EL
SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000
Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei
CAPÍTULO 3. LA INSTANCIA INSTITUCIONAL Y SUS PRETENSIONES
DE ABSOLUTO
1. La instancia cultural y su cadencia hacia lo absoluto
La existencia personal del hombre en cuanto tal tiene dimensiones
distintas: la biológico-metabólica, la corporal
libre, la sexual, la cultural y la dialógico política,
además de la que se refiere a la relación con
la trascendencia. La articulación de estas dimensiones
es uno de los elementos centrales de lo que se llama "la
naturaleza humana".
Junto a la dimensión de relación con la trascendencia,
la dimensión más propiamente humana es la dialogal,
según la cual los hombres se relacionan entre sí
como amigos o como iguales y son capaces de un diálogo
que los une y los manifiesta como distintos. La perfección
humana que Newman presentaba en su famosa descripción
del caballero, es descrita en términos de la relación
que el hombre tiene con los demás en este nivel existencial
dialógico, pues no se hacen referencias a los aspectos
inferiores de cultura, o de situación material.
Pero la dimensión dialogal humana tiene como presupuesto
la comunidad de cultura de las personas que participan en
el diálogo. Por eso Aristóteles ponía
como presupuesto imprescindible para la perfección
humana la existencia de la "Polís" que era
corno el ámbito en que era posible la existencia dialógica.
Los que dialogan, en cuanto que dialogan, son distintos, pues
el verdadero diálogo tiene lugar solamente entre personas
distintas, en cuanto que son distintas. Pero al mismo tiempo
los dialogantes son "iguales" en cuanto miembros
de un mundo cultural común. La cultura común
es la que proporciona a los hombres el mismo lenguaje, los
mismos valores, las mismas referencias, la misma historia,
las mismas perspectivas y, en definitiva, el ámbito
común para su existencia dialógica.
La cultura tiene un significado preciso en el mundo humano,
y este sentido es el de ser condición de posibilidad
para el diálogo, es decir, para las relaciones propiamente
personales. La cultura buena es pues aquella que sitúa
a sus miembros en condición adecuada para que puedan
mantener un diálogo rico y profundo. Esto significa
que la cultura debe situarse en un nivel esencialmente penúltimo,
es decir, como condición de posibilidad para algo que
está más allá de ella misma. Ejemplo
de estas culturas son los mundos intelectuales que se pueden
encontrar en las grandes universidades: en esos ambientes
no se dan todas las repuestas a todas las cuestiones, pero
se ofrece un conjunto de elementos que posibilitan una vida
dialógica al más alto nivel. Lógicamente
las personas que viven en ese mundo, no opinan todas lo mismo,
pero sí participan todas de los presupuestos culturales
que hacen posible el verdadero diálogo.
Sin embargo, pueden darse también situaciones culturales
en las que los elementos de la cultura no se presenten como
condiciones de posibilidad para la dimensión dialógica,
sino que alcen pretensiones de ser una instancia última,
como una pantalla que impida la vida propiamente personal.
Esto sucede cuando la cultura en cuestión ya no pretende
posibilitar el ámbito de existencia dialógico
personal, sino que, por el contrario, intenta sustituirlo.
Hay en efecto, mundos culturales muy intensos y abundantes
de contenidos que no facilitan la existencia propiamente personal,
sino que tienden a diluir a la persona dándoles todas
las respuestas, y todas las pautas de acción, de manera
que la libertad y la conciencia, y en definitiva la persona
en cuanto tal, quedan abolidas en esa cultura.
