SER MUJER EN EL OPUS DEI
Autora: Isabel de Armas
CAPÍTULO 7. TIEMPO DE RESURGIMIENTO
-Cuando ya todo ha pasado.
-Superar el desengaño.
-La adversidad asumida.
-Vencer el miedo.
-Dejar que el espíritu sople.
-Veintitantos años después.
-Enormes minucias.
Cuando ya todo ha pasado (7 de junio,
1999)
¿Cómo se encuentra uno al día siguiente?
¿Qué se siente al levantarse por primera vez,
fuera del medio que te ha tenido tan absolutamente absorbido?
Voy a responderte con brevedad: uno nota descanso. Quizá
porque muchas veces cansa más, y hasta agota, lo que
no se hace y el verdadero descanso es haberlo hecho. Pero,
sobre todo, se siente confusión. Todavía te
encuentras repleta de palabras, de muchas palabras, que por
algún tiempo continúan dándote vueltas
en la cabeza como un tiovivo. Tienes auténtica necesidad
de silencio, ya que la comprensión, que sin duda hace
falta, exige silencio. No más palabras que sigan acelerando
el ritmo desordenado de los pensamientos. Silencio que deje
oír que todavía respiras y que tu corazón
late, porque ese latir es el que te va a permitir entrar en
sintonía con otros nuevos latidos. Serenidad; encontrada
era imprescindible en aquellos momentos -y en tantos otros-.
La serenidad tiene mucho de aceptación pero también
algo de autorreconocimiento de tus límites. Vivir en
armonía, serenamente, no significa que no tengas conflictos
sino que puedes convivir con ellos con serenidad, en armonía
con tu entorno.
Como le sucede a la protagonista de Susana Tamaro en Donde
el corazón te lleve, algo así me pasó
a mí: "¿Sabes lo que ocurre a las plantas
cuando pasa un tiempo que dejas de regarlas?"-se pregunta
aquella ancianita deliciosa-. Las hojas se ablandan, y en
vez de elevarse hacia la luz cuelgan hacia abajo como las
orejas de un perro de aguas. Mi vida, durante los últimos
meses que permanecí en la Obra, había sido parecida
a la de una planta privada de riego. Sólo el rocío
nocturno se había ocupado de brindarme el alimento
indispensable para sobrevivir. Pero la naturaleza, cuando
está sana, es muy agradecida, y basta con que la planta
se riegue, para que nuevamente las hojas comiencen a erguirse.
Eso me ocurrió pasados algunos días -no sabría
decirte cuantos-. Entonces tomas clara conciencia de que has
cometido errores; también de que cometer errores es
lo natural, de lo que se trata es de ir comprendiéndolos,
pues eso precisamente es lo que va dando sentido a la existencia.
Las cosas que nos ocurren nunca son finalidades en sí
mismas; cada cosa -pequeña o grande- que nos ocurre,
encierra un significado, y la apertura para aceptar ese significado,
nos da el impulso o la capacidad necesaria para cambiar de
dirección, si conviene, en cualquier momento.
Pero en el momento de liquidar toda gloria y "seguridad"
-porque no cabe la menor duda de que mientras se es numeraria
una se cree algo, poco o mucho pero se lo cree-, te sientes
tan poca cosa, tan hecha un guiñapo como la imagen
de Jesús en el balcón de Pilatos. Tus ex dirigidas
y prosélitas reciben el aviso de que ni se les ocurra
ponerse en contacto contigo, y la misma advertencia escuchan
tus ex-hermanas, hasta el punto de que si te encuentras a
alguna por la calle, no te saluda, y si es posible se cruza
de acera para esquivar un simple adiós. Entonces también
se te hace más presente aquel Jesús, el Cristo,
a quien durante unos años siguieron muchedumbres, reunió
a discípulos, y después se quedó solo,
absolutamente solo, y pedían para él el patíbulo...
Al ver la "seguridad" hecha añicos, compruebas
que es a partir de ahí cuando de verdad te vas soltando,
desprendiendo de toda una vasta red de cosas superfluas en
las que vivías atrapada. y a medida que te vas quedando
más sola, la oración, cada vez más desnuda,
va cobrando autenticidad: hay que quedarse sola, hay que aprender
a orar. Yo lo sigo intentando cada día con una fidelidad
que pienso que es más Suya que mía. Paseando,
contemplando, escuchando música, en el silencio de
cualquier iglesia o Evangelio en mano, le busco e intento
seguirle, pues eso es para mí orar. Rezo, quiero rezar,
necesito la oración para centrarme, para no perderme,
para dar sentido a mi vivir diario; a mi lucha y a mi espera.
Rezar para profundizar más en la Palabra, la Eucaristía,
el silencio y el Espíritu. Rezar para seguir caminando,
tambaleándome y avanzando sobre algo tan misterioso,
tan lleno de dudas, como es creer; seguir creyendo.
Un error en el que con frecuencia incurrimos es creer que
la vida es inmutable, que una vez metidos en unos raíles
hemos de recorrerlos hasta el final. Sin embargo, el destino
tiene muchos más recursos que nosotros. Así,
cuando crees que te encuentras en un callejón sin salida,
en una situación de la que parece imposible escapar;
cuando te notas al borde de la desesperación, llega
una ráfaga de viento y lo cambia todo. Sí, de
repente las cosas cambian y hay que adaptarse a otras circunstancias,
hacerse a una nueva vida. En esos momentos, como en tantos
otros -pero después del paso vital que has dado, todavía
más-, necesitas soledad, serenidad, silencio -ya te
lo decía al principio- que dejen escuchar a tu conciencia;
porque a partir de entonces, y más que nunca, has de
apoyarte y creer en la propia conciencia. Al principio no
percibes nada, y hasta sientes miedo, pero luego, algo profundo,
que viene muy del interior, se deja oír.
Doler, sigue doliendo. Pero es que el dolor es necesario
para continuar caminando, para seguir creciendo; dolor mirado
de frente, asumido, porque si uno se escabulle, o tan sólo
se compadece y lamenta, de poco sirve.
A partir de entonces comienzas a ser cada vez más
consciente de que en nuestra vida, como en la vida de la Tierra,
una parte está iluminada y otra permanece en la sombra.
Vivir es saberlo y luchar para que la luz no desaparezca ahogada
por la sombra. De una vez por todas huyes de quien se considera
perfecto; de quien tiene todas las soluciones preparadas en
el bolsillo. Y ya, ante todo lo que va ocurriendo en tu camino,
desde el silencio y la soledad, escuchas lo que te dice tu
conciencia, tu corazón.
Desde entonces siento con los versos de P. Valéry:
"Cada átomo de silencio es la posibilidad de un
futuro maduro".
Hacen falta pausas para reencontrar una inspiración
nueva; lentas gestaciones de las que nacerán, van a
ir naciendo, frutos inesperados. Hay que empeñarse
en participar en la apasionante aventura de vivir con todos
los ingredientes que esta aventura lleva consigo: duda, fracaso,
tedio, estancamientos, pero también esperanza, ilusión,
alegría, amor y luz.
Desde entonces -desde el día siguiente-, sólo
soy y deseo ser, una persona que intenta mantenerse fiel a
sí misma, por encima de toda circunstancia, y que está
dispuesta a seguir haciendo de la vida un lugar hermoso y
habitable, donde todos y cada uno podamos aplicarnos, con
buena voluntad, a la construcción de un mundo mejor.
Recién salida de la Obra me interesó mucho
la idea de "las dos formas de ser Iglesia", que
por aquel entonces empezaron a desarrollar un destacado grupo
de teólogos postconciliares, y algún tiempo
después comencé a colaborar con una Comunidad
de Base. El teólogo R. Muñoz resumía
bien esta idea de la que te hablo en un artículo publicado
en la revista Concilium, en abril de 1977: "Por un lado
hallamos el modelo de una iglesia -escribe el mencionado autor-
"gran institución", que tiene su centro sociológico
y cultural fuera del mundo de los pobres, en los sectores
ricos de los países pobres y en los países ricos
del mundo; que valora más la disciplina y busca mayor
cohesión funcional; que practica organizadamente la
ayuda a los pobres; que tiene poder para negociar con las
autoridades político-militares y para ejercer una cierta
presión sobre ellas a fin de obtener dulcificaciones
en los efectos sociales del régimen; que enseña
con autoridad una doctrina y puede hacerse oír por
los medios de comunicación social. Por otra parte -añade-
hallamos el modelo de una Iglesia "red de comunidades"
que tiene su centro sociológico y cultural en el mundo
de los pobres, en los sectores mayoritarios, que son los pobres
del país, y en los países pobres del mundo;
que valora más la fraternidad y busca una mayor corresponsabilidad;
que vive y promueve la solidaridad en medio del pueblo; que
cumple allí una denuncia profética de la injusticia,
discretamente, pero asumiendo los inevitables riesgos, a fin
de alimentar en los pobres la conciencia de su dignidad y
la esperanza de un mundo diferente; que, en y desde el mundo
de los pobres, busca dar testimonio del Evangelio sin contar
ordinariamente con más posibilidades de comunicación
que el contacto directo de personas y grupos".
En esta misma línea teológica, me resultó
conmovedor escuchar en directo -en el año 1982-, las
palabras del jesuita Ignacio Ellacuría, uno de los
llamados teólogos de la liberación, rector de
la Universidad del Salvador y mártir, pocos años
después, por ser consecuente con sus ideas:
-El problema real no consiste -afirmaba Ellacuría-,
en un plano fundamental, en una oposición entre una
Iglesia estructurada con su propia corporalidad histórica
y una Iglesia desarticulada y espiritualista, sino entre una
iglesia que como poder social y aun político se pone
en relación de connivencia con otros poderes sociales
y políticos, y esa misma iglesia que como pueblo de
Dios unificado por el Espíritu y hecho cuerpo en la
historia, se pone directamente al servicio del Reino: una
Iglesia seguidora de Jesús. En esta iglesia seguidora
de Jesús hay obispos, tal vez hasta conferencias episcopales,
incluso una conferencia general de obispos como Medellín.
Hay congregaciones religiosas, parroquias, cartas pastoral
es, etcétera. Esta iglesia siempre ha estado viva y
ha contribuido y contribuye a la liberación de los
más oprimidos. Pero está la otra vertiente de
la iglesia -añadía-, la iglesia mundana y secular,
que se configura según los poderes y los dinamismos
de un mundo de pecado, la que vive de espaldas al pueblo de
Dios. Cuando se rechaza a la iglesia institucional es a esta
iglesia mundana a la que se rechaza, y se la rechaza con razón.
