SER MUJER EN EL OPUS DEI
Autora: Isabel de Armas
CAPÍTULO 2. TIEMPO DE ADOCTRINAMIENTO
-Crear el deseo de sumisión.
-Un mundo de apariencias.
-Decir amén con toda libertad.
-El fariseísmo o la ética
del detalle.
-Funcionar por consignas.
-Una chica de la nueva ola.
-Situación de la mujer, situación
de mujer.
-Esclavas, ellas. Ellos, sabios.
-El reino de la voluntad.
-¿Y de la pobreza, y la
castidad?
Crear el deseo de sumisión
(27 de septiembre, 1998)
En una reciente carta me comentabas que en las redes del
Opus muchos caen atraídos por el gran despliegue de
seducción que sus miembros llevan a cabo con el fin
de hacerse con la gente.
En parte, es normal que esto ocurra. Cuando una persona entra
por primera vez en una casa de la Obra se suele encontrar
con un ambiente agradable y una buena acogida. La llamada
al estudio, al trabajo y a la oración tienen su gancho
para cualquier joven de educación tradicional que se
plantee la vida medianamente en serio; también el notar
que a uno le hacen caso y le escuchan, gusta a cualquiera.
Es fácil, entonces, dejarse querer. Pero una casa es
ver los toros desde la barrera, y otra muy distinta, lidiarlos.
De esto es de lo que pretendo hablarte.
Con la llegada al llamado Centro de Formación, esa
primera etapa de mera seducción se cierra para abrirse
otra nueva, más dura y exigente; se trata de la etapa
de adoctrinamiento, y consiste en dos cursos de formación
intensiva, cuyo objetivo básico es convertir la sumisión
del adoctrinado en auténticos deseos de sumisión.
Recuerdo que, a modo de ilustración, nos contaban
el caso de un numerario mayor al que el Padre le había
hecho un encargo, y él respondió rápido:
"Lo haré enseguida". Entonces Escrivá,
mirándole de frente, le dijo: "¿De veras
quieres hacerlo? Porque yo no debo imponerte nada. ¡No
quiero obediencia de cadáveres! Yo, en cuestión
de obediencia, necesito contar contigo, con tu voluntad, libre,
libre, libre".
Otra cuestión importante era el hecho de integrarse
en una colectividad. Vivir en grupo -en un gran grupo- exige
un importante control. Hay que someterse a acciones comunes,
colaborar, hacer planes conjuntos, y para eso se pide un radical
sometimiento de la propia conducta, con el objetivo de conseguir
fines más altos.
Mi primer año de Centro de Formación lo cursé
en Alcor (Madrid) y el segundo en Dársena (Barcelona).
Llegué, supongo que como casi todo el mundo, llena
de buena fe: quería enterarme de todo, conocerlo a
fondo, vivirlo. Pero desde mí, es decir, viviendo y
dando un sentido a aquel montón de gestos, formas,
notas, praxis, cartas, fichas y demás reglamentos y
mandatos. Tenía claro que mi finalidad no era "cumplir
con" sino "hacerme mejor". Casi desde un principio
fui consciente de que no se trataba de una tarea fácil
el conseguir hacer realidad el mensaje evangélico de
"no es el hombre para el sábado sino el sábado
para el hombre".
De mis comienzos allí dentro, recuerdo como cosas
que eran del todo ajenas a mi persona: la mortificación
corporal (el uso del cilicio y de las disciplinas); la divinización
del Padre en todas las facetas de su persona, hasta en las
menos divinizables; la desvirtuación de la llamada
corrección fraterna, que podía acabar convirtiéndose
en una vulgar acusación o, las más de las veces,
en un puro tiquismiquis; la trivialización del espíritu
de servicio, que a menudo se traducía en detalles innecesarios,
artificiosos y hasta versallescos... Supongo que me dejo por
citar otras cosas ajenas a mí, pero ya irán
saliendo a medida que vaya plasmando vivencias y recuerdos.
¡Y tanto que he olvidado citar, al menos, un punto
importantísimo! Es el de la ortodoxia a rajatabla,
si tenemos en cuenta que la ortodoxia como modo de conocer
basado en una autoridad totalmente ajena al sujeto estaba
ya bastante desacreditada por considerar que era una actitud
inmadura. La inmadurez consiste, precisamente, en no sentir
necesidad de pensar por cuenta propia, sino en aceptar acríticamente
lo que otros -en este caso el sacerdote o la directora- piensan
por uno.
Sí, ya sé que la teología católica
tradicional siempre ha exigido un momento de ruptura en el
conocimiento, que siempre ha habido que negar lo finito de
nuestro conocimiento para alcanzar el conocimiento de lo divino.
Pero esa ruptura ha significado ir "más allá"
del conocimiento natural, pero no "contra" el conocimiento
natural.
En Alcor convivíamos más de cien mujeres, y
enseguida detecté que no me gustaba nada el notarme
formando parte de un gran rebaño, y menos ser oveja;
me resultaba francamente incómodo, pero no había
más remedio que sobrellevarlo lo mejor posible, ya
que se trataba de una etapa fundamental en la vida de toda
numeraria y que, de todas todas había que superar.
En la charla o confidencia semanal, la directora siempre se
mostró comprensiva en este terreno, y me animaba a
dar sentido a ese necesario tener que pasar por el tubo de
la colectividad pero sin dejar de ser una misma. Creo que
fue entre las dos que llegamos a desarrollar toda una teoría
sobre "la individualidad que se integra"; tema muy
importante en toda mi vida de numeraria, y que irá
surgiendo en sus diferentes facetas a lo largo de nuestra
correspondencia. De momento, te adelanto un breve resumen
de por donde iban los tiros de mis pensares y sentires.
Yo creía en el control del ser pero no en la anulación
del mismo. Para poder ser tenemos que cobrar conciencia de
ese dinamismo vital que hay en nosotros y que nos impulsa
a afirmamos. Al tiempo hay que evitar los excesos que llevan
al egoísmo y a la soberbia, es decir, al pecado de
creerse superior a todos. Un cierto orgullo, con el consiguiente
amor propio que es sentido de la dignidad, es bueno. La humildad
excesiva, la humillación querida y la represión
sistemática del dinamismo vital, conducen al complejo
de inferioridad y a la miseria como persona, que no son buenos
para nada. El mandato divino consiste en llegar a amar al
prójimo como a uno mismo, lo cual exige amarse a uno
mismo. _Cómo se puede ser útil para otro si
no se existe? La expansión individual es necesaria,
pero atemperada por la necesidad social de los demás;
con la necesidad de no bastarse, de dar y recibir, con el
reconocimiento de la expansión necesaria de los demás.
Se trataba de llegar a conseguir la verdadera modestia de
quien objetivamente reconoce que él o ella es una persona
que tiene sus valores y sus defectos.
En aquel entonces estaba muy influenciada por los planteamientos
de Teilhard de Chardin: el individuo no debe fundirse anímicamente
en la psique colectiva, sino vivir en estrecho contacto con
ella siempre que está en condiciones de desarrollar
su personalidad. El hombre-masa (en el caso que tratamos,
la mujer-masa) entrega su personalidad, o mejor dicho, es
incapaz de desarrollada y permite que le devore la psique
colectiva. Por el contrario, el hombre personal desarrolla
su persona por la vía de la personalización
en armonía con la comunidad. Teilhard resumía
así una idea para él fundamental: "La unión
no confunde, sino diferencia". Lo que él define
como desarrollo convergente se muestra como un acercamiento
recíproco de los hombres al espíritu de la Humanidad.
Pero esta convergencia no nivela a los hombres, sino que más
bien aumenta la posibilidad de desarrollar las singularidades
personales, conforme a la ley de la "unión diferencial".
Me chocaba profundamente el que todas las enseñanzas
fueran dirigidas a convertimos en una especie de arrebatadas
de monseñor Escrivá (el Padre nos ha dicho,
nos ha enviado, quiere que... Tenemos que hacer como el Padre
hace, decir como él dice, pensar como él piensa...).
Lo de identificarse con el Padre era una auténtica
obsesión, sobre todo en esa primera etapa llamada de
formación. Si lo comentabas como algo que te agobiaba,
los directores siempre repetían la misma lección:
"No te preocupes, es que todavía no estás
madura, ya verás como con la gracia de Dios lo irás
entendiendo...". Pero me preocupaba y por mi cabeza daba
vueltas aquella convicción de Hegel que tan bien entendieron
los regímenes totalitarios de nuestro siglo: "Cuanto
más uniformes sean los individuos, tanto mejor puede
desempeñar sus funciones el Estado". ¿Irían
por ahí los tiros?
Un mundo de apariencias (1 de octubre,
1998)
Insistes en que te parece interesante que me extienda más
en explicarte la preocupación especial que sentía
por llegar al fondo de cada una de las cosas que iba viviendo;
esa necesidad radical de darles sentido, su sentido. Porque
a menudo tenía la sensación de que allí
valía más la forma que el fondo; que importaba
más el parecer que el ser, un querer ser lo que no
se era.
Haciendo uso del método que los norteamericanos denominaron
de "el caso", voy a contarte tres casos que pueden
servir para ilustrar ese peligro de quedarse en las formas,
en las apariencias, sin intentar llegar al fondo de las cuestiones.
Pero antes de seguir adelante quiero señalar que por
aquel entonces yo no era consciente de que lo más importante
y lo que había que mirar con lupa, era la adaptación
de cada uno de los socios a las exigencias de tipo doctrinal
y que todo lo demás importaba mucho menos.
El primer "caso" hace referencia a la divinización
indiscriminada del Padre -hasta la nimiedad más grande
se tenía que enfatizar y todo lo que rozaba su persona
era dogma de fe; sus gustos personales, sus propias manías-.
Ocurrió en una de las primeras tertulias del Centro
de Formación. Recuerdo que en aquella ocasión
había venido un supernumerario "histórico"
a contar el arriesgado paso de los Pirineos que el Padre llevó
a cabo con un grupo de jóvenes de la Obra durante la
Guerra Civil española. El que contaba la historia había
formado parte de aquel grupo y puso gran énfasis al
relatar los grandes peligros que corrieron al pasar de zona
roja a zona nacional, y cómo el poder superar la frontera
con Francia fue algo casi milagroso. El auditorio, formado
por más de cien mujeres, escuchaba el relato extasiado.
Al acabar la sesión del heroico suceso se me ocurrió
comentar -con total ingenuidad-, que yo conocía casos
que habían sido mucho peores y dramáticos. Sin
ir más lejos, mi madre, con catorce años, y
todas sus hermanas, después del asesinato de su padre
y el reciente fallecimiento de su madre, pasaron la frontera,
una a una en solitario, acompañadas por un guía
desconocido, haciendo un recorrido de varios días desde
Barcelona hasta el país vecino. Cuando acabé
mi rápido y contundente relato, se hizo un intenso
silencio y noté ciertos gestos de desaprobación
por parte de los mandos. De forma casi inmediata, la tertulia
quedó finalizada.
De momento no entendí nada, pero a partir de entonces
comencé a hilar, a darme cuenta de por dónde
iban los tiros, y a ser consciente de que desinflar o pinchar
globos, aunque se hiciera sin intención, podía
llegar a ser peligrosísimo. Por ser la primera vez,
me lo perdonaron, por aquello de la inocencia. Pero también
se me dejó ver, aunque veladamente, que la inocencia
no se pierde dos veces.
Recuerdo que poco tiempo después, en otra de aquellas
tertulias en la que también se habló del paso
de los Pirineos del Padre acompañado de un pequeño
grupo de los primeros socios de la Obra, contaron con tono
de misterio y veneración, la historia de la rosa de
Rialp; una rosa de madera, que de forma sorprendente y casi
milagrosa, Escrivá había encontrado en la nieve
de las montañas, hallazgo que tomó como un presagio,
un símbolo, y como tal, lleno de significado, hasta
el punto de que, junto con el círculo y la cruz, pasó
a ser el sello oficial del Opus Dei.
En aquella ocasión ya supe escuchar la historia con
el debido respeto y veneración pero, sobre todo, en
total silencio. Sin embargo, en mi fuero interno no podía
dejar de pensar, que aquel suceso que se contaba como algo
original, único, extraordinario y mucho más
que casual, tenía poco de novedoso y sonaba a historias
antiquísimas, superconocidas y bellísimas de
la antigua China, Persia, India y Roma, donde la rosa era
la flor dedicada a la diosa del amor, Venus, y de la sangre
de su amado Adonis, proceden las rosas rojas, desde entonces
identificadas con el amor que trasciende a la muerte.