El ejemplo contemporáneo más expresivo y clamoroso
es la Alemania del Tercer Reich. Las terribles violaciones
de la dignidad humana que se cometieron en su seno no se pueden
explicar, como en otros casos históricos de guerras
feroces entre razas o naciones, a la falta de cultura de aquel
pueblo: la Alemania nazi era sin duda uno de los pueblos más
cultos de la historia. Lo característico de aquel mundo
no era la falta de cultura, sino la fuerza absorbente de ella
que tendía a subsumir completamente a cada persona,
haciendo que abdicase de su conciencia para abandonarse sin
reservas en el espíritu del partido y en las formas
de conducta imperadas por sus líderes. En los diversos
procesos judiciales que tuvieron lugar tras la Segunda Guerra
Mundial, y especialmente en el proceso de Adolf Eichmann que
tuvo lugar en Jerusalén en 1962, los miembros de la
Alemania nazi trataron de explicar sus actuaciones, evidentemente
inhumanas, alegando que ellos se limitaron a cumplir órdenes.
Efectivamente, en esa expresión, "cumplir órdenes",
se referían a una forma de actuación en la que
la persona abdicaba por completo de su conciencia, para remitirse
a lo que los jefes mandaban. Ciertamente todos los hombres
necesitamos de que la cultura en que vivimos nos proporcione
pautas de actuación convencionales que nos descarguen
de la responsabilidad de tener que pensarlo todo desde el
principio. Lo característico de aquellos hombres que
se convirtieron en asesinos sin escrúpulos era que
se olvidaron por completo de su conciencia en los casos en
los que no está permitido hacerlo a una persona honrada.
Éste es un ejemplo de una cultura contemporánea
y relativamente cercana que se alza con pretensiones de absoluto
e impide a la persona singular vivir realmente su vida en
primera persona, es decir, reduce la persona a la condición
de mero "individuo" o mero "representante"
de un mundo cultural. Sin llegar al caso de la Alemania nazi,
casi todas las culturas, en cuanto que inducen "costumbres
aceptadas", tienden más o menos a constituirse
en fuentes de rectitud en la conducta. La referencia al "todos
lo hacen" o "esto es lo que hemos hecho desde siempre",
es una referencia frecuente para la justificación de
la conducta de las personas.
Lógicamente, lo que se ha dicho sobre los ámbitos
culturales amplios, es aplicable también a los ambientes
profesionales, culturales, universitarios, políticos
o religiosos, en los que los miembros comparten rígidamente
las mismas opiniones, reconocen acríticamente las mismas
autoridades, las mismas simpatías y antipatías,
adoptan las mismas pautas de actuación allí
donde cada uno podría y debería actuar más
personalmente poniendo en juego la propia capacidad de percepción
y de valoración.
Esto significa que la cultura, en cuanto que es la referencia
decisiva de las pautas de actuación justificable, se
ha convertido en un absoluto que da sentido a la vida, y es
principio de exigencia moral.
Estas pretensiones implícitas en tantos mundos culturales
no son infrecuentes y constituyen en punto de apoyo de la
tentación, nunca extirpada por completo, de lo que
constituía la esencia del paganismo, que consiste precisamente
en dar carácter de absoluto, es decir, divinizar, la
propia instancia cultural, el propio mundo, la propia historia.
Hay, en efecto, una tendencia casi inevitable a considerar,
al menos implícitamente, la propia cultura y tradición
como algo absoluto y fuente de las interpelaciones absolutas
que corresponden a la moral. Hasta el descubrimiento de que
la realidad, y especialmente los seres humanos en cuanto tales
son de una condición que interpela a la libertad, es
decir, hasta el descubrimiento de la "naturaleza"
como referencia para la vida y la conducta de las personas,
la referencia moral fundamental, fue siempre la tradición
de cada pueblo. La tendencia a considerar la propia tradición,
lo "ancestral", como referencia moral fundamental,
conducía lógicamente a dar un carácter
religioso o divino a esa tradición: "Ciertamente
no sería razonable identificar el bien con lo ancestral,
si no se supusiera que los primeros antepasados eran absolutamente
superiores al común de los mortales. Así nos
vemos llevados a pensar que los primeros antepasados, los
que instituyeron el camino ancestral, eran dioses, o hijos
de dioses o, al menos, "tenían su morada cerca
de los dioses". La identificación de lo recto
y lo bueno con la tradición ancestral lleva a ver el
"modo de comportamiento" como instituido por dioses,
o hijos de dioses, o discípulos de dioses: el "modo
de comportamiento" recto debe ser una ley divina".