Según Jon Sobrino -otro de los padres de la teología
de la liberación-, existen dos modos de hacer teología,
a uno le mueve el interés de racionalidad y al otro
el interés de transformación. La diferencia
entre ambas teologías consiste, en que la primera,
desarrolla conceptos teológicos de sentido (Dios como
futuro absoluto, resurrección...), pero no analiza
su operatividad social, ni su significación transformadora
de la realidad. Para la segunda, sin embargo, el conocimiento
teológico aparece inseparable de su carácter
práctico y ético y no se reduce a lo interpretativo.
Su interés teológico no consiste entonces formalmente
en esclarecer lo más exactamente posible en qué
consiste la esencia del pecado, cuál es el significado
de un mundo de pecado, cómo puede tener sentido la
existencia del hombre en este mundo, sino en transformar esa
situación de pecado.
A través de estos teólogos descubrí
una profunda faceta del cristianismo para mí hasta
entonces desconocida.
Superar el desengaño (11
de junio, 1999)
Pasado algún tiempo, todo se serena: emociones, penas,
alegrías y frustraciones vuelven a recolocarse. Pero
a la recolocación, a integrar y superar la adversidad,
no se llega sin el consiguiente esfuerzo por nuestra parte,
desde luego. No se puede tirar la toalla, y en esos momentos
menos que nunca: uno no puede instalarse con pasividad y resignación
en el desencanto, sintiéndose presa del rencor y acomodándose
en el amargo sentimiento de que a uno le han timado.
La palabra desengaño significa dos cosas: significa
decepción, desencanto, desilusión, y significa
también escarmiento, aprendizaje, conocimiento. Superar
el desengaño es no darse por vencido, no permitir que
nadie ni nada te hunda, poner todo tu esfuerzo en que no consigan
darte por debajo de tu línea de flotación. y
empleo estos términos de batalla, de lucha, porque
el disidente de la Obra necesita batallar y luchar para conseguir
que no le hundan; porque muchos de los militantes quisieran
ver a los disidentes hundidos.
No podemos olvidar que monseñor Escrivá decía:
"¡Y para el que abandone el Opus Dei, no doy diez
céntimos por su alma!". y añadía:
"Fuera de la barca, hijos míos, no hay salvación".
Con frecuencia y continuidad éramos sujetos de la pastoral
del miedo ejercida en charlas, meditaciones, confesión
y confidencia por los sacerdotes y directoras, que repetían
y comentaban esta frase de Escrivá, que no era más
que la apropiación de la frase que la Iglesia católica
ha venido transmitiendo durante siglos pero que los teólogos
del siglo XX, sobre todo en el transcurso del concilio Vaticano
II, se han encargado de matizar y mitigar tan famosa sentencia:
"Fuera de la Iglesia no hay salvación".
Hace más de cinco siglos, en 1439, el Concilio de
Florencia, dejó claro que todos los no católicos
se van al infierno. H. Denzinger recoge en sus textos lo que
el mencionado Concilio dice:
"La Santa Iglesia romana [...] cree firmemente, confiesa
y anuncia, que nadie, fuera de la Iglesia católica,
ni pagano, ni judío, ni incrédulo, ni quien
esté separado de la unidad tendrá parte en la
vida eterna que, por el contrario, caerá en el fuego
eterno, preparado para el diablo y sus ángeles, si
no se une a ella (a la Iglesia católica) antes de morir".
Se trata de una doctrina clara y simple: "Fuera de la
Iglesia no hay salvación".
Esta famosa formulación, que se remonta a San Cipriano,
caracteriza el estado de ánimo dominante entre las
autoridades eclesiásticas a finales de la Edad Media.
Y en nuestro siglo, ¿qué ocurre con esta famosa
sentencia?, ¿cómo se aplica? En 1965, el Concilio
Vaticano II, en su Constitución "Lumen gentiun",
abre las puertas de la salvación a los fieles de todas
las religiones, incluidos los judíos y los musulmanes,
citados ambos expresamente, y a todos los ateos que "buscan
a Dios con un corazón sincero", incluso sin saberlo.
Respecto a estos últimos dice concretamente: "Este
mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras
e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les
da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas,
y el Salvador quiere que todos los hombres se salven".
Pero a pesar de las nuevas pautas marcadas, monseñor
Escrivá insistía: "Fuera de la barca no
hay salvación", expandiendo así la pastoral
del miedo entre sus seguidores, y hasta conseguía despertar
el terror al añadir que "para los que abandonan
la Obra no apostaba ni una perra chica por la salvación
de su alma". Y es que para el Padre, el hecho de negarse
a su Obra era tanto como negarse a Dios, y quería dejado
claro con sus rotundas palabras.
No voy a asegurar -aparte de que lo desconozco-, que todos
aquellos que se han negado a la Obra lo hayan hecho por motivos
valerosos y dignos, pero sí me consta que una parte
considerable de los mismos lo han hecho precisamente por todo
lo contrario a lo apuntado por Escrivá, es decir, que
dieron ese paso vital y decisivo, sobre todo, por no negarse
a Dios; por un sincero deseo de reafirmarse en el seguimiento
de Aquel que dijo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la
Vida".
Tengo aquí delante (con el fin de transcribirte los
que me parece son los párrafos claves), la carta de
dimisión que una numeraria pionera envió al
Padre en los comienzos de los años setenta y después
de 30 años de militancia:
"Me siento parte de un sistema totalitario agobiante,
en donde no es admitida la más pequeña objeción.
El único camino es la aptitud de la aceptación
total de las enseñanzas de la Obra y la docilidad más
completa hasta en las cuestiones más intrascendentes.
Me siento presionada con imposiciones ideológicas en
temas triviales y sin ninguna importancia para mi vida interior.
Y he sentido agobiada mi alma ante una dirección espiritual
que no acepta la sinceridad de mis sentimientos: el desahogo
espontáneo se considera murmuración; el pluralismo
natural, falta de unidad; la palabra "grave" se
usa para pequeños motivos, motivos que siempre son
grandes cuando se refieren a la Obra, que dicen que es sagrada,
férrea e intocable."
"Nunca entendí y siempre me desagradó
el fanatismo sectario con que obligan a amar a la Obra y a
su persona [se refiere a monseñor Escrivá, a
quien dirige su carta]. No es que ese fanatismo se tolere;
es que se fomenta en charlas, meditaciones, tertulias, etcétera.
Se habla de la Obra hasta la exaltación; ella es el
remedio para todos los males, la solución a todos los
problemas, la milagrosa farmacopea para curar todo tipo de
enfermedades."
"No comprendo la actitud que colectivamente se toma
ante la Iglesia; por ejemplo, ante la renovación litúrgica,
con críticas despectivas a toda nueva norma. En la
Obra hemos llegado a practicar una liturgia propia, difícil
de conjugar con el término tan manido de que "somos
cristianos corrientes". Las críticas a la Iglesia
y el Papa son constantes -yo lo he vivido en Roma con gran
escándalo de mi parte-; se anatematizan formas apostólicas
que la Iglesia orienta y aprueba y en todos los casos hay
una falta de colaboración con esta Iglesia que es la
mía, y algunas veces he dudado de que siendo del Opus
Dei perteneciera a Ella."
"Tampoco he podido asimilar el concepto que se da de
la virtud de la pobreza. No entiendo cómo la pobreza
personal (tan arbitraria) puede vivir aislada de la pobreza
colectiva, y cómo la pobreza de espíritu no
pide la vecindad de la pobreza material. El que cada socio
viva según la posición social en la que está
colocado es un concepto muy elástico si no va unido
a una verdadera exigencia de sobriedad. El sistema de vida
burgués de las casas de la Obra, su numeroso y uniformado
servicio, están desusados en la vida moderna y es una
bofetada para las numerosas necesidades del mundo de los pobres."
"Para poner fin, quiero hablar del proselitismo y la
obligación grave de ejercerlo. No dudo de la necesidad
del apostolado, pero de un apostolado universal, de ayudar
a las almas a conocer y a buscar a Cristo, pero sin caminos
y lugares determinados; con respeto a la libertad personal
para buscar cualquier lugar. y esto no lo he visto nunca en
el Opus Dei."
¿Crees que puede decirse que al negarse a continuar
en la Obra estaba negándose a Dios? ¿Quién
se atrevería a asegurar infierno y condenación?
Bueno, digo yo que asegurar condenación, para nadie,
pero en este caso concreto aún menos.
El pensamiento de Karl Rahner -que expone en el "Petit
dictionnaire de théologie catholique", es interesante
e innovador en el tema que tratamos: "Por lo tanto -escribe
Rahner-, el dogma del infierno significa lo siguiente: la
vida del hombre está bajo la amenaza de la posibilidad
real de un fracaso eterno, amenaza contenida en el hecho de
que puede disponer libremente de sí mismo y que puede,
por lo tanto, negarse a Dios".
Y ante este planteamiento me pregunto: ¿se realiza
esta posibilidad en algunos hombres? Lo cierto es que no hay
nada que nos pueda dar una pista a este respecto.
Personalmente entiendo el infierno, la condenación,
no como un lugar al que se va a parar, sino como un estado,
una situación. El hombre, la persona humana, no va
a él como podría ir a la Luna; el hombre hace
de su yo, paulatinamente, un infierno, lo mismo que un fumador
o un drogadicto hacen del suyo, a pequeñas dosis, un
desecho humano. Nadie puede negar que el mal existe. Partiendo
de aquí, nadie puede afirmar que la situación
infernal no existe. En cuanto a quien o quienes se encuentran
en esta situación infernal, el "Dictionnaire de
la théologie chretienne", Desclée de Bruwer,
1977, realizado por un equipo internacional de teólogos,
puntualiza: "Hay que decir claramente que nadie puede
afirmar que el infierno sea una realidad para tal o cual individuo
determinado, sea quien fuere. Pero de ahí no se puede
concluir que no hay condenados. Cuando no se sabe nada es
imposible decir nada: ni que los condenados son numerosos,
ni que no existe ninguno. Sólo conocemos con certeza
una cosa: si no se combate enérgicamente el pecado,
el infierno se hará una realidad en nosotros y por
nosotros".
El infierno se construye, pues, por la persistencia en el
mal, no por el hecho de estar dentro o fuera de una determinada
barca. "El infierno es -añaden los mencionados
teólogos- el descubrimiento trágico del inmenso
alcance de los actos del hombre, de su carácter absoluto:
de la extrema seriedad de la vida de cada hombre".
