EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 13. LA DEFENSA DE LA FE
1. El don de la fe
La fe en Jesucristo es un don, un regalo divino que no podemos
darnos a nosotros mismos. La fe es virtud sobrenatural "quam
Deus in nobis, sine nobis operatur".
El ser humano tiene, por su condición de haber sido
creado por una llamada que tiene a la vez una dimensión
divina y otra humana, la capacidad fundamental de aceptar
el testimonio de otras personas, prestándoles de esta
manera una fe humana. Esta fe tiene el carácter de
algo profundamente natural, pero al mismo tiempo sitúa
a la persona en un ámbito de donación y de gracia.
Por eso la fe no es natural en el sentido de que esté
producida por la mera fuerza activa de la persona individual.
El ámbito de la vida verdaderamente humana está
lleno de contenidos que proceden de esta fe humana. Si los
elementos que proceden de esta fe desaparecieran de su vida,
la persona se vería terriblemente empobrecida. Estos
contenidos, en la medida en que proceden de la donación
ajena tiene el carácter de algo que ha de ser custodiado.
Es tremenda la situación de quien ve que su fe en alguien
se desmorona. La caída de la fe es una tragedia para
quien la sufre.
2. La custodia del don precioso de la fe
La fe humana requiere una disposición personal adecuada.
Si la persona no puede darse la fe sobrenatural, sí
puede, sin embargo, disponerse de manera que esa fe, cuando
le es concedida pueda ser aceptada. También puede disponerse
de manera que la fe le sea muy difícil: hay actitudes
mentales que hacen casi imposibe que el corazón se
abra a la fe que se le concede.
Cuando se tiene fe sobrenatural en Jesucristo, es necesaria
una actitud de custodia cuidadosa de ese tesoro. Siempre acechan
los peligros de la desconfianza, de los intereses, de la crítica,
de la búsqueda de autosuficiencia. Por el pecado original,
el ser humano tiene en él mismo la huella de la rebeldía
originaria, la tendencia a curvarse sobre sí mismo
e indisponerse ante la gracia de la fe, que siempre requiere
una humildad de fondo en la criatura.
Cuando la fe exige sacrificio aparece con facilidad la tentación
de adoptar actitudes que hacen difícil la fe. La fe
supone que la persona sale de sí misma, que renuncia
a ponerse en el centro, y mira sobre todo a Jesucristo, confiando
en su Persona amable y en sus palabras, que se custodian en
la Iglesia.
La fe verdadera se puede desvirtuar en una actitud que parece
que es de fe porque afirma la existencia de Dios, y su omnipotencia,
pero que en realidad vicia la relación con Dios. Esto
sucede cuando Dios es visto sobre todo en función de
la propia vida, de los propios intereses, cuando se acude
a Él para que solucione los problemas coyunturales
que se presenten en la propia vida. Es una relación
con Dios en la que el centro está en el propio yo,
y Dios se sitúa en función de ese yo.
La fe sobrenatural ha de ser custodiada aceptando los hechos
que nos contrarían, que obstaculizan nuestros proyectos
e ilusiones, y reconociendo también esos hechos como
provenientes de la providencia omnipotente y amorosa de Dios.
La fe se custodia sobre todo con la humildad y con el amor.
Es el amor el que todo lo cree, el que nos sitúa en
la posición de apertura confiada, de salida de nosotros
mismos, de poner el centro de gravedad de la propia existencia
fuera de nosotros en la Persona de Cristo, autor y consumador
de la fe.
También requiere la fe el poner a su servicio todas
las capacidades mentales de la persona. A la fe se la sirve
cuando la hacemos siempre más significativa, y más
decisiva en la propia vida. esto requiere un ejercicio de
la inteligencia, la reflexión profunda, el empeño
porque la propia visión del mundo tenga como referente
fundamental los contenidos de la fe sobrenatural cristiana.
Así la fe se hace también cultura, porque modula
la manera de configurarse la sociedad y los valores en que
ésta se apoya.
La defensa de la fe se hace entonces "apologética",
que es la argumentación racional en defensa de la fe.
pero es justamente en este aspecto donde la defensa de la
fe debe ser más cuidadosa de la misma naturaleza de
la fe y no olvidar que la fe sobrenatural, y los contenidos
que en ella encontramos, son regalo, don, y que nunca pierden
ese carácter.