Esto significa exactamente que cada mundo cultural se tenía
a sí mismo como divino, lo cual es, como decíamos,
la esencia del paganismo. El frecuente recurso a los santos
patronos, o incluso a ciertas advocaciones de la Virgen, de
muchos pueblos enfrentados a otros pueblos, es una muestra
de la tendencia, también presente en los pueblos cristianos,
de vincular con "el cielo", es decir, con lo absoluto
trascendente, la propia instancia terrena.
Estas pretensiones se dan con especial fuerza en las instituciones
culturales de tipo explícitamente religioso. En efecto,
si en las instituciones culturales de amplia influencia, aparece
siempre el riesgo de la absolutización y de la divinización,
aún cuando estas culturas tengan un ámbito propio
de carácter profano, cuando las instituciones tienen
un carácter explícitamente religioso, la tendencia
a arrogarse cualidades divinas, es lógicamente mucho
más fuerte y explícita. Ya no es que la vigencia
de la propia cultura tienda a fundamentar una religión,
sino que, en el caso de las instituciones explícitamente
religiosas, se encuentra ya una religión comúnmente
aceptada en la que apoyarse. En cualquier caso, lo decisivo
es que estas formas institucionales explícitamente
religiosas se encuentran particularmente inclinadas a concebirse
a sí mismas garantizadas en sus elementos por el mismo
Dios y, por eso mismo, capacitadas para exigir a las personas
un sometimiento absoluto en todos los ámbitos.
Ese riesgo es expresión de que la institución
religiosa, en vez de ser medio para la relación con
Dios, de hecho tiende a sustituirlo. En este sentido, un criterio
de la autenticidad de las instituciones religiosas o eclesiales,
es que, a semejanza de la misma Iglesia, no pretenda afirmar
una vinculación unívoca de su aspecto institucional
y la relación teologal con Dios.
La culturas mejores y más humanas son las que cuidan
de proporcionar con más riqueza las condiciones necesarias
para la vida personal consciente, pero sin alzar pretensiones
de absoluto, sino más bien dando esos medios y acompañándolos
del impulso para el ejercicio personal de la propia libertad.
Por eso, un criterio decisivo para juzgar la calidad humana
de un medio cultural o institucional, y especialmente de una
institución de carácter religioso eclesial,
es la conciencia que existe en ese medio de su propia contingencia
o relatividad, y su misión de dar paso a una dimensión
superior de la persona, sin pretender nunca asumir la responsabilidad
de la conciencia de sus miembros. Como hemos repetido, la
Iglesia de Jesucristo es un ejemplo claro: ella se reconoce
como indispensable para la salvación, pero no en su
aspecto institucional, sino en el aspecto invisible mistérico.
La Iglesia católica rechaza decidida y significativamente
la interpretación institucional-visible del aforismo
clásico "Extra Ecclesía nulla salus."
2. Absolutización de la instancia cultural en lo
institucional-religioso
Cuando la institución religiosa se absolutiza, lo
hace ofreciendo, como hemos visto, la ventaja de dar a las
personas un substitutivo, más o menos explícito,
de la relación teologal. Esto es aparentemente una
gran ventaja, pues la relación teologal, es decir,
la conexión directa personal con Dios, no es algo controlable,
ni se puede garantizar desde la posición humana. Si
la relación con Dios se une de manera unívoca
con una relación humana, material, el deseo de seguridad
que todos tenemos queda satisfecho. Por eso es tan fácil
que las personas cambien la relación teologal por una
relación institucional, de este mundo.
Pero esto lo hace al precio de atribuirse a sí misma
las características de lo que solamente corresponde
a Dios. Éste es un riesgo grave de deformación
en la vida religiosa de las personas. Quien ha sustituido
la relación teologal por una relación institucional
religiosa, no está alcanzando propiamente a Dios, sino
a una institución absolutizada. Entonces la piedad
ya no es medio para acercarse a Dios, sino una práctica
concreta que se puede esgrimir como mérito para la
seguridad personal. La oración ya no es hablar con
Dios, sino una práctica llena de determinaciones materiales
(puntualidad, temas, duración, lugar, posturas).