Con todas estas profundas y apaciguadoras reflexiones, podemos
concluir afirmando que, dentro o fuera de una determinada
barca, el hombre puede obstinarse en no amar. Esta posibilidad
pienso que es precisamente la única que da una idea
de la no salvación, del infierno.
Pero en la Obra, al socio que se plantea la posibilidad de
cambiar de camino, porque de una u otra forma llega a descubrir
que ése ya no es el suyo, en lugar de ayudarle a aclararse,
le repiten las citadas frases del Padre, una y otra vez, para
que las medite. Ni qué decir tiene que, en consecuencia,
la mayoría de las personas que se salen de la Obra
lo hacen hechas polvo. Psíquicamente, machacadas por
las presiones a las que han sido sometidas; afectivamente,
desamparadas, y materialmente, sin un duro -como vulgarmente
se dice-. Para quienes tienen un trabajo -entre las mujeres
era una minoría-, es cuestión de esperar a fin
de mes hasta cobrar el primer sueldo y, seguidamente, apretarse
el cinturón durante algún tiempo hasta verse
un poco instalado. Sin embargo, a esta pura y dura realidad
hay que añadir, que como no sólo de pan vive
el hombre, al disidente, junto con el esfuerzo para empezar
a funcionar lo antes posible como un ciudadano adulto y responsable,
también le resulta fundamental entender y asumir lo
que le ha ocurrido; es necesario que lo entienda para poder
seguir viviendo y proyectando como le corresponde hacer a
cualquier hombre completo. En esos momentos de cambio radical,
es muy importante que el ex socio o disidente llegue a descubrir
la universalidad de lo cristiano. Voy a intentar explicarme
un poco más.
Mientras éramos del Opus Dei nos habíamos habituado,
o mejor dicho, empeñado, en vincular el cristianismo
con una determinada antropología, a base de identificado
con ella -decir cristianismo era decir Opus Dei-, y esto es
negar o quebrantar inconscientemente la universalidad de lo
cristiano que, para un creyente es, precisamente, lo más
decisivo del hecho cristiano. Al irte de la Obra te alejas
de "una visión cristiana del hombre", que
puede tener su valor y sus cualidades determinadas, pero no
es "la visión cristiana del hombre". Y como
ésa que dejas, existen otras "visiones" con
distintas ideologías concretas que también tienen
sus valores y cualidades humanas, y que algunos de sus enfoques,
quizá coinciden más con tu manera de ser.
El fracaso asumido, el desengaño superado, la adversidad
integrada nos hace menos monolíticos, más comprensivos,
menos rígidos, más flexibles, más capaces
de ir descubriendo la contradicción que es el hombre,
que es pecador y justo a la vez, y que esta contradicción
se deja ver en nuestros actos. Se trata de todo un proceso
que nos lleva a constatar que no se puede totalizar la existencia
de nadie sin castrar una dimensión muy humana -la personal-,
cuya ausencia acaba, a la larga, por deshumanizar.
El desengaño, el fracaso, nos ayudan a tomar conciencia
de nuestras limitaciones, por un lado, y de nuestra capacidad
de superarlos, por otra.
Pecadores-justos, culpa-gracia-, materia-espíritu,
necesidad-gratuidad. La fe auténtica consiste en creer
que esa superación de la contradicción es posible;
la esperanza nos pone en marcha apuntando a la superación
y, finalmente, el amor cristiano lo vivimos cada vez que superamos
una contradicción concreta, eso sí, con conocimiento
de que la contradicción no la vamos a superar nunca
de forma definitiva. Ése es el único camino
que conduce a la plenitud humana. Como contradicción
no resuelta somos proyectos, la plenitud sería la plena
coincidencia consigo mismo: la identidad entre mi realidad
y mi verdad, en definitiva, la plena armonía consigo
mismo.
Después de vivir un tiempo -y supongo que más
si se vive mucho tiempo- en un sistema de corte totalitario
como es el Opus Dei, en el que la formación de sus
masas, cada vez consiste más en su "así,
sí; así, no", en el que todo está
preestablecido y normalizado y el individuo no tiene más
que asentir, se te puede acabar olvidando esa contradicción
que somos; que maldad y bondad son la entraña misma
del ser humano y que es necesario saberlo para poder actuar
con conocimiento, sin quedarnos atascados en el desencanto,
en las consecuencias del fracaso no asumido.
El desengaño es una constante en la historia de la
humanidad y sus realizaciones concretas: los profetas de Israel
se desengañaron de la revolución del Éxodo,
Hegel se desengañó de la Revolución francesa,
la teología de la liberación se muestra desengañada
de la revolución de la Ilustración, la generación
moderna se desengaña de la revolución tecnológica,
los militantes del Mayo del 68 se desengañaron de la
Revolución rusa o china y un montón de bautizados
formados en el conocimiento de Jesucristo se muestran desengañados
de su propio grupo cristiano y hasta de la Iglesia misma.
Y es que, como acaba diciendo el teólogo González
Faus: "El hombre parece el ser de los proyectos divinos
y de las realizaciones demoníacas".
Tal vez por eso el desengaño es también una
constante del hombre. Pero para el creyente, junto al desengaño,
surgirá la ilusión siempre renaciente y siempre
prometedora.
Pienso que el creyente verdadero, pase lo que pase, siempre
va a poner más acento en los niveles de gracia y de
responsabilidad que en los de fuerza y fatalidad. "No
hago el bien que quiero sino el mal que no quiero, eso hago",
decía San Pablo. Y si esa contradicción es el
ser humano, ¿por qué a veces el hombre utiliza
las dimensiones absolutas de su ser para absolutizarse a sí
mismo? ¿Por qué su referencia al infinito la
utiliza el hombre para construir ídolos?
Asumir nuestra contradicción es asumir nuestra verdad
humana, y se puede asumir con optimismo y con pesimismo. Ambas
posturas son válidas, pero se vuelven falsas y condenables
en la medida en que se hacen exclusivas y excluyen a la otra,
no cuando meramente afirman su propia verdad.
Esta teoría se la oí exponer por primera vez,
al profesor González Faus, y me resultó muy
válida para aclararme en aquellos tiempos en que hacía
poco que había dejado la Obra y me encontraba confusa
y en situación de desamparo.
Ni pesimismos exclusivistas ni optimismos unilaterales. Pero
el creyente -decía el mencionado profesor-, si asume
la contradicción hasta el fondo, se encontrará
con que el optimismo tiene la última palabra. El hombre
sueña y va fracasando en sus sueños, pero también
siempre va avanzando a través de sus fracasos, vigorizado
con su propia superación. Así vamos adquiriendo
una lúcida esperanza que no nos dejará caer
ni en la sumisión del escéptico ni en la ilusión
del fanático. La esperanza lúcida se opone a
la desesperación del primero y a la presunción
del segundo, a la abdicación de uno y al mesianismo
del otro.
La esperanza lúcida nos lleva a entender que en la
vida no existe situación definitivamente cerrada, en
la cual no quepa hacer nada. Esta esperanza nos dice que,
si bien nunca será posible hacerlo todo, siempre será
posible hacer algo. Al abrir los ojos a la realidad sin más
y al negamos a abrirlos más a la luz artificial de
cualquier ideología o sistema de consuelo, siempre
descubrimos algo por hacer, algún obstáculo
por superar, y cuando lo has superado, surge otro obstáculo
nuevo, y otro. Pero esto no significa que no se haya avanzado
nada, y menos que se haya retrocedido. Para nosotros, lo auténticamente
cristiano no es desear la vuelta a Egipto, pero menos aún,
dar por concluida la marcha. Lo nuestro ha de ser perseverar
en el seguir caminando al ritmo y constancia que nuestra resistencia
permita. Y este caminar no presupone siempre una aceptación
del camino ya hecho, o que no se puede dejar el camino en
que se está para transitar por otro. La marcha por
el desierto incluye idas y venidas, pérdidas de rumbo
y vueltas a comenzar.
Lo importante es, efectivamente, la perseverancia en el caminar;
seguir andando.
En tu última carta me preguntabas si, a pesar de todos
los pesares, me considero una persona de suerte. Como hoy
cuento con tiempo libre, voy a aprovechar para contestar a
tu pregunta con un cuento que contaba el jesuita -profeta,
maestro y guru- Tony de Mello: "Una historia china habla
de un anciano labrador que tenía un viejo caballo para
cultivar sus campos. Un día, el caballo escapó
a las montañas. Cuando los vecinos del anciano labrador
se acercaban para condolerse con él y lamentar su desgracia,
el labrador les replicó: "¿Mala suerte?
¿Buena suerte? ¿Quién sabe?". Una
semana después, el caballo volvió de las montañas
trayendo consigo una manada de caballos salvajes. Entonces
los vecinos felicitaron al labrador por su buena suerte. Éste
les respondió: " Buena suerte? ¿Mala suerte?
¿Quién sabe?". Cuando el hijo del labrador
intentó domar uno de aquellos caballos salvajes, cayó
y se rompió una pierna. Todo el mundo consideró
esto como una desgracia. No así el labrador, quien
se limitó a decir: "¿Mala suerte? ¿Buena
suerte? ¿Quién sabe?". Unas semanas más
tarde, el ejército entró en el poblado y fueron
reclutados todos los jóvenes que se encontraban en
buenas condiciones. Cuando vieron al hijo del labrador con
la pierna rota, lo dejaron tranquilo. ¿Había
sido buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién
sabe? Todo lo que a primera vista parece un contratiempo puede
ser un disfraz del bien. y lo que parece bueno a primera vista
puede ser realmente dañoso. Así pues, será
postura sabia que dejemos a Dios decidir lo que es buena suerte
y mala, y le agradezcamos que todas las cosas se conviertan
en bien para los que le aman".
"A nosotros sólo nos toca, en la seriedad de
nuestra conciencia y dentro de los límites de nuestra
esfera de acción, aproximarnos en lo posible a lo que
mejor nos parezca en cada opción, dejándole
a Dios que cambie la mala suerte en buena con su sabiduría
y providencia."
Tony de Mello concluía así su cuento:
"Y la enseñanza de esta historia universal parece
ser que no tenemos que tomar en serio nuestra vida, nuestras
decisiones, nuestros fracasos o éxitos, ni siquiera
nuestras caídas morales o nuestros piadosos méritos.
Sigamos haciendo lo que vamos haciendo, siempre con alegría
y despreocupación, y todo saldrá bien al final.
¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién
sabe?" [TONY DE MELLO, "Ligero de equipaje",
p.96].
Como te decía líneas arriba, lo importante
es la perseverancia en el caminar; seguir andando.