La razón humana puede defender la fe ante los asaltos
de la razón agnóstica, o de la mentalidad racionalista.
Pero esta defensa no puede tratar nunca la fe como algo propio
en el sentido de producido y dominable por la razón.
Como enseña el magisterio del Concilio Vaticano I:
"Ciertamente, la razón ilustrada por la fe,
cuando busca cuidadosa, pía y sobriamente, alcanza
por don de Dios alguna inteligencia, y muy fructuosa, de los
misterios, ora por analogía de lo que naturalmente
conoce, ora por la conexión de los misterios mismos
entre sí y con el fin último del hombre; nunca,
sin embargo, se vuelve idónea para entenderlos totalmente,
a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto.
Porque los misterios divinos, por su propia naturaleza, de
tal manera sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados
por la revelación y aceptados por la fe; siguen, no
obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y envueltos
de cierta oscuridad, mientras en esta vida mortal "peregrinamos
lejos del Señor; pues por fe caminamos y no por visión
[2 Cor. 5,6 s]".
Por eso, cuando se observa que la fe es esgrimida en polémicas
para defender ciertas posiciones, a veces se vislumbra una
actitud que, más que defensa de la fe, es defensa de
las propias posiciones, aunque se aduzca que esas posiciones
están basadas en la fe sobrenatural. Esto sucede cuando
los argumentos de fe, las verdades reveladas se esgrimen de
una manera tal que parece que se dominan como armas "propias"
con una seguridad y desenvoltura excesiva. Por eso, algunas
argumentaciones o defensas que se hacen apoyándose
en las verdades sobrenaturales, aparecen sospechosas. La fe
es un don, que debe ser recibido como propio, pero sin que
ese ser-tenido-como-propio parezca que supone una superación
del ser-recibido. La fe sobrenatural hunde sus raíces
en el corazón
de la forma más profunda, pero siempre debe tener el
sello de que es algo recibido, algo regalado. La fe nunca
se debe convertir en una posesión "propia"
en un sentido que olvide su carácter de don gratuito.
3. La defensa de la fe en la sociedad
Cuando la fe se ha vivido con fidelidad y ha configurado
una "cultura" concreta, las personas se encuentran
en un mundo cultural en el que consideran, con razón,
que esa cultura está apoyada en la fe. Pero entonces
es muy fácil que el impulso que los hombres sentimos
para defender nuestro mundo, se interprete como impulso hacia
la defensa de la fe sobrenatural.
Esto es fácil de entender cuando se ve que el mundo
cultural de muchas personas está constituido por elementos
que tienen su origen en una larga historia cultural y social
en la que los contenidos de la fe se considera que han estado
presentes de manera decisiva. Entonces es fácil pensar
que las instituciones, la configuración política,
las leyes, la ordenación de la sociedad, son como una
"materialización" de la fe cristiana, de
manera que esa sociedad se califica de sociedad cristiana
de una forma peligrosamente unívoca.
Esto es especialmente sutil en el ámbito de las ideas,
cuando la historia intelectual de un pueblo o de una civilización,
tiene como puntos de referencias sistemas de pensamiento que
se erigieron al mismo tiempo que se pensaba la fe. Entonces
es fácil que surja la tentación de considerar
que la fe casi se identifica con los sistemas filosóficos
o, en general, intelectuales, que sirvieron para hacer sistemas
cristianos de pensamiento. Si estos sistemas se consideran
como la expresión cabal de la fe, la advertencia de
que el propio mundo cultural se tambalea, se interpreta como
el derrumbamiento de la misma fe.
En la historia ha habido situaciones de este tipo con cierta
frecuencia. Cuando algunos cristianos han visto que ciertas
formas políticas se derrumbaban, o que ciertos modos
de pensamiento perdían su vigencia social, o que sociedades
enteras entraban en crisis, esos cristianos han experimentado
un profundo sentimiento de que el cristianismo estaba en trance
de ser arrojado del mundo de los hombres. San Agustín
realizó en su "De civitate Dei" una reflexión
poderosa sobre este sentimiento.