La rosa más representada a través de los siglos
ha sido la de cinco pétalos, y al calor de la religión
y del carácter hermético de algunas sociedades
aparece esta rosa, en el emblema de asociaciones como en la
de los rosacruces, en el centro de la cruz; en la francmasonería,
el entierro de un hermano se hace poniéndole tres rosas
sobre la tumba, que simbolizan, luz, amor y vida; en la alquimia,
la rosa blanca y la rosa roja significan la dualidad y los
dos principios primarios del mercurio y del azufre. También
los reyes y los grandes señores gustaron de la rosa
para sus escudos nobiliarios. ¿Quién no ha oído
hablar de la guerra de las dos rosas que en Inglaterra enfrentó
a los Lancaster -rosa roja- y a los York -rosa blanca-? La
paz se consiguió gracias a los Tudor, que tienen una
rosa roja y blanca en su escudo.
Referido a la Virgen María, la "rosa mística"
se reza en la letanía que sigue al Rosario, y la rosa
de cinco pétalos, como símbolo de la discreción,
se talló durante mucho tiempo en los confesionarios
católicos. En fin, que la historia de las pisadas en
la nieve de Rialp y el hallazgo de la rosa, sonaba un poco
a cuento fabricado para ir cimentando la leyenda de unos orígenes
misteriosos, extraordinarios y con gran carga simbólica
que roza lo divino. Casi todas las instituciones lo hacen,
cada cual a su manera, porque se considera que tales leyendas
dan fuerza y seguridad a sus seguidores. No había que
darle más vueltas. Además, no dejaba de ser
hermoso el contar con un emblema en el que protagonizaban
símbolos tan estéticos y significativos como
la rosa y la cruz. A mí sólo me tocaba escuchar,
callar y aceptar con respeto y devoción máxima.
Eso es lo que tenía que hacer, lo demás no era
de mi incumbencia: había aprendido una importante lección.
Como segundo "caso", recuerdo la primera corrección
fraterna que me hicieron, y la primera que yo intenté
hacer pero que se quedó en el intento. Como ya comenté
anteriormente, de la desvirtuación de este medio evangélico
podía surgir la estupidez más grande o el más
puro tiquismiquis.
La primera corrección fraterna que me hicieron consistió
en decirme que en el oratorio casi siempre me solía
situar en el mismo banco y que eso podía significar
apego.
Mi cabeza y mi corazón andaban por otros derroteros,
y ese posible apego a un banco me sonaba a chino. La razón
de que casi siempre me instalara en la misma zona es que era
la más aislada de todo el Oratorio, y yo necesitaba
aislamiento para concentrarme en la oración. El verme
mezclada con tanta gente, me aturdía y me hacía
sentir incómoda.
La primera corrección fraterna que propuse hacer -siempre
había que consultar primero a la directora para que
ésta diera el visto bueno- ocurrió cuando estaba
encargada de planchero. Mi cometido consistía en vaciar
las bolsas de la ropa sucia de cada una de las residentes,
y separar lo que era blanco y lo que era de color para unificar
las coladas. Al abrir las bolsas, me quedé horripilada
del estado en que entregaban la ropa interior sucia algunas
de esas numerarias que predicaban -como yo misma también
lo hacía-, el vivir la delicadeza extrema con los otros,
el tener detalles y el afinar al máximo en las cosas
pequeñas.
Aquello que estaba ante mis ojos era saltarse a la torera,
no la caridad teologal, sino el respeto más elemental
que merece cualquier persona.
Como todas las prendas estaban numeradas, apunté los
números correspondientes a toda aquella indecencia
-no se le podía dar otro nombre-, y consulté
si podía comunicar a sus propietarias el sencillo mensaje
del catecismo: "La caridad es querer o no querer para
mi prójimo lo que para mí quiero o no quiero".
Mi deseo de hacer aquella primera corrección fraterna
no prosperó. La explicación que me dieron es
que podía resultar demasiado duro para personas que
aún eran vocaciones recientes.
Te preguntarás donde quiero llegar con el relato de
estos casos tan "caseros", tan a ras de suelo, de
los que podría contarte un montón, hasta el
aburrimiento. Y es que tales casos -eran muchos- me llevaban
a pensar que había poco interés en llegar al
fondo de las cuestiones; que demasiado a menudo se daba por
bueno el simple cubrir apariencias. ¿Cómo puede
ser válido y verdadero el que alguien sonría
y tenga gestos constantes de amabilidad, cuando a esa misma
persona a la que sonríe le suelta toda su basura personal
para que se la limpie?
Ya sé que es tentador el repetir aquello de los árboles
en vez del bosque, pero no creo que fuera por ahí el
asunto: que los árboles no me dejaran ver el bosque.
Es que demasiados de los casos que te proponían como
doctrina, como modelo del deber ser, eran nimiedades; temas
muy huecos, artificiosos y carentes de contenido, o con un
contenido tan pobre que venían a ser puro adorno, en
tanto cuestiones de mayor peso específico -por su valor
social o ético-, se pasaban por alto. Supongo que,
en gran parte, esto era consecuencia del mundillo especial
y cerrado en el que nos teníamos que mover un montón
de mujeres y al que había que hacerse; un mundo estrecho,
creado por monseñor Escrivá con una finalidad
concretísima: que la intendencia y la administración
de las casas de la Obra funcionaran al nivel y de la forma
que él tenía previsto. Todo lo demás
importaba mucho menos o ni tan siquiera importaba. Que sus
hijas "le cumplieran las normas" y que sirvieran
como era debido (en limpiezas, manduca, orden, decoración...),
esa era la finalidad principal, y entre quienes tenían
un probado "buen espíritu", eran elegidas
las que, liberadas de la ejecución directa de estas
tareas hogareñas, se dedicaban a dirigir, es decir,
a hacer que otras las hicieran.
El que hubiera numerarias con otros horizontes e inquietudes
se toleraba con reparos -como algo que no había más
remedio que contar con ello porque el mundo de la calle iba
por ahí y tampoco se trataba de perder clientela-,
pero no se impulsaba lo más mínimo. A partir
de los años sesenta sí comenzó a fomentarse
el que las militantes que eran universitarias se prepararan
para ser profesoras de los colegios que la Obra comenzaba
a abrir en cadena.
Algo que me llamaba de forma especial la atención
en mis tiempos de formación y, en ocasiones, me resultaba
algo patético, era la capacidad de imitar formas que
detectaba a mi alrededor; a veces, el espectáculo llegaba
a ser esperpéntico.
Los modernos estudios sobre los pueblos primitivos nos muestran
que la magia empieza generalmente en su forma "simpática".
Así, para no citar más que un ejemplo entre
tantísimos como hay, cuando las ranas croan se observa
que llueve; el hombre primitivo imagina poder hacer lo mismo,
y al efecto se viste de rana y empieza a croar para atraer
la deseada lluvia. Te prometo que no exagero lo más
mínimo si te digo que algo así ocurría
en el Centro de Formación.
Cuando comentaba mis observaciones en la confidencia semanal
o en la confesión -eran las dos únicas válvulas
de escape legales-, el sacerdote me daba a entender que la
mala era yo: me faltaba amor a mis hermanas y me sobraba espíritu
crítico, soberbia y autosuficiencia. Lo que tenía
que hacer era rezar mucho para crecer en visión sobrenatural,
obedecer en todo y ser humilde.
En la confidencia, las charlas eran más desenvueltas
y amigables. Desde un principio -creo que ya te lo he dicho
alguna vez-, con la directora del Centro de Formación
se estableció una corriente importante de simpatía
y buena acogida. Cuando hablaba de estas cuestiones que tanto
me costaba tragar, me pedía comprensión y paciencia:
-Están y estás -me decía- en periodo
de formación. Estáis aprendiendo, no lo olvides.
Hay que practicar, traducir en obras las cosas pequeñas,
la corrección fraterna, la unidad, el amor al Padre,
etcétera, aunque a veces lo hagamos mal y nos equivoquemos,
porque a base de vivir todas estas cosas es como las vamos
haciendo nuestras. Así es como adquirimos, poco a poco,
el espíritu de la Obra, así es como nos vamos
haciendo, nosotras mismas, Opus Dei.
Yo atendía a sus palabras con los cinco sentidos y
con ánimo de captarlo todo, pero es que lo que por
mi parte le intentaba comunicar era otra cosa. Lo que me preocupaba
de verdad era el peligro de quedarnos en la pura imitación.
Me explico.
-La imitación constante y sin límites de modos
de comportamiento foráneos, es decir, ajenos, que te
vienen de fuera -dije en un flash de lucidez-, sólo
se explica mediante un permanente y lacerante ejercicio de
simulación. Y la simulación es el camino más
corto a la úlcera de estómago o a la neurosis.
Se produjo -lo recuerdo perfectamente- un silencio profundo,
de entendedera mutua; nada cortante, sino todo lo contrario.
Parecía que, de alguna manera, habíamos tocado
fondo.
-Isabel -me aconsejó la directora después de
un prolongado silencio-, pide visión sobrenatural.
Te va a hacer falta, mucha falta, la visión sobrenatural.
Aquel consejo me caló hondo, y desde entonces fue
una constante en mis peticiones diarias. Pero no perdí
el hilo de nuestra conversación, y añadí:
-Yo no llevo confidencias, ni hoy por hoy me considero preparada
para llevarlas, no puedo, por tanto, hablar con conocimiento
de causa. Sin embargo, pienso que si la pura imitación
o la simulación se dan por buenas en el camino de aprendizaje
de la vida del espíritu, pocas cosas debe haber tan
confusas como el alma de una numeraria.
De nuevo se hizo el silencio -no lo he olvidado a pesar de
todos los años que han transcurrido-, y poco después
continué diciendo:
-El sonreír las veinticuatro horas del día,
sin distinguir situaciones, no creo que lleve nunca a la auténtica
alegría; el ceder, por sistema, el sofá a quien
sabes -o tendrías que saber por simple observación-
que le gusta sentarse en silla, no creo que signifique ser
extremadamente delicada; los gestos indiscriminados de veneración,
asombro, divinización y servilismo, hacia una persona
(me refería a la figura tótem de monseñor
Escrivá, el todopoderoso Padre), no creo que conduzca
a sentir un auténtico amor por ella.
Esta conversación que tuvo lugar a finales de 1966,
la recordé con frecuencia a lo largo de los años
que permanecí en la Obra, porque aquello que detecté
en su principio, tuve ocasión de comprobar que era
algo común y corriente; que muchas de las personas
que me rodeaban iban entrando en la "vida del espíritu"
por simple imitación; porque les decían que
tenía que ser así; porque así lo quería
el Padre y también así lo indicaban los directores.
Y podías observar que, a base de practicar reiteradamente
lo mandado, existía un buen número de personas
que parecía que habían cambiado su vida por
cumplir las veinticuatro horas del día un reglamento.
Llegaba un punto en que era ya imposible saber si esos sujetos
pensaban, y más imposible aún conseguir que
manifestaran una opinión propia, porque probablemente
ni tan siquiera la tenían.
Ya sé que como consecuencia de la humana tendencia
a la asociación aparecen, inevitablemente, los procesos
anímicos de la imitación (está escrito
en todos los manuales de psicología), de modo que lo
que corrientemente llamamos impulso imitativo debe considerarse
como derivado de la temática de la convivencia. En
gran parte la persona adulta se desarrolla hasta llegar a
la riqueza de sus actos y conducta siguiendo el hilo director
constituido por lo que ve en sus congéneres. La imitación,
hasta cierto punto, la aceptaba, lo que me parecía
tremebundo era la pérdida total de la individualidad
y aquel gregarismo generalizado.
No se nos podía, ni debía, imponer el instinto
gregario de los animales, que para ellos está muy bien.
El animal no vive como yo individual del mismo modo que el
hombre, pues es absorbido por su mundo circundante y vive
inmerso en lo colectivo. La razón de ello reside -según
afirman los psicólogos- en que no es capaz de lenguaje.
Aquellas formas de ser que respondían a un prototipo
de numeraria, me chocaba y no me gustaba, pero en mi fuero
interno me merecían todo el respeto, por aquello de
que cada uno es cada uno, y algunas personas, pues eran de
esa forma. El gran choque fue descubrir -tardé tiempo
en descubrirlo del todo-, que ese prototipo era un producto
del sistema que nos gobernaba; que esas maneras de ser las
fabricaba el llamado "buen espíritu", que
eran su consecuencia directa.
¿Me estaba esforzando inútilmente por integrarme
en ese mundo llamado Opus Dei o espíritu de la Obra,
con memoria, entendimiento y voluntad, cuando el quid de la
cuestión era que con la voluntad bastaba y el entendimiento
sólo era un obstáculo para conseguirlo?