La adversidad asumida (13 de
junio, 1999)
Muestras un gran interés por conocer la explicación
que me daba a mí misma después de la ruptura,
y las explicaciones que daba a los otros cuando, con más
o menos tiento, me preguntaban.
La verdad es que al principio no me gustaba nada hablar del
tema; estaba demasiado dolorida, y procuraba que no me lo
sacaran a relucir. En lo que se refería a mí
misma, la cuestión estaba clara: había tenido
un fracaso -adversidad, revés, equivocación-
y tenía que asumirlo. El poner los medios a mi alcance
para profundizar en lo que es el fracaso en sí, me
ayudó a conseguirlo. El hombre es esencialmente un
ser forjador de proyectos, es decir, un ser que se propone
fines. El hecho de no alcanzar los objetivos que persigue
representa para el hombre sufrir un fracaso.
Todos nuestros proyectos nacen del hecho básico de
que cada uno de nosotros somos un proyecto. Cada uno de nosotros
tenemos unas u otras intenciones, de tal modo que los fracasos
se relacionan con las intenciones que tenemos. El fracaso
se trata de una determinada intención, aspiración
o empresa humana que, por una u otra razón, no logra
su propia plenitud, es decir, un objetivo determinado no llega
a ser alcanzado.
Para hablar realmente de éxito o de fracaso hace falta
distinguir entre nivel de expectación -lo que el sujeto
estima poder lograr- y el nivel de aspiración -el ideal
al que se apunta-, y más importante que estos niveles
es la resonancia personal que el éxito o el fracaso
provoca en cada individuo. Por lo general, el nivel de aspiración
se eleva tras el éxito y desciende con el fracaso;
el triunfador se crece y el derrotado pierde la confianza
en sí mismo.
Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas, ya que también
ocurre que una voluntad fuerte se endurece en el choque con
los obstáculos, mientras que una voluntad débil
se adormece con el éxito. Lo cierto, de cualquier forma,
es que éxito y fracaso aparecen como reguladores de
las acciones venideras, y más aún el fracaso
que el éxito. El éxito, en cuanto no hace más
que confirmar la justeza de nuestras intenciones, no nos enseña
nada, mientras que el fracaso, al obligarnos a tomar en consideración
otra hipótesis, a efectuar otros intentos, es más
fecundo.
Aquí está la clave de la cuestión: el
fracaso se hace fecundo siempre que el sujeto reaccione, es
decir, ponga en marcha el dominio y la capacidad de control
de sí mismo.
El filósofo francés Jean Lacroix afirma que
el fracaso sólo existe como posibilidad para un ser
que acomete alguna tarea, para un ser dotado de iniciativa.
Un barco que encalla en un banco de arena y no puede surcar
de nuevo los mares, y un hombre que acaba de encallar en una
situación degradante tras muchos esfuerzos infructuosos,
han perdido igualmente toda iniciativa. No pueden hacer otra
cosa que soportar su destino; son incapaces de enfrentarse
a los acontecimientos [JEAN LACROIX, El fracaso, cap. 1 y
2.].
La noción de fracaso, tal y como señala Lacroix,
está ligada a la de enfrentamiento, y el fracaso definitivo
no es sino la imposibilidad de toda iniciativa, la pérdida
de toda capacidad de enfrentarse a la realidad. El fracaso
tiene un carácter eminentemente personalista; se refiere
siempre a la persona -o al que se asimila a la persona-, y
la persona es alguien que se distingue por su poder de recuperación,
de recobrar el dominio de sí mismo, alguien capaz de
reanudar, de continuar su proyecto vital a partir de cualquier
interrupción del mismo. La persona, en suma, es algo
que jamás puede encallar, quedar totalmente embarrancada
en ningún lugar. El fracaso -la frustración,
la adversidad, el revés- es precisamente, casi siempre,
la fuente de estas recuperaciones de la persona, la ayuda
para adaptarse y readaptarse poco a poco a sus tareas.
Recuerdo que, en el duro final de la etapa de ruptura, ponía
todos los medios para no dejarme comer la moral por todas
las máximas que nos habían repetido hasta la
saciedad. También procuraba ser lo menos explícita
posible con los directores, pues sabía bien que quienes
gobernaban, debían encargarse activamente de procurar
el deterioro, el cansancio e incluso el desequilibrio psíquico
del sujeto que se quería ir.
"Es la hora de ser valiente -me decía-, de sacar
fuerzas de flaqueza. Reza, escucha tu voz interior y actúa
en consecuencia." También me animaba recordándome
que lo que a mí me estaba pasando era algo que, de
una u otra forma, sucede alguna vez a todo el mundo a lo largo
de su vida. Y no andaba descaminada, porque con un mínimo
de instinto de observación, podemos constatar que en
toda existencia humana, un día u otro, la adversidad
acaba por llegar, obligándola a superarse, a sobrepasar
sus propios límites.
Ante el fracaso, que inevitablemente llega -y después
uno se da cuenta de que es bueno que llegue-, caben tres actitudes
diferentes: volver a empezar el mismo acto pura y simplemente;
rehacerlo pero con modificaciones; abandonarlo, renunciando
a la satisfacción que podía procurarle, y aplicar
el esfuerzo a otra empresa. Yo opté por esta tercera
postura, pero después de haber intentado, reiteradamente,
la primera y la segunda.
Expuesto así, en esquema, tal y como te lo estoy contando,
parece que la cuestión es sencilla; fácil la
elección y llevadera la tarea a realizar. Pero cuando
uno es tocado por el fracaso se encuentra sin fuerzas, se
siente presa de un malestar generalizado que se traduce en
múltiples sensaciones de angustia, pesadumbre, tristeza
y consternación.
Hace relativamente poco tiempo, me contaba una ex numeraria,
que antes de tomar la decisión definitiva, se pasó
varios meses vomitando todo lo que comía. Otra ex numeraria
-compañera de profesión-, a la que conocí
en un viaje de trabajo hace algunos años, me dijo que
cuando dejó el Opus Dei pasó un año entero
como una zombi, hasta que consiguió volver a ser ella
misma.
El malestar que produce el revés, la adversidad, en
ese doloroso proceso de conseguir asumirlo, puede entorpecer,
impedir, Y en el peor de los casos hasta destruir, de manera
momentánea y en alguna ocasión hasta definitiva,
la capacidad de acción. Es decir, que la reacción
de fracaso puede transformarse en comportamiento de inadaptación,
rechazo y pasividad.
Importa mucho recordar que, ante cualquier situación
complicada con el fracaso, es necesario poner todos los medios
para hallar una nueva adaptación. Si uno no es capaz
de encontrarla, se produce un movimiento de marcha atrás,
es decir, una repetición de actos anteriores sin relación
con la situación presente, produciendo una especie
de desorden orgánico generalizado.
Pero no hay que perder de vista que el fracaso es la gran
oportunidad para readaptarse y progresar. Tampoco debemos
echar al olvido que todo fracaso humano implica un descenso
o degradación a escala social y, correlativamente,
en el interesado, una desvalorización de la propia
estima; son puntos muy importantes a tener en cuenta en la
etapa de la readaptación.
Finalmente, no puedo dejar de recordar que el fracaso es
el problema existencial por excelencia. Se trata de una prueba
que, como toda prueba, debe ser superada.
A partir de aquel sonado fracaso -tal vez es más exacto
hablar de adversidad o revés-, me he ido haciendo -poco
a poco- a contentarme con lo que llega; rechazo menos y acepto
más, deseo menos y disfruto más de lo próximo,
de lo asequible.
¿Me he vuelto conformista?, ¿me he hecho más
humilde? Creo que más bien va por ahí la cosa.
A partir de entonces capto más aquello de imitar a
los pájaros del cielo y a los lirios del campo. Me
siento más preparada para aceptar lo que viene y despedir
lo que se va. También he aprendido a ahondar en el
valor de la paciencia:
"El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó...",
decía Job.
Dejar que las cosas vengan y dejar que se marchen. Dejar
que corra el agua, que sople el viento, que la melodía
fluya sin obstáculo.
Me noto más suelta, menos aferrada a todo. Pero no
te preocupes, volar, no vuelo. Aún no me han crecido
las alas como para "vivir sin vivir en mí",
ni para "volar tan alto, tan alto...", ni para poder
decir el "muero porque no muero". Todavía
me encuentro a ras del suelo.
Continúo en el intento de irme haciendo cada vez un
poco más libre, más humilde, más verdadera.
Más atenta a lo real, más lejos de sucumbir
a engaño, más preparada para asumir la vida
como propia; más capaz de llevar a puerto el barco
echado a mar abierta -a golpe de vientos favorables, unas
veces; de esperas fatigosas, otras-. Me encuentro mejor dispuesta
a remar cuando el viento se para y a vencer la resistencia
de las aguas. Más a punto para llevar una existencia
realista y esforzada, sin gastarla más en dar figura
de realidad a lo que tal vez fue fantasía ingenua y
desmesurada. Estoy más aclarada y esclarecida. Con
muchos deseos rotos contra el suelo de la realidad. Aceptando
límites, consciente de mi finitud, consciente de mis
limitaciones pero más despierta hacia lo ilimitado:
límite y trascendencia del límite.
Desde entonces me encuentro más cerca de las palabras
que Cervantes puso en boca de don Quijote: "...Con la
mirada puesta en lejanos horizontes, con la existencia consumida
en minucias".
Vencer el miedo (17 de junio, 1999)
En más de una ocasión me has preguntado por
qué hay tanta gente, que después de haber salido
de la Obra, no quiere ni oír hablar del asunto. Ante
la curiosidad de los de fuera, la mayoría se escabulle,
y sólo una aplastante minoría manifiesta sinceramente
su temor a las posibles represalias por parte del Opus.
Efectivamente, muchos ex socios tienen miedo a hablar. ¿Por
qué? M. del Carmen Tapia lo explica así en su
autobiografía: "¿Cuál es la razón
de que hombres y mujeres que salieron del Opus Dei tengan
miedo a decir la verdad de lo que vieron, oyeron y, en muchos
casos, sufrieron? Hay gente casada que teme que sus hijos
puedan sufrir alguna afrenta del Opus Dei y guardan "silencio"
sobre aquellos años de su vida, incluso ruegan que
su nombre no salga a la luz porque miembros de su familia
que son del Opus Dei se apartarían de ellos para siempre".