Una de las claves para identificar cómo es el temperamento
de las personas proclives a estos juicios, es mirar su manera
de entender la relación entre la reflexión humana
sobre la fe, y la fe misma. Cuando la fe se identifica con
una cierta explicación racional, es decir, cuando la
teología se considera ya sustancialmente realizada,
al menos en lo que se refiera a determinados aspectos o partes
de sus contenidos; cuando, por ejemplo, se piensa que la doctrina
cristiana de los sacramentos está ya sustancialmente
"terminada" con la teología de Santo Tomás
de Aquino, y con las definiciones del Concilio de Trento,
entonces la formación en la fe, se verá ante
todo como el deber del estudio de un sistema que ya ha sido
escrito de manera definitiva, sin que se deba plantear la
posibilidad de nuevos enfoques.
Hay que tener en cuenta que los "sistemas" de pensamiento
son organizaciones de la visión de la realidad fuertemente
"interpretativos", es decir, sustituyen la realidad
por interpretaciones racionales bien ordenadas y fácilmente
inteligibles. Estos sistemas suelen mostrarse afines con determinadas
visiones del mundo, del hombre, y también de la sociedad.
Entonces, la crisis de la sociedad tiende a identificarse
con crisis de la misma fe. Cuando el siglo pasado entró
universalmente en crisis el "Ancient Regime", muchos
cristianos se sintieron inclinados a defenderlo en nombre
de la fe. Pensaban que si se caía aquel sistema político,
se tambalearía necesariamente la fe cristiana y la
misma Iglesia.
4. Riesgos de la defensa de la fe
La defensa de la fe se debe distinguir cuidadosamente de
la defensa de sus concretas formulaciones racionales y, más
aún, de los sistemas sociales a que la visión
de los cristianos dio lugar en épocas históricamente
pasadas.
Quizá esta distinción no sea fácil de
realizar, pero hay algunos criterios bastante claros que pueden
ayudar a identificarla.
En la historia hay casos muy claros en que figuras, por lo
demás muestras egregias de santidad, que se alzaron
con la bandera de la defensa de la fe, en realidad estaban
defendiendo una visión de la fe que era muy angosta
y reducida. San Bernardo, por ejemplo, atacó violentamente
el intento de Pedro Abelardo, cuando éste intentaba
aplicar la racionalidad lógica a la inteligencia de
la fe, porque lo consideraba una degradación racionalista
de la fe pura. Le parecía que aplicar a la fe sobrenatural
la filosofía de hombres paganos como Aristóteles,
no podía suponer sino una corrupción de la pureza
de la fe cristiana. Ciertamente el intento de Abelardo era
aún titubeante y no carente de limitaciones. Pero los
grandes pensadores de la Escolástica, como Santo Tomás
de Aquino, o San Buenaventura, o el Beato Juan Duns Scoto,
son más continuadores del proyecto de Abelardo que
de las reservas de San Bernardo. Por eso, el celo del gran
fundador del Císter contenía en sí mismo
algo de dudoso. Por supuesto, cuando San Bernardo atacaba
a Abelardo, pensaba que no lo hacía por defender opiniones
suyas personales, sino por defender algo que era la misma
fe que Jesucristo había entregado a su Iglesia. Pero
la pasión con que se alzó como defensor de la
fe, la seguridad con que se erigió en juez del pensamiento
de Abelardo, a quien no entendía, mostraba que estaba
tratando la fe de una manera demasiado propia, estaba esgrimiendo
los argumentos sobrenaturales de un modo tan poco abierto
y considerado, que en muchos de los mejores espíritus
de su tiempo, suscitó justificadas reservas. Más
prudente fue Pedro Venerable, abad de Cluny, porque fue más
abierto, y no vinculaba precipitadamente la pureza de la fe,
con el rechazo de toda novedad en la forma de pensamiento.
Seguramente San Bernardo actuaba movido por lo que él
creía un impulso de fidelidad a la fe sobrenatural.
Él pensaba que no estaba defendiendo nada propio, sino
únicamente la fe de la Iglesia, en la cual no se podía
transigir. Pero el modo en que se cerró a la novedad,
y la violencia con que juzgó a la persona a la que
se oponía, muestra que trataba la fe de una manera
inadecuada. Él mismo, al final de su vida, sintió
que se había dejado llevar más de una vez por
una "nimia nimietas", una "excesiva excesividad",
una pasión que por ser demasiado ardiente y apasionada,
le aparecía al final como de dudosa autenticidad.