Mi directora del Centro de Formación, insistía
en que la realidad era más compleja que como yo me
la estaba planteando. Mi postura era simple, propia de una
persona joven e inmadura, como la de la Antígona de
Anouilh cuando dice: "Lo quiero todo, enseguida".
Mi actitud era como la de aquel que presumía de tener
las manos limpias, cuando la realidad es que nunca había
pasado nada por sus manos, y las tenía vacías,
sin más. Aquello me hizo mella y comencé a ser
consciente -parafraseando a Sartre- de que cuando uno se va
haciendo mayor, y se va cargando, por tanto, de responsabilidades,
lo que hay que intentar descubrir es "lo limpio de las
manos sucias" que, en parte, todos los adultos tenemos.
Debía hacerme más comprensiva.
Decir amén con toda libertad
(7 de octubre, 1998)
Me haces saber de tu desconcierto ante lo que te cuento de
ese rechazo del entendimiento y, por el contrario, esa valoración
absoluta de la voluntad, y acabas tu exposición con
el conocido refrán castellano que dice: "...y
si quieres ser feliz como me dices, no analices".
Bueno, pues sí, por ahí va la cosa. Creo que
te has enterado bien de lo que trato de explicar pero, de
todas formas, ya que así lo deseas, nos podemos extender
un poco más en este tema.
Se trataba de estar plenamente convencida de que mi felicidad
se encontraría más segura en manos de otro,
como sucede en la infancia, en los grandes amores o en los
arrebatos místicos. Convencida de que el ser amado
es más de fiar que uno mismo, y el ser amado se manifestaba
-y ahí se encontraba el hueso más duro de roer-
a través de la directora y el sacerdote de turno que
eran los que daban órdenes y recordaban directrices.
Recuerdo que en cierta ocasión, un sacerdote numerario
me contó que durante un largo tiempo su examen de conciencia
diario había sido: "Benito, no pienses" -te
hago saber que Benito era su nombre-. Él me aconsejaba
para mí el mismo examen:
-Isabel-me dijo- no pienses. Déjate llevar, fíate.
El espíritu propio es mal consejero.
Se trataba de llevar a cabo una especie de "tratamiento
hipnótico", y como decía Freud, este tipo
de tratamiento busca encubrir o disimular algo de la vida
mental. Viene a obrar como un cosmético. El defecto
de toda hipnosis estriba en su naturaleza inconsciente y el
intento de manipular directamente los afectos. Trabaja por
sugestión, no por entendimiento o interpretación.
El hipnotizador interviene directamente en el fondo de la
psique, pasando por encima de la conciencia. El hipnotizado
no tiene más que dejarse llevar por el hipnotizador.
Yo estaba convencida de que los conflictos se resolvían
trayendo las causas de los mismos a la conciencia, y este
proceso se lleva a cabo con la ayuda de la autointerpretación.
El consejo de "Benito, no pienses", no me era válido,
es más, el seguirlo me parecía deshonesto.
Me hacía preguntas y me planteaba dudas, porque necesitaba
conocer mi lugar preciso en esa cadena en la que me había
enrolado. Me resultaba básico el conocer -ir conociendo;
poco a poco- las circunstancias de mi ser en aquel mundo;
las causas que explicaban mi situación, mi biografía
y las fuerzas mentales y sociales que actuaban en mí;
mis errores, los motivos de mis miedos, mis ignorancias, mis
sufrimientos, mis ambiciones, mis razones encubiertas, mis
oscilaciones, mis esperanzas, mis alegrías y mis penas...
Todas las emociones inestables que atan y someten y que deseaba
superar para caminar cada vez más ligera por el camino
de la mejora personal; para poder ser capaz de dar lo mejor
de mí misma.
Pensaba que lo nuestro no podía ser nunca un sistema
cerrado de principios excluyentes, tan perfilados que hicieran
imposible la comunicación, y tan dogmáticamente
sostenidos, que hicieran inviable la discusión. La
búsqueda y la discusión no son síntoma
de hacer la contra sino ánimo de aclararse y poder
poner los cinco sentidos en lo que nos traemos entre manos;
es un querer ver el sentido para responsabilizarse más
y mejor.
Estaba convencida de que a través de un nuevo conocimiento,
por ínfimo que sea, nos elevamos "por encima de",
nos superamos y salvamos las circunstancias. No entendía,
por tanto, por qué cualquier tipo de análisis
tenía que darse por malo. El análisis, ahí
llegaban mis entendederas, es malo en la medida en que impide
la acción, frena y perjudica la vida. Pero el análisis
es bueno y necesario como instrumento de progreso, en la medida
en que libera, afina y humaniza. Es bueno, insisto, en la
medida en que destruye convicciones estúpidas, disipa
prejuicios y busca la auténtica autoridad.
En aquellos dos años que duró la etapa de adoctrinamiento,
me enseñaron e insistieron en la necesidad de aceptar
la voluntad de Dios, expresada a través del Padre y
de los directores, aunque no la entendiera. Pero a la hora
de la verdad, lo que a menudo solía ocurrir es que
con la directora inmediata acababas dialogando y razonando,
con lo cual, el fondo puro y duro de la cuestión quedaba
ahí, aparcado. Por ello también me costó
llegar a conocer cuál era el alcance exacto de la dependencia
a la que me estaba comprometiendo, que consistía en
decir amén a todo lo que se me propusiera o sugiriera.
Porque tal y como decía el Padre y los superiores se
encargaban de transmitir:
-En casa -decían- cuando se exige algo con más
fuerza es diciendo por favor. No existen órdenes, sino
solamente sugerencias, que deben cumplirse al pie de la letra.
Era importante aprender cuanto antes que, en todo lo que
rozara el llamado "espíritu", no había
que pensar:
-Nuestro espíritu -nos hacían saber-, el espíritu
de la Obra, consiste en una absoluta fidelidad al Padre y
a sus delegados, los directores. Y en esa fidelidad -añadían-,
ellos se pueden equivocar, pero tú nunca.
Era exactamente el "Führerprinzip", o principio
del jefe, según el cual el poder debía quedar
en manos de un jefe único; era la base de la organización
del partido y del Estado nazi. Las ordenanzas hitlerianas
proclamaban: "El Führer siempre tiene razón.
Que el programa sea un dogma para ti". Y este principio
se hizo realidad hasta tal punto que Goering afirmó
en cierta ocasión al ministro de Finanzas, Schacht:
"Pues yo le digo que, cuando el Führer lo quiere,
dos y dos son cinco".
Es lógico que te preguntes, yo también me lo
preguntaba, en qué consiste el llamado "espíritu";
desde dónde viene y hasta dónde llega. La respuesta
es que el "espíritu" puede ser todo, que
abarca todo.
Tal rotundidad hace recordar la famosa frase de: "Lo
que mandes se hará", que era siempre la respuesta
de la infanta Isabel, la popularmente conocida por la "Chata",
a la más pequeña orden o al capricho más
menudo del rey Alfonso XIII. Un día dijo éste
que no le gustaban las sombrillas abiertas en los paseos que
daban las damas de su familia por el Campo del Moro, y eso
fue suficiente para que Isabel las proscribiera de la Corte.
"Hay que hacer cuando el Rey mande", era la fórmula
que su tía Isabel repetía a diestro y siniestro
y que ayudó a crecer en su sobrino el deseo de experimentar
su autoridad hasta extremos inadmisibles y ridículos,
sobre todo si contamos con que siempre hay un considerable
grupo de cortesanos prestos a seguir la corriente.
Para que te hagas una idea más exacta, transcribo
textualmente las palabras de monseñor Escrivá,
que están recogidas en escritos internos, y los sacerdotes
y directoras repetían -y supongo que seguirán
repitiendo- hasta la saciedad en meditaciones y charlas:
-¡Hala, a obedecer! -decía Escrivá-.
¡El Padre siempre tiene razón! Aunque nos mande
llevar un plumero tieso encima de la cabeza, si lo dice el
Padre, es porque es lo mejor. Y el que no lo entienda es un
soberbio y no sirve en la Obra.
La primera vez que escuché estas palabras sentí
desconcierto al comprobar que iban dirigidas a un gran colectivo
de mujeres adultas. Esas palabras me sonaron como cuando te
enfrentas a un niño pequeño, que te planta cara
negándose a ordenar -por ejemplo- los juguetes de su
cuarto, y le amenazas con que si no lo hace, le encerrarás
en el sótano oscuro y no le querrás nunca más.
Me chocó el tono poco reflexivo y amenazador -ya que
no éramos unas niñas- pero no le di mayor importancia.
Creo que lo entendí como una anécdota desafortunada
o sacada de quicio, ya que estaba convencida de que, en sentido
estricto, y desde un punto de vista cristiano, la obediencia
no puede versar sobre la negación del propio criterio,
considerada esta negación en sí misma. Tampoco
puede consistir, en último término, en delegar
en otra persona la propia responsabilidad, cuando ésta
versa sobre cosas importantes y últimas. y tampoco
puede consistir en la imitación formal del Cristo obediente,
pues éste obedeció a su Padre, Dios, y relativizó,
aun cuando también aceptó, la obediencia a una
autoridad humana.
La primera y fundamental obediencia es descubrir cuál
es la voluntad de Dios y no cuál es la voluntad del
superior. El voto de obediencia expresa lo en serio que uno
se toma la búsqueda de la voluntad de Dios, no para
delegar en otra criatura humana la responsabilidad personal
de esa búsqueda, sino para asegurarse que el propio
juicio no vaya dirigido por propios intereses en esa búsqueda.
Reconozco que soy una persona discutidora y que me den órdenes
nunca me ha gustado especialmente, pero tampoco he sido de
aquellas de: "De qué se trata que me opongo".
Era y soy bastante fácil de convencer, pero desde el
diálogo y el intercambio de opiniones, que es el camino
lógico para que el individuo se entere de las cosas,
se aclare y, en consecuencia, sea capaz de actuar con sentido.
Era, tal vez, algo rebelde, pero a la hora de la verdad era
más cumplidora que rebelde, y en muchos aspectos me
exigía a mí misma más de lo que me exigían.
Mi educación familiar, desde mi más tierna
infancia, ha sido disciplinada, y hasta espartana, yeso se
traduce en la vida adulta en algo que ya llevas dentro y forma
parte de tu manera de ser.
Como digo, tuve una educación exigente, pero con una
importante libertad de opinión, expresión y
acción. En casa de mis padres nunca nos mostraron la
docilidad como un valor máximo sino que nos formaron
para tomar nuestras propias decisiones, nos inculcaron el
sentido de la responsabilidad y nadie nos reprimió
la capacidad de análisis, ni el juicio crítico,
y mucho menos el sentido del humor.
Supongo que debido a la formación recibida hasta entonces,
me costaba entender, y me rascaba por dentro, el tono autoritario
y rígido de algunos de los mensajes que me iban transmitiendo
en aquella intensa etapa de adoctrinamiento:
-El Padre quiere a sus hijos muy libres -nos decían-,
pero haciendo exactamente, prontamente y únicamente
lo que él quiere. Ese es el secreto de nuestra libertad.
Y así obedeceremos la voluntad de Dios.
"¡Y tan secreto!", pensaba para mis adentros.
Frases de ese tipo las recibía como una bofetada,
y me venían a la cabeza aquellas tenebrosas palabras
de la horripilante Bernarda, de "La casa de Bernarda
Alba" de García Lorca: "Obrar y callar a
todo, es la obligación de los que viven a sueldo".
Me parecían palabras de desprecio que me hacían
chirriar por dentro porque no conseguía captar su razón
de ser. Sólo sabía, de momento, que me sonaban
mal, muy mal.
El fariseísmo o la ética
del detalle (13 de octubre, 1998)
Como habrás podido observar, la imagen de la perfecta
cumplidora no era lo mío, y era imposible que pudiera
llegar a serlo, a no ser que renunciara a mis principios;
que me desvirtuara, que me desmontara a mí misma de
pies a cabeza, lo cual era un contrasentido, si estaba convencida
de que me había enrolado en aquella aventura para hacerme
mejor y conseguir dar lo mejor de mí misma. Hasta entonces
había creído que el fin primordial de la Obra
era la santidad personal y el apostolado; conocer y dar a
conocer, vivir y ayudar a otros a vivir el misterioso mensaje
de Jesucristo; mensaje de caridad, de amor. Pero con este
nuevo planteamiento de signo totalitario, sólo veía
claras dos posturas: el fanatismo total o la resignación
pasiva, sumisa y espiritualista. y lo cierto es que no me
imaginaba integrada ni en una ni en otra.