También ese miedo generalizado llama la atención
a Xavier Goriz Muguerza, cuando escribe: "El miedo es
el arma que esteriliza y mata. Miedo impresionante en los
que han pertenecido al Opus y miedo en los que, sin haber
pertenecido, lo sienten como una amenaza terrible. Y así,
por el miedo, unos y otros, dominados. Y la apisonadora del
Opus sigue adelante arruinando sueños, logros y esperanzas
y quebrando la credibilidad que la Iglesia había comenzado
a recuperar después del Concilio" [ESCRIVA DE
BALAGUER, ¿mito o santo?, Prólogo de Xavier
Goriz Muguerza, p.14.]
"Está por demostrar -añade Goriz Muguerza-,
si el cacareado miedo ante el Opus no se vendría abajo
si, en lugar de temblar y someterse, se le plantara cara,
firme y colectivamente. El miedo y la oscuridad no resisten
la transparencia y la publicidad, pero para ello hay que salir
de la complicidad y lanzarse a defender coherentemente lo
que es hoy un servicio urgente de amor a la Iglesia y de su
rescate frente al neoconservadurismo."
Sólo quienes han superado el miedo se atreven a hablar
abiertamente y con toda libertad. Supongo que ésa puede
ser la razón por la que la Obra pone un especial empeño
en fomentado en quienes están a punto de abandonarla:
quien tiene miedo permanece atado y mudo. Para ser libre no
hay más remedio que superarlo; liberarse de sus garras.
El maestro espiritual Krishnamurti advierte que la voz del
miedo embota la mente y la torna insensible. Cuestionando
que el ejercicio de la voluntad pueda eliminar los efectos
debilitadores del miedo, el maestro oriental sugiere que únicamente
la comprensión fundamental respecto del origen de todo
miedo, puede liberar nuestras mentes. Para ello, el primer
paso que propone es mirado de frente:
"¿Podemos mirar nuestro miedo? -pregunta-. No
sólo nuestros temores físicos, sino los de la
pérdida, los de la inseguridad, el miedo de perder
a nuestros hijos, ese sentimiento de inseguridad que existe
cuando hay divorcio; el miedo de no poder lograr algo, etcétera.
Existen distintas formas de miedo. Miedo a no ser amados,
miedo a la soledad, miedo a lo que ocurre después de
la muerte, miedo al cielo y al infierno... ¿Puede uno
despertar toda la estructura del miedo? ¿Despertar
no sólo los temores conscientes, sino también
los miedos que se han juntado en los inconscientes, sombríos
escondrijos de nuestro propio cerebro? ¿Podemos hacer
eso?" [KRISHNAMURTI, Sobre el miedo, p. 126].
Krishnamurti considera que el paso clave para que el miedo
cese es la comprensión de nosotros mismos: "El
miedo empieza y termina -dice- en el deseo de estar seguros:
seguridad interna y seguridad externa, con el anhelo de certidumbre,
de permanencia. Nuestro eterno clamor es por encontrar la
seguridad y sentirnos a salvo. Esta insistente exigencia es
la que da origen al miedo. [...) La comprensión de
nosotros mismos es el despertar y la cesación del miedo
[...] "y cuando el miedo cesa, también cesa el
poder de engendrar vana ilusión, mitos y visiones con
su esperanza y desesperación, y sólo entonces
comienza un movimiento que va más allá de la
conciencia. [...]Entonces, cuando existe ese vacío
total, cuando no hay absoluta y literalmente nada, ni influencias
ni valores ni fronteras ni palabras, entonces, en esa completa
quietud del tiempo-espacio, existe aquello que es innominable."
Este estado se puede conseguir con la profundización,
la oración auténtica, la meditación:
"La meditación derriba las fronteras de la conciencia;
desbarata el mecanismo del pensamiento y del sentimiento que
éste despierta. [...] La meditación es la llama
que arde intensamente sin dejar cenizas" [KRISHNAMURTI,
Sobre el miedo, p. 137 y 138].
Para finalizar, Krishnamurti asegura que el miedo se pierde
definitivamente cuando se renuncia a todo anhelo de poder
(el poder del dinero, de la posición, de la capacidad,
del conocimiento). No sólo el político, sino
el hombre de ciencia, el ermitaño y el ama de casa,
a su manera, buscan el poder. Todos desean estar asociados
con el poder divino o el mundano. Poder acompañado
de ambición, éxito, competencia, envidia, miedo...
Sólo negando el poder vencemos el miedo: "Negar
el poder en todas sus formas -dice- es el principio de la
virtud; la virtud es claridad, elimina el conflicto y el dolor.
[...] Uno debe descartar de modo completo y total, el poder
y el éxito. Entonces ya no hay más miedo y surge
una gran energía".
Tal vez esta energía fue la que impulsó a M.
del Carmen Tapia a expresarse a tumba abierta y a finalizar
su autobiografía diciendo:"No puedo aceptar a
estas alturas ser "silenciada" por el Opus Dei,
aun a riesgo de que intenten destruirme, porque creo en la
defensa de la libertad espiritual y en la de los derechos
humanos."
Ojalá otros muchos sean capaces de superar el miedo
-unos pocos ya lo han hecho- y hacerse con esa energía
interna que lleva a hablar abiertamente y con toda libertad.
Que lleva, en definitiva, a servir a la verdad.
Dejar que el espíritu sople
(20 de junio, 1999)
Te han contado que quienes se van de la Obra, como suele
ocurrir también a los que rompen con cualquier otro
grupo o institución que implica a la totalidad de la
persona, se suelen volver abiertos opositores o escépticos
rotundos, que no confían en nada, no se fían
de nadie y pasan de casi todo. No sé quien te habrá
dado una versión tan simple y generalizada. Puedo hablarte
de mi caso y de otros casos concretos que he vivido de cerca
y, desde luego, no coinciden con lo que me dices; no encajan
en esos dos casilleros que apuntas.
Cuando me fui de la Obra tenía clara conciencia de
que no era bueno aislarse y que, por tanto, había que
conectar con otras gentes, con otros colectivos cristianos.
Y es que el hecho de que la vida religiosa se viva en grupo,
y no sólo individualmente, tiene un profundo significado
teológico. Es un modo de superar el yo egocéntrico
y, por lo tanto, una de las mediaciones de la aceptación
de un Dios mayor que la propia subjetividad. Es la expresión
de la ley cristiana fundamental del "llevar y ser llevados".
Y que el grupo sea apostólico significa la ley del
excentricismo de la fe cristiana: sólo fuera de uno
se encuentra el propio centro; sólo en el hacer el
hogar del mundo se puede edificar la propia casa.
Por otra parte, he de añadir que si algo nos caracterizó
a la generación de jóvenes de finales de los
sesenta fue nuestro idealismo; tanto los más locos
como los menos queríamos cambiar el mundo y vivíamos
intensamente sueños y utopías de las que a vosotros
-generación de los noventa- ya no os caben en la cabeza
porque habéis nacido sabiendo que son irrealizables.
Vuestro entorno es, fundamentalmente, conformista y pragmático,
mientras que el nuestro era radicalmente inconformista e idealista.
Crecimos en un tiempo en que los ideales todavía significaban
algo; cuando había algo por qué luchar y el
futuro se veía rosa, cuando no pocos creíamos
que la "mágica ciudad" podía ser construida
en los años por venir. Es del todo cierto que, como
decía P. Neruda, caminábamos provistos de "una
valiosa carga de locura irreflexiva, que quería emplearse,
extenderse, estallar". En fin, creo que me he picado
un poco con lo que me dices en tu última carta, ya
que en mi generación lo del escepticismo no estaba
a la orden del día.
Y pasando ya al tema que hoy iba a ser el centro de atención
-íbamos a hablar del "soplo del Espíritu"-,
como habrás podido comprobar a lo largo de nuestra
correspondencia, a pesar de estar rodeada de este apasionado
y apasionante entorno, yo no era el prototipo de rebelde a
toda autoridad; ni una feroz individualista ni una decidida
iconoclasta. Desde una postura de entrega ilusionada a mis
ideales, insistía en el derecho a formarse una opinión
propia y a la libre expresión de la misma, es decir,
estaba dispuesta a dejarme llevar atada a una correa, sólo
pedía que la correa fuera más larga. Necesitaba
exponer mis críticas y manifestar los leves soplos
del Espíritu que sentía; no podía ajustarme
en exclusiva a un modelo ni pretendía ser modelo para
nadie.
Una y otra vez me preguntaba: si el Espíritu sopla
donde quiere, ¿por qué tanto empeño en
no dejar a Dios en libertad?
Pero como a los que mandaban en la Obra les daba pánico
las consecuencias imprevisibles de esta convicción,
ponían todos los medios para legalizar, planificar
y señalizar la acción del Espíritu. El
dominico francés, Christian Duquoc, expresa bien lo
que quiero decir cuando escribe: "Lo llamamos "creador"
y resulta que lo mandamos de pensionista a que resida en la
Iglesia católica. Creemos que es "libre"
y resulta que fijamos límites a su iniciativa. La simbólica
trinitaria nos manifiesta a Dios como "abierto".
La Iglesia no tiene la finalidad de imponer como algo universal
y divino su legalidad, su estructura y su historia particulares,
sino atestiguar con su práctica el movimiento siempre
nuevo de Aquel a quien confiesa como su Dios" [CHRISTIAN
DuQuoc, Dios diferente, p. 117.]
Un Dios secuestrado, cautivo. ¿Cómo va a ser
Dios propiedad de un grupo? Imponen órdenes y mandatos
en su nombre, invocan su autoridad a tiempo y a destiempo,
le hacen intervenir según conviene a sus intereses;
muchas veces limitados intereses. Pero, ¿no será
Dios diferente de la imagen que trazan de Él muchos
discursos eclesiásticos?, se pregunta el profesor Duquoc,
-y con él yo también me lo preguntaba y me lo
pregunto-, y responde: "Hace dos mil años surgió
alguien que se atrevió a hablar libremente de Él:
Jesús. Los especialistas en religión lo trataron
de blasfemo y fue ejecutado por haber osado comprometer a
Dios en situaciones y decisiones indignas de su gloria. Después
de aquel asesinato nadie puede preguntarse sobre Dios, nadie
puede negarle o confesarle en occidente sin recordar a aquel
que atacó nuestras imaginaciones y nuestras prácticas
religiosas.