Ejemplos parecidos hemos contemplado en nuestros días
ante intentos teológicos que se han mostrado en pocos
años extraordinariamente enriquecedores para la misma
fe. Algunos de los teólogos que a fines de los años
sesenta eran considerados por los más celosos como
llenos de peligros, al cabo de muy pocos años se han
mostrado defensores providenciales de la fe de la Iglesia
en un mundo que cambia. En estas últimas décadas
se alzaron algunas voces muy apasionadas en contra de proyectos
teológicós que no se identificaban con los modos
y las expresiones de la neoescolática. En algunos casos,
se ha llegado a condenas virulentas y casi a anatematizaciones
públicas, y a reprochar a las más altas instancia
del Magisterio el que no intervinieran con todo el rigor de
la condena formal.
Las figuras que adoptaban esta actitud no han sido, en general,
grandes teólogos, sino eclesiásticos o simples
cristianos especialmente sensibles a la "situación
del mundo" en que los valores cristianos ya no determinaban
de manera inmediata, como se consideraba que debía
ser, los elementos configuradores de la sociedad humana. Eran
personas que advertían con profunda inquietud el advenimiento
de una formas sociales en las que las verdades cristianas
no iban a estar protegidas directamente desde el ejercicio
del poder político.
5. La defensa de la fe en la Iglesia
El Señor no garantizó la fidelidad que la Iglesia
había de guardar a su doctrina y a su obra, a un documento
jurídico, o a unas formulaciones exactas e inequívocas,
sino al envío del Espíritu Santo. Si no fuera
descabellado, podría pensarse que el Señor actuó
de manera un tanto imprudente, pues parece que con una pocas
indicaciones claras se podrían haber evitado tragedias
tremendas de cismas y de rupturas de la unidad de la Iglesia.
Por eso vale la pena tratar de deducir algunas consecuencias
del modo de actuar del Señor, para así poder
entender cómo debe ser la verdadera defensa de la fidelidad
al legado sobrenatural del Redentor a su Iglesia.
El hecho de que Jesucristo confiara la fidelidad de la Iglesia
al Espíritu Santo, nos hace ver que la defensa de la
fe, tiene su ámbito propio en el modo de actuar del
Espíritu divino. Sabemos que la acción del Paráclito
no es de tipo "eficiente", sino que se encuentra
más bien en el orden de la causalidad "formal".
Esto significa que lo que protege a la Iglesia no es un factor
del tipo del gobierno que interviene enérgicamente
cuando se vislumbran desvíos, sino que es algo parecido
a lo que se expresa cuando se dice que es "el amor"
el que protege a la familia. El amor no es ningún sujeto
externo que pueda tomar medidas cuando alguien amenace romper
la unidad, sino una cualidad que impregna los corazones en
virtud de la cual esos mismo corazones se mantiene unidos.
Juan Pablo II ha dado muestras claras de actuar según
este criterio. Su empeño por vigorizar la unidad de
los cristianos se ha basado sobre todo en fomentar el "espíritu",
encender la fe, transmitir su misma devoción a Jesucristo,
recordar a los hermanos separados que tienen una historia
de heroísmo en la fidelidad a la Persona de Cristo.
Cuando se ha visto en el trance de tener que decidir claramente
ante situaciones conflictivas, ha apelado más al espíritu
de las personas que a sus propias decisiones de gobierno.
Ha habido quien le ha acusado de ser remiso a la hora de tomar
decisiones drásticas. Pero él ha preferido apelar
al corazón de las personas y de las instituciones,
porque sabe que ciertas actitudes han de nacer del corazón
o, en caso contrario, son necesariamente ineficaces. Con este
modo de actuar, el Papa ha mostrado un fe práctica
en la acción propia del Espíritu Santo como
"alma" de la Iglesia.
Por eso mismo Juan Pablo II ha actuado con un sorprendente
respeto ante los impulsos de las diversas instituciones que
ha contemplado en el seno de la Iglesia, aunque es seguro
que no sintonice con algunas de ellas. Podría decirse
que ha respetado y fomentado todo lo que podría ser
un soplo del Espíritu, con la confianza en que si no
es de Dios, morirá solo.