La relación teologal no puede substituirse nunca por
la relación institucional. Como hemos repetido, la
misma Iglesia, que tiene tantas garantías dadas por
Jesucristo, distingue nítidamente entre lo que en ella
es institucional, y la relación directa con Dios. En
la Iglesia los elementos institucionales, como son los sacramentos,
la jerarquía, el derecho, etc. se diferencian de la
dimensión verdaderamente decisiva que es la difusión
del Espíritu Santo. Esos elementos institucionales
no son lo que constituye propiamente la Iglesia: son sus elementos
"arcanos". Lo que constituye la esencia de la vida
de las Iglesia y la hace presente ante el mundo es la caridad,
no los elementos que están destinados a fomentar la
caridad.
Los individuos institucionales no son "hombres buenos",
sino más bien hombres cumplidores de reglamentos, por
los cuales no dudarán en atropellar a las personas.
Son gentes que viven en el ámbito de lo normativo y
general, y carecen de sentido de la singularidad de la persona.
Esto significa que son gentes de destrezas y habilidades prácticas
para las funciones institucionales preestablecidas, más
que con virtudes, pues la virtud dispone para detectar lo
inédito y lo irreductiblemente singular. La cualidad
más valorada en ese ámbito es la fortaleza para
aplicar a cada caso, las norma general, sin atender a los
matices de las situaciones y de las personas singulares. Sobre
todo, el hombre institucional detesta a quien se alza con
una especial riqueza personal que no se puede reducir a la
ley general.
Cuando lo institucional se absolutiza, la vida moral toma
como punto de referencia la institución. Ésta
será el absoluto que reclama la aceptación incondicional.
Hacer el bien será sobre todo contribuir al funcionamiento
de la institución, y el mal será ante todo tratar
a la institución sin considerarla absoluto. Cualquier
juicio sobre ella, o cualquier crítica a alguno de
sus elementos, será considerado como ofensa a lo absoluto.
Una de las muestras más elocuentes de que la relación
con el absoluto se sustituye por la relación con la
institución es que la referencia para el examen de
conciencia será no tanto el doble precepto de la caridad,
cuanto el conjunto de normas que se refieren a la integración
personal en la institución. Cuando las personas hablan
de su vida interior se referirán principalmente al
cumplimiento de las normas institucionales, dejando a veces
llamativamente en un segundo plano el modo de vivir la caridad
con el prójimo en la familia o en las relaciones sociales.
Quizá se actúa así porque se considera
implícitamente que si se cumplen esas normas ya es
seguro que todo lo demás será correcto. Ésta
es una manifestación de que la relación con
Dios y con la realidad se ha sustituido por las relaciones
institucionales. Las normas institucionales se muestran como
algo absoluto y han perdido su carácter de ayuda para
vivir los preceptos fundamentales de la ley de Dios.
3. Las relaciones institucionales
Cuando lo institucional se absolutiza, aparecen otras deformaciones,
como son la reducción de las relaciones entre las personas
a un tipo de relaciones entre meros representantes de la institución.
Los asuntos que se tratan en las conversaciones serán
sobre todos los asuntos que se refieren a la vida ya los trabajos
propios del ambiente y de los intereses institucionales, pero
no desde la perspectiva de los objetivos supremos, sino desde
la posición del funcionario que cumple indicaciones
de la superioridad.
Esas relaciones no son el diálogo libre de personas
que tienen cada una de ellas una capacidad creativa libre,
sino el encuentro de dos inteligencias, que pueden ser y son
de hecho a veces muy cultivadas, pero que se mantiene al nivel
meramente instrumental, y que han renunciado a todo ejercicio
heurístico, es decir, de búsqueda de la verdad
de las cosas. En las conversaciones no se mira la realidad,
sino que se tiene presente sólo la tarea que hay que
llevar a cabo.