"La muerte de Jesús no fue la última palabra;
Él vive desde entonces por el Espíritu. Preguntarse
sobre Dios es entrar en un movimiento en el centro del cual
la figura de Jesús nos orienta hacia esas dos figuras
misteriosas que, desde los tiempos de la iglesia primitiva,
nombran los cristianos en su oración: el Padre y el
Espíritu. Preguntarse por Dios no puede ser solamente
describir cómo Jesús libera de los ídolos,
sino también esforzarse por establecer cuál
es la nueva figura de Dios que él evoca en la doble
relación que suscita con aquel a quien llama Padre
y con aquel que da a los que le confiesan como Cristo: el
Espíritu" [CHRISTIAN DuQuoc, Dios diferente, p.
10.]
Con todo esto que te cuento, quiero decir que ante un desengaño
concreto no hay por qué tirar la toalla definitivamente.
Los fracasos, como ya te he dicho en otras ocasiones, hay
que asumirlos; los obstáculos son para superarlos,
y tras una caída hay que levantarse para seguir caminando.
Entonces, más que nunca, es preciso volver a las fuentes;
meterse de nuevo en los Evangelios y dejarse orientar por
la vida y la luz de Jesús, por sus enseñanzas
de fe, esperanza y amor.
El peligro de quienes han militado en una "institución
total" -y retorno el tema que me planteabas al principio
de esta carta-, no es tanto la abierta oposición como
el desapego; la indiferencia frente a Dios, un cierto pasotismo
o simple escepticismo. Las palabras que Merlau-Ponty escribió
hace casi medio siglo pueden servir de ánimo, de impulso
a quienes se sienten tentados a caer en la apatía o
la indiferencia: "No se mantiene la encarnación
con todas sus consecuencias. Los primeros cristianos, después
de la muerte de Cristo, se sintieron abandonados. [...] Es
que adoraban al Hijo en el espíritu de la religión
del Padre. No habían comprendido todavía que
Dios estaba con ellos para siempre. Pentecostés significa
que la religión del Padre y la religión del
Hijo tienen que cumplirse en la religión del Espíritu;
que Dios no está ya en el cielo, que está en
la sociedad y en la comunicación de los hombres, en
todos los lugares en que los hombres se reúnen en su
nombre". [MERLAU-PONTY, Sens et non-sens, p. 169 y p.
Jesús demostró con su acción que el
Dios a quien invoca como Padre no es un Dios que oprime, sino
un Dios que libera. Ataca a la sinagoga porque ha encadenado
a Dios. Jesús le devuelve la libertad; considera fundamental
poner en claro que a Dios se le honra en donde se hace libres
a los hombres.
Y, volviendo a lo que me planteabas últimamente, tengo
que añadir que no me he vuelto una escéptica
rotunda ni una opositora sin más; que continúo
teniendo fe y esperanza en el mensaje liberador del amor,
y tal vez por eso me cuesta creer que una mujer de nuestro
tiempo, con la mente clara y decidida a ser honesta, pueda
perseverar allí dentro. Lo que sí es cierto
es que hay gente crítica pero muy vulnerable, y este
tipo de persona sí es fácil que quede anclada.
En mi tiempo de militancia tuve ocasión de conocer
a personas que me parecían maravillosas, y al cabo
de pocos años las vi convertidas en oficinistas secas
y quisquillosas, forzadas a vivir en un grupo cerrado y desconectado
de cuanto ocurre fuera del mismo. La gente viva y crítica
no ha de dejarse absorber y destruir para convertirse en seres
fosilizados y endurecidos como madera muerta y sin savia.
Me viene a la cabeza la imagen de una de las protagonistas
del "Cuaderno Dorado" de Doris Lesing, Anna, una
joven inglesa perteneciente a la primera generación
de militantes del Partido Comunista de la posguerra mundial,
que, decepcionada del mismo, está pensando en abandonarlo.
Primero se siente dominada por una profunda sensación
de impotencia: sabía que era preciso cambiar de marco
pero no lo hacía. Miedo, pereza, letargo, debilidad,
sobre todo la debilidad hace que nos retengamos en una situación
durante más tiempo del que deberíamos.
Anna piensa en alto: "La razón por la que no
salimos del Partido es que no podemos soportar la idea de
despedimos de nuestros ideales por un mundo mejor. Se trata
de un argumento muy manido: el Partido es el único
capaz de mejorar el mundo... Y lo seguimos repitiendo a pesar
de no creer ya en nada parecido. Otras personas continúan
inscritas por un indefinido deseo de totalidad, de querer
terminar con esa forma de vida dividida, fragmentaria e insatisfactoria
en que todos estamos sumidos. Sin embargo, permaneciendo allí
la división se agranda, al estar en una organización
en la que constantemente la teoría y la práctica
se contradicen: una cosa es lo que se dice y otra lo que se
hace. Otro argumento para la permanencia es la necesidad de
creer en algo; una necesidad imperiosa. También el
estar allí dentro es una forma de encontrar un sentido
a la vida y de huir del miedo a enloquecer a solas. Finalmente,
las hay hartas y asqueadas pero después de tantos años
salirse sería como abandonar toda su vida: aquello
es su familia".
Y Anna, una vez que se ha atrevido a dar el paso decisivo,
dice: "Al analizar los acontecimientos ya pasados, no
siento nostalgia pero sí sigo sintiendo una especie
de dolor. A pesar de los pesares tenemos que conservar el
sueño -me digo a mí misma-, de la bondad, de
la caridad. ¡Hay que tener fe!, no caer en la parálisis
de la voluntad".
Cuando tomas la determinante decisión de apuntar para
otro lado, es necesario poner atención para no aborrecer
todo aquello que abandonas y considerarlo, sin más,
como una etapa de la vida ya superada. Me gusta el testimonio
que Raimundo Pániker -como ex socio numerario y sacerdote
del Opus Dei da en el libro de Alberto Moncada Historia oral
del Opus Dei:
"Consideré mi entrada en la Obra como una iniciación.
Y una iniciación es un punto de partida, una puerta
y no una meta [...]. Empezó por ser un grupo más
o menos carismático con un ideal evangélico
muy puro y elemental que, lentamente, a raíz de las
circunstancias por una parte, y de lo que estaba latente en
el espíritu del fundador, se fue convirtiendo en lo
que sociológicamente se llama una secta, sin que ello
signifique un juicio negativo" .
Pero las personas que se van de la Obra -ya lo hemos comentado-,
se suelen ir con el corazón destrozado. Y ocurre que,
desde la desolación es posible volverse amargo, rebotado
y hasta cínico; llenarse de cinismo en la misma medida
en que fueron leales e inocentes. Para quien no se había
hecho demasiadas ilusiones, es más fácil mantenerse
en calma y dispuesto a volver a empezar, aceptando el hecho
de que se libera de un medio que ya le queda estrecho. Pero
para unos y otros -más ilusos y menos ilusos-, la nueva
consigna ha de ser reconsiderar, a fondo, su propio vivir
cristiano, conscientes de que han abandonado la seguridad
de los mitos y que caminan hacia adelante más solos
y más abiertos a todo, con un material íntimo
y doloroso, que en la medida en que uno sea capaz de trabajado,
le irá convirtiendo en una persona más libre
y más fuerte.
Veintitantos años después
(27 de junio, 1999)
Quieres saber cómo veo hoy el fenómeno Opus
Dei, cuando han pasado más de 20 años desde
que dije adiós a todo eso. ¿Ha habido cambios
importantes? ¿Es cierto que esta institución
se ha convertido en la mano derecha del actual Papa?, me preguntas.
Lo primero que se me ocurre responder es que es muy difícil
que el Opus Dei cambie, y más difícil lo será
si el Fundador llega por fin a subir a los altares, ya que
si esto sucede, la Iglesia se verá incapaz de poner
veto a la Obra y sus métodos, puesto que con su actitud
estará ratificando la doctrina de esta institución
que se define como rotundamente inmovilista: "Nunca,
para la Obra, habrá problemas de adaptación
al mundo -dice Escrivá en la Carta "Res Omnes"-;
nunca se encontrará el Opus Dei en la necesidad de
plantearse el problema de ponerse al día. Dios ha puesto
al día a su Obra de una vez para siempre, dándole
esas características seculares, laicales, que os he
comentado en esta carta". Y las llamadas Instrucciones
abundan en la misma idea al afirmar: "Nosotros no hacemos
una obra humana por ser nuestra empresa divina y, como consecuencia,
no está en nuestras manos ceder, cortar o variar nada
de lo que al espíritu y a la organización de
la Obra de Dios se refiera". También he de decirte
que en el transcurso de todo este tiempo no he tenido contacto
directo con la Obra, y lo que he ido sabiendo de su transcurrir
cotidiano ha sido por los medios de comunicación o
por lo que otros me han contado -sobrinos míos e hijos
de amigos y conocidos son ex alumnos y alumnos de colegios
del Opus-. En cuanto al lugar que ocupan en el contexto actual
de la Iglesia, creo que sí tengo una idea más
o menos clara.
Volviendo la vista atrás, podemos observar que, a
lo largo de los años sesenta, el vínculo entre
la religión y el orden secular se iba alejando más
y más, hasta un extremo que la Iglesia consideró
preocupante -de este asunto ya hablamos extensamente hace
algún tiempo-. Para remediar lo que se entendía
como indiferencia del rebaño hacia los pastores de
la fe, muchas instituciones eclesiásticas se esforzaron
por adaptar sus propósitos a los valores modernos de
la sociedad. La empresa de mayor envergadura fue el Concilio
Vaticano II y el "aggiornamento" o "puesta
al día" de la Iglesia que fue su consecuencia.
A partir de los comienzos de los años setenta, comencé
a hacerme consciente, como tantos otros, de que en la institución
en la que militaba el proceso empezaba a revertirse, de que
un nuevo discurso religioso iba tomando forma y comenzaba
a pisar cada vez más fuerte: ya no se trataba de adaptarse
a los valores seculares sino de devolver el fundamento sacro
a la organización de la sociedad, cambiándola
si era necesario. Este discurso propone la superación
de una modernidad fallida a la que se atribuye los fracasos
y las frustraciones provenientes del alejamiento de Dios.
Ya no se trataba del aggiornamento, sino de cristianizar la
modernidad. [GILLIE KEPEL, La revancha de Dios, cap. 1, p.
13 y siguientes].
Lo que se manifiesta en la Obra a partir de la década
de los setenta, ¿se puede situar en este contexto de
descalificación global de la modernidad? ¿Trata
de convertirse en un gran ejército o comunidad de creyentes
que rompa de lleno con los usos "mundanos" y ponga
cotidianamente en la práctica los preceptos del dogma?
