Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

El ser humano y su mundo
Índice
Introducción
1. El "sentido de la vida"
2. El hombre entre lo terreno y lo trascendente
3. La instancia institucional y sus pretensiones de absoluto
4. La formación y el gobierno de los hombres
5. Entender, explicar
6. El mundo interpretado
7. Educación
8. Calidad de vida - Vida de calidad
9. Autoaceptación y donación
10. Enamorarse
11. La referencia a la voluntad de Dios
12. La gracia y "su" naturaleza
13. La defensa de la fe
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Antonio Ruiz ReteguiEL SER HUMANO Y SU MUNDO
(Algunas claves de la antropología cristiana)
febrero 2000

Antonio Ruiz Retegui
Teólogo. Sacerdote numerario del Opus Dei

 

CAPÍTULO 2. EL HOMBE ENTRE LO TERRENO Y LO TRASCEDENTE

1. El fin último del hombre como cuestión

El pensamiento sobre el ser humano ha de considerar seriamente la cuestión que, en la tradición cristiana se ha denominado "el fin último". Este tema no se puede eludir si se quiere considerar al hombre como un ser tendido hacia el futuro, o, como se dice a veces, como un ser "en vías de realización". ¿Existe un tal fin al que el hombre se encamina? ¿Está ese fin inscrito en su misma constitución o es algo que lo llama desde fuera? ¿Es posible que la vida de una persona se frustre? ¿Su logro es necesario, o depende de lo que decida con su libertad en la vida que vemos? En caso de que ese fin sea negado, ¿qué sentido tiene la libertad?

En el pensamiento cristiano se remitía a la cuestión de la vida futura confesada en el Credo y a la doctrina sobre los novísimos. Cuando el pensamiento occidental abandonó la perspectiva cristiana, esta cuestión ha quedado en la penumbra, y el tema del cumplimiento o fracaso de la vida de cada persona se ha diluido en otras cuestiones más o menos afines. En todo caso, se ha puesto el acento exclusivamente en la perspectiva terrena, sin alusiones a la posible vida trascendente.

Pero el tema de las trascendencia ya estaba presente en el pensamiento antiguo precristiano, como un aspecto de la cuestión de la supervivencia del alma. En la Grecia clásica se llegó a una situación de compromiso entre la realización en esta vida, y la admisión de una vida en el más allá.

En cualquier caso este tema es fundamental en toda antropología que pretenda dar cuenta cabal del fenómeno humano. Además a esta cuestión están estrechamente unidas otras cuestiones humanas fundamentales, como son el fundamento de la ética, el sentido de la vida, y la misma visión del mundo en que vivimos.

Por otra parte, desde el punto de vista cristiano, la consideración del fin último del hombre involucra, como veremos, una serie de cuestiones que son decisivas para la recta comprensión de la vida, del sentido de la actividad humana en el mundo, de la visión de la historia, del fundamento de la esperanza, y de lo que el ser humano puede proponerse como objetivos razonables para su existencia.

La cuestión no es sencilla ni simple, pues debe dar cuenta de las aspiraciones históricas y de las aspiraciones de "eternidad" que laten en el corazón humano, que son aspiraciones, en cierto modo muy difíciles de sintetizar y que, efectivamente, han dado lugar a actitudes contrapuestas aún en el seno de la comunidad cristiana.

Esta tensión entre las dimensiones del existir humano, que se resiste a una síntesis que reúna de verdad los dos aspectos, resuena en otras tensiones de la existencia humana, hasta el punto de que si se admite esta tensión insuperable entre historia y trascendencia, se debe admitir también que hay en la unidad de la persona humana otras especies de incompatibilidades cuya existencia suele ser eludida por las exposiciones convencionales de la doctrina cristiana y de la antropología. En efecto, las tensiones entre individuo y persona, entre fe y razón, entre felicidad y santidad, entre persona y sociedad, se remiten a la tensión entre la mundanidad y la trascendencia del existente humano.

La doctrina cristiana pone ciertamente el acento en la llamada a la vida futura, pero no ignora que hay una perfección humana y unos modelos humanos que se pueden proponer como ideal para la visión en esta vida. La teología cristiana de las virtudes está sacada en buena parte de la doctrina clásica de la perfección de la vida lograda, y no solamente de la llamada a la gloria. La crisis de identidad de muchas "espiritualidades" que se remitían a la de los monjes y los religiosos, se debe en buena parte a la irrupción de la conciencia de la consistencia propia de este mundo.

Resulta fácil afirmar con palabras que la ordenación a mundo futuro no quita nada de la responsabilidad por las cosas de la vida terrena, pero todos somos testigos de que es problemático, aplicar estas afirmaciones a la práctica, incluso a la praxis de la predicación: sigue pareciendo que debemos afirmar la vida eterna a costa de la vida terrena.

La reflexión sobre estas cuestiones viene dificultada por el hecho de que el tema del fin último, tal como era formulado en la tradición, apenas es reconocible en la reflexión filosófica moderna. Temas como la "excelencia" o la "vida lograda" parecen ser la nueva formulación de una especie de fin último terreno, si bien, no son considerados propiamente desde el unto de vista del fin último, con las características que tenía esta cuestión en el pensamiento cristiano tradicional.

Parece, pues, que merece la pena estudiar estas cuestiones relacionadas con el fin último para procurar aclarar las relaciones entre estos planteamientos y las implicaciones prácticas, también en el ámbito de las propuestas que son propias de la predicación y de la espiritualidad cristiana.

2. El fin último del hombre: "natural-sobrenatural" o "terreno-celestial"

En la enseñanza de la catequesis cristiana tradicional se hablaba del fin último del hombre de una manera sutilmente articulada: se decía que el hombre ha sido creado por Dios "para amarle y servirle en esta vida, y gozarle eternamente en la otra". En los dos términos de esa articulación de hacía referencia explícita a Dios. De esta manera se aludía a un doble elemento en el fin del hombre, uno de ellos "terreno", de este mundo, relativo a "esta vida", y otro trascendente, es decir, relativo en "la otra vida", a la vida futura tras la muerte. No obstante es frecuente que en los tratados teológicos se diga simplemente que el fin del hombre es la salvación eterna: gozar eternamente de Dios en la visión beatífica. Se dice que ese fin último es sobrenatural, es decir, por encima absolutamente de las posibilidades y expectativas de la condición natural del ser humano.