Esto no implica una debilidad, sino justamente lo contrario.
Cuando se cree de verdad en la fuerza del espíritu,
no se ve la necesidad de actuar con medida externas de imposición
disciplinar. La Iglesia de los Padres no se apoyaba en la
rigidez de sus gobernantes, sino en la riqueza de espíritu
de sus miembros.
Ese modo de hacer es una señal clara de que la Iglesia
no es una sede de fanatismo. El fanatismo es en el fondo un
signo de debilidad. "El fanatismo de la pasión
es aparentemente la antítesis del cientificismo. En
él, el individuo se niega a darse por enterado de la
significación "objetiva" de su acción:
se encierra en su vivencia subjetiva, obra, sufre, valora
y no acepta ninguna relativización de lo que para él
es efectivo. Como Don Quijote, desafía a todo el que
no quiera confesar que Dulcinea del Toboso es la más
bella dama del orbe. Sin embargo, esta "fanática"
indiferencia del "amour fou" frente a cualquier
parecer exterior tiene en sí -tanto como la propia
tarea científica- el relativismo como veneno mortífero.
En la medida en que se niega a percibir todo significado de
su obrar que trascienda su propia perspectiva, el fanático
muestra con la mayor evidencia que no cree en absoluto en
la realidad que defiende. Secretamente sabe que su modo de
ver las cosas no resiste un examen "desde fuera".
Por eso no se expone en modo alguno a esa prueba. El fanático
renuncia a convencer a los otros. Le basta con estar él
mismo convencido y con que nadie le contradiga. Esto es, sin
embargo, la muestra de que él no está en absoluto
realmente convencido. Se parece al soñador que empieza
a notar que sueña, pero que intenta demorar el despertar
para poder ulteriormente considerar el sueño como realidad,
pues en el fondo el fanático cree también que
la "verdadera realidad" es aquella que expropia
el propio agente de sí mismo" (Robert Spaemann,
"Felicidad y benevolencia", Rialp, Madrid 1991,
pp. 221-222).
Ciertamente ha habido casos en que se ha hecho necesaria
la medida disciplinar, porque los cristianos necesitan también
de la disciplina, pero con sumo cuidado de que eso no suponga
poner la confianza en unos medios que han de ser siempre secundarios.
La confianza en la unidad y en el vigor de la Iglesia no puede
radicar en su fuerza organizativa, ni en su disciplina implacable,
ni en un cerramiento a todo diálogo sino, hoy como
ayer, en la donación del Espíritu, que es el
único que puede garantizar al mismo tiempo la unidad
perfecta y la libertad plena propia de los hijos de Dios.
6. El deber de cada cristiano de defender a fe
Cada cristiano tiene el deber de defender su propia fe frente
a los asaltos de las dificultades que inevitablemente encontrará
en el camino de su vida. Esta defensa se refiere ante todo
a la fe sobrenatural que Dios le ha concedido haciéndole
encontrar a Cristo y tiene lugar sobre todo en el seno de
su propia intimidad, en el sagrario de su alma, que es donde
se cree, y también donde se libran las batallas más
de fondo sobre la fe cristiana.
Un aspecto importante de la defensa de la virtud de la fe
por parte del cristiano es el deber acrecentar esa fe para
que sea viva. La fe se defiende ante todo viviéndola,
haciendo que sea fe de vida, operativa. Por eso el cristiano
debe defender su fe procurando que se traduzca en su vida,
de manera que venga a ser una auténtica "vida
de fe". Esta expresión puede entenderse en dos
sentidos. Por una parte está el sentido de vivir en
confianza y abandono en manos de la providencia paternal de
Dios. Este sentido considera la fe sobre todo desde el punto
de vista de que es una virtud sobrenatural, que es la que
tradicionalmente se ha denominado "fides qua (de fides
qua creditur", la fe por la que se cree). Por otra parte,
la expresión "vida de fe" puede entenderse
desde la perspectiva de que la fe tiene una serie de contenidos
intelectuales que engendran de suyo una visión del
mundo, y que esa visión de la realidad y de las personas
da lugar a un tipo de comportamiento determinado. La fe en
cuanto cuerpo de doctrina o conjunto de contenidos intelectuales,
es lo que se llama tradicionalmente fides quae (de fides quae;
creditur, la fe que se cree).