Manifesté mi preocupación a través de
los dos conductos reglamentarios disponibles: el confesionario
y la confidencia. El sacerdote fue claro y conciso en sus
comentarios, se notaba que tenía la lección
bien asumida:
-No podemos olvidar -dijo- que somos meros instrumentos en
manos de Dios. Tenemos que dejamos dar la vuelta como un calcetín.
Déjate llevar, obedece en todo...
Eran frases que ya nos sabíamos de memoria, que las
habíamos meditado y las seguiríamos meditando
cientos y miles de veces. Sin embargo, cuando te las volvían
a recordar, otra vez te dejaban en carne viva.
La charla con la directora, como de costumbre, fue más
personal, más amigable y desenvuelta, a pesar de encontrarme
realmente angustiada.
-¿Y por qué no me echáis? -pregunté
rotunda en el transcurso de nuestra conversación-.
Nunca voy a llegar a ser la perfecta cumplidora, ya que sería
tanto como ir en contra de mis convicciones más profundas.
También cabe el irme -añadí-, pero no
debo hacerlo, porque yo he venido aquí respondiendo
a una llamada interior que de verdad he sentido, y no puedo
rajarme. Sin embargo, si sois vosotros, con la autoridad del
espíritu, los que me decís que no sirvo, mi
conciencia lo asumiría con dolor, por supuesto, pero
sin remordimiento.
Durante un rato nos quedamos mudas. Después abrió
uno de los libros de Meditaciones del Padre y leyó
algunos párrafos:
"¿Quieres perseverar en la Obra? Pues es muy
fácil: reza, calla, trabaja y sonríe. El demonio
nada puede contra esas cuatro paredes maestras. Ésta
es la farmacopea que cura todas las enfermedades del alma."
"¿Quién eres tú para mirarlo así
o asá? Dios hizo ya su elección. A ti lo único
que te cabe es decirle sí o no a Dios mismo. Lo demás
depende de El, es cosa suya. Si te quiere aquí o allá,
bien o mal, en gracia o en pecado, eso ya es cosa suya."
En aquellos momentos, no decir nada era lo mejor que se podía
hacer para contener las lágrimas y no perder el control,
y así lo hicimos. Todo seguía igual de confuso,
pero había podido la emoción.
Trabajar, obedecer, rezar, callar... Y para que el mensaje
quedara más claro, el ejemplo del borrico nos era expuesto
por activa y por pasiva, con ocasión y sin ella, pero
parecía que siempre había ocasión. La
imagen del borrico surgía en prédicas, en el
confesionario, en la confidencia, y hasta en los ratos de
ocio colectivo, en las tertulias, aprendíamos una canción
cuya letra recuerdo que decía: "Soy un borrico
de noria y es mi gozo el trabajar. Y ole la carga que llevo
y ole mi claro sendero...".
Había que circular como burro de noria, con los ojos
tapados para creer caminar derecho. ¿Y no es el mundo
todo una noria y son los hombres quienes, andando en él,
lo mueven y hacen andar? Pero, para hacerlo andar, ¿han
de ir los hombres, como los burros de noria, con los ojos
tapados?
Aprendiendo esta canción, me vino a la cabeza aquel
cuadro de "El oro del Rhin", en el que Fausto establece
los principios generales de la acción que ha de regir,
como normativa, el mundo de los lemures o estirpe proletaria.
Fausto ordena: "¡Levantaos, siervos! ¡Uno
tras otro! ¡Mirad dichosamente lo que pensé con
osadía! ¡Tomad la herramienta! ¡Moved el
pico y la pala! ¡Tiene que lograrse enseguida lo propuesto!
A la orden estricta y a la diligencia rápida seguirá
la recompensa más hermosa: para realizar la mayor obra,
basta un espíritu para mil manos".
Mefistófeles, capataz de los trabajadores, añade:
"Aquí no sirve ningún trabajo artístico".
Fausto, que goza con el sonido de las palas y, sin embargo,
le deprime el sonido de las campanas, comenta: "¡Cómo
me alegra el ruido de las palas!".
Cuando comenté a la directora, con cierto susto, la
otra lectura que había pasado por mi cabeza mientras
cantábamos la canción del "Borrico de noria",
me encontré con la respuesta que ya se iba grabando
en mi interior: "Trabaja, obedece, reza, calla..., y
ya verás como irás entendiendo. Déjate
llevar, rinde tu juicio, no pienses, y lo verás, lo
acabarás viendo".
Borrico de noria, lemur, estirpe proletaria. Era preciso
sentirse así para dar todo el fruto que la Obra necesitaba
con el fin de asentarse en el mundo entero.
Pasado algún tiempo, con la cabeza más fría
aunque con el corazón tambaleante, empecé a
escribir en fichas y papeles sueltos -solía hacerla
a menudo- mis reflexiones sobre todo aquello que me estaba
ocupando y preocupando tanto. Recuerdo que lo titulé:
"El fariseísmo o la ética del detalle".
Rellené un montón de fichas y cuartillas que
acabaron en la papelera; unas porque las destruía yo
misma sobre la marcha, y otras porque se las entregaba a la
directora y ella misma se encargaba de liquidarlas. Pero lo
importante es que, aunque desde entonces han pasado un montón
de años, en síntesis, recuerdo perfectamente
lo que en mi cabeza y en mi corazón iba madurando,
dejando poso.
El planteamiento que me hacía era el siguiente. El
fariseísmo consiste en una estricta obediencia a la
Tara, es decir, a las enseñanzas del Señor.
El fariseo quiere realizar prácticamente la Tara en
todos los sectores de la existencia, y de ahí su ética
del detalle, es decir, escrupulosa. En el fariseísmo
lo que entra en juego es el problema de las relaciones entre
la letra y el espíritu. Quizá yo condeno con
excesiva rapidez la letra que mata y el literalismo, olvidando
que la letra es espíritu condensado, que sólo
está pidiendo vivir de nuevo. Saber leer es ir a la
letra del espíritu; descubrir en él la estructura
interna que lo define. La seriedad del espíritu está,
a continuación, en la encarnación que le demos.
Entonces, yo me decía, llegando a la siguiente conclusión:
"Ni fariseísmo puro ni espíritu a la carta,
que sería tanto como hacerse un espíritu a medida.
Se trataba de profundizar para identificarse y vivir el espíritu
de la letra, para que la materialización que diera
a la letra fuera el espíritu vivido".
En la Obra, la Tara era el mito del Fundador, que impuso
su carisma como única razón o explicación
de lo que en la Obra se hace. Se trataba de vivir lo que el
Padre decía; porque él lo decía y como
él lo decía, y cualquier razonamiento al respecto
podía llegar a ser un obstáculo.
Comentar, explicarse, darse razones o buscar posibles salidas
a lo que costaba entender o admitir, aportar experiencias
o intentar contribuir a una toma de conciencia más
consecuente se consideraba, como poco, una osadía.
Eran, en definitiva, distintas formas de negarse a ser burro
de noria.
Admitir el diálogo, aunque sólo fuera para
aclararse, sin ánimo de enmendar la plana, sonaba a
traición. Entonces yo no veía todo esto con
tanta claridad, aunque algo sí comenzaba a vislumbrar,
ya que en aquel entonces, de alguna forma, detectaba que se
confundían dos términos: "integridad"
y "totalidad". Ambos significan algo entero pero
es importante distinguir las diferencias existentes entre
ambos. "Integridad" parece referirse a una reunión
o conjunto de partes, incluso a partes bastante distintas,
que se asocian y organizan fructíferamente; "integridad"
señala una profunda, orgánica y progresiva mutualidad
entre funciones y partes diversificadas dentro de un conjunto,
cuyos límites están abiertos y son fluidos.
"Totalidad", por el contrario, evoca una frontera
absoluta: dada una cierta delineación arbitraria, nada
de lo que corresponde dentro, ha de ser dejado fuera, y nada
de lo que ha de estar fuera, puede ser tolerado dentro. Una
totalidad es tan absolutamente inclusiva como exclusiva.
Me preguntas: "¿Y quiénes pueden perseverar
en este régimen de vida tan sumamente totalitario?".
Si me hubieras planteado esta cuestión cuando me debatía
entre todos los pensares y sentires que te cuento, creo que
no habría sabido bien qué contestar, ahora sí
podría hacerlo sin ningún esfuerzo extraordinario,
pero en este largo intervalo se me adelantó a responder
a la pregunta que me planteas, M. Angustias Moreno -una ex
numeraria-, cuando hace unos diez años, escribió:
"Hay muchos que están en la Obra, que siguen en
ella, porque están convencidos de que esto es para
ellos la mejor manera de vivir la entrega generosa. Y hay
algunos que están muy a gusto; otros, no tan a gusto,
sin estar por eso empeñados en su valoración.
Los hay también que sufren, anhelando que algún
día eso que ellos creyeron y entendieron que debía
ser la Obra se haga realidad. Sufren y piensan, y no quieren
pensar; ven y no quieren ver; porque saben que oponerse no
sirve para nada dentro, y no quieren, por otra parte, marcharse.
Porque conocen la enorme dificultad, la impotencia que existe
para dar con su marcha un testimonio eficaz, por el desprestigio
que se lanzará contra ellos.
Siguen también todos los muy cansados ya de decir
y de luchar aportando experiencias sin encontrar eco. Cansados,
sabiendo que se van haciendo mayores y que cada vez será
más difícil reemprender la vida fuera.
Están muchos que, como yo y tantos otros, años
atrás, veíamos en nuestra lucha desde dentro
nuestra mejor posibilidad para lograr una solución,
una reacción favorable.
Siguen también los que han quedado mentalizados por
la idea del Fundador, tan repetida, de que el que sale "va
al abismo, se va a la oscuridad del océano, se sale
de la barca". "No doy por su alma ni cinco céntimos",
añadía.
Hay una categoría de socios que se encuentra en la
Obra como pez en el agua: autoritarios por temperamento, ven
en sus métodos y tendencias la más perfecta
adecuación con sus ideas. Sobre todo, si las puede
exponer desde arriba, desde los cargos directivos.
Otro apartado sería el de los socios que, a través
de una profesión externa muy absorbente, consiguen
la evasión necesaria para superar o contrarrestar los
acogotamientos de la praxis de la Obra.
También hay que enumerar aquellos a los que les resulta
cómodo que todo se lo den hecho, pensado, tritUrado,
masticado; cómoda es la seguridad y la protección
a todos los niveles que brindan desde dentro." [María
Angustias Moreno, "El Opus Dei, anexo a una historia".]
Como podrás comprobar, a M. Angustias Moreno se le
quedaron pocos cabos sueltos, y en su exhaustivo repaso reconoce
que no es un solo tipo humano el que permanece en el colectivo
de la Obra, sino múltiples, como múltiples son
los tipos humanos que elevan y mantienen un estado totalitario:
apóstoles fanáticos y sagaces innovadores; líderes
solidarios y pandillas oligárquicas; creyentes sinceros
y explotadores sádicos; burócratas obedientes
y ejecutivos; soldados e ingenieros eficaces; secuaces dóciles
y paralizados oponentes; víctimas acobardadas y futuras
víctimas desconcertadas.
Funcionar por consignas (17 de
octubre, 1989)
Con la larga cita de quienes pueden perseverar en la Obra
parece que ya estamos llegando a una etapa final de esclarecimiento,
cuando la realidad es que el ritmo de nuestra correspondencia
todavía se encuentra en la etapa inicial del adoctrinamiento;
con problemas ya planteados pero ni mucho menos resueltos,
como podrás ir viendo. Me encontraba aún lejos
del tiempo de lucidez, y aún más lejos de la
ruptura.
Una parte importante del adoctrinamiento consistía
en aprender a funcionar por consignas: "... conviene
que..., la intención del Padre es..., la última
nota que ha llegado de Roma dice que...". Las consignas
-por supuesto, no se les daba ese nombre eran la voluntad
de Dios puntual; lo que Él quería en ese momento
de cada una de nosotras, y el cumplirlas hasta el más
mínimo detalle, suponía nuestro camino hacia
la santidad. Era clave el aprenderlo y asimilado lo antes
posible: todo era muy simple.
El contenido de las consignas abarcaba desde cuestiones puramente
formales -como la de: "hay que ponerse el velo cuando
se entre en el oratorio", o las de "las numerarias
no pueden llevar pantalones" o "las numerarias no
pueden fumar", etcétera-, hasta cuestiones de
fondo; todas aquellas que hacían referencia a la vida
espiritual.
Algo que resultaba sorprendente era el derroche de estupidez
generalizada que había que desplegar ante la llegada
y la lectura de esos trascendentes mensajes y notas, que debían
ir acompañados de una sensación de plenitud
y alegría, como la que experimentaba la novicia de
antaño cuando renunciaba a las pompas del mundo para
entrar en religión. Y me sorprendía especialmente,
porque aquella actitud, bastante trasnochada ya, no tenía
nada que ver con el comportamiento de la gente corriente,
que parecía que era lo que teníamos que ser.
