esté al servicio del hombre
y que no ponga al hombre al servicio de sus logros más
o menos brillantes. En su libro sobre "El Antiguo Régimen
y la Revolución", Tocqueville puso de relieve
la diferencia entre la Ilustración francesa y la escocesa
o la prusiana. Éstas fueron menos ruidosas y aparentes
porque estaban comprometidas con tareas de gobierno, mientras
que aquella era cosa de salones, en los que se hablaba. sin
ningún compromiso y el pensamiento se lanzaba sin freno,
abstracto. Por eso, cuando se pretendió ponerla en
práctica, causó un baño de sangre: puso
a los hombre en el "lecho de Procusto" de los esquemas
teóricos de una razón inhumana. Lo mismo podría
afirmarse de todo pensamiento filosófico que se mueve
en el mero marco de la teoría y no se compromete a
asumir la responsabilidad de "echar cuentas" con
la realidad.
Es seguro que aquellos discursos "intelectuales"
de los que afirmábamos que son pobres de significado,
aunque sean formalmente brillantes, proceden del ejercicio
"separado" de la inteligencia. Buena parte del desprestigio
que desde hace unos siglos acompañan a la filosofía
y a los "intelectuales", tiene sus raíces
en que sus productos tienen más de juegos lógicos
que de contacto verdadero con la realidad. Hay personas que
aunque se autodenominen filósofos, no tienen amor a
la sabiduría, sino, en todo caso, a la filosofía.
Pero la filosofía no es la sabiduría sino el
amor a la sabiduría. Quien sólo ama la filosofía,
se manifiesta en que sus productos intelectuales pueden ser
exquisitos y preciosos, pero no ofrecen confianza como ayuda
para encontrar el sentido de la vida.
En este sentido, hace ya muchos siglos, el judío español
Yeudah ha-Levi, escribió que "la sabiduría
de los griegos tiene flores hermosísimas, pero ningún
fruto". Hacía esta afirmación enfrentando,
quizá sin hacerle plenamente justicia pero apuntando
a algo esencial, la filosofía griega con la fe bíblica.
Aquella se mantenía, salvo quizá en el ejemplo
de Sócrates, en el ámbito teórico; ésta,
por el contrario, contiene ciertamente teoría, pero
indisolublemente unida a la fuerza de la vida. Por eso, para
los hebreos, la revelación remite sobre todo a la "Torah",
es decir, a "la Ley". La expresión práctica
de la religión judía no es primariamente una
"fe", un "conocimiento", sino un orden
social divinamente establecido. En ese orden hay conocimiento,
pero no como principio orientador de la vida, sino como racionalidad
puramente "contextual".
En la revelación cristiana la primacía corresponderá
a la verdad. Por eso, el cristiano es ante todo aquel que
cree en Jesucristo. Pero tampoco la fe cristiana es mero asentimiento
intelectual. No basta asumir unos contenidos teóricos.
La sola aceptación racional sería infidelidad
a la palabra de Dios. La fe cristiana no es sólo asentimiento,
supone la entrega, la participación en la vida de Cristo.
Por eso dice Jesús "El que crea y "sea bautizado"
se salvará". Hay una especie de "inversión"
de orden entre la fe y la moral cuando se las ve desde la
perspectiva hebrea o cristiana. Pero la primacía de
la fe en la plenitud de la revelación no supone menosprecio
de la vida, significa por el contrario que la vida ha de ser
una vida "de fe", es decir, enraizada intrínsecamente
en el conocimiento interpelante de la realidad que se alcanza
por la revelación. La vida cristiana ha de basarse
en un conocimiento de la realidad con la que trata. Por eso
es una vida de libertad. "La persona es libre cuando
se pertenece a sí misma; el esclavo, por el contrario,
pertenece a su dueño. Así, quien actúa
espontáneamente, actúa libremente, mientras
que quien recibe su impulso de otro, no actúa libremente.
Así pues, quien evita el mal, no porque es un mal,
sino porque hay un mandamiento de Dios, no es libre. Por el
contrario, quien evita el mal porque es mal, éste es
libre" (Santo Tomás de Aquino, "Comentario
a la II Epístola a los Corintios", cap. 3 lecc.
3).
La fe cristiana, con la primacía que da al conocimiento
respecto de la acción, implica una superación
decisiva de la fe veterotestamentaria, en la que, como hemos
dicho, el aspecto de conocimiento es solamente un componente
del orden social que propugna. Pero esa fe cristiana es, a
su vez, principio de una tentación nueva: la emancipación
del pensamiento. Pero esto es efectivamente una tentación,
la tentación de desvirtuarla y supone una violencia
de la propia fe cristiana, al confundir la primacía
del conocimiento, que es garantía de la libertad, con
la separación de la teoría respecto de la práctica.
Por tanto, no es que todo discurso puramente especulativo
haya de ser considerado ni independiente ni irrelevante, sino
precisamente principio determinante de la vida práctica.
En este sentido, sorprende que, desde Duns Scoto, es decir,
desde el momento en que se insinúa el racionalismo,
la teología no sea ya cosa de santos, y que la filosofía
haya caído hoy en un descrédito creciente. Josef
Pieper, Hans Urs von Balthasar y, más recientemente,
Alasdair MacIntyre se han planteado explícitamente
esta situación y han tratado de explicarla en términos
semejantes a los que aquí hemos desarrollado. La fe
salva a la razón de estos graves y escondidos peligros.
Anterior
- Siguiente
Arriba
Volver
a Libros silenciados
Ir a la página
principal
|