En realidad, en la fe cristiana esta distinción, aunque
pueda se útil para los estadios penúltimos de
la revelación, cuando la revelación llega a
plenitud, este distinción pierde vigencia. En efecto,
en la plenitud, la revelación ya no es un conjunto
de verdades más o menos divinas, sino la Verdad infinita,
que es el Hijo eterno del Padre, que ya no es una proposición
ni se expresa en un conjunto de proposiciones, sino que es
una Persona. Las proposiciones se entienden, pero las personas
sólo se pueden "poseer" en la entrega mutua.
La posesión de la Verdad personal, es inseparable de
la entrega a la verdad Personal.
Estas características de la plenitud de la revelación
y autocomunicación de Dios en Cristo, abren un nuevo
modo de tratar intelectual o teológicamente la fe.
Ya no se deberá contar tanto sobre los problemas inmediatamente
gnoseológicos, cuando sobre la realidad dialógica
del hombre. La base de razón natural propia para una
teología de la fe ya no deberán ser tanto las
cuestiones de la teoría del conocimiento o del razonamiento
lógico, cuando aquellas que se refieren a las relaciones
interpersonales. Ciertamente en la fe hay también conocimiento
intelectual, pero cuando nos encontramos en la fe propiamente
cristiana, los contenidos inteligibles de la fe están
intrínseca e indisolublemente involucrados en la misma
experiencia de la relación personal con Cristo.
La fe cristiana no debe ser defendida solo desde la argumentación
racional teológica. Pero tampoco desde la apología
del puro amor como entrega personal. Más bien hay que
advertir siempre que la entrega personal está cargada
de implicaciones "intelectuales", de modo semejante
a lo que se expresa cuando el enamorado dice a la amada que
ella "ha vuelto los misterios del revés";
y, al mismo tiempo, ha que tener siempre en cuenta que el
conocimiento más profundo de las verdades de la fe,
debe llevar de suyo a un amor más intenso por Aquel
que es la plenitud de los misterios revelados.
Una defensa de la fe que se mantuviera en la vigilancia de
la ortodoxia doctrinal, sería necesariamente insuficiente,
si no se articulara con el amor testimonial de Cristo. Por
esto, la defensa personal de la fe, debe tener como elemento
esencial el "dar razón de la esperanza",
más que argumentar en el plano puramente intelectual.
La enseñanza de la fe, también en los ámbitos
intelectual-teológicos, debe ser una tarea esencialmente
personal. La fe cristiana es tal que no puede ser mostrada
adecuadamente desde una pretensión de mera exactitud
aséptica o impersonal. La fe no puede ser presentada
de modo desencarnado. La pretensión de que la fe se
predique de manera que no "aparezca" la persona
del predicador, es una pretensión que, en el fondo,
es contraria a la misma fe.
La experiencia de quien asiste a lecciones o predicaciones
de la fe cristiana, ha de ser necesariamente una experiencia
humana plena y no meramente una experiencia "intelectual".
Aunque los libros puedan cumplir un papel importante en la
pedagogía de la fe, ésta requiere de suyo que
esté presente en una vida humana concreta. Al mostrar
o explicar la fe, esta vida concreta del que enseña,
no debe moverse en un ámbito de argumentaciones teóricas,
sino que ha de trasparentar que, sobre todo "es poseído"
por la Verdad, más que "poseerla" como contenidos
teóricos en su inteligencia.
El "ser poseídos" por la Verdad implica
tener el Espíritu de Cristo, en el cual tiene lugar
la unión vital con Él, y el Espíritu
de Cristo es el Amor consubstancial del Padre y del Hijo,
el Amor fontal. Por eso se puede afirmar que "sólo
el amor es digno de fe": sólo quien ama merece
ser creído.
El amor y la comunión con Jesucristo que el Espíritu
induce en la persona que cree, debe llevar a buscar "entender"
racionalmente lo que ya se posee al estar en unión
al Verbo. La llamada tradicionalmente "fe del carbonero"
expresa el aspecto de confianza personal, pero esta entrega
confiada sería equívoca, si el que afirma tenerla
quedara satisfecho con esa situación, y no buscara
explicitarla en la dimensión intelectual y racional
de su persona.
