LO TEOLOGAL Y LO INSTITUCIONAL*
(REFLEXIONES ÍNTIMAS)
Autor: Antonio Ruíz Retegui, teólogo,
sacerdote numerario del Opus Dei
*Por institucional entiende el autor
la institución del Opus Dei
8. LA REFERENCIA A
"LA VOLUNTAD DE DIOS"
La manera directa en que se manifiesta la tendencia a vincular
la conciencia en las decisiones institucionales, es la identificación
casi total de esas decisiones con "la voluntad de Dios".
Efectivamente la voluntad de Dios es la referencia moral fundamental.
Pero sobre el modo de referirse a la expresión "voluntad
de Dios" en el lenguaje institucional penden algunas
ambigüedades peligrosas. En efecto, con frecuencia se
afirma que la voluntad de Dios se manifiesta sobre todo en
la indicaciones de los que gobiernan. Como veremos enseguida,
eso no es cierto. Por eso es muy importante tratar de aclarar
en lo posible de qué manera la voluntad de Dios se
hace presente y manifiesta en la vida de las personas libres
y responsables.
El gobierno de los hombres no ha de considerarse como el
modelo para entender el gobierno de Dios. En concreto, la
ley de Dios no es como la ley de los hombres. Ciertamente
Dios es personal, y establece con la criatura humana relaciones
personales, pero Dios no es un hombre, ni Cristo es, en este
aspecto que venimos considerando, simplemente un hombre exactamente
igual que nosotros.
Dios es creador y providente, y ha dotado a cada una de sus
criaturas de una naturaleza propia. La llamada creadora de
Dios no constituye a la criatura racional simplemente en un
ser llamado a Él. Si así fuera, la criatura
humana sería pura referencia a Dios, es decir, sería
como el Hijo eterno que es relación substancial al
Padre. La llamada creadora constituye al hombre en un modo
de ser determinado, que es la naturaleza humana. Esta naturaleza
determinada que establece el tipo de respuesta que Dios espera
de ella. Por eso cada criatura debe responder a Dios según
el modo de su naturaleza específica común a
todos los hombres, y también según su naturaleza
individual.
Es decisivo a este respecto advertir con claridad de qué
manera se refiere la moral cristiana a la voluntad de Dios
y a la gloria de Dios como fin de la acción moral.
La moral cristiana, en efecto, fundamenta la moralidad de
la acciones humanas en su ordenación a Dios y enseña
que los actos buenos dan gloria a Dios, obedecen a su santa
voluntad y conducen hacia la vida eterna. Pero al mismo tiempo
enseña que este fin no es principio para establecer
en concretos qué actos son buenos. La razón
de esto es que los actos buenos moralmente no causan eficientemente
ese fin y, por eso, no se pueden deducir por medio de razonamientos
de tipo instrumental, al modo como disponemos los medios para
alcanzar los objetivos que buscamos. La razón moral
no es una razón instrumental. Del deseo de dar gloria
a Dios, o del empeño por alcanzar la bienaventuranza
eterna, no se deduce inmediatamente qué es, en concreto,
lo que debemos hacer. La determinación de los actos
se debe buscar en otra instancia. Por eso no es orientativo
para la conducta, y podría ser equívoco, decir
que debemos actuar de manera que demos más gloria a
Dios. A Dios se le da gloria realizando actos buenos, y la
bondad de los actos se deduce primariamente de la conformidad
con las exigencias de la naturaleza teleológica de
las criaturas. En la práctica, pues, no se debe decir
que son buenos los actos que dan gloria a Dios, sino que a
Dios se le da gloria realizando actos buenos.
La naturaleza del ser humano le da a cada uno una manera
de relacionarse con las demás criaturas, especialmente
con los demás hombres. En efecto, los hombres se relacionan
entre sí de manera diversa a como, por ejemplo, se
relacionan entre sí los ángeles, que tienen
cada uno una naturaleza distinta. En particular, Dios ha dado
al ser humano la capacidad de conocer a las demás criaturas,
y de sentirse interpelada por la naturaleza de cada una de
ellas. La llamada "ley natural" o la luz de la "recta
razón" no es una ley al modo de los códigos
humanos, sino precisamente esa capacidad de percibir las exigencia
del modo de ser de cada criatura.