Pilar Urbano, última biógrafa oficial de monseñor
Escrivá, nos da la respuesta: "Una de las novedades
formales del Vaticano II es que no define ninguna verdad de
fe. Sus resoluciones no son ni de definición ni de
condena. Aunque, como todo concilio, se reafirma en las verdades
proclamadas por concilios anteriores, sus textos no son "dogmáticos"
sino "pastorales": las antiguas fórmulas,
concisas y rígidas, redactadas como fríos inventarios
de artículos de fe, se sustituyen por una bella prosa
literaria, a modo de amplias meditaciones sobre las verdades
y los misterios del catolicismo. ¿Es mejor? ¿Es
peor? Lo cierto es que nada aparece claramente definido, delimitado,
precisado, ni mucho menos mandado o prohibido. Antes bien,
todo queda al albur de la buena intención y de la claridad
de luces con que, posteriormente, cada lector quiera interpretado.
Y será ahí entonces, en esas lecturas posconciliares,
donde se den los abaratamientos del mensaje, las aplicaciones
abusivas, las traducciones traidoras" [P. URBANO, op.
cit., p. 452.]. "Y toda esta resaca -añade-, de
unas lecturas conciliares desquiciadas, retorcidas, con sus
esquilmadores efectos, es contemplada con pasmo inmóvil
por algunos superiores y pastores amedrentados, débiles,
claudicantes, que prefieren no mandar antes que exponerse
a ser desobedecidos. Ciertamente, hay una crisis de autoridad;
pero forzada por una previa crisis de obediencia"
Según la misma autora, monseñor Escrivá
sabía, por inspiración divina, dónde
estaba la original solución para esta crisis: "Un
rebaño va bien -decía Escrivá, estando
en Villa Sachetti con un grupo de hijas suyas- cuando los
pastores se preocupan de las ovejas; cuando echan los perros
al lobo; cuando no llevan al rebaño por lugares donde
hay hierbas que puedan envenenar, sino donde las ovejas se
alimentan con buenos pastos. Igual pasa con las almas. Necesitan
pastores que no sean perros mudos; porque los perros, si callan,
tampoco sirven; han de ladrar, dando la señal de alarma".
No han sabido engendrar valores, sólo han dejado al
desnudo angustias y miserias humanas. Ésta es la dolorida
y pesimista visión que tiene el Opus Dei del posconcilio,
empeñándose en echar al olvido que frente a
la idea de cruzada religiosa y verdad única, el Concilio
apuntaba a un talante fraternal para acercar los vínculos
con todas las creencias, cristianas o no cristianas.
En septiembre de 1978, el cónclave elevó al
pontificado de la Iglesia católica al cardenal polaco
Karol Wojtyla. Con este gesto pone fin a los titubeos de un
posconcilio durante el cual numerosos católicos se
interrogaron sobre su identidad, en no pocos casos desorientados
por una "puesta al día" de los ritos y la
doctrina que no han comprendido, y en un momento en el que
en la sociedad secular se está todavía produciendo
la agitación de los movimientos puestos en marcha 10
años antes -Mayo del 68-. Al mismo tiempo, los grupos
carismáticos, los neoconservadores y los de sensibilidad
propiamente integrista comienzan a ser la fuerza preponderante,
poniendo a la defensiva a la corriente católica avanzada,
o claramente de izquierda, que hasta el momento se había
considerado a sí misma "conciencia de la Iglesia".
¿Qué entiendo por sensibilidad integrista?
El teólogo suizo Urs von Balthasar, profundo conocedor
de la materia, decía ya en el año 1963: "El
integrismo domina en todas las partes allí donde la
revelación se presenta primariamente como un sistema
de proposiciones verdaderas propuestas a los creyentes desde
arriba y donde consiguientemente la forma predomina sobre
el contenido, el poder sobre la cruz. El integrista se esfuerza
por todos los medios -visibles y ocultos, públicos
y secretos- en lograr primariamente una posición de
poder -político y social- para la Iglesia, con vistas
a predicar el sermón de la Montaña y el del
Gólgota desde esa fortaleza y desde ese púlpito,
ganados a puño. Éste, que a primera vista parece
solamente táctico, encierra en sí por fuerza
un juicio de valor" [URS VON BALTHASAR, lntegralismus,
artículo escrito en 1963].
¿No hay inherentes en la espiritualidad del Opus Dei
y en su táctica pastoral elementos que rozan estas
proposiciones? En la década de los ochenta, la totalidad
de los grupos de corte integrista pasan a desempeñar
una función de primer orden en la defensa y esclarecimiento
de la orientación dada a la Iglesia por Juan Pablo
II. Su poder de movilización y sus objetivos a largo
plazo son muy semejantes en todos los casos: proclamar la
inanidad de la sociedad sometida al imperio único de
la razón, testimoniar la necesidad de que los hombres
reencuentren a Dios para salvarse y señalar el camino
para reconstruir la sociedad sobre preceptos cristianos. [GILLE
KEPEL, op. cit., pp. 21 y 22.]
Si el Concilio Vaticano II centró la visión
eclesiástica en explicitar la presencia de Dios en
un mundo que ya no le reconocía, lo que marca el pontificado
de Juan Pablo II es la reafirmación de los valores
y la identidad católicos. En adelante éstos
encontrarán su fundamento en una ruptura inaugural
con los principios de la sociedad laica y tendrán por
objeto proporcionar al mundo posmoderno el sentido, la ética
y el orden que le faltan.
Hay quienes presentan al Papa actual como abanderado de la
política conservadora y apoyo de los grupos más
reacios al cambio social y más acérrimos defensores
de los intereses de los poderosos. Para otros, Juan Pablo
II defiende en bloque todo lo que era y es la moral tradicional,
especialmente en los aspectos sexual y familiar. Finalmente
están los que consideran al Papa propiedad suya exclusiva,
pues según ellos defiende el retorno puro y simple
a las prácticas piadosas propias del cristianismo más
tradicional.
Se habla de él para la loa o para el reproche, pero
lo que nadie pone en duda es que se trata del Papa más
carismático e influyente de los últimos siglos.
Y ahora respondo a tu pregunta: ¿cuál es la
razón de la especial simpatía del Papa polaco
por el Opus Dei? Según su biógrafo, Tad Szulc,
lo que parece que impresionó más a Wojtyla del
Opus Dei fue el énfasis que la organización
pone en el compromiso del laicado con el trabajo apostólico
-una de sus preocupaciones básicas- y la inmensa disciplina
interna y el sentido de la obediencia que la anima. También
reconoce el Papa el alto grado de profesionalidad de sus miembros,
muchos de los cuales son destacados políticos, ejecutivos
de brillante trayectoria, científicos, académicos
y militares. [TEL SZULC, Popejohn Paul II].
Aquí pienso que es preciso añadir que no pocos
estudiosos del tema piensan que lo que persuade a las más
altas jerarquías de la Iglesia a hacer la vista gorda
ante las facetas menos claras del Opus Dei es la declarada
lealtad de sus miembros al presente pontificado, su energía
y seguridad en promover las creencias y prácticas más
tradicionales, sus tácticas para captar numerosos miembros,
su militancia ante el secularismo y su convicción al
calificar cualquier crítica como marxista y atea.
Retorno a la obediencia, al orden, a la disciplina, son también
claros objetivos de la Obra, lo que no puede hacemos olvidar,
que la clave del éxito en el gobierno de una comunidad
cristiana, no radica exclusivamente en el buen funcionamiento
de la disciplina externa del grupo, sino más bien en
la sólida formación y régimen de sus
conciencias.
Hoy todos estamos ya muy de vuelta del cojitranco "aggiornamento"
del Concilio Vaticano II y sus escarceos secularizadores y,
en consecuencia, desde finales de los años setenta
se puede observar que existe una tendencia cada vez más
clara y numerosa, a simpatizar con la Iglesia milenaria; la
de los cirios, el incienso, las devociones, la abnegación
y la penitencia. Ante este alarmante panorama, no debemos
dejar de recordar que esa Iglesia anacrónica fue también
la Iglesia intolerante, retrógrada y hasta criminal,
la que aplastaba toda semilla crítica, quemó
vivo a Giordano Bruno y se liquidó a otros muchos.
En cuanto a la cuestión que me planteas de si el Opus
se ha convertido en el colectivo preferido y en la mano derecha
del Papa actual, las palabras del mismo hablan por sí
solas. Juan Pablo II, con motivo de la beatificación
de monseñor Escrivá en mayo de 1992, dijo en
el discurso que dedicó a los peregrinos:
"Os inunda la alegría por la beatificación
de Josemaría Escrivá de Balaguer, porque confiáis
en que su elevación a los altares, como acaba de decir
el Prelado del Opus Dei, proporcionará un gran bien
a la Iglesia. Yo también comparto esa confianza [...].
¿Cómo no ver en el ejemplo, en las enseñanzas
y en la obra del beato Josemaría Escrivá un
testimonio eminente de heroísmo cristiano en el ejercicio
de las actividades humanas comunes?".
También en el transcurso de la homilía de la
misa, el Santo Padre señaló al referirse al
nuevo beato: "En efecto, su vida se reviste de humanismo
cristiano con el sello inconfundible de la bondad, la mansedumbre
de corazón, el sufrimiento escondido con el que Dios
purifica y santifica a sus elegidos" [JUAN PABLO II,
Hoja informativa núm. 19, pp. 10 y 11 (vicepostulación
del Opus Dei en España)].
Si deseas una respuesta más amplia, puedo añadir,
con suficiente objetividad, que en las dos últimas
décadas, el Opus ha visto claramente favorecida su
presencia en el campo eclesiástico. En primer lugar,
por la decisión de Roma de concederles el 27 de noviembre
de 1982, tras largos forcejeos, la Prelatum personal, que
les otorga un serio soporte jurídico-institucional
y una mayor libertad de movimientos.
"La "conquista" fue acogida en el Opus con
verdadero alborozo -comenta Abel Sánchez, especialista
en periodismo religioso-. Su superior será a partir
de entonces obispo y podrá ordenar sacerdotes e incluso
consagrar obispos, y la organización ya posee una clara
personalidad jurídica dentro de la Iglesia. El Opus
Dei depende directamente de la Congregación de Obispos
y del Papa" [ABEL SANCHEZ, El quinto poder, pp. 175 y
176.].
"La fulminante beatificación de su fundador -añade
el mismo comentarista- por Juan Pablo II era el mejor reconocimiento
oficial de la Iglesia a su "Obra" y a su línea
de actuación, a la vez que demostraba que el Opus Dei
contaba con fuertes influencias en el gobierno central de
la Iglesia."