7. El riesgo del "celo"
Las personas que, en la práctica, identifican completamente
la fe con determinadas manifestaciones culturales o con alguna
de las construcciones intelectuales que se han elaborado a
lo largo de la historia, se manifiestan con un celo particular
en la defensa de lo que consideran un legado divino sobre
el que no les está permitido transigir. Estas personas
quizá están convencidas, como se ha dicho antes
de que están defendiendo a Dios mismo, y allegado de
salvación que Cristo ha dejado a su Iglesia. Por este
celo, esas personas pueden llegar a arrasar a las personas,
y a tratar de agostar manifestaciones de la vida de fe, que
son plenamente legítimas. Una cuestión importante
que surje entonces es "qué actitud tomar ante
estos celosos indiscretos de lo sobrenatural".
La cuestión no es ciertamente sólo teórica.
Se plantea muy en la práctica, cuando, por ejemplo,
se defienden posiciones que son evidentemente "de parte"
esgrimiendo argumentos que involucran inmediatamente lo sobrenatural,
y la unión con Dios. Esas personas celosas, parecen
identificar completamente la propia situación institucional
o cultural con la fidelidad estricta a Jesucristo.
Frente a esta realidad, me parece que la actitud debe ser
muy prudente, de manera que la defensa propia no derive inmediatamente
en un ataque a la posición de aquellos que defienden
imprudentemente la fe. No se debe menospreciar la angustia
de quienes ven que los logros culturales de la fe, o que las
formas concretas en las que han vivido la fe, se tambalean
y se muestran contingentes. Es un caso parecido al que vivió
la Iglesia en el Concilio de Jerusalén: muchos convertidos
al cristianismo naciente habían vivido en el seno de
la tradición del Pueblo elegido, y es muy comprensible
que no pudieran admitir que aquellas leyes venerables, de
origen ciertamente divino, habían caducado para siempre.
Aún entonces se mantuvo el precepto de no comer carne
sin desangrar, aunque luego, poco después, decayera
también ese precepto.
La actitud práctica ante esos defensores apasionados
del espíritu, debe ser siempre, de caridad. No se trata
pues de desenmascarar ante todo las limitaciones estrechas
de sus planteamientos, o de reprocharles el escondido apego
a unas formas temporales contingentes e incluso falsas, sino
ante todo el mostrar la comunión en lo esencial. Puede
ser, ciertamente que en muchas de esas defensas celosas del
espíritu haya en efecto, mucho apego a cosas temporales,
pero el cristiano debe ser comprensivo y evitar en lo posible,
todo aspecto que pueda resultar chocante para los que desde
este punto de vista se manifiestan como los "pequeños".
Nunca es buena señal de tener el amor de Cristo el
gozarse en escandalizar a los que quizá no han tenido
otra forma de acceder al misterio que a través de unas
instituciones muy visibles.
De todas formas, es frecuente que el celo imprudente se manifieste
en un ataque explícito a los que pretenden vivir su
unión con Cristo de una forma más libre e independiente
de las formas institucionales determinadas, y más aún
a los que tratan de abrir formas nuevas de vivir la fe. Entonces
la actitud que se debe adoptar es la de la huida de esos ataques,
el ignorarlos, sin caer en la tentación del contrataque.
Hay que tener en cuenta que sólo los más fuertes
de espíritu, y quizá también de temperamento,
serán capaces de vivir serenamente la unión
con Cristo en medio del asalto de los "institucionalistas"
del tipo que sean.
En cualquier caso, será el momento de afianzar la
autenticidad de la propia vida cristiana, aún sin el
apoyo de instancias institucionales que pretendan garantizarla.
Sobre todo, en los tiempos de crisis, personal o institucional
o cultural, los esencial es salvar la fe, la comunión
con Jesús, la propia vida en el Espíritu Santo.
Quien vive esa situación ha de volverse siempre más
a los fundamentos inconmovibles de la fe, al Evangelio, al
Catecismo de la Iglesia Católica, y sobre todo a la
oración, a la penitencia personal, a la búsqueda
de la santidad con la ayuda de buenos maestros.
FIN DEL LIBRO
Antonio Ruiz Retegui
Madrid, febrero 2000
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