Alguna vez lo comenté, y me encontré con la
respuesta de que a mí me faltaba madurez:
-Aún vibras poco con las cosas de casa -me dijeron-.
Tal vez era cierto, pero es que aquellas actitudes me seguían
pareciendo propias de noviciado de los años del catapún,
que poco tenían que ver con el pensar y sentir de las
jóvenes españolas de la segunda mitad de los
sesenta. Es más, es que estaba convencida de que bastantes
de las numerarias que se encontraban haciendo el Curso de
Formación conmigo, pensaban de forma más parecida
a la mía que a la que nos trataban de imponer. Pero
como estaba absolutamente prohibida la charla entre iguales,
resultaba difícil saberlo con certeza, aunque en ocasiones
algo se podía adivinar, tal vez aunque sólo
fuera porque todas éramos aún muy novatas en
el sutil arte del disimulo.
Ese no poder comunicarte, intercambiar puntos de vista, contrastar
pareceres, como lo habías hecho hasta entonces con
tus amigos, tus compañeros, tu familia, me producía
desconcierto y malestar, ya que se traducía en una
convivencia muy forzada, superflua, postiza. En fin, artificial.
Creo que era Ortega y Gasset quien decía que el trato
abierto y sincero con otras personas parece que aumenta nuestra
vitalidad; se nos ocurren más cosas, relucen más
valores...
Me costaba dar sentido positivo a ese escamoteo sistemático
de las experiencias vivas para sustituirlas por la mención
constante de: "De la Asesoría nos comunican que...".
"¿Sabéis lo que el Padre acaba de decir?..".
"La última nota que hemos recibido insiste en...".
Nos transmitían cosas maravillosas del Padre, de la
perfección que se vivía en nuestras casas de
Roma -que nos parecían como cosas ocurridas en el país
de los sueños-, pero poco o nada sabíamos de
nuestras mutuas realidades de la vida cotidiana: opiniones,
intereses, preocupaciones. Había una cierta esquizofrenia
entre lo que se contaba y lo que ocurría a cada quien
de verdad, entre lo que se imponía como real y la realidad.
Einstein decía que en física lo importante
es lo que se hace y el modo de hacerla, y no lo que se dice
que se hace, o que se debería hacer. Por supuesto,
ni que decir tiene, que nuestros pasos no seguían los
pasos del sabio de la relatividad.
Pero estas pegas que te cuento -el notarme incómoda
en un mundo robotizado, o el echar en falta una comunicación
entre iguales más fluida y natural-, las asumí
en aquel entonces como males menores o simples gajes del oficio,
porque era consciente de que la razón de ser de estar
allí reunidas en un Centro de Formación, era
marcar a fuego nuestros puntos de referencia, y nuestros referentes
eran, sin lugar a dudas: el Padre, el mundo que le rodeaba,
los superiores y todo lo que ellos transmitían.
La jerarquía funcionaba a tope y nos abarcaba casi
en cada uno de nuestros actos: "Lo que diga tu directora
es la voluntad de Dios para contigo", se nos repetía
por activa, pasiva y neutra. A menudo, preocupada, me acusaba
en el confesionario de que muchas de aquellas directoras que
iba conociendo, me parecían artificiosas y superficiales,
que en mí no despertaban la más mínima
admiración y que respetaba sus directrices y propuestas
por sentido del deber; porque era consciente de que formaba
parte de las reglas del juego. Pero lo cierto es que no entraba
a gusto en aquel montaje jerárquico, tan indispensable
para la buena marcha del sistema, para que todo funcionara
con orden y concierto en la vida en común. Lo aceptaba
como "gajes del oficio", o como un mal menor o un
mal inevitable y necesario. Cuando lo comentaba con el confesor
de turno, la respuesta con la que me solía encontrar
era la frase de: "Con estos bueyes hay que arar".
Y, efectivamente, era así, no cabía duda: la
estructura jerárquica era necesaria, y la que había
era esa y no otra.
Un buen día leí que los psicólogos habían
comprobado que hasta entre las gallinas existe una rígida
jerarquía en el picoteo y que ésta resulta indispensable
para la estabilidad del gallinero. El científico Schjelderup-Ebbe
comprobó en su momento que de las doce gallinas de
un corral hay una que picotea a todas las demás en
la lucha con ocasión de la alimentación y se
halla, pues, en primer lugar en la lista del picoteo. Una
segunda gallina es picoteada por la primera y picotea, a su
vez, a las diez restantes. Y así va descendiendo progresivamente
la serie hasta llegar al último animal en la lista
del picotea que es picoteado por todos los demás. Esta
jerarquía puede variar si una gallina observa que una
de las que están por encima de ella es picoteada por
otra que está subordinada a la primera; entonces ya
no se deja picotear por la que antes era su superior jerárquica.
Si el ejemplo se repite y cunde, ni que decir tiene que el
gallinero se revolucionará.
Salvando las distancias, la historia del gallinero se repite
en cualquier lugar donde se desarrolle un nutrida vida en
común: la jerarquía viene a ser elemento indispensable
para la buena marcha de la comunidad.
Me encontraba voluntariamente inmersa en un colectivo, por
tanto, ya sabía a qué atenerme. Sí, con
aquellos bueyes había que arar.
Unas cosas me podían gustar y otras no, pero a todo
le veía un último sentido: me estaba preparando
para..., estaba en etapa de aprendizaje..., todavía
no sabía lo suficiente..., se trataba de una situación
transitoria..., también era bueno purificar. Se trataba
del camino que había que recorrer para alcanzar posturas
personales más maduras, más ricas y enriquecedoras.
Como digo, a todo le acababa por dar un último sentido.
Eran obstáculos normales que había que superar.
Todos los santos habían pasado su noche oscura del
alma, y no se habían quedado ahí. Era preciso
contar con un tiempo de oscuridades, de sombras, y más
tarde llegaría la luz. Por el momento, lo que tenía
que hacer era conseguir que mi sumisión se convirtiera
en deseo, sin límite, de sumisión.
Una chica de la nueva ola (21 de
octubre, 1998)
El contenido de mis cartas se ha centrado hasta ahora, fundamentalmente,
en las distintas facetas del mundo interno de la Obra -era
lo que estrenaba-, pero te he contado poco o nada del ambiente
externo en el que me seguía moviendo: estudios, intereses
culturales, inquietudes, inicio en el ejercicio de la profesión,
etcétera, y cómo conseguía compaginar
esos dos mundos.
En la década de los sesenta la transformación
española era evidente. Entre 1962 y 1968 el número
de alumnos y de alumnas universitarios se duplicó.
En 1966, una nueva ley de prensa, del entonces ministro de
Información y Turismo, Fraga Iribarne, suprimió
la censura previa; hubo mayor tolerancia en espectáculos
teatrales y cinematográficos y se permitieron algunas
revistas de la oposición. El auge del turismo también
hizo que la gente joven, en muchos pueblos costeros de veraneo,
hiciera pandilla, amistad y noviazgo, con jóvenes procedentes
de distintos países europeos, y tomara contacto con
otras formas de pensar, sentir y actuar. También se
fue generalizando, entre los españoles, el hacer cursos
de idiomas en Francia y en Inglaterra.
En 1966, finalizaba mis estudios de periodismo y estaba abierta
e interesada por todo lo que ocurría a mi alrededor:
teatro, cine, charlas, coloquios y, sobre todo la lectura,
colaboraban de forma activa a ensanchar mis horizontes, a
abrir los ojos, a aprender a relacionar, a plantearme nuevos
interrogantes. La década de los sesenta se presentaba
de lo más propicia para cualquier tipo de inquietudes,
poniendo todo en tela de juicio y hasta patas arriba. Los
finales de aquella década llegaron dispuestos a despertar
hasta a los espíritus más dormidos, lo que no
quitaba que, por mi parte, siguiera siendo fiel a las lecturas
de la BAC y de Patmos, y a autores como Teilhard de Chardin,
Camus, Maritain, Mounier, Unamuno, etcétera.
Supongo que por el hecho de ser mujer, la entonces llamada
cuestión femenina, comenzó a interesarme de
manera especial, y procuré seguir de cerca el resurgimiento
de la lucha de las mujeres por su liberación. Como
les ocurrió a tantas chicas de mi generación,
la lectura de "El segundo sexo", de Simone de Beauvoir,
fue básica para el despertar.
No podemos olvidar que en los años sesenta se estaban
produciendo situaciones clave que provocaron el resurgimiento
de lalucha por la liberación de la mujer -en los años
veinte, las mujeres ya habían batallado para conseguir
el voto femenino, y anteriormente, las sufragistas también
habían tomado la calle con sus reivindicaciones-. Pero
entre estas dos situaciones destaca, por una parte, el hecho
de que en la década de los sesenta las mujeres constituían,
por primera vez, una tercera parte de la fuerza laboral; por
otra, el matrimonio y la vida familiar tradicional empezaban
a tambalearse y, finalmente, los movimientos pacifistas -en
pro de los derechos civiles- y el nacimiento de los "hippies",
trastornaron las ideologías políticas y los
mitos culturales, acarreando una puesta en cuestión
de las costumbres sexuales y el papel de la mujer en la sociedad.
Es cierto que a lo largo de la historia han existido en algunos
lugares y en determinados momentos sociedades regidas por
mujeres, es decir, matriarcados; pero también han existido
mujeres que dentro de sociedades patriarcales han vivido situaciones
culturalmente propias de hombres. Sin embargo, sólo
en los años sesenta las mujeres comenzaron a considerar
colectivamente su situación y, en consecuencia, empezaron
a surgir los grupos de liberación femenina, que pretendían
acabar con todos los atavismos culturales que relegan a la
mujer a un plano de inferioridad y de dependencia con respecto
al hombre.
El tema era -y sigue siendo- muy actual y muy trascendente.
Cada vez un mayor número de mujeres parecía
buscar una identidad propia y distinta a la del hombre, lo
cual no tenía por qué implicar la destrucción
ni la debilitación de las relaciones hombre-mujer,
sino que incluso puede llegar a fortalecerlas al convertirlas
en algo real, existente por sí mismo, sin motivación
material, de seguridad económica. Un nuevo equilibrio
entre lo masculino y lo femenino estaba siendo presagiado,
no sólo por los cambios que se estaban dando en cuanto
a la recíproca relación entre los sexos, sino
también por la ampliación de toma de conciencia
que iba surgiendo con los avances de la ciencia, la tecnología
y la auténtica exploración de uno mismo.
Hacia el año 1967 -1968, otra lectura importante vino
a despertar las conciencias, fue "La mística de
la feminidad", de Betty Friedan, publicada en Estados
Unidos en 1963. La formación de diferentes grupos de
liberación de la mujer fueron, en parte, el resultado
de la concienciación que este libro provocó;
a través de él, muchas mujeres se dieron cuenta
de que no existía ninguna "realización
mística" en sus labores de ama de casa y que el
malestar que causaban estos trabajos -constantes y repetitivos-,
que caían sobre ella en exclusiva, eran un problema
común.
Voy a hacer un inciso, que creo que viene a cuento, para
contarte que cuando llegué a la Obra y tuve ocasión
de ver de cerca el mundo de las administraciones por dentro,
detecté problemas muy parecidos a los que la autora
americana plantea en su libro. Pero como nunca trabajé
en una administración, ni tan siquiera me tocó
vivir de forma continuada en ninguna de ellas, me limitaba
a saber que era un mundo que estaba allí mismo pero
en el que no iba a meterme para nada, ya que no formaba parte
de mi responsabilidad a ningún nivel. Una vez fuera
de la Obra, tuve ocasión de conocer más a fondo
el tema -que antes sólo había oteado-, con la
lectura del libro "La otra cara del Opus Dei", de
la ex numeraria y ex administradora M. Angustias Moreno.
Friedan, al menos en el contenido de su divulgadísimo
libro, limitaba los problemas de la mujer a sus problemas
como ser doméstico; Beauvoir, por el contrario, abarcaba
el tema de la mujer más allá de su problemática
inmediata, de forma más global y profunda, pero una
y otra fueron claves en su momento.
La diferencia de la mujer respecto al hombre -escribía
Beauvoir ya en los años cuarenta- no está determinada
por las hormonas ni por ningún instinto misterioso,
sino por la manera en que su cuerpo y su relación con
el mundo exterior se modifican debido a la acción de
quienes las educan deliberadamente en un estado de discriminaciones
que oscurece para siempre su vida adulta.
