LO TEOLOGAL Y LO INSTITUCIONAL*
(REFLEXIONES ÍNTIMAS)
Autor: Antonio Ruíz Retegui, Teólogo,
sacerdote numerario del Opus Dei
*Por institucional entiende el autor
la institución del Opus Dei
2. LA EDUCACIÓN PARA LA MADUREZ
La persona humana no alcanza la situación adecuada
para su actuación plenamente libre, desde el momento
del nacimiento. Es necesario el proceso de maduración
que denominamos educación.
El proceso de la primera educación de las personas
que nacen a la vida humana tiene una características
propias que, en cierta medida, son exclusivas de la infancia.
En efecto, en la educación infantil se debe poner en
acción todo el conjunto de las potencias operativas
de la persona, por eso a los niños se les debe enseñar,
no solamente los principios de fondo que llenarán su
inteligencia, sino que además hay que ir adiestrando
cada una de sus potencias activas para que luego puedan responder
con fidelidad a los dictados de la razón. A los niños
se les va adiestrando a andar correctamente, a manejar con
soltura los cubiertos en la mesa y los útiles de escritura,
a respetar y a saludar a los demás, a comer en la mesa
junto con otras personas. Hay todos un conjunto de acciones
que van encaminadas a que la persona que comienza a vivir
esté en condiciones de usar de sus facultades activas
con soltura. Pero, al mismo tiempo, es muy importante que
las pautas de actuación que se utilizan para adiestrarlos
no predeterminen su acción futura, sino solamente que
sus capacidades activas le respondan armoniosamente.
Además los actos que se inducen en los niños
tiene la misión de hacerlos sintonizar con las acciones
buenas y con las realidades nobles y bellas. El ser humano
tiene una sorprendente capacidad de aprender que hace que
cuando realiza acciones grandes y buenas o se pone en relación
con cosas grandes y nobles, no solamente alcanza la concreción
de esa acción o de esas realidades, sino que es capaz
de alcanzar una cierta afinidad con el bien y con la verdad
y con la belleza. En esta afinidad consiste la virtud.
Por eso la virtud es más que la mera práctica
o "acostumbramiento" de realizar determinadas acciones
o de conocer unas realidades concretas. La virtudes auténticas
implican afinidad con dimensiones de valores que capacitan
a la persona no sólo para repetir lo que ha aprendido,
sino para descubrir o realizar situaciones inéditas,
es decir, para ser propiamente creativa. En esta capacidad
creativa consiste la libertad.
Por eso, una buena educación no debe encerrar a las
personas en frases hechas y en actitudes estereotipadas. Eso
sería forzar a las personas a un formalismo rígido.
Más bien deberá encaminarse a dar paso a una
situación en que esa persona pueda actuar con madurez
según el modelo que hemos expuesto en el párrafo
anterior. Esto es semejante a la educación que recibe
un estudiante de piano. En las primeras lecciones se deberá
enseñar el solfeo y el uso adecuado de ese instrumento
musical. Pero esa educación se encamina a que, llegado
determinado momento, el sujeto sea capaz de interpretar personalmente
las partituras e incluso componer piezas nuevas.
Si la educación fuera rígida y las pautas del
comportamiento predeterminado fueran demasiado omniabarcante,
es decir, si a los niños se les enseñara detallando
demasiado cómo debe ser su actuación en todos
los casos que se presentan en la vida, se estaría impidiendo
que llegaran a actuar desde dentro de ellos mismos, e inevitablemente
quedarían encerrados en un mundo de "lugares comunes".
Entonces, sus acciones, en vez de nacer de su interior, remitirían
simplemente a las pautas que estuvieran vigentes en el ámbito
de su educación. Esto es lo que sucede cuando quien
educa pretende que el niño actúe siempre de
la manera concreta que se le ha indicado, sin apartarse nunca
de ella. Entonces el educador celoso está constantemente
corrigiendo a su pupilo y no deja el espacio mínimo
para que el niño vaya haciendo propia su actuación.
Esa educación no se limita a dar principios de fondo,
por una parte, y, por otra, la destreza suficiente para llevar
una vida de acuerdo con esos principios, sino que impone el
modo de vivir en todas sus determinaciones.
Esto sucede en los ámbitos en los que se desconfía
de la libertad de cada persona y se pretende garantizar un
comportamiento correcto en todos los casos sin dar lugar a
ninguna espontaneidad por parte de las personas singulares.
Entonces, quien ha sido educado de esa manera se mantiene
siempre en un nivel un tanto infantil, y no llega nunca, o
llega con muchas dificultades, a apropiarse plenamente de
las acciones que realiza y de la actitudes que adopta.
En el fondo, la desconfianza de la libertad esconde una falta
de seguridad, no sólo en la capacidad de la persona,
sino en la connaturalidad que los principios de fondo que
se han enseñado, tienen con el sujeto. Hay, en efecto,
una gran diferencia entre unos principios de fondo arbitrarios,
y aquellos principios que son connaturales a la persona. A
esta connaturalidad se refería C. S. Lewis cuando describía
su experiencia al llegar a la universidad:
"Cuando recién llegué a la universidad
tenía tan poca conciencia moral como pueda tener
un muchacho. Una leve aversión a la crueldad y la
tacañería era el máximo al cual podía
llegar; de la castidad, la veracidad y el sacrificio personal,
pensaba tanto como pueda pensar un mandril acerca de la
música clásica. Por misericordia de Dios,
caí en un grupo de jóvenes (dicho sea de paso
ninguno de ellos cristiano) que me eran suficientemente
afines en lo intelectual e imaginativo como para establecer
una amistad inmediata, pero que conocían la ley moral
y trataban de obedecerla. Por lo tanto su opinión
respecto al bien y al mal era muy diferente a la mía.