Pero en la teología tradicional se hablaba también de un fin último "natural", que se afirmaba como verdaderamente "último", aunque "imperfecto". En los tratados de teología se advertía una cierta ambigüedad sobre este fin último natural, pues unas veces se entendía que el fin natural era el fin terreno, y que el fin sobrenatural era el trascendente, mientras otras veces se decía que el fin natural era trascendente y que consistía en la fruición de Dios tal como es posible sólo con las exigencias propias de la naturaleza creada, mientras que el fin sobrenatural era el mismo fin natural, es decir, la fruición de Dios, pero realizado de una manera tal que superaba absolutamente lo natural y que consistía en la visión beatífica que "excede la proporción de cualquier naturaleza creada o creable". Por eso se afirmaba que el fin sobrenatural "contiene y eleva" el fin natural.

Desde la perspectiva del debate teológico y doctrinal sobre las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural que tuvo lugar hace unas décadas, sobre todo después de la publicación, en 1946, del libro "Surnaturel" de Henry De Lubac, parece que la alternativa que se consideraba era solamente, o al menos principalmente, la segunda: tanto el fin natural como el sobrenatural se afirmaban trascendentes, es decir, realizados en la otra vida después de la muerte. Aunque no faltaron algunas voces que lo recordaban, el llamado "fin natural terreno", es decir, el fin último imperfecto, quedó un poco en penumbra.

El hecho de que se afirme un fin último natural y trascendente tiene como fundamento el hecho de que el alma humana es espiritual y, por tanto, no destructible con la muerte del individuo y que, por tanto, la apertura a la vida después de la muerte pertenecía a la condición natural del hombre.

En estas ambigüedades, la palabra "natural" se refería unas veces a las fuerzas activas de la naturaleza humana, y otras a la condición espiritual e indestructible de la naturaleza del hombre. Por esto, calificar al fin último de "natural" podía significar dos cosas: o el fin que puede alcanzar por su propia capacidad activa la naturaleza anímico-corporal del ser humano, o el que puede recibir por exigencia de su condición espiritual no destructible. Como se ha dicho, frecuentemente no se tienen en cuenta de manera explícita estas distinciones, y el discurso ignora o prescinde del llamado fin último natural terreno, y se centra sobre el fin trascendente, natural o sobrenatural.

Lógicamente, estos discursos coexistían con el reconocimiento, inevitable, de que hay personas que alcanzan un desarrollo y perfección humana superiores a otras. Cuando se exhortaba a alcanzar la perfección humana que fuera posible, es decir, cuando se pedía desarrollar lo más posible las virtudes humanas, y cuando se proponían ejemplos atractivos de hombres cabales, o se presentaban las vidas de los santos como vidas luminosas, se estaba haciendo referencia implícita a lo que clásicamente se llamaba el fin último terreno, es decir, al fin último imperfecto.

Pero esta referencia no se incluía en el esquema general de la visión del hombre, de manera que, en cuanto que su ponía centrar la atención sobre la excelencia humana, contaba con poca simpatía en los tratados de teología ascética. En consecuencia, cuando se predicaba sobre el sentido de morir a sí mismo, especialmente cuando se hablaba de la humildad, se carecía de un esquema unitario del fin del hombre, que efectivamente es muy articulado. En la mayoría de esos discursos parecía que la salvación trascendente estaba condicionada a la renuncia a la perfección humana terrena, que podía ser algo peligroso y fomentar la soberbia.

La visión de la vida terrena quedaba así en la alternativa de ser el ámbito de un perfeccionamiento propio de la naturaleza humana, o de ser meramente el ámbito de la preparación para la vida futura. No parecía posible que la vida terrena pudiera ser la preparación adecuada para la vida futura precisamente en su condición de ámbito de perfección natural. La actitud de algunos cristianos de renunciar al mundo, para vivir en la constante perspectiva del fin trascendente, "en el desierto", "saliendo del mundo", ha marcado profundamente la visión cristiana de la vida espiritual. De hecho casi toda la literatura ascética cristiana ha sido elaborada desde la perspectiva de esa contraposición.

3. El fin último definitivo trascendente: lo "natural" y lo "sobrenatural"

Frente a la perfección puramente humana y terrena, se alza el anuncio cristiano de que la patria definitiva está en el cielo, y que nada de lo que pueda lograr en esta tierra puede constituir un verdadero fin último en el que repose el ansia de felicidad que late en el corazón del hombre. Las condiciones de esta vida no permiten que el fin último pueda realizarse aquí. Por eso, se puede afirmar que en el ser mismo del hombre está el principio de una felicidad que sea permanente y duradera.

Por ser espiritual, el hombre tiene en sí mismo un germen de inmortalidad, de forma que la permanencia de su alma tras la muerte es tan "natural" como la permanencia en el ser durante esta vida: implica una intervención de Dios que constituye una unidad con la creación y que, en este sentido, es algo natural. En consecuencia, es "natural" para el ser humano el no quedar completamente aniquilado en la muerte física, y es también natural que alcance a Dios según que su vida haya sido, o no, una respuesta positiva a la llamada creadora.

Sin embargo no se deduce de esto el que la unión con Dios propia de la criatura espiritual que ha respondido positivamente a la llamada creadora, sea la unión que conocemos como visión beatífica en la que Dios se entrega a su criatura de una manera plena según se significa en la expresión "ver a Dios cara a cara".

El carácter "natural" de un estado de unión con Dios después de la muerte, se debe a la espiritualidad que tiene el hombre "por naturaleza", pero no a que sea el despliegue de la capacidad activa inscrita en su condición natural. Por eso la "felicidad" que podríamos deducir de la espiritualidad del hombre, es una felicidad difícilmente imaginable, pues no puede ser concebida como cumplimiento del hombre, al cual lo vemos en esta vida con el deseo de perfección según sus propias posibilidades activas. Sólo derivadamente concebimos la felicidad plena como culminación de la "voluntad de sentido" que también se encuentra en esta vida. Para nosotros resulta mucho más familiar entender la perfección como cumplimiento de las capacidades activas, que como plenificación de su capacidad pasiva de recibir.