Supongo que mientras lees esta carta te estarás preguntando,
¿pero qué pito tocaba una chica de la nueva
ola metida en el Opus Dei? Es que más que ser una chica
de la nueva ola, estaba en la onda de la nueva ola, cosa que
me parecía perfectamente compatible con mis ideales
de cambiar amor por Amor, de generosidad, de entrega, de colaborar
en la lucha por cristianizar todas las actividades humanas,
de empeñarme en la tarea de hacer un mundo más
humano y más justo.
No, en principio no veía ninguna pega. Pero ya te
seguiré contando otro día, pues hoy ya me siento
desfallecida.
Situación de la mujer,
situación de mujer (27 de octubre, 1998)
Cuando en 1966 despegué de mi medio familiar para
incorporarme a la Obra, ya estaba interesadísima por
todo lo que fuera analizar la situación de la mujer,
considerando su biología, su posición laboral,
su lugar en la sociedad de consumo, su relación con
la institución familiar y con la religión. Un
mensaje clave de mi recién estrenada vocación
era que tenía que estar en el mundo; interesarme por
lo que ocurría en mi entorno formaba parte de estar
en él, y en él había que actuar.
Se trataba de estar en el mundo, no para perderse en él,
sino para proponerle el camino de su salvación, misteriosamente
inscrito en el mismo. Había, por tanto, que ir a las
fuentes: ¿qué decían las Escrituras de
la situación de la mujer?
Hombre y mujer, creados por Dios conjuntamente, lo habían
sido a imagen y semejanza suya (Gén. 1,27); la mujer
fue creada como idónea compañera del hombre
(Gén. 2,20 y 23); el Nuevo Testamento también
proclama la total igualdad de hombre y mujer, es San Pablo
quien escribe que "no hay judío, ni griego, no
hay siervo ni libre, no hay varón ni hembra" (Gál.
3,28). Pero la sociedad cristiana ha tendido a proclamar el
principio y a emplear en la práctica las normas circunstanciales
de este apóstol: "La mujer aprenda en silencio
con toda sujeción [...] porque Adán fue formado
primero, después Eva" (1 Tim. 3,11-15). Y más
tarde, la evolución histórica de Occidente fijó
los modelos sociales, que ya no cambiaron, hasta aparecer
como únicos y sagrados.
No voy a pararme a transcribir las acusaciones terroríficas
de un Tertuliano, ni toda la literatura misógina de
la Edad Media. Durante siglos, generaciones de teólogos
dieron por supuesto que las mujeres no tenían alma,
y aún después del Concilio Vaticano II, todavía
se sacralizan, y se intenta seguir sacralizando, modos concretos
de vida social y familiar de la mujer, que no van más
allá de una especialización sexual.
Te cuento todo esto, no en plan de desarrollarte una lección,
sino para que te hagas una idea clara de la inquietud que
sentía por tan grande y conflictivo tema.
En cuanto a la "feminidad" y la "masculinidad",
mis planteamientos eran realistas. Veía claro que la
anatomía de la mujer, inferior o superior a la del
hombre, pero evidentemente distinta, ha condicionado su existencia;
la ha sometido a una dependencia del hombre que se basa en
la facultad de la mujer de ser madre. Por otra parte, la diferencia
fisiológica entre hombre y mujer se reduce a una corta
época de actividad en la mujer, debida a una maternidad
repetida, dos, tres, cuatro o más veces en su vida,
y que en cada ocasión produce una disminución
de la actividad de la mujer durante, quizá, 20 o 30
meses a lo largo de toda su existencia. Los demás determinantes
de la "feminidad" o de la "masculinidad"
son sociales o culturales.
No hay otra razón que la costumbre para que la mujer
se ocupe en exclusiva de los trabajos domésticos y
de la educación de los hijos. No hay razón objetiva
ninguna para que la mujer no ejerza las más variadas
profesiones. Son los condicionamientos de una sociedad masculina
los que han establecido las pretendidas diferencias en el
comportamiento sexual de hombres y mujeres.
Como un buen número ya de jóvenes de mi generación,
así pensaba y éstos eran mis planteamientos.
Por eso, cuando me integré en la gran familia de la
Obra, me llamó enseguida la atención, no sólo
la falta de inquietud en este terreno, sino que existía
una clara postura en contra y nos hacíamos eco de la
visión más tradicional de la mujer: "el
ángel del hogar", "la mujer magnífica",
"la madre de mis hijos"... Es decir, la visión
de aquellos que colocaban a la mujer en un altar, repitiendo
los tópicos clásicos de todos los tiempos en
la relación hombre-mujer, de falso respeto y falsa
adoración, porque la realidad pura y dura solía
ser, en no pocos casos, que a la mujer la querían para
la cama, la limpieza, la cocina y los salones (algunos).
En la primera casa donde viví, nadie trabajaba fuera,
todo el mundo tenía ocupaciones internas -unas daban
clases en la Escuela Hogar, otras eran administradoras-, sólo
había una licenciada, directora de Estudios de la Escuela,
y que antes de ser de la Obra había trabajado en el
Consejo de Investigaciones Científicas. Su nivel destacaba
mucho sobre la media; tenía un espíritu abierto
y le interesaban un montón de cosas -de ella te hablo
más extensamente en otra carta; se llamaba Sofía
y dejó la Obra después de veintitantos años
de militancia-. Conectamos desde el primer momento, a pesar
de la diferencia de edad, y de allí nació una
bonita amistad que ha durado muchos años.
En las siguientes casas en las que viví, los Centros
de Formación, Alcor y Dársena, entre las más
de cien vocaciones jóvenes que nos encontrábamos
en periodo de adoctrinamiento, aproximadamente la mitad éramos
universitarias; el resto había hecho secretariado,
decoración o algún otro estudio de tipo medio.
Pero como futuro profesional, la mayoría de unas y
otras, pensaban en ser profesoras de colegios de la Obra,
o trabajar en obras corporativas o en administraciones; lo
de buscarse la vida profesional fuera del ámbito interno
se lo planteaban pocas. Y era fácil de entender, porque
el ambiente no lo propiciaba lo más mínimo -bueno,
de dicho sí, pero de hecho, no-, y había que
superar muchas pegas y barreras; entre otras, que los horarios
de trabajo no interceptaran los tiempos dedicados a la llamada
vida de familia, y mucho menos a los de formación.
El que tuvieras compañeros y no compañeras de
trabajo, también era una pega importante, pues en tu
tarea diaria no podías hacer apostolado directo; la
ideología del medio en el que se desarrollaba tu trabajo
había de ser afín, etcétera. En resumen,
que te encontrabas entre dos mundos muy dispares; el de dentro
y el de fuera, y con frecuencia te podías ver como
un bicho raro y viviendo muchas tensiones. Como ilustración,
puedo contarte algunos recuerdos sacados del baúl de
los ídem.
El verano que hacía prácticas en el periódico
"Informaciones", en pleno mes de agosto madrileño
y con el asfalto que se derretía, debía de ir
a trabajar con medias y manga larga. Cada día tenía
que oírme alguna bromita y seguir la corriente con
alguna respuesta igualmente jocosa. En otoño de aquel
mismo año, tuve que renunciar a mi trabajo en la sección
cultural de "ABC" porque las presentaciones de libros,
conferencias, inauguración de exposiciones, etcétera,
acababan tarde, y a continuación había que ir
a escribir al periódico. El trabajo siguiente, redactora
del semanario "Tiempo Nuevo", tuve que dejarlo para
irme a vivir a Barcelona.
Recién llegada a la Ciudad Condal, me surgió
la oportunidad de trabajar en una agencia de noticias, y no
pude hacerla porque mi horario de trabajo era hasta las once
o más de la noche. En fin, no te cuento más
porque creo que ya es suficiente para hacerte cargo de que
las dificultades eran reales. Pero también es cierto
-y no quiero pasarlo por alto- que, cuando quieren, ellos
mismos se encargan de colocar a su gente, y puedo hablar por
mi propio caso, pues si poco después entré a
trabajar en el gabinete de prensa del IESE fue por ser de
la Obra, y porque ellos fueron los que me metieron allí.
Durante mis primeros años de numeraria, en más
de una ocasión estuve al borde de tirar la toalla,
y le decía a la directora:
-Si el combinar el mundo de dentro y el de fuera resulta
tan complicado, ¿no sería mejor que tuviera
un trabajo interno? Podía dar clases, o dedicarme a
la cocina a la que siempre había tenido afición.
También tenía buen sentido de la organización,
la decoración me gustaba, etcétera.
Cada vez que planteaba el tema, me encontraba con la misma
respuesta apasionada por parte de la directora:
-Ya te he dicho que ni se te ocurra planteártelo,
y menos plantearlo.
La explicación de su rotunda postura era que había
mucha gente dentro y muy poca fuera. Mi misión era
abrir brecha y servir de ejemplo para que otras se lanzaran
también a trabajar fuera, ya que ese era el futuro
de las mujeres de la Obra, y sería lo normal para la
numeraria del siglo XXI: yo era ya la numeraria del siglo
XXI.
Me daba ánimos y no me dejaba decaer. Había
que esforzarse y batallar para ir dando cuerpo a ese estar
presente en todos los terrenos de la vida profesional. Yo
me fiaba mucho de lo que me decía; la apreciaba de
verdad, y ella a mí también.
M. Rosa C. -así se llamaba-, era una mujer llena de
contrastes y rarezas, que tenía unos altibajos descomunales
y un genio endemoniado, pero conmigo creo que siempre fue
leal y sincera, dentro de todas nuestras limitaciones. A pesar
de llevarnos bastantes años, teníamos puntos
de vista parecidos, sobre todo en lo que se refería
a lo que entonces se llamaba "cuestión de la mujer".
También le interesaba la vida interior en profundidad
-la oración, la contemplación-, y teníamos
charlas serias que me daban luz. Para mí fue un puntal
importante en aquellos dos primeros años duros y en
el desconcierto de aquella vida colectiva multitudinaria que
tanto me aturdía.
Cuando en la confidencia planteaba mis desasosiegos -que
me encontraba agobiada fuera y encorsetada dentro-, ella siempre
me decía que no me preocupara, que todo formaba parte
de la ascesis necesaria, hasta que me fuera familiarizando
con mi nueva forma de vida. El periodo de formación
era una etapa extraordinaria en la existencia de una numeraria;
lo normal era vivir en grupos pequeños y de manera
más independiente. En ese tiempo de adoctrinamiento
se trataba, ante todo y sobre todo, de empaparse del llamado
"espíritu de la Obra", hasta convertido en
algo propio.
Aprender a ser numeraria consistía, además
de vivir los tres consejos evangélicos -pobreza, castidad
y obediencia-, en: cumplir las normas; consultar todo con
la directora; responder positivamente a las más pequeñas
insinuaciones; no hablar de nada personal con las otras numerarias;
evitar las opiniones personales; hacer apostolado -más
bien proselitismo-; ejercitarse en el amor al Padre, haciendo
vida de todos sus escritos, notas y cartas; conocer las llamadas
praxis (informes sobre medidas prácticas de cómo
debía funcionar todo en las casas de la Obra: cocina,
limpieza, oratorio...); cursar un temario básico de
filosofía; someterse a un control total -hasta las
cartas personales se recibían abiertas y leídas-;
tener una actitud de entrega y aceptación constante.
Lo del control total suponía una obligación
especialmente dura y sorprendente, ya que se me había
educado para considerar la invasión de la intimidad
como un crimen tan reprobable como el robo. Pensaba que de
tu intimidad deberías de ser tú misma quien
informara libremente, pero ese allanamiento de recibir la
correspondencia abierta y previamente leída por la
directora de turno, me sonaba a régimen carcelario.
También era un claro signo de desconfianza el que todas
las cartas personales que una escribía, debían
dejarse en la mesa de la directora, con el sobre sin cerrar,
para que ella decidiera, tras su lectura, si se les daba salida
o no.
De aquel tiempo inicial también recuerdo como algo
agobiante lo de tener que pasar por el confesionario cada
ocho días. Una no se daba ni cuenta, y ya había
transcurrido otra semana, y de nuevo otra vez había
que meterse en la garita: ¡Se me hacía tan cuesta
arriba el volver a repetir casi lo mismo semana tras semana...!
Me sorprendía enormemente el que hubiera personas a
las que les ocurría todo lo contrario, es decir, que
la confesión semanal les resultaba poco y veías
que constantemente se metían en aquel cuartito oscuro
y allí se pasaban horas. ¿Se debía a
escrúpulos de conciencia?, ¿dudas que no llegaban
a despejar? De cualquier forma, no salía de mi asombro.