A partir de entonces cedió mucho la hostilidad hacia
el Opus en determinados ambientes católicos, y numerosos
obispos que habían mantenido reticencias en España
hacia esta organización se mostraron mucho más
condescendientes.
Que en el campo eclesiástico han ensanchado considerablemente
su parcela de poder, es algo evidente. Abel Sánchez
cuenta que durante el mandato de Díaz Merchán,
el Opus Dei solicitó oficialmente estar presente, como
tal, en razón de la Prelatura, en las deliberaciones
de la Conferencia Episcopal española, pero el Episcopado
rechazó la propuesta. Allí sólo está
representada oficialmente, al lado de los obispos, la Confer
(Conferencia de Religiosos) a la que el Opus Dei no pertenece.
No obstante, existe otra fórmula menos llamativa para
que los seguidores del beato Escrivá estén presentes
con todo derecho en las reuniones episcopales: el nombramiento
de un sacerdote de la Prelatura como obispo de una diócesis.
Esta posibilidad preocupa en el seno de la conferencia por
una razón que parece convincente: los miembros relevantes
del Opus Dei, como un obispo, tienen obligación de
informar puntualmente a Roma, a sus superiores. Esto originaría
la existencia de "cauces paralelos" de comunicación
entre la Iglesia jerárquica española y la cumbre
de la Iglesia, con las consiguientes distorsiones y desconfianzas.
La Obra tiene en la actualidad más de 80.000 socios
en todo el mundo. Según el historiador inglés
M. Walsh, el Opus Dei es el decano de los movimientos neoconservadores
dentro de la Iglesia Católica. Es el más poderoso,
con miembros en altos cargos en Gobiernos de países
católicos en todo el mundo, y en puestos influyentes
en los medios de comunicación y en los negocios. Como
Prelatura personal, es el único capaz de dar a sus
devotos un servicio desde la cuna hasta la sepultura, no sólo
sacramentalmente en la Iglesia, sino también en muchos
lugares para la educación; en escuelas claramente conservadoras,
e inevitablemente de un solo sexo. Presta servicio de alguna
forma a todas las escalas de la sociedad, pero su clientela
preferida es la elite profesional, como deja claro su Constitución.
Recuerdo que hace ya más de tres décadas, concretamente
en 1964, el teólogo Hans von Balthasar publicó
un artículo en el cual, dirigiéndose al entonces
todavía misterioso Opus Dei, decía: "Que
tengáis mucho dinero, mucho poder, muchos cargos políticos
y culturales; que empleéis una táctica inteligente
y discreta con el fin de alcanzar esas posiciones por la vía
más rápida y directa; no hay nada que decir.
En sí mismo, el poder no es malo. Toda la cuestión,
la cuestión decisiva, es ésta: ¿para
qué queréis el poder? ¿Qué pensáis
hacer con él? ¿Cuál es el espíritu
que pretendéis propagar con estos medios?" [URS
VON BALTHASAR, artículo publicado en 1964]
Hoy, la respuesta sería que al finalizar el siglo
XX y comenzar el XXI, la Prelatura personal Opus Dei es una
institución poderosa, con gran independencia jurídica
dentro de la Iglesia y una importante libertad de movimiento.
En cuanto al espíritu que propagan, ahí están
todas sus obras para reconocerlo.
En la actualidad, no cabe duda de que se trata de un numerosísimo
grupo que puede clasificarse como la principal aportación
contemporánea del catolicismo español, que en
sus siete décadas de vida ha conseguido penetrar en
campos que les habían sido vedados a las organizaciones
apostólicas, religiosas o seglares, y que disponen
probablemente de más recursos por sí solos que
el resto de la Iglesia española.
Estoy de acuerdo con Alejandro García cuando afirma
que "Escrivá fue un jurisdiccionalista eficaz
que consiguió llevar hasta sus últimas consecuencias
muchas exigencias prácticas de la versión jurisdiccionalista
del movimiento seglar". García lo explica así
en su artículo titulado, "La espiritualidad del
Opus": "Monseñor Escrivá, inspirándose
en las Constituciones de la Compañía de Jesús,
exigió a los seglares plena obediencia y disponibilidad
para el apostolado. Organizó su instituto como un ejército,
lo que es perfectamente coherente con la mentalidad jurisdiccionalista,
que es una mentalidad de imposición y, por tanto, de
lucha. Su obsesión fue conseguir la unidad de mando,
procurando la máxima exención con respecto a
la jerarquía ordinaria. Dio a su Instituto una organización
rigurosamente piramidal, consiguiendo que la cúspide
sepa siempre lo que ocurre en la base, y la base no conozca
las deliberaciones de la cúspide, sino tan sólo
sus órdenes y consignas. Hizo que el mayor esfuerzo
del Instituto se consagrase a la dirección omnímoda
de los socios, igual que en un ejército se consigue
la disciplina gracias a ejercicios permanentes de instrucción"
Para acabar esta carta, quiero destacar como un valor positivo,
que grupos como la Obra ofrecen al ser humano un mensaje satisfactorio
a sus vidas, una sensación de "pertenecer",
de sentirse útil e importante y, en definitiva, una
alternativa al mundo materialista actual.
Me preguntas si eso es algo tan bueno, y mi respuesta es
que cualquier movimiento que dé a la gente una razón
para estar contenta (a veces lo de contenta y engañada
camina a la par), para vivir o para sentirse realizada, es
bueno en el sentido de que le ofrece una razón para
seguir adelante, para vivir.
Hay mucha gente que anda por ahí despistada o perdida,
y de pronto llega un grupo de éstos que promueve reuniones,
que les integra y además les motiva haciéndoles
creer que son importantes. Les vende seguridad psicológica
y emocional ("La gente busca seguridades, y nosotros
vamos a dárselas", repetían hasta la saciedad
los sacerdotes del Opus de mis tiempos) y un líder
del que se pueden fiar, o se deben fiar, a tope.
¿Que intoxican, que manipulan, que agarran a las personas
y son capaces de ahogarlas antes de que se les escapen porque
no están dispuestos a soltarlas? Aunque la respuesta
pueda sonar algo cínica, no podemos olvidar que haya
quien le va lo de ser manipulado, y mientras están
manipulados y contentos todo va bien (el contento existe mientras
dura, si no la absoluta ceguera, sí las dioptrías
o la conjuntivitis aguda, propia del encandilamiento y enamoramiento).
La crisis surge cuando un buen día, de pronto, el sujeto
afectado despierta y le parece que unos pocos manipuladores
se están aprovechando de él -de su tiempo, su
buena fe, su dinero, su sinceridad-, y decide que ya no quiere
ser manipulado más.
Hay quien cuando llega a tal punto entra en crisis, y las
va empalmando, porque no sabe cómo salir de ella -ni
de su crisis ni de la organización-. Que ocurra así
es corrientísimo en este tipo de montajes, porque se
aprovechan demasiado de los débiles; de los que prefieren
la "seguridad" o la necesitan a toda costa pues
les puede el miedo a ellos mismos, a la soledad, a lo desconocido.
Digo que se aprovechan demasiado porque al temeroso consiguen
meterle aún más miedo en el cuerpo con argumentos
tan contundentes como el que ya hemos comentado ampliamente:
"Fuera de la barca no hay salvación".
Es humano tener miedo -pensarás-, lo más humano,
y todos tenemos necesidad de un algo que responda personalmente
a las cuestiones de nuestros miedos más profundos y
sus diferentes formas de desesperación. Pienso que
encontrar un soporte en nosotros mismos debe ser una prueba
parecida a la historia bíblica en la que Jesús
camina sobre el agua: o bien sólo oímos el viento
y no vemos más que las olas y, en ese momento, por
puro miedo, el abismo nos atrae cada vez más hacia
el fondo -y ante ese panorama uno se agarra al clavo ardiendo-;
o bien obtenemos la confianza que nos enseña a caminar
sobre el abismo -o lo que se nos presenta como abismo-. Y
en el fondo, toda la vida humana se decide sobre esta cuestión:
o por puro miedo mantenemos ese camino de miedo o interrumpimos
la mecánica autónoma del miedo por una confianza
que nos permite ver más lejos. Es misteriosa y atractiva
la manera en la que Jesús enseña la confianza
a los hombres. Debe haber una fuerza en el fondo de nuestra
existencia que nos haga atravesar el abismo, y si creemos
en ella, nos convertimos en seres humanos auténticos.
Estoy convencida de que ahí reside la verdadera esperanza,
en lo que el poeta A. Machado sintetizó tan maravillosamente:
"Caminante no hay camino, se hace camino al andar".
Enormes minucias (1 de julio, 1999)
En la última comunicación de nuestra intensa
y larga correspondencia, pones especial empeño en que
te dé recomendaciones personales concretas; insistencia
vana, pues no vas a conseguido. Pretendes que me encarame
al primer altiplano, y que desde allí vuelva la vista
al sendero recorrido; que ponga la mano en mi frente a modo
de visera y, oteando las mesetas, barrancos y peñascales
que atravesé, te diga lo que tú debes de hacer.
Pero no voy a hacer nada de todo eso, por la sencilla razón
de que pienso que ya te he contado lo que tenía que
contarte y que las conclusiones, y a continuación,
las decisiones personales, tiene que tomadas cada cual -por
eso, precisamente, son personales-.
Lo único que realmente deseo que quede claro a través
de las "enormes minucias" (así tituló
Chesterton una de sus mejores colecciones de artículos)
que te he ido contando en el transcurso de nuestro carteo,
es que ellas sean capaces de dejar ver la estructura real
interna del mundo en el que me encontraba inmersa. Que esas
minucias de mucho peso destapen lo que se oculta bajo la cáscara
de la estructura superficial aparente; que ayuden a mostrar
lo real esencial más allá de lo real no esencial.
Además de todo lo dicho, sólo se me ocurre
añadir -y si te vale como recomendación personal,
me alegro-, que procures no quedarte en la apariencia de las
cosas, que bajo una piel persuasiva y seductora, puede llegar
a funcionar la intimidación, el empleo de la fuerza
y hasta el terror, si se considera preciso.
Una cosa es la realidad "aparente", y hasta podría
ser muy hermoso quedarse ahí, sin calar hasta la realidad
"esencial" que en ocasiones llega a ser muy otra.
Pero, lo mire por donde lo mire, pienso que en absoluto es
bueno quedarse sólo en superficies de hermosura, haciendo
por no ver lo que se mueve por dentro.
No, no te dejes seducir, ni manipular, ni persuadir por las
apariencias, intenta ir más allá del simple
parecer. Busca, busca su significado. Ésta es, en definitiva,
mi única recomendación personal.
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