Ciertamente la "ley natural" en sentido moral,
debe ser cuidadosamente distinguida de las "leyes naturales"
de que habla la física, que son leyes necesarias y
deterministas. Por eso se dice a veces que la ley moral natural
está en la razón, según la expresión
de la Escritura: "Escribiré mi ley en sus corazones".
Pero esto no debe entenderse en el sentido de que el hombre
tenga en su razón natural un conjunto de normas para
la orientación moral. Por naturaleza, es decir, por
nacimiento, el hombre tiene solamente el hábito de
los primeros principios prácticos, pero luego, desde
esta capacidad natural, ha de deducir su orientación
de la contemplación atenta de la realidad de las criaturas
con las que se relaciona en su vida en el mundo.
"La acción humana es buena en virtud de su adecuación
con la realidad, es decir, por el hecho de que se deduce del
conocimiento de la realidad. Y el pecado es contradicción
a lo que el hombre sabe y ve; es negación de la luz
de la razón. "Lo que va contra esta luz, es malo
para el hombre y contrario a su naturaleza" (2 d. 42,1,4
ad 3.). Vale la pena reflexionar un momento sobre este metáfora
"luz de la razón". que según parece
está radicada en toda la tradición humana; y
podemos incluso preguntarnos si se trata de una metáfora,
de una expresión a manera de imagen. Sin duda "luz
de la razón" no significa una luz substancial
en sí, algo con contenido propio por lo que pudiera
orientarse el hombre. Más bien, a través de
la luz se hace visible otra cosa, distinta de ella misma,
o sea, de la razón y del conocimiento; y esto otro,
que ahora se ha hecho visible, es aquello por lo que uno puede
orientarse. Quien se traza un camino a través de la
selva virgen, quizá diga que se orienta por la luz
(del sol o de la linterna que lleva consigo); pero en realidad
se orienta por las cosas (los árboles, los desniveles,
los obstáculos), que por la luz llegan a su visión,
evidentemente sólo por la luz. Y también vale
a la inversa que lo que contradice a la luz de la razón,
lo antirracional, está de hecho -en contradicción
con la realidad, que se hace cognoscible en esa luz. La razón
es la ventana o el espejo por el que y en el que se nos muestra
el logos objetivo de las cosas. Y así en el fondo es
lo mismo que se diga: "Todas las leyes y reglas morales
pueden reducirse a una: a la verdad"; o bien que se diga:
"En el obrar y hacer se trata siempre de que los objetos
se aprehendan puros y sean tratados de acuerdo con su naturaleza"
(Zu F. von Múller (28-31819). "Maximen und Reflexionen,
ed. dír. por Gúnther Müller, Stuttgart
1945, nº 530). Por lo demás ambas frases proceden
de un mismo autor, de Goethe, que, según se echa de
ver, precisamente en este punto coincide muy profundamente
con Tomás de Aquino (Cf. Romano Guardini, "Klasssischer
Geíst", en "Die Schildgenossen", año
5 (1954).) y la tradición de la sabiduría occidental
en conjunto.- De todos modos, según hemos dicho, sólo
por la razón, por el "lumen rationis" llega
a nuestra mirada la realidad de las cosas. Así, pues,
por más que lo bueno es lo adecuado a la realidad,
en ningún caso podemos dejar de lado la razón.
Ésta no es algo así como un medio neutral y
pasivo; ella es la fuerza viva que nos abre la realidad del
mundo y de la existencia. La razón, en este acto de
esclarecimiento, de tal manera es ella misma la pauta y la
norma, de tal manera es insustituible e indispensable, que
nos obliga incluso cuando se engaña (y nos engaña)"
Josef Píeper, "El concepto de pecado", Herder,
Barcelona 1984 (orig. 1877), pp. 52-54).
Esta ley natural ha sido siempre defendida por la enseñanza
de la Iglesia como la primera expresión de la voluntad
de Dios. Por eso, la fidelidad al ser de las cosas, a su naturaleza
teleológica, es al mismo tiempo y en última
instancia fidelidad a Dios. Vemos así que la acción
humana en el mundo tiene dos dimensiones: la que se refiere
a las cosas creadas, y la que se refiere a la relación
con Dios. A través de la relación con las criaturas
el hombre entre también en relación con Dios.