Más tarde llegué a entender que, tal vez el
confesionario, además del valor sacramental, también
era un medio para aliviar a la persona de la enorme tensión
interna a que se ve constantemente sometida la conducta del
miembro de este tipo de organizaciones.
En fin, todas éstas eran las obligaciones comunes
de toda numeraria. Luego, cada cual ejercía su propio
trabajo, yo, por ejemplo, el primer año de ser de la
Obra, trabajaba en el semanario "Tiempo Nuevo",
y poco después lo hice en el departamento de Información
del IESE y también como encargada de las páginas
dedicadas a la mujer, en "El Correo Catalán".
Decía líneas arriba que, con frecuencia, me
encontraba agobiada fuera y encorsetada dentro. La razón
es fácil de ver: por una parte, me estaba estrenando
en el mundo profesional, y me parecía que le tenía
que dedicar más esfuerzo y más tiempo del que
podía dedicarle, esto me agobiaba. Por otra, también
me estrenaba en un mundo interno nuevo, y en no pocos aspectos
chocante, que exigía mucha dedicación. Me encontraba
como las madres de familia que trabajan fuera de casa: con
doble jornada de trabajo. Esta expresión, que luego
se ha utilizado de forma generalizada, entonces comenzaba
a sonar.
Había que ensamblar dos mundos claramente distintos:
el de dentro y el de fuera. Estaba aprendiendo a hacerlo.
Esclavas, ellas. Ellos, sabios
(1 de noviembre, 1998)
En el primer año de vivir en una casa de la Obra,
tal vez lo que más me sorprendió, fue el enterarme
de las radicales diferencias que había entre la forma
de vivir de los numerarios y las numerarias; era como si unos
fueran los ciudadanos de primera y, las otras, los de segunda.
"Sancta Maria, Spes nostra, Ancilla Domini" ( "Santa
María, esperanza nuestra, esclava del Señor".
Lo escribo en latín porque siempre la decíamos
en latín). Ésta era la jaculatoria con la que
las numerarias finalizábamos todos nuestros actos comunes.
Los numerarios, para los mismos actos comunes, tenían
otra jaculatoria, que comenzaba igual que la nuestra pero
que acababa de forma totalmente distinta: "Sancta Maria,
Spes nostra, Sedes Sapientiae ("Santa María, esperanza
nuestra, sede de -o asiento de la- sabiduría").
Nosotras pedíamos ser esclavas, siervas, criadas del
Señor, mientras que ellos pedían ser asiento
o sede de sabiduría. No sé si tú ya lo
sabías, yo me enteré mientras cursaba el primer
año de Centro de Formación, y fue un palo.
Sierva, esclava, sí, en el sentido en que afirma su
plenitud en el "Fiat". Pero también quiere
comprender a la luz de la razón y no a ciegas, y por
eso pregunta al Ángel.
Ellos y ellas son siervos y siervas, esclavos y esclavas
del destino. El destino es un imperativo de la libertad, un
acto de libertad responsable. En la obediencia a ese destino
nuestro, de cada uno, hallamos la humildad y la ejercemos,
y ejercemos también el orgullo en esa voluntad indomable
donde espejea la razón divina cargada de sinrazones.
¿Por qué ellos debían aspirar a la sabiduría
y ellas a la esclavitud? No había más que remitirse
a las fuentes para comprobar que Jesús, el Maestro,
planteó claramente un discipulado de iguales: "Ni
judío, ni griego, ni amo ni esclavo, ni hombre ni mujer".
y las mujeres parece que entendieron bien el mensaje cristiano.
Pero en el siglo I, después de la muerte de Jesús,
¿cómo se puede aceptar que las mujeres tengan
libertad e igualdad respecto a los varones cuando ninguna
la tenía? De sobra es sabido que en los primeros años
de la Iglesia los cristianos se reunían en las casas
particulares y que el protagonismo es de hombres y mujeres,
de todos por igual. También es conocido que en aquellos
comienzos había mujeres propietarias que cedían
sus casas para que se celebrase la cena del Señor,
que es como se llamaba entonces la Eucaristía, y que
ellas eran las que presidían la ceremonia como anfitrionas.
Y no podemos olvidar que estamos hablando de un tiempo en
que mujeres y hombres no se juntaban nunca para comer en público,
con lo cual resultaba escandaloso que hombres y mujeres se
sentaran en torno a la misma mesa y compartieran. Pero las
reglas del Imperio Romano pudieron con todo este panorama
tan rupturista y, como suele ocurrir siempre, los más
débiles, esclavos y mujeres, se llevaron la peor parte.
Que pasados veinte siglos, con un Imperio Romano tan lejano
ya en normas y costumbres, y en nombre del mismo Cristo que
batalló de forma descarada en pro de la igualdad, nos
impusieran aquellas metas tan rotundamente opuestas: ellos
que aspiren a ser sabios y ellas que deseen ser siervas o
esclavas, me dejaba patidifusa.
Leyendo el libro Camino, ya me habían chocado alguna
de las máximas que hacían referencia a la mujer
-me sonaban claramente peyorativas-, pero la explicación
que me daba era que en las fechas en que el libro había
sido escrito, aún había mucha gente que estaba
en esa onda, y suponía que en ediciones futuras el
contenido sería actualizado. Con el descubrimiento
de la "ancilla domine" y de la "sede sapientae"
-estas jaculatorias siempre las decíamos en latín-,
me daba cuenta de que estaba equivocada, de que la cosa era
más seria de lo que me había parecido en un
principio. Y además, pensaba para mis adentros, puestos
a ser esclavos, igual deberíamos serlo unos que otras,
ya que tanto ellos como ellas somos esclavos de la voluntad
absoluta de Dios.
¿Por qué, sin embargo, a las mujeres de la
Obra se les seguía pidiendo vivir como cualidades máximas,
las de la esclavitud, si una buena parte de las mujeres de
mi generación ya no habían sido educadas así?
En el ámbito familiar, niños y niñas
habíamos tenido un trato muy similar: íbamos
a la universidad, conducíamos, habíamos salido
al extranjero, teníamos amigos y amigas como ellos
tenían amigas y amigos, y cada vez era mayor el número
de mujeres jóvenes que se planteaban en serio un futuro
profesional.
"Ancilla", es decir, esclava o criada. Con aquel
punto de partida, lo que debía de hacer allí
cualquier mujer razonable era contentarse con una dosis mínima
de conocimiento y una dosis masiva de ignorancia. ¿Y
tendría que ser así ya para siempre? Durante
un tiempo le di muchas vueltas al asunto: sabio-esclava...
Superioridad masculina-inferioridad femenina. Y el varón,
desde su estatura superior y como grupo dominante, cultiva
lo que más aprecia para sí mismo y dicta lo
que más le conviene exigir de sus subordinados: la
inteligencia, la agresividad, la fuerza y la eficacia, en
el macho; la pasividad, la ignorancia, la docilidad y la "virtud",
en la hembra. Blanco-negro; aristócrata-campesino.
Si sustituimos las categorías sexuales, vemos que el
blanco espera encontrar en el negro obediencia y paciencia
(aunque también encuentre deseo de venganza y buena
dosis de irritabilidad y falta de cooperación). En
cuanto al aristócrata y el campesino, el primero se
considera a sí mismo como un gobernante intelectual
y ve al segundo como un sirviente afectuoso y jovial (aunque
también le sabe propenso a la insubordinación,
a la evasiva y al chismorreo).
¿Por qué esa discriminación que nos
hacía retroceder en nuestra propia historia? Estaba
perpleja, no sabía a qué atenerme. Recordaba
escenas recientísimas, de cómo nos reíamos
con los compañeros de curso, cuando al realizar trabajos
en la hemeroteca, descubríamos en los periódicos
frases de comentaristas nostálgicos como la siguiente:
"...es un consuelo tener a la vista la imagen antigua
y siempre nueva de esas mujeres españolas comedidas,
hacendosas y discretas". El que descubría una
frase de este tipo, la leía en alto y, si por unanimidad
se consideraba de antología, la recopilábamos.
En poco tiempo recogimos un montón, que archivamos
por consideradas piezas de museo.
Y cuando creía que aquella imagen de la joven de posguerra
ya había sido superada, me encontré con que
en la Obra ese tenía que seguir siendo el ideal de
mujer, o la mujer ideal: joven a la que no se le permitía
tener una visión complicada de la vida, y cuya obligación
consistía en tratar de ofrecer una imagen dulce, estable
y sonriente. Las prédicas sobre la sonrisa femenina
eran incontables en las publicaciones de aquella época
que consideraba ya superada, y tenían una clara vinculación
con la ideología de entonces. Me quedé un tanto
congelada al constatar que en el Opus Dei de finales de los
años sesenta, la sonrisa se seguía viviendo
como precepto, aunque no fuera del todo sincera, y en ocasiones
acabara por convertir a la persona misma en una mueca.
No me invento nada si te digo que, además de "esclava
del Señor", se trataba de ser siempre una criatura
optimista y cascabelera. Nos decían que eso era lo
que el Padre quería de nosotras y, por tanto, el llevar
la contraria al mandamiento de la sonrisa podía significar
una actitud deliberada de rebeldía. Era dar prueba
manifiesta de tener espíritu crítico; lo peor
que uno podía tener allí dentro.
Mi problema era entonces que el espíritu crítico
me parecía imprescindible y fundamental para poder
avanzar, para poder llegar a superar aquellas actitudes que
me parecían trasnochadas, y apuntar a nuevas formas
de hacer, más acordes con la mentalidad del momento.
Estaba convencida de que con buena fe, cabeza clara y voluntad,
podríamos llegar a desechar, como una piel seca, lo
que consideraba posturas caducas y trasnochadas. ¡Qué
equivocada estaba! Pero mi equivocación la vi más
tarde, porque por aquel entonces estaba del todo persuadida
de que mi espíritu crítico era positivo, constructivo,
y que lo único que quería era hacer las cosas
mejor.
El espíritu crítico con uno mismo y con el
entorno es imprescindible para seguir el ritmo de la vida
y de sus acontecimientos. Me resultaba imposible aparcar esta
idea que tenía muy arraigada, y por eso me costó
mucho el caer definitivamente del burro. Hasta el último
momento, de alguna forma seguí creyendo en la reforma
desde dentro; en que siendo leal, sincera e inconformista,
estaba colaborando a hacer el Opus Dei. Recuerdo con la fuerza
que le expuse mi argumento a una numeraria "histórica",
cuando en un encuentro que tuvimos en un chiringuito del puerto
de Barcelona, un día de primavera de 1971, me comunicó
su decisión de dejar la Obra después de veintitantos
años de militancia.
Se trataba de una mujer abierta, culta, irónica y
divertida -ya te he contado algo de ella en otra carta-. Sofía
M. -así se llama-, era licenciada en Arte y llevaba
muchos años trabajando como jefe de Estudios en varias
Escuelas de Decoración de la Obra. Había pasado
por las diferentes etapas de desarrollo de la Institución;
desde los humildes e ilusionados inicios hasta la etapa de
apogeo y abundancia, y en su largo recorrido, gradualmente
había ido entrando cada vez en más profundos
desacuerdos con la línea directiva, hasta comprobar
que no quería colaborar más a engordar aquel
sistema y que la única forma de hacerlo era marchándose.
Mientras me lo contaba, manifesté mi desconsuelo:
-Pero si quienes lleváis tantos años batallando,
os rajáis, ¿qué podremos hacer las que
somos más jóvenes y novatas, y que no tenemos
ni el prestigio ni la confianza que vosotras ya habéis
conquistado? ¿No crees que hay que insistir, más
y más, en ser leal, sincera, reflexiva, rezadora, inconformista
y trabajadora incansable, porque esa es la forma de hacer
y ser Opus Dei? -añadí todavía con esperanza-.
Me miró fijamente y respondió:
-No creo que haya que insistir. Creo que no hay nada que
hacer. Tú ahora no lo ves así, pero llegará
un día que lo verás; es seguro que lo verás.
No sé cuanto tiempo tardarás en verlo porque
eres joven, guerrera, idealista e ingenua, pero -insistió-
lo acabarás viendo. No, no hay nada que hacer.
Aquella conversación supuso para mí un mazazo,
pero aun así, tuvieron que pasar todavía varios
años, antes de que cayera definitivamente del burro.
Pero no sé por qué te adelanto acontecimientos
si todavía me tienen que venir a la memoria muchas
vivencias de etapas anteriores.