Ahora bien, lo que sucede en esos casos, en nada se parece
a que a uno le pidan que considere "blanco" lo
que hasta ese momento ha llamado "negro". Los
nuevos criterios morales nunca pasan a la mente como simples
inversiones de criterios previos (aunque efectivamente los
inviertan), sino como "señores a los que ciertamente
se espera" (C. S. Lewis, "El problema del dolor",
cap. 111; la cita final es de S. T. Coleridge, "El
poema del viejo marinero", parte IV, comentario: "y
también su reposo, su país, su hogar, en el
que pueden entrar sin anunciarse, como los señores
a los que se espera y se recibe con silenciosa alegría").
El proceso educativo de las potencias es necesario, pero
debe estar encaminado a dar paso a la situación de
madurez en que la persona actúa desde sus principios
internos. La confianza real en la libertad y en la fuerza
interna los principios que se le dan a la persona y, consecuentemente,
la confianza en la buena voluntad de ésta, debe manifestarse
en que no se tiene un miedo excesivo a que las personas se
equivoquen, porque se sabe que los errores son necesarios
para aprender las lecciones verdaderas, es decir, aquellas
que tienen realmente fuerza para configurar una vida. Los
cuerpos vivos se muestran realmente sanos en que no solamente
son capaces de actuar, sino también en que tienen la
capacidad de sanarse cuando se aparecen los defectos o las
enfermedades normales. Por eso una máxima del buen
educador debe ser la de dejar que su educando se equivoque
y él mismo aprenda a corregir sus errores remitiéndose
a los principios de fondo que ha asimilado.
Todo esto tiene la manifestación clara en el hecho
de que la educación propia de los primeros tiempos
de la vida, ha de dejar paso a una situación esencialmente
distinta. La dirección de las personas maduras debe
ser distinta de "la primera formación". El
protagonismo que en nuestro mundo han tomado los pedagogos
muestra que en el fondo se pretende un control continuo de
las personas y que, por eso, se las mantiene en una situación
constante de dependencia de los que gobiernan, es decir, en
una especie de minoría de edad. "Con razón
se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando
puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero
y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre
la realidad objetiva de las cosas" (Juan Pablo II, "Fides
et ratio", n. 2.5, § 2).
Estos defectos de la educación se ven favorecidos
por la tendencia que tenemos los seres humanos a la seguridad.
Los hombres deseamos la seguridad a veces más que la
propia identidad y, por eso, muchas veces en las cuestiones
más importantes nos remitimos de buena gana a las indicaciones
de las autoridades de más buena gana que a la responsabilidad
personal. La madurez en la actuación es ciertamente
muy arriesgada y requiere poner en juego todas las energías
vitales, lo cual es cansado y comprometido. Hay muchas personas
que prefieren confiarse a "lo normal" y a "lo
acostumbrado" antes que asumir excesivas responsabilidades.
El amor a la posesión de un "título académico",
o de un puesto de trabajo "en propiedad", o de una
situación social convencional bien reconocida, es muestra
de que se ama la seguridad antes que poner en juego toda la
capacidad personal. Hay sociedades enteras que se rigen por
estos criterios. Pero hay familias en las que se forma a los
hijos con tal energía vital humana que casi se podría
decir que se desprecian los títulos y las seguridades
institucionales, y se enseña a confiar decisivamente
en la cualidad creativa y en la iniciativa de cada uno.
Además quienes tienen la responsabilidad de la formación
de otros, aunque con las palabras afirmen la fuerza configuradoras
de los principios que propugnan, en la práctica con
frecuencia desconfían de ellos y de la libertad de
las personas. Por eso se abandonan entonces al "apasionado
empeño por protegerlos. La carrera hacia sanciones
o censuras cada vez más severas, hacia normas cada
vez más particulares, la exasperada búsqueda
de una reglamentación minuciosa de cualquier posible
suceso, parecen darles seguridad en sí mismos: pero,
tendrán hijos inhibidos, ignorantes o díscolos.
La "seguridad antes que nada" es un lema antivital
por excelencia" (J. B. Torelló, "La espiritualidad
de los laicos").
El buen educador o formador sabe que su misión debe
llegar a un momento en que debe desaparecer, al menos en ese
carácter determinador de actos concretos, y dejar que
cada uno asuma libremente con responsabilidad las riendas
de su vida. A partir de entonces, la formación deberá
tener fundamentalmente el carácter de enriquecer y
afianzar los principios de fondo. Es verdad que siempre es
necesaria una cierta disciplina en las capacidades operativas
pues, por la herida del pecado original, nunca son plenamente
dóciles a la dirección de la razón iluminada
por la verdad, pero esto debe ser claramente secundario y
nunca debe ahogar la acción libre de las personas.
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