En cualquier caso, todo este discurso sobre la posible felicidad del hombre tras la muerte, resulta inútil pues sabemos que, si se cumple, tendrá la forma de la visión beatífica, la cual no es debida de ninguna forma a la condición natural del hombre. En este sentido se afirma que el fin natural es asumido y elevado por el fin sobrenatural. Esta frase tiene sentido si se aplica al fin natural trascendente, pero no tendría el mismo sentido si se pretendiera aplicarlo al fin natural terreno.

4. El fin último terreno "natural": la "vida cumplida"

La existencia del fin natural terreno está presente en las reflexiones sobre lo que constituye el resultado de la acción moral. Desde la perspectiva habitual de la existencia cristiana, lo que se juega en la acción moral es la salvación eterna. Pero al mismo tiempo, se advierte que la acción moral supone el cumplimiento del hombre en otro aspecto, que es propiamente inmanente, terreno, de forma que el hombre moralmente recto, resulta un hombre "cumplido", realizado. Por eso, algunos moralistas han tomado como fin de la vida moral, es decir, como aquello que el hombre tiene en juego en su vida moral, la "vida cumplida".

Efectivamente, en la acción moral del hombre no se juega solamente el destino eterno, sino que también se juega algo que es de este mundo. Ciertamente, la concreción de qué es lo que constituye una vida cumplida, no es fácil. La dificultad radica en que no se puede definir como la simple actualización de las potencias pasivas del individuo. Hay, en efecto, una distinción entre el hombre que ha realizado lo más posible las posibilidades de su condición natural, y el hombre que ha cumplido plenamente como hombre. Además este cumplimiento como hombre no se puede identificar con el puro cumplimiento de las exigencias morales.

En principio, vemos que la vida de una persona se puede calificar de "cumplida" cuando ha actualizado sus posibilidades más humanas. Esto es, más o menos, lo que John Henry Newman mostró en la famosa descripción del "gentleman" que hizo en sus "Discursos sobre la naturaleza y fin de la educacion universitaria":

"Decir que el caballero es una persona que nunca hace daño, equivale casi a definirlo. Esta descripción, además de ser refinada, es, hasta cierto punto, precisa. Su tarea principal consiste en eliminar los obstáculos que se oponen a la libre actividad de aquellos que lo rodean. Más que tomar la iniciativa por cuenta propia, es una ayuda para la acción propia de los demás. Su ayuda se podría comparar a la de aquellas cosas que se denominan comodidades o facilidades para las disposiciones de naturaleza personal: algo así como una butaca o un buen fuego, que tienen su papel a la hora de superar el frío o el cansancio, aunque la naturaleza proporcione, también sin ellos, tanto medios para descansar como calor animal. De manera análoga, el verdadero caballero evita todo aquello que podría causar perturbación o inquietud en el ánimo de aquellos con los que le ha tocado compartir la suerte; evita siempre los conflictos de opiniones o de sentimientos, las reservas, las desconfianzas, los comentarios negativos o amargos, el resentimiento. Su gran tarea es hacer que cada uno se encuentre a gusto, como en su casa. No olvida nunca la condición de cada uno, y así es amable con el tímido, gentil con el distante y comprensivo con el que podría parecer ridículo. Sabe siempre con quien está hablando, evita hacer alusiones fuera de lugar, o esgrimir argumentos "ad hominem" o que pudieran resultar molestos. Rara vez es él mismo el tema de conversación, y nunca se hace pesado. Da poca importancia a los favores que hace y, aunque da, parece más bien recibir. No habla de sí mismo salvo cuando se ve forzado a ello, no se defiende nunca de las acusaciones recurriendo a retorcer sin más lo que le han dicho, no presta atención a las calumnias o a los chismes, es escrupuloso a la hora de atribuir malas intenciones a aquellos que se le oponen, e interpreta todo por su lado más positivo. En la discusión no es nunca mezquino, ni se toma jamás ventajas desleales. No confunde nunca las críticas malévolas o las frases hirientes con auténticas argumentaciones, y no insinúa nunca lo que no es capaz de decir abiertamente. Con una prudente amplitud de miras, observa la máxima de sabio clásico, de que deberíamos comportarnos siempre respecto de nuestros adversarios como si un día hubieran de llegar a ser nuestros amigos. Tiene demasiado buen sentido como para sentirse ofendido por insultos, está demasiado ocupado para recordar los errores, y tiene demasiada mansedumbre como para guardar rencor. Es paciente, tolerante y resignado en base a principios filosóficos: se somete al dolor porque es inevitable, al duelo porque no se puede remediar, y a la muerte porque tal es su destino. Si se ve implicado en cualquier tipo de polémica, su mente disciplinada lo salva de la grosera descortesía de mentes quizá mejores, pero menos educadas las cuales, como cuchillos romos, rompen y desgarran en vez de cortar limpio, no captan el meollo de la cuestión, dispersan las propias energías en cuestiones accidentales, no se hacen cargo de las razones del adversario y acaban dejando la cuestión más confusa de lo que la encontraron. Sus razones pueden ser acertadas o equivocadas, pero tiene las ideas demasiado claras para ser injusto. Es al mismo tiempo sencillo y enérgico, conciso y decidido. Es difícil encontrar en otro lugar tanta imparcialidad, respeto e indulgencia porque verdaderamente se pone en el lugar de su adversario y procura dar cuenta de sus errores desde dentro. Conoce tanto la fuerza como la debilidad de la razón humana, el campo que le es propio y los límites de este campo. Si no tiene fe, será demasiado profundo y de mentalidad demasiado amplia como para pretender ridiculizar la religión o actuar en contra de ella. Es demasiado sabio como para ser dogmático o fanático de su incredulidad. Respeta la piedad y la devoción. Incluso contribuye a sostener instituciones en las que no cree porque las considera venerables, hermosas, o beneficiosas. Honra a los ministros de la religión y, cortésmente, se limita a no aceptar sus misterios, sin atacarlos o denunciarlos. Es amigo de la tolerancia religiosa, y esto no sólo porque su filosofía le ha enseñado a mirar con mirada imparcial todas las forma de fe, sino también por esa especie de delicadeza gentil en los sentimientos, que es propia de la civilización.

"Todo esto no quiere decir que no pueda tener también él, a su modo, una religión, aunque no sea cristiano. En ese caso su religión será una religión plena de imaginación y de sentimiento; como la materialización de aquellas ideas de lo sublime, de lo majestuoso, y de lo bello, sin las cuales no puede existir una verdadera filosofía liberal. En algunas ocasiones afirma un ser divino, otras reconoce un principio o una cualidad desconocidos con los atributos de la perfección. Y de esta deducción de su razón, o creación de su fantasía, hace la ocasión de pensamientos tan excelentes, y el punto de partida de una doctrina tan articulada y sistemática, que parece casi una discípulo del propio cristianismo. Por el rigor y la seguridad de sus capacidades lógicas, es capaz de darse cuenta qué sentimientos son coherentes con aquellos que profesan una determinada doctrina religiosa. A los demás les parece que él siente y cree un amplio arco de verdades teológicas que, sin embargo, están en su mente no de otro modo que un cierto número de deducciones".

Esta perfección o cumplimiento de las posibilidades naturales del hombre que lo hacen tan atractivo, es, no obstante, un tanto ambigua en sí misma. Por una parte no se trata de un simple desarrollo de las posibilidades naturales consideradas aisladamente, es decir. no se trata de la suma de la perfección aislada de cada una de sus potencias consideradas por separado, sino del perfeccionamiento armónico de la personalidad. Esto supone que esas potencias se han desarrollado bajo la acción unificadora de una razón directiva unitaria que sea medida de su humanidad. En efecto, la razón directiva necesita de una referencia que tome la humanidad de la persona como criterio. Esta referencia debe incluir la dimensión moral, aunque no se identifique completamente con ella. Ahora bien, la referencia moral implica una referencia a lo absoluto trascendente. Con otras palabras: es difícil admitir una perfección puramente humana que no implique una referencia a la trascendencia. Esto es lo que hace inevitablemente ambigua la idea de una perfección puramente humana, sin implicaciones trascendentes.

A pesar de estos matices necesarios, las observaciones de Newman son muy ilustrativas sobre la realidad de una humanidad "cumplida" desde un punto de vista puramente humano. Él mismo concluía su definición del "gentleman" con la advertencia de que esa perfección humana es relativamente indiferente respecto a la religión: "Tales son algunas de las líneas del carácter ético que será formado por el intelecto culto, prescindiendo del principio religioso. Estos se pueden encontrar dentro del ámbito de la Iglesia, y fuera de ella, en hombres santos y en hombres disolutos. Constituyen el ideal supremo del mundo. En parte ayudan y en parte dificultan el desarrollo de lo católico. Pueden corroborar la educación de un San Francisco de Sales o de un Cardenal Pole; pueden constituir los límites del horizonte mental de un Shaftesbury o de un Gibbon. San Basilio y Juliano fueron compañeros de estudios en la Escuela de Atenas; uno llegó a ser santo y doctor de la Iglesia, el otro su enemigo sarcástico e incansable".

Estas ambigüedades inevitables, no impiden que podamos distinguir entre lo que es una personalidad atractiva y humanamente cumplida, y lo que es una personalidad pobre, truncada, poco desarrollada, parcial. Cuando alzamos la voz para afirmar los derechos humanos a la educación, a la salud, a los medios para una vida digna, en cuanto distintos de la mera perfección religiosa, estamos reconociendo que hay situaciones en las que las personas están más cumplidas humanamente, y que esto constituye una finalidad intrínseca de las personas, de forma que si se les impide lograrlo, se les está haciendo un daño, porque se les impide realizar aspiraciones que están en el ser mismo de las personas. Newman dice que ese modelo "constituye el ideal supremo del mundo", lo cual viene a significar algo semejante al "fin último natural terreno".

5. Fundamento de esa tensión: creación y generación

El fundamento de la tensión entre el fin natural terreno y el fin trascendente, radica en que el ser humano, cada persona, es fruto de una llamada de Dios y de la generación por parte de sus padres. Por ser criatura de Dios, cada ser humano está intrínsecamente llamado a la unión eterna con Dios. Por ser fruto de la llamada que se implica en la generación, el ser humano tiene una apertura al mundo, y un fin último en ese ámbito. Por la unión entre la llamada creadora y la generación, las dos dimensiones están mutuamente implicadas. Esto significa que no es que el hombre esté llamado a Dios, y esté también, separadamente, llamado al mundo, sino que la llamada a Dios se traduce en la apertura al mundo, y la apertura al mundo implica también la relación con Dios.

Pero esta mutua implicación no debe entenderse como confusión. Cada una de las dos dimensiones tiene su propio ámbito y su propia consistencia, correspondiendo la primacía a la apertura a Dios, que es apertura a lo absoluto, y a lo trascendente. Esta apertura a lo absoluto y a lo trascendente, remite en última instancia a la vida después de la muerte, pero está ya presente involucrada en la apertura a los demás y al mundo. Por eso, las relaciones con los demás están cargadas de significación moral decisiva para la salvación eterna.

La no confusión entre los dos órdenes es lo que permite que existe un ámbito de algo así como una perfección natural, es decir, de cumplimiento del hombre en cuanto ser que tiene su origen en una llamada del amor humano y que, en consecuencia, está abierto a los demás y al mundo. Efectivamente, la condición del ser engendrado por sus padres, está en la base de que la persona tenga una naturaleza y unas capacidades activas en el mundo y que, por tanto, pueda alcanzar una situación de realización o "cumplimiento" en ese ámbito.

Al mismo tiempo, la apertura a Dios hace que en la persona humana haya una dimensión de relación con la trascendencia, inscrita en la misma persona que está abierta al mundo. Si rechazamos decididamente todo dualismo antropológico, es decir, toda concepción del hombre como la yuxtaposición del alma y del cuerpo, como dos entidades completas y distintas, hemos de admitir que el mismo sujeto tiene las dos aperturas. Además su misma y única naturaleza es fruto de las dos llamadas, es decir, que no hay unas capacidades activas en cuanto que el hombre está abierto a la trascendencia, y otras distintas en cuanto que está abierto al mundo, como si dijéramos: "el alma para Dios, y el cuerpo para los demás y para el mundo".

La primacía de la llamada creadora de Dios, hace que todas las dimensiones humanas estén marcadas por la apertura a la trascendencia, como su marca más radical. Por eso es posible que haya personas que subrayen de tal forma la relación de amor a Dios, que arrastren las otras dimensiones como puramente dependientes de ella. Así la vida de los que se dedican explícitamente a una existencia puramente teologal implicará de alguna forma una cierta realización de su dimensión horizontal y mundana. Tal es el caso de personas que, renunciando al desarrollo puramente humano, cultivan con tal intensidad y autenticidad la relación con Dios, que adquieren indirectamente un desarrollo particular de la dimensión humana y mundana: hay santos contemplativos, que dan muestra de una riqueza humana de amor, comprensión, piedad, etc., que anuncia que tienen una personalidad humana muy rica. La fuerza del amor de Dios puede arrastrar al componente propio de la apertura humana. Esto es también una medida para discriminar lo que es una verdadera apertura a la trascendencia, que suele involucrar a las otras dimensiones haciendo a la persona más "humana" -y, en consecuencia más amable, más comprensiva, más dulce, más perdonadora, como, por ejemplo, la Madre Teresa-, de lo que es una especie de apertura a la trascendencia que es demasiado separada de la apertura a los demás y al mundo. Cuando en ciertos ámbitos cristianos se decía, irónica pero sabiamente, que "para aguantar a un santo hacen falta dos santos", se estaba aludiendo a la posibilidad de una aparente actitud de apertura a Dios que implicaba una intolerancia o falta de amor comprensivo hacia los demás. Quizá lo que había tras esa apariencia de apasionada apertura a Dios, era más bien una mera integración en una situación institucional de tipo religioso que, más que propiamente teologal, situaba a la persona en un horizonte que no superaba lo institucional terreno.

Efectivamente, este tipo de integraciones institucionales con apariencia de relación trascendente, suele derivar en una situación más bien deshumanizante. Las personas muy "institucionales" suelen ser humanamente pobres, sin amplitud de miras, sin intereses generosos, sino simples dominadores de ciertas prácticas que casi no superan el nivel de lo administrativo. Ciertas personalidades pobres de personas "muy entregadas", son la muestra de que la entrega que viven, más que a Dios, es a unas mediaciones que de esta manera se muestran equívocas. Esto se muestra en que son personas de horizontes cuya estrechez no va más allá de los límites de los intereses siempre coyunturales, y las prácticas formalistas de la institución "religiosa".

De todas formas, la primacía de la apertura a Dios, no debe hacer considerar que las componentes propias de la apertura humana son indiferentes o meramente pasivas. El amor a Dios debe cumplirse teniendo también en cuenta las capacidades propias de la naturaleza individual de cada uno, sin confiar exclusivamente en que las potencias naturales seguirán necesariamente los impulsos de la apertura a la trascendencia. Lo normal, es decir, lo que respeta la condición de la persona, es contar con las condiciones naturales, pues la persona es una unidad compleja en la que los diversos componentes han de ser respetados en su orden. Por esto resultan sospechosas las afirmaciones de la dimensión trascendente que no tienen en cuenta las necesidades naturales. De hecho, no es completamente descaminado el reproche que han hecho frecuentemente algunos adversarios de la religión, de que la afirmación del "otro mundo" ha sido coartada para no atender a las necesidades naturales de las personas.

Por otra parte, la fuerza activa de las capacidades propias de la apertura mundana de la persona, si se viven con rectitud natural, acaban mostrando que no son meras capacidades activas mundanas. Cuando la persona actúa en fidelidad a la naturaleza de las cosas, advierte enseguida su apertura a la trascendencia. Si antes decíamos que la apertura rendida y auténtica a la trascendencia podía "arrastrar" a las dimensiones naturales a su propia perfección humana, también se puede decir, que cuando las capacidades puramente naturales se desarrollan armónicamente con la guía del criterio personal, por incluir la dimensión moral, "conducen" a la persona a una recta apertura a la trascendencia. De hecho el mismo Magisterio de la Iglesia ha afirmado que la rectitud natural del hombre, implica ya una rectitud también en el orden trascendente.

6. Distinción entre los dos fines últimos: santidad y felicidad

El cumplimiento de las inclinaciones inscritas en la naturaleza humana es principio de un estado de satisfacción que llamamos felicidad. Feliz es, en la primera visión, la persona que tiene cumplida las inclinaciones propia de su condición natural. Feliz es el que necesita alimentarse y dispone de alimentos adecuados, el que dispone de las cosas necesarias para su vida corporal, el que puede acceder y gozar de un mundo cultural amplio y rico, el que tiene buenos amigos y puede gozar de su compañía, feliz es quien advierte que se enamora, es correspondido y puede hacer realidad el proyecto de vida común con la persona querida que se inscribe en el amor humano.

La felicidad incluye también la relación con el absoluto y en ese sentido, decimos por ejemplo, que para ser feliz hay que tener a conciencia tranquila. Y más aún quien logra una comunión serena con Dios, en una relación de amor llena de intimidad, que es lo que conocemos como "santidad".

Todo eso significa que, como es evidente, las dimensiones de la felicidad son múltiples. Y es posible que una dimensiones de la felicidad queden imposibilitadas, sin que por ello la persona caiga en la infelicidad absoluta. Pero es importante no despreciar las dimensiones más elementales o inferiores de la felicidad. Más aún si fallan las dimensiones inferiores en un nivel demasiado intenso, ya no podemos decir que la persona sea propiamente feliz, aunque haya alcanzado un nivel alto en las dimensiones superiores. En este sentido, decía Aristóteles que quien es muy feo, muy feo, ya se puede poner como se ponga que no puede ser feliz. Hay que tener en cuenta que las dimensiones de la existencia humana no son meros niveles existenciales yuxtapuestos, sino que se relacionan como sucesivas condiciones de posibilidad.

A veces se experimenta que para alcanzar las dimensiones más altas de la felicidad hay que sacrificar algo de las inferiores. En ocasiones, hay que sacrificar mucho de lo inferior para alcanzar lo superior. Cuando el sacrificio de lo inferior es muy grande y deja a la persona en una situación muy precaria en ese nivel, su naturaleza le inducirá un estado de tensión que le dificultará la atención a los ámbitos superiores. A veces se dice, con razón, que se requiere una cierta facilidad natural para poder servir a Dios con soltura. En esto se expresa implícitamente que hay circunstancias de necesidad en el orden natural biológico, que dificultan seriamente el cultivo de las dimensiones más altas de la existencia: es difícil que quien se encuentra en una situación de hambre o de privaciones física graves, pueda cultivar la cultura o el arte con suficiente eficacia.

No obstante, también es cierto que muchas veces ha sido en situaciones gravemente precarias desde el punto de vista material cuando personas y pueblos enteros han dado muestras de mayor conciencia de su destino eterno. En esos casos, las situaciones de sufrimiento han sido el cauce en que se ha percibido más agudamente lo relativo de la situación humana en el mundo. Por el contrario, situaciones de satisfacción en lo más material han sido ocasión de volcar toda la existencia en su dimensión más temporal, con olvido práctico de lo trascendente.

Estas precisiones nos permiten afirmar la distinción entre la felicidad y la santidad. Ciertamente la santidad implica, sobre todo a largo plazo, una forma de felicidad más íntima y trascendente, pero es evidente que las exigencias de la santidad a veces implican renunciar a posibilidades en la vida que nos harían muy felices, es decir, que supondrían una plenitud de aspectos directos de nuestra vida. Hay ocasiones en que el cumplimiento de la exigencias de la santidad trascendente suponen situaciones en las que la persona se reconoce como infeliz, y entonces sería un despropósito afirmar que esa santidad debe hacerle feliz, y no dejarle derramar lágrimas de dolor.

Podemos decir que la felicidad, en su sentido más inmediato y directo, se mueve en la dimensión horizontal y mundana de la persona, es decir, en el ámbito de su apertura al mundo y a los demás, mientras que la santidad se encuentra en el ámbito de la relación con la trascendencia, de la apertura a Dios. Aunque, como hemos visto, no sea correcto separar completamente felicidad y santidad, es evidente que son aspectos distintos en la vida, y que procurar a otra persona la felicidad está en el orden de atender las finalidades inscritas en su naturaleza, mientras que procurarle la santidad es poner en primer término la apertura a la trascendencia. Esta distinción es necesaria porque a veces es compatible fomentar la santidad de los demás y, al mismo tiempo, dificultar les la felicidad.

La tradición clásica y cristiana afirmaba que el primer deber moral respecto de los demás no consiste en provocarles la santidad o la perfección moral, sino la felicidad. Quien sabe que otra persona es muy abnegada podría hacerle daño sabiendo que eso llevará al otro a la resignación y a la confianza en Dios. En un caso extremo, podría suponerse la situación de un recién bautizado al que se prevén grandes dificultades y tentaciones en las circunstancias de su futura vida cristiana: quien sólo orientase su conducta respecto de los demás por el empeño para ayudarles a conseguir la salvación trascendente, podría pensar en matarlo, pues contaría con la seguridad de fe en que será eternamente salvo. Frente a esto, la actitud de amor, de benevolencia, se ha entendido siempre como la ayuda a realizar la teleología inscrita en la naturaleza, sin excluir la ordenación al fin último trascendente, pero atendiendo ante todo al logro de sus fines en ámbitos terrenos y materiales.

De hecho siempre resulta sospechosa la actitud de quien afirma querer ayudar a la santidad de los demás, pero no atiende a sus necesidades "naturales", y fomenta exclusivamente los elementos que se dirigen directamente a la salvación trascendente. La misión evangelizadora de la Iglesia a través de los siglos, cuando fue auténtica y verdaderamente benéfica, incluía también los elementos humanizadores y civilizadores. El caso es semejante al de la caridad, que sólo es verdadera y auténtica cuando presupone el respeto, es decir, la consideración de la dignidad "natural" de los demás. Por esto, las actitudes "paternalistas" de quienes tratan a los demás como menores de edad, son sospechosas de adulterar la verdadera caridad cristiana.

La enseñanza de Jesucristo es que la orientación en nuestro trato con los demás no debe ser la simple búsqueda de la santidad: en el discurso sobre el Juicio Final da la entrada en el Cielo, es decir, muestra que vivieron la caridad de la que penden toda la Ley y los profetas, aquellos que atendieron necesidades ajenas tan sencillas y materiales como dar de comer al hambriento y de beber al sediento, es decir, de los que procuraron la felicidad de los demás, antes de buscar su santidad. El mismo Jesucristo, que predicó la necesidad de seguirle tomando la cruz, veló por la satisfacción de las necesidades de descanso y de alimentación de los suyos.

7. Relación entre los dos fines últimos: La ley moral "natural"

La relación entre los fines natural y sobrenatural se muestra especialmente clara en el carácter de la enseñanza moral cristiana. Por una parte se afirma que en la conducta moral la persona decide sobre su salvación eterna: el fin de la acción moral es la salvación trascendente. Pero este fin no es tal que de él se puedan. deducir cuáles son las acciones que debemos realizar. La razón moral no es una razón instrumental. No se trata de un fin que sirva para determinar cuáles son los medios oportunos para conseguirlo, sino que se concibe como un fin que se alcanza solamente cuando se realizan acciones buenas. Cuáles sean las acciones buenas se determina por medio de la ley de Dios. En la predicación de Jesucristo se afirma que esa ley es el decálogo: "Cumple los mandamientos" dice Jesús al joven rico. Luego en el diálogo con un doctor de la ley dirá que todos los mandamientos penden, es decir, son como articulaciones del doble precepto de la caridad, y la caridad es presentada en el discurso sobre el Juicio Final como el atender a las necesidades de los demás. Resulta así que el cumplimiento del propio fin trascendente depende de la atención que hayamos prestado a la inclinación de los demás hacia su felicidad, es decir, hacia la satisfacción de las indicaciones de su naturaleza.

La consecución del fin sobrenatural trascendente propio, está sujeta a la ayuda que hayamos prestado a los demás para la consecución de los fines marcados por su naturaleza, que son los fines que constituyen el fin natural terreno, sin que esto suponga, lógicamente, excluir la perspectiva del fin trascendente.

Esta visión de la complejidad articulada de orientación teleológica del ser humano es lo que permite establecer el ámbito de la actividad temporal y, en concreto, el status de la política en la visión cristiana del hombre y del mundo. En efecto, la política es la actividad humana que se dirige a la consecución del fin natural terreno. Si se considera que el único fin del hombre es el fin natural terreno, es decir, si se difumina la visión del fin sobrenatural trascendente, la política se convierte en la actividad más noble del ser humano. Al mismo tiempo hay que tener en cuenta que si se olvida que existe un fin natural terreno, se cae en el extremo opuesto, y la política se convierte en mera actividad instrumental para la consecución del fin último trascendente. En consecuencia, desaparece el fundamento para reconocer la verdadera condición de la "autonomía" de lo temporal: aparece la tentación de condicionar completamente la acción y el gobierno de lo temporal por la referencia a lo trascendente, y la ley moral se convierte también en norma de la política. Entonces no puede entenderse lo que es la tolerancia, ni el respeto a los objetivos meramente temporales, ni la libertad en las cuestiones temporales.

8. Consecuencias ascéticas y espirituales

La dependencia de la salvación eterna respecto de la conducta en este mundo se hace patente en el hecho de que la salvación obrada por Cristo tiene como un efecto suyo propio, la existencia de la Iglesia en el mundo. La Iglesia tiene en efecto dimensiones que son realmente terrenas, aunque ciertamente no se agote en esas dimensiones. El Señor afirma claramente que su reino no es de este mundo. Cuando reza al Padre por los suyos no pide que los saque del mundo, sino que los preserve del mal. Por eso la Iglesia, que es fruto de la orientación del hombre hacia el fin trascendente, es también una realidad de este mundo. La ordenación del hombre a la salvación eterna deja sus huellas en el ámbito de la realidades temporales. Esto es 1lo que hace que la Iglesia sea "también" una institución terrena, y pueda ser considerada y estudiada según los métodos con que estudian las sociedades y las instituciones que configuran el mundo humano. No obstante, en ella lo fundamental es la dimensión de vocación personal en Cristo, y esto está por encima de su dimensión institucional terrena.

El carácter de institución visible y presente entre las realidades de este mundo que también tiene la Iglesia, ha sido principio de que en ella nacieran caminos más o menos establecidos institucionalmente en esta vida que aseguraran la salvación eterna. Hay instituciones en este mundo cuya razón de ser es precisamente el presentarse como ayuda para alcanzar la vida eterna. Son las instituciones "eclesiales" o, en general, "religiosas". Estas instituciones religiosas pueden llegar a tener una presencia y significación social notable, aunque siempre tenderán a presentarse en referencia intrínseca al cielo, o, al menos, como un camino seguro para alcanzarlo.

Esas instituciones son verdaderas instituciones terrenas, que forman parte del conjunto de instituciones que constituyen el mundo humano, la "cultura" en sentido amplio, especialmente el mundo de personas religiosas y piadosas que buscan ámbitos acogedores y seguros para su vida espiritual. La situación de las personas singulares en las instituciones eclesiales o religiosas, es también, a veces en una medida muy fuerte, un componente importante de su situación "en el mundo", de modo que esas personas sean reconocidas entre las demás como una persona de la institución. Esto es evidente en los representantes institucionales de la Iglesia o de sus instituciones, como son los clérigos y los miembros de la Jerarquía, pero es también muy real en el caso de algunas personas de temperamento clerical cuyo ámbito de vida está constituido en buena parte por la participación en la vida de esas instituciones de carácter religioso.

Resumiendo podemos decir que en la vida del hombre encontramos dos niveles existenciales que pueden distinguirse con cierta nitidez: el nivel teologal, de relación directa con la trascendencia; y el nivel terreno de relación con las demás personas y las demás criaturas. El primer nivel, está presente en las acciones directamente teologales o místicas, y está presente también en la dimensión moral o de sentido, que hay en las acciones terrenas. El segundo nivel está constituido por la apertura del hombre a los demás y al mundo, e implica la situación en las instituciones propias de la existencia terrena, como son la cultura, la situación social. Pero además de estas dos dimensiones, se dan en la existencia humana otras instituciones, de carácter, podemos decir, intermedio, que se presentan como instituciones cuya razón de ser se encuentra en la apertura del hombre a la trascendencia. Éstas son las instituciones religiosas. Son realmente instituciones de este mundo, pero que no se justifican simplemente por la condición terrena del hombre, sino por su dimensión teologal.

Ésta es sin duda la visión que está en la base de ciertas actitudes de tolerancia en materia de religión en el mundo actual. Por una parte se reconoce que las instituciones religiosas son fuertemente configuradoras de la situación en el mundo terreno, de la vida social, y por otra parte se advierte que en esas instituciones está presente siempre el riesgo de que afirmen que tienen un carácter absoluto y que son necesarias para la salvación de todos los hombres, con la consiguiente conciencia de misión para convertir a los demás. Esto ha llevado históricamente a que los miembros de algunas instituciones de carácter religioso alzaran pretensiones de absoluto en favor de sus "iglesias" institucionales, las cuales eran evidentemente elementos configuradores de una sociedad determinada y, en consecuencia, a que aquellas sociedades se enfrentaran bajo la bandera de lo absoluto o divino, en las guerras de religión. La reacción propia de los estados modernos frente a estos peligros ha sido el establecimiento de la coexistencia institucional de todas las religiones, pero con la descalificación o incluso la prohibición de actividades que estén encaminadas a hacer que personas singulares abandonen su religión para abrazar la propia. La condena social que hoy se experimenta por las actividades "proselitistas", no tienen como raíz solamente una especie de indiferentismo religioso, sino la convicción de que al buscar convertir a los demás para salvarlos, se está al mismo tiempo alzando pretensiones de absoluto para unas instituciones que, aunque en el fondo sean religiosas, son también sociales y terrenas, con todas las implicaciones de influencia material que esto tiene.

Hay otro riesgo propio del carácter "intermedio" de lo religioso: puede suceder también, que la situación institucional tenga por sí misma tal carga de condicionante social que, al menos en principio, pueda llegar a pugnar con la ordenación a la vida eterna. Es decir, se podría dar el caso, ciertamente paradógico, de que la situación en la institución religiosa que, en principio, tenía su sentido en ser solamente una ayuda para la relación teologal, derive a una situación en la que se privilegie su condición de institución social oscureciendo de hecho la perspectiva trascendente.

Esto puede ocurrir, cuando lo institucional se presenta como identificado con lo trascendente, de manera que lo que se haga respecto de la institución es como si se hiciera al mismo Dios. En el ámbito concreto del cristianismo, es como si lo institucional se identificara con el mismo Jesucristo, aplicándose las palabras del Señor "quien a vosotros... a mí me...". Una institución así "absolutizada" aparece para muchas personas como una ayuda extraordinaria para la vida teologal, pues ya no será necesario esforzarse en "conectar" directamente con el Dios trascendente a quien "nadie ha visto jamás" (Jn 1, 17): esa conexión es sustituida por la relación con la institución visible y terrena. La vida teologal se sustituye por una forma determinada de vida social, la cual se presenta a sí misma como garantía de relación con Dios. Pero eso sólo es aplicable a la Iglesia en su dimensión más espiritual, no estrictamente en su dimensión institucional terrena. Por eso la Iglesia misma rechazó la interpretación exclusivamente institucional y visible del principio "Extra Ecclesía nulla salus".

Esa sustitución de que hablamos, acontece con cierta facilidad, especialmente en las personas que pretenden una seguridad sensible o materialmente controlable de su situación teologal. Se trata ciertamente de un riesgo grave, pues supone una desnaturalización de la vida teologal y de la vida moral: con cierta frecuencia se da el fenómeno de personas que cumplen muy estrictamente las normas institucionales, pero olvidan las virtudes a las que esas normas deberían servir: como decía se puede cumplir el precepto de "hacer la oración" y de hecho hablar poco con Dios; y se puede llegar a decir que querer a los demás es cumplir respecto de ellos lo indicado institucionalmente: no se mira ya a la persona, sino a lo establecido normativamente.

En la tradición doctrinal cristiana se ha enseñado que la virtud de la religión, que tiene como objeto propio los actos de culto, no es una virtud estrictamente teologal. Por eso los hombres temperamentalmente "religiosos" no son por eso mismo hombres "teologales": podrían ser solamente personas con una afinidad especial con las instituciones religiosas, con sus ámbitos exclusivos, con sus celebraciones festivas, con su mundo ritual, con sus ordenamientos jerárquicos, etc.

Cuando la institución religiosa adquiere un carácter demasiado consistente en su aspecto cultural y social, es importante distinguir lo que es la satisfacción propia de alcanzar un aspecto del fin último terreno, de lo que es efectiva ordenación al fin último trascendente. Esta distinción es decisiva porque en esos casos amenaza siempre el equívoco de confundir lo que es la satisfacción que proporciona una situación y un trabajo relevante en el aspecto social de la institución religiosa, de lo que es la efectiva unión teologal con Dios.

Por supuesto, no pretendo afirmar que la satisfacción social institucional sea mala de suyo, simplemente es distinta de la alegría propia de la vida teologal verdadera. Por eso no es raro que cuando alguien, después de cierto tiempo, se ve relegado de las tareas "religioso-institucionales" sufra una caída de ánimo o incluso un trastorno psicológico importante, con el consiguiente desconcierto interior de no saber dar una explicación clara a su quebranto. Análogamente, se debe distinguir con nitidez la evidente satisfacción o la felicidad que produce alcanzar puestos o situaciones relevantes en ámbitos eclesiales -nombramientos jerárquicos, éxitos en actividades institucionales, eficacia en sus trabajos administrativos- de la alegría propia de la unión personal con Dios.

Como se ha dicho antes, todo esto tiende a suceder con más probabilidad cuando la institución religiosa adquiere un carácter demasiado consistente en el ámbito terreno, y más que ayuda para la vida propiamente teologal, se convierte en algo rígidamente autosignificativo, y se autoatribuye las propiedades que sólo corresponde a lo absoluto trascendente a que estaba llamada a servir. La misma Iglesia, en su aspecto institucional, puede ser ámbito de satisfacciones terrenas muy variadas. Por eso se cuida tanto en la tradición cristiana el recordar que la situación en la institución eclesiástica no se debe confundir con la verdadera calidad espiritual de las personas, y los artistas cristianos no dudaban en representar en sus cuadros a altos jerarcas eclesiásticos en el infierno.

Si estas distinciones no se tienen explícitamente presentes las personas podrían verse involucradas en la vida de la institución religiosa, y experimentar un tipo de presión para vivir sus normativas que apelase de suyo a la salvación eterna, de modo que apartarse de la conducta institucional, de su disciplina, tuviese, dentro del grupo humano de la institución religiosa, el carácter de una tragedia "teologal", como si se tratara de un abandono de Dios, cuando en realidad ese abandono podría ser consecuencia del deseo de una vida teologal más directa y auténtica, sin la mediación de unas realidades institucionales que pueden llegar a resultar casi opacas.

Para defenderse de estos riesgos se podría pedir que las instituciones religiosas fueran lo menos consistentes posible en el nivel propiamente terreno e institucional, es decir, que si fuera posible no tuvieran ni siquiera nombre, que la significación social de la pertenencia a ellas fuera muy lábil y que, por tanto, la separación de su disciplina fuera muy fácil: que la permanencia o el abandono de esas instituciones fuera relativamente irrelevante desde el punto de vista institucional terreno.

Lo expresivo y significativo de las situaciones en que las instituciones religiosas se hacen demasiado significativas socialmente, es que en ellas el fin sobrenatural trascendente resulta confundido con un aspecto del fin natural terreno, es decir, con una / situación social muy establecida y determinada. La resistencia que a veces los miembros de un ámbito religioso oponen a que otros abandonen la institución, se debe más al significado sociológico de ese abandono, que a la verdadera preocupación por la vida teologal de la persona. Quizá piensen que están defendiendo la unión de esas personas con Dios, pero en realidad están defendiendo el status social reconocido y prestigiado de la pertenencia a esa institución.

Esto es ciertamente comprensible porque las personas nos definimos también por la situación en el cuerpo social. Pero por esto mismo, las instituciones religiosas deberían tener un cuidado exquisito para que su significación social, no adquiriera el sentido unívoco de la unión personal con Dios.

No son imposibles las situaciones en que el abandono de la situación institucional pudiera ser requerido por el bien de la relación verdaderamente teologal. Un ejemplo clásico de esta situación trágica es la que encontramos en "los Novios" de Manzoni, con el personaje de Gertrude, la monja de Monza, a la que la situación en el convento le fue ocasión de actuaciones gravemente desordenadas. Para la vida teologal cristiana de aquella mujer hubiera sido mucho mejor abandonar la situación presuntamente vocacional, pero en realidad socialmente encarcelante.

 

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