El reino de la voluntad (7 de noviembre,
1998)
A pesar de los no pocos disgustos que me llevaba cuando iba
descubriendo que muchas cosas no eran como me las esperaba,
no sé bien qué es lo que ocurría, pero
nunca tiraba la toalla. Como un Guadiana, volvía a
resurgir más hondo y caudaloso mi convencimiento de
que siendo abierta, generosa, leal y sincera, podía
colaborar a que esas cosas que no me gustaban cambiaran, o
al menos, fueran cambiando. A entretenerme en esa ilusionada
actitud, colaboraron activamente mis directoras inmediatas,
con las que siempre me llevé bien y de las que guardo
un entrañable recuerdo. De todas ellas -fueron seis
en los ocho años y medio que fui numeraria-, sólo
una desapoyó abiertamente mi visión crítica,
que consideraba como un obstáculo importante para mi
realización dentro de la Obra.
-Cambia de postura -me aconsejaba M. Pilar C-, déjate
llevar y obedece en todo hasta el final sin cuestionarte nada
de nada. El Padre y los superiores ya saben de sobra lo que
hacen y lo que tienen que hacer los demás. No olvides
que somos instrumentos en manos de Dios. Somete tu juicio,
no hagas nada por imponer tu criterio. No creas que así
haces bien; haces más mal que bien.
Siempre que venía a cuento insistía:
-Tienes influencia sobre las personas; se fijan en ti, te
siguen con facilidad. Reza, obedece, calla, rinde el juicio,
vive la corrección fraterna en todas las ocasiones
que observes que no se está viviendo todo esto que
te digo, y verás lo eficaz que puedes llegar a ser.
Supervalorándote no vas a conseguir nada y, sin embargo,
puedes llegar a hacer mucho daño.
La verdad es que aquella superiora, que como era de suponer
hace ya tiempo que está de super-superiora mayor, con
sus palabras me dio mucho que pensar y me transmitió
un mensaje claro: puesto que no había nada que cambiar,
era yo la que debía cambiar.
Rendir el juicio. Había que perder toda posibilidad
de autonomía, si por tal entendemos lo que el filósofo
José Antonio Marina entiende: "La capacidad de
un artefacto o de un organismo para mantener su integridad
y realizar operaciones dirigidas por metas propias, atendiendo
a las informaciones recibidas, a los contenidos de la memoria
y a los propios criterios de evaluación".
El espíritu crítico dentro de la Obra no conduce
nada más que a cavarte tu propia fosa, ya que se considera
que no es más que orgullo, soberbia, ganas de destacar
y supervaloración de uno mismo. Entonces me preguntaba:
-¿Pero cómo me será posible llegar a
negar la realidad que tenía delante de los ojos o,
simplemente, a hacer la vista gorda? ¿Podía
llamarse a eso visión sobrenatural? Las cosas, entonces,
no son como son, sino como me dicen que tienen que ser. Sin
embargo, yo no podía negar que seguía viendo
todo lo que veía, y que las personas seguían
siendo como eran.
Mis incógnitas no acababan de despejarse: ¿Por
qué era supervalorarme el poner en marcha el entendimiento
y la memoria? ¿No es eso lo que debe hacer cualquier
persona adulta antes de entrar en acción? El sujeto
capta los mensajes, los asimila, los hace suyos ejerciendo
su capacidad crítica y de relación y, finalmente,
los lleva a la práctica de la mejor manera posible.
Cuando exponía mis planteamientos -cada vez lo hacía
menos, pues ya me iba enterando de qué se trataba la
cosa-, la respuesta consabida era:
-¿Pero quiénes somos nosotros para juzgar?
No podemos jamás poner en tela de juicio, que lo que
dice el Padre o los directores en su nombre, es la voluntad
de Dios para contigo.
Puse más y más empeño en hacer todo
tal y como me decían, pero avancé poco en esa
línea del reino absoluto de la voluntad. Sí,
reino absoluto, ya que la memoria tan sólo debía
ejercerla para recordar al pie de la letra las frases, consignas
y máximas que me transmitían, y el entendimiento
apenas hacía falta; si servía para animar más
a la voluntad, era válido, pero si suponía un
obstáculo, mejor desecharlo, porque a lo único
que te podía conducir era a la confusión.
El voluntarismo como base de una moral. Era volver al lema
del Ramiro de Maeztu de los años treinta: "servicio,
jerarquía, hermandad", y al contenido de su "Defensa
de la Hispanidad": "La misión histórica
de los pueblos hispánicos -dice Maeztu- consiste en
enseñar a todos los hombres de la tierra que si quieren
pueden salvarse, y que su elevación no depende sino
de su fe y su voluntad".
Voluntad, voluntad, voluntad; había que proteger a
toda costa la fuerza de voluntad, rechazando y evitando todo
cuanto pudiera socavada. Esta obsesión por la voluntad
es muy propia de las mentes dictatoriales. Alan Bullock, el
historiador inglés autor de la última biografía
de Hider, dice al definir a su autobiografiado: "Por
su propio temperamento, el autodidacta Hider, cuando analizaba
las diferentes posibilidades que se le presentaban, siempre
solucionaba el problema consigo mismo; sus decisiones eran
intuitivas, no susceptibles de modificación o discusión;
desconfiaba de la crítica, del análisis y de
la objetividad, pensando que tenían un efecto inhibidor
sobre la voluntad".
Supongo que de forma parecida debía pensar monseñor
Escrivá cuando decía a la sección de
mujeres: "En el Opus Dei las grandes cabezas no sirven
porque se convierten en cabezas grandes. Las medianías,
hijas mías, sirven mucho porque son dóciles
y están dispuestas a aceptar lo que se les diga".
Pensar un poco no suponía tener una gran cabeza, sino
simplemente una cabeza que funciona o intenta funcionar.
Voluntad, voluntad y voluntad. Pero es que el entendimiento,
la razón, es, quiérase o no, la fuente fundamental
del conocimiento. El que unos pocos se reserven el saber y
el realismo, cultivando en los otros solamente la ilusión,
es hacer posible la dominación de la mayoría
por la minoría que sabe. La razón, sin la que
no hay conocimiento, es indispensable para ser libre. No existe
libertad sin conocimiento y control de sí mismo. Y
a la inversa, dominar a un ser, es, en primer lugar, privarle,
mediante la ignorancia y la ilusión, del control de
sí mismo, con el fin de modelar su mente conforme a
las funciones a las que se le destina.
La individualidad que se integra requiere razón y
fe, y funciona con obediencia inteligente. La fe no es irracional,
y menos puede negar la evidencia. En cuanto a la voluntad,
me gustaba y me gusta la idea de voluntad como facultad de
síntesis, como capacidad de organizar, de dirigir las
ocurrencias y evaluarlas, de dar la orden de parada o de marcha.
También me parece importante recordar aquí que
la acción es un proceso largo y si la voluntad se encarga
de dirigir y controlar la acción, no es sólo
facultad del instante, sino también de la perseverancia.
Trataba, me esforzaba por poner en juego mis potencias y
cualidades, como si todo dependiera de mí, pero tenía
fe y estaba dispuesta a ponerlo todo delante de Dios porque
creía que, en definitiva, todo dependía de El.
A la luz de la fe, hasta comprendía las contradicciones
de los místicos, que se sentían libres cuando
se entregaban en cuerpo y alma a su divinidad correspondiente.
Pero es que identificar la divinidad con lo que dispusieran
en cualquier momento los directores, a veces, era hueso muy
duro de roer, a pesar de aquellas frases contundentes que
nos decían: "Ellos pueden equivocarse. Obedeciendo,
tú nunca...". Pero es que aquella obediencia a
lo Goebels -propia de todo montaje totalitario- a mí
no me iba.
Los dictadores saben bien que las masas requieren fe y voluntad
y que funcionan con obediencia ciega: no a la duda, no a la
crítica, ni a los matices ni contrastes. No hay que
opinar, sino entusiasmarse con las consignas, creer en ellas,
transmitidas y vividas. El padre, el jefe, el líder,
el caudillo, el guru, el brujo es el que sabe, los demás
le siguen.
"No podemos olvidar -dice J. A. Marina en "El misterio
de la voluntad perdida"-, que la voluntad sin inteligencia
puede ser la rígida y almidonada sumisión a
una costumbre. O la inflexible acompañante del fanatismo.
O la manifestación desaforada del paranoico. O la áspera
afirmación del egoísmo. O la energía
implacable del que no soporta la ambigüedad y se aferra
a la norma". "Es un horror tener poco entendimiento
y mucha voluntad", añade el mismo autor.
Voluntad para vivir la obediencia a una idea, a un proyecto,
a una vocación, a unos valores pensados y sentidos.
Pero ¿qué tenían que ver todas aquellas
órdenes y mandatos con el espíritu que realmente
me había motivado y movido en su día, y me seguía
moviendo y motivando? Diciendo amén a toda aquella
retahíla de notas, órdenes, normas y directrices,
tanto si estaba como si no estaba de acuerdo, acabaría
formando parte de las conductas voluntariosas, inflexibles,
rígidas y fanáticas. Me convertiría,
sin duda, en una eficaz, maniática y obsesa de la norma,
de la orden, del mandato.
Poco a poco me fui dando cuenta de que se trataba de un canto
a la determinación, a la sumisión, a convertirse
en auténtico apóstol del voluntarismo. Heidegger
decía: "Nosotros somos propiamente sólo
nosotros en la decisión. La decisión libera
al yo para ser-sí-mismo". Y ese "ser-sí-mismo"
no condujo precisamente a una liberación, sino a un
entusiasta afán de esclavitud que llevó al mencionado
filósofo a desembocar en el nazismo (doctrina en la
que la voluntad férrea se disuelve en la total sumisión
a una voluntad superior de la que recibe su ser propio).
No, yo no quería caer en la insensible tiranía
del voluntarismo, que mantiene como máximo valor la
voluntad desnaturalizada, desvinculada de aspiraciones, sentires,
deliberaciones y esperanzas, es decir, el deber por el deber.
Un vivo ejemplo de este tremendo voluntarismo lo encontramos
en Eichmann, el nazi juzgado en Israel por sus crímenes
en un campo de concentración, que justificó
su comportamiento alegando que él cumplió con
su obligación.
Estoy de acuerdo con que sin voluntad podemos estar sometidos
a cualquier estímulo, pero una voluntad férrea
puede ser monstruosa en su rigidez. Quien cede con facilidad
es débil, quien no cede nunca puede ser un maníaco.
Razón y fe, fe y voluntad. Se trata de dos actitudes
vitales paralelas y, por tanto, avocadas a no encontrarse.
Si mis convicciones más profundas estaban tan acordes
con la primera postura, y así lo manifesté siempre
-supongo que primero con mucha inmadurez, y a medida que iba
pasando el tiempo con una nitidez mayor-, ¿por qué
los directores, que tendrían que estar capacitados
para ver el fondo de sus súbditos, no me dijeron ya
en el periodo de adoctrinamiento, ni después, que aquel
lugar no era para mí? Y no solamente no me lo dijeron
sino que, en muchas ocasiones, me animaron a seguir abriendo
brecha por los caminos que habrían de continuar -me
decían- las numerarias del siglo XXI.
No olvidemos que a los directores había que considerarlos
depositarios de lo absoluto y dejarse iniciar por ellos. Había
que someterse sin crítica, sin examen, aun cuando las
circunstancias te invitaran a dudar y, en ocasiones, te costara
mucho aceptar que poseían las llaves del bien y del
mal.
"Todavía no estás madura" -te decían-;
"ya lo irás viendo"; "te falta visión
sobrenatural"; "reza, reza mucho"; "fíate,
obedece, déjate llevar".
No descubrí la negra magia de todas aquellas palabras
hasta que me mordieron el corazón. Mientras tanto rezaba,
obedecía y suplicaba para llegar a tener mayor visión
sobrenatural.
Éstos y otros muchos hechos iban quedando en mi corazón:
muchos pequeños hechos reposaban como amortajados en
la bruma; aparcados, pero con la suficiente fuerza como para
no olvidarlos. El mundo que me enseñaban se disponía
armoniosamente alrededor de coordinaciones fijas. Las nociones
neutras tenían que ser desterradas: o estás
conmigo o estás contra mí, no había término
medio entre el traidor y el héroe, el renegado y el
mártir. Sin embargo, mi experiencia desmentía
ese esencialismo. Lo blanco era raramente completamente blanco;
la negrura del mal se esfumaba, y lo que acababa por dominar
eran los tonos grisáceos.
Pero aquello que veía con mis ojos, lo que sentía
de veras, debía entrar en esos marcos donde no cabían
las nociones neutras; los mitos y los clichés tenían
que prevalecer sobre la realidad, y yo en aquellos momentos
y en aquellas circunstancias estaba confusa y débil
para pensar por mí misma. No me quedaba más
recurso que cerrar los ojos