Por eso, las relaciones tienen una superficialidad peculiar
para mantenerse al nivel institucional sin llegar a la relación
personal auténtica. Con frecuencia una persona ha de
cambiar completamente el círculo de los que conviven
con él, y no se considera bueno que se mantengan amistades
o lazos con los que ya no son de su ámbito. De este
modo, personas con las que se ha convivido durante años
han de salir de la vida y desaparecer casi completamente.
Para evitar que esto sea lacerantemente desgarrador se requiere
que las relaciones que se viven no tengan como objeto a personas
singulares, sino a meros representantes de la institución,
los cuales, de esa manera, pueden ser sustituidos por otros,
sin que cambie esencialmente el carácter del entorno
vital. Pero esto significa que el mundo en que se vive no
está realmente constituido por personas, sino por individuos
intercambiables. Éste no puede ser un mundo consistente
que ofrezca hogar y apoyo para la persona con corazón.
En este ámbito la caridad ya no puede ser el reconocimiento
de las peculiaridades más propias de cada uno, y la
correspondiente para que cada uno realice su propia teleología
personal, sino la contribución a que en todos se realicen
las normas universales de funcionamiento de la institución,
ayudarles a que aceptan y se sometan a la disciplina general.
Cuando se habla de obediencia "inteligente", la
inteligencia a la que se alude es únicamente a la inteligencia
instrumental, del que pone los medio para alcanzar un fin
que ya le ha sido marcado desde una instancia superior. Por
eso, alguien decía que en el Opus Dei no había
"directores", sino "directivos", expresando
que esos directivos eran solamente ejecutivos de lo que les
han dictado pero que ellos no sitúan nunca ante su
capacidad de juicio.
Cualquier relación propiamente personal, como son
las relaciones de un diálogo libre en el seno de la
amistad, resultan vistas con sospecha. La condena que pesa
sobre la llamada "amistad particular" es la muestra
de esta desconfianza en el diálogo libre. Todo aquello
que cualquier persona pueda ver respecto a asuntos de fondo,
no lo puede hablar con nadie en el ámbito de la comunicación
personal, sino que, en todo caso, deberá decirlo a
los directores,... y olvidarlo después.
Esto significa que la unidad de la institución se
concibe ante todo como disciplina y unión rendida para
levar a cabo lo que se indique desde la superioridad. Los
ejemplos que se ponen en los discursos sobre la unidad suelen
ser tomados casi siempre de los artefactos, desconociendo
la forma de unidad más alta que es la unidad entre
personas en las que "nihil prius aut posterius".
Cualquier iniciativa en el ámbito de lo más
importante es considerada como impertinente, e intromisión
en un campo para el que no se tienen los datos suficientes.
Quizá también por eso mismo, cuando quienes
gobiernan advierten que no han controlado alguna situación,
tienden a tomar medidas drásticas y muy manifiestas,
a veces claramente violentas y dolorosas para las personas.
Quizá pretenden así dejar claro que quienes
mandan son ellos, y que no están dispuestos a permitir
ninguna actuación fuera del orden de sus mandatos.
Las personas, por valiosas que sean, que no se ajustan al
régimen disciplinar, son rechazadas y eliminadas como
inútiles. Es sorprendente que algunas personas con
singular valía y talento, además de cualidades
sobrenaturales, hayan sido marginadas y eliminadas sin el
más mínimo espasmo, sin la más mínima
pena por la pérdida. Es que efectivamente la institución
no puede considerar como pérdida unas cualidades con
las que no sabría cómo enriquecerse.
La institución no sabe adaptarse a las cualidades
de las personas, muestra una sorprendente rigidez para aceptar
lo que tienen que ofrecer los más valiosos. Y es que
la institución lo que quiere son funcionarios, quizá
muy buenos funcionarios, con muchas capacidades prácticas
que puedan ser utilizados al modo de las piezas del artefacto.
No quiere inteligencias creativas, sino inteligencias instrumentales,
que sean dóciles a los dictados del momento.
Al mismo tiempo, el apostolado se convierte en una actividad
que tiene como pretensión fundamental el integrar a
otras personas en las actividades institucionales, culminando
en el proselitismo. Por eso el mismo proselitismo cambia implícitamente
de carácter: ya no es poner a las personas ante la
voluntad de Dios, sino algo que se concibe como un fin en
sí mismo. Por esto, es algo que se justifica por sí
mismo y que, por lo tanto, santifica por sí mismo cualquier
medio que se ponga para lograrlo. Esto da lugar a una actividad
apostólica, un tanto violenta y que induce cierta mala
conciencia en quien lo realiza, pues no puede evitar advertir
que está persiguiendo un fin interesado, que no se
puede confesar públicamente sin quedar azarado.
4. La absolutización de la autoridad
La resistencia a enriquecerse con las aportaciones de las
personas singulares en los aspectos más importantes,
se remite en el fondo al carácter absoluto atribuido
a la institución. Por eso se afirma que la voluntad
de Dios viene ante todo por el camino de los directores. Esta
relación con la voluntad de Dios ya no será
dialógica, y además no puede recibir aportaciones
significativas de los miembros.
Si alguno adopta una actitud distinta de la imperada desde
las instancias autoritarias correspondientes, no será
consultado para que ofrezca las razones de ese comportamiento
que quizá pueda ser una luz para los que dirigen. Por
el contrario, esa persona se verá recriminada y sometida
más o menos violentamente, siendo muy difícil
que las autoridades institucionales, con una disposición
real de aprender, pregunten a esa persona por las razones
que le han llevado a actuar de esa manera. Los únicos
que tienen la verdad completa y absoluta son los directores,
los cuales, por eso mismo, se sentirán. inmunes de
limitaciones o de error. A veces, resulta patético
que las personas, relativamente limitadas, pero que detentan
la autoridad en un momento concreto, piensen que no tienen
nada que aprender de sus subordinados, como si ellos captasen
la realidad con más lucidez que nadie.
Además, la formación se dirigirá sobre
todo a proporcionar a las personas las habilidades propias
del funcionamiento administrativo de lo institucional, y formar
a los demás será sobre todo darles las destrezas
correspondientes a las indicaciones sobre los aspectos administrativos,
sin considerar casi los aspectos más espirituales de
fondo.
En consecuencia, la valoración de las personas se
hace desde los parámetros propios de lo institucional
administrativo, sin alcanzar las dimensiones personales donde
se expresa propiamente lo que es el espíritu: las personas
más valoradas serán aquellas que más
dócil y plenamente se integran en las actitudes institucionales,
las que manifiestan necesitar más de lo propiamente
institucional, y las que en consecuencia van considerando
cada vez más a la misma institución como un
absoluto.
5. La tendencia a la autosuficiencia
La absolutización de la institución cultural
religiosa tiene como cadencia suya propia la tendencia a convertirse
en un ámbito humano cerrado, sin relaciones verdaderamente
decisivas con el resto del mundo en que vive.
Esto es así porque la apertura de las sociedades es
uno de las circunstancias que están más en la
base del descubrimiento de que hay una instancia superior
a la propia cultura.
El cierre del mundo cultural religioso no implica necesariamente
un aislamiento físico. Basta que constituya un ámbito
suficientemente amplio y presionante que proporcione a las
personas la satisfacción de todas las necesidades de
sentido, de manera que no sientan la necesidad de ir a buscar
los fuera.
Por extraño que esto pueda parecer, es algo que encuentra
apoyo en la misma condición humana. En efecto, las
personas forman sus juicios sobre la realidad, especialmente
en sus aspectos más importantes, no tanto de la observación
directa de la realidad, cuanto de las opiniones que están
vigentes en el ámbito en que vive. La observación
directa de la realidad resulta demasiado comprometida, cansada
e insegura como para se prefiera acudir a otra instancia que
sea percibida como un absoluto.
Es cierto que casi todos los hombres viven en la restricción
de un mundo cultural determinado. También los intelectuales
y los estudiosos de más categoría han de vivir
relativamente encerrados en sus mundo culturales, pero eso
suele ocurrir cuando los respectivos mundos culturales son
ricos y con pretensiones de superioridad. Por eso, los intelectuales
franceses suelen citar casi exclusivamente a los franceses,
o los liberales americanos a sus compañeros de posición.
En este aspecto, es una ventaja el estar fuera y sentirse
independiente para aceptar aquello que se impone solamente
por su cualidad de verdadero. Pero eso implica empeñarse
por adquirir una formación que permita mirar sobre
todo a la realidad, y no simplemente integrarse en un mundo
cultural muy determinado.
Cuando la persona se remite a lo institucional más
que a la realidad, sus miembros tienen un mundo fuertemente
interpretado, es decir, un mundo ficticio, no constituido
por realidades sino por las interpretaciones que se le dan.
Buena parte del desarraigo actual no procede del cosmopolitismo
de la cultura, sino del hecho de que los apoyos que tiene
las gentes no están constituidos por realidades sino
por las interpretaciones convencionales de esas realidades.
Por eso una de sus manifestaciones más llamativas
e inequívocas es la búsqueda de la autosuficiencia,
especialmente en aquellos aspectos de la vida que son más
decisivos, como son los aspectos formativos y doctrinales.
Las instituciones culturales religiosas que no cuidan de manera
explícita evitar este riesgo, enseguida tiende a erigir
una serie de autoridades oficiales y de maestros propios,
a producir un conjunto de libros, un estilo cultural, y hasta
un cierto lenguaje esotérico.
A veces, esta pretendida autosuficiencia, se considera como
un bien. En una ocasión escuché a una persona
de gran responsabilidad institucional que alguien, en tono
de alabanza, le había dicho que la Obra era "como
el ejército", en el sentido de que se valía
en casi todo por si misma, y tiene sus hospitales, sus farmacias,
sus confecciones, sus lugares de descanso, casas para las
familias de sus miembros, etc. Pero escuché también
que cierto obispo estuvo visitando una residencia: allí
le dijeron que los sacerdotes eran de la Obra, las chicas
del servicio, también era de la Obra, los talleres
donde se había hecho el oratorio también, los
libros de espiritualidad estaban escritos por miembros de
la Obra,... Cuando al terminar, el director le preguntó
si quería que le llevaran en coche, aquel obispo respondió
que no, que él había traído su coche
y que en eso, como la Obra, era "self subsistent",
autosuficiente. Evidentemente el comentario tenía un
sentido irónico.
Especialmente significativo es que en esa situación
se presentan las grandes virtudes cristianas de tal forma
que parece que las únicas manifestaciones posibles
son aquellas que se han institucionalizado en esa ámbito
concreto y cerrado. Otras manifestaciones serán consideradas
como desviaciones o, en el mejor de los casos como pobres
y desorientadas. Así, por ejemplo, se inducirá
la opinión de que quien no usa determinados ornamentos
en la liturgia, no ama en realidad los sacramentos; quien
no vive la piedad con un determinado orden, no es verdaderamente
piadoso; los sacerdotes que no visten de la manera convencional
no son fieles; quien no recibe las enseñanzas del magisterio
de manera rendida y pasiva, no es fiel a la Iglesia, etc.
Aunque se afirme que se pretende estar en medio del mundo,
las personas que acuden a otras fuentes de formación,
que leen libros que no son los recomendados institucionalmente,
serán consideradas como extrañas y poco amantes
de su propia tradición. Y esto, aunque las fuentes
a las que se acuda sean de una rectitud indudable.
La actitud de quien acude a fuentes no convencionales, o
se aventura a juzgar las cosas desde lo que ve con sus propios
ojos, se expone a peligro grave para la propia supervivencia:
En ese mundo se cumple lo que ya advirtió Platón
ante la muerte de su maestro: "Sócrates fue acusado
de hacer cosas injustas: impiedad, es decir, no creer en los
dioses en los que creía la ciudad, y corromper a la
juventud. Estos cargos no tenían que ver simplemente
con el individuo Sócrates, que casualmente era filósofo,
sino que significan una condena de la actividad filosófica
en cuanto tal; y no en el seno de la ciudad de Atenas, sino
en el seno de la comunidad política en cuanto tal.
Desde el punto de vista de la ciudad, parece haber algo en
el pensamiento y en el modo de vida del filósofo que
cuestiona los dioses de la ciudad, que son los protectores
de sus leyes, y que por tanto lo hace mal ciudadano, o más
bien que lo hace absolutamente no ciudadano. La presencia
de tal tipo de hombre en la ciudad y su trato con los jóvenes
más prometedores lo convierte en un subversivo. Sócrates
es injusto no solamente porque él quebranta las leyes
de Atenas sino también porque él, al menos aparentemente,
no acepta aquellas creencias fundamentales que hacen posible
esa sociedad o cultura institucional en la que vive".
La acusación, ciertamente un tanto vaga de que la
institución se ha convertido de hecho en una especie
de "iglesia paralela" alude a este hecho.
6. La institución como "mundo"
Unas de las consecuencias más paradójicas es
que una institución que se presenta como defensa de
una espiritualidad para vivir en medio del mundo, aparta del
mundo a sus propios miembros y los encierra en un mundo segregado
y con pretensión de ser autosuficiente, en el que se
afirma constantemente que estamos en medio del mundo.
Que la institución constituya de hecho el mundo humano
en que viven sus miembros se muestra en que allí se
encuentran todos los medios para transcurrir la vida confortablemente,
desde el seguro médico y la casa segura, hasta las
opiniones que deben mantenerse sobre las cosas más
importantes.
Los que predican, encuentran un auditorio seguro y devoto
que sintonizará con sus palabras con tal que repita
las referencias y frases acostumbradas. Los que dan clases
se encontrarán con abundantes centros educativos en
los que impartir sus lecciones. Los que venden libros se encontrarán
con una clientela asegurada, y los que los escriben verán
vendidos sus títulos si saben integrarse en los intereses
institucionales y consiguen ser recomendados. Los médicos
podrán recomendados para ser consultados por su buen
espíritu, o ser llamados a los hospitales promovidos
por la institución y prestigiados por la multitud de
los que se orientan por las garantías institucionales.
Cualquier iniciativa social de posible interés institucional
podrá ser apoyada si se compromete a guiarse por los
dictados de los directores. De esta manera las propias relaciones
profesionales o comerciales se ven invadidas por las intervenciones
de las autoridades institucionales, y de esa manera se falsearán
sus resultados: el reclamo no será el natural en cada
caso, sino el imperado desde la institución. Vender
muchos ejemplares de un libro no significará que ese
libro es bueno o que ha despertado interés, sino que
ha sido suficientemente recomendado.
Además, las personas singulares se encontrarán
en un ambiente lo suficientemente amplio como para coincidir
con personas a las que tratar y con las que participan en
la misma visión de casi todo.
A veces, este mundo sustituye el mundo natural de las personas,
incluso el ámbito natural de la familia. En efecto,
cuando los padres pertenecen a la institución, se pretende
que lleven a sus hijos a ella y promuevan su incorporación,
de manera las relaciones naturales llegan a ser sustituidas
por las que vienen dictadas por los intereses o los vínculos
institucionales. A los hijos que no quieren participar en
esos ambientes o que se ven impulsados a abandonarlos, se
les considera hijos malos poco merecedores del cariño
paterno o materno.
En algunas ocasiones, el abandono de la institución
por parte de algún hijo supone para la familia una
tragedia de intensidad tal que no responde a la naturaleza
de las cosas, y que implica casi la salida de ese hijo del
mundo en que viven sus padres.
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