Esta relación con Dios puede ser de fidelidad o de
infidelidad, pero es una relación que pasa a través
de la relación con las criaturas: la manera de obedecer
a Dios es ser fiel a la naturaleza de las cosas, y de modo
especial a las personas humanas.
La actitud de fidelidad a la naturaleza de las cosas se denomina
"benevolencia" y consiste esencialmente en el reconocimiento
de esa naturaleza de cada criatura, como principio de reposo
y de finalidad, y en la consiguiente ayuda para que pueda
cumplir su teleología. En esa actitud de fidelidad
a las cosas, se está siendo fiel a Dios. Éste
es el fundamento de la exigencia moral de los preceptos de
la segunda tabla del Decálogo. La relación con
las cosas del mundo, sobre todo con las personas, comprometen
nuestra relación con Dios. Ésta es también
la doctrina que se afirmaba en la condena que el Magisterio
de la Iglesia hizo del llamado "pecado filosófico":
"La bondad objetiva consiste en la conveniencia del objeto
con la naturaleza racional; la formal, empero, en la conformidad
del acto con la regla de las costumbres. Para esto basta que
el acto moral tienda al fin último interpretativamente.
Este no está el hombre obligado a amarlo ni al principio
ni en el decurso de su vida moral" (Declarada y condenada
como herética). "El pecado filosófico,
o sea moral, es un acto humano disconveniente con la naturaleza
racional y con la recta razón; el teológico,
empero, y mortal es la trasgresión libre de la ley
divina. El filosófico, por grave que sea, en aquel
que no conoce a Dios o no piensa actualmente en Dios, es,
en verdad, pecado grave, pero no ofensa a Dios ni pecado mortal
que deshaga la amistad con El, ni digno de castigo eterno"
(Declarada y condenada como escandalosa, temeraria, ofensiva
de piadosos oídos y errónea). [Condenados por
el Decreto del Santo Oficio de 24 de agosto de 1690; DS 2290-2292].
Ya se ve que esta forma primaria de la voluntad de Dios se
distingue de lo que solemos considerar como una "ley"
que preceptúa al modo humano. En efecto, las leyes
que hacemos los hombres suelen ser determinaciones concretas
de la conducta. Por el contrario, la ley natural nos reclama
actitudes que no son deterministas, pues ante la realidad
reconocida y respetada se pueden tener actitudes muy diversas,
todas ellas correctas. Por supuesto, si la naturaleza de las
cosas no es reconocida y respetada, la acción será
incorrecta, violará la realidad, y violará también
la voluntad de Dios.
La respuesta que el ser humano ha de dar a la voluntad de
Dios, entendida ésta como hemos expuesto, se puede
entender quizá más adecuadamente según
el modelo dialógico. Las manifestaciones que Dios hace
de su voluntad admiten muy diversas respuestas positivas.
Dios deja libertad a su criatura para que decida qué
respuesta darle. Cuando la libertad del hombre decide dar
una respuesta positiva, libre y creativa, Dios la acepta benevolente.
La historia de la vocación al sacerdocio del Beato
Josemaría, es muy ilustrativa a este respecto. Dios
le había hecho sentir que deseaba algo grande de él.
Ésta fue como la primera palabra de Dios en un diálogo.
Entonces Dios calló, y dejó la iniciativa a
su criatura. Ésta, desde su libertad decidió
hacerse sacerdote. No se trató de una llamada explícita
por parte de Dios. Menos aún de un mandato imperativo.
La iniciativa de la entrega al sacerdocio estuvo en la libertad
humana. Ciertamente por estar en el seno de un diálogo
con Dios, puede decirse que esa decisión humana fue
acogida o sancionada en el ámbito divino del diálogo,
pero fue una elección humana libre y no determinada:
no fue simplemente un decir que "si" a algo que
Dios había expresado claramente, sino que implicó
la capacidad de iniciativa de la libertad personal.
Las respuestas que el hombre da a Dios, las da desde la propia
situación, es decir, desde la realidad propia y desde
la realidad del mundo en que vive. En este sentido, puede
decirse que son verdaderas respuestas a Dios, pero no porque
Dios haya manifestado un mandato determinado en concreto,
sino porque las condiciones propias y la naturaleza de las
criaturas que configuran el mundo, deben ser consideradas
como ley o voluntad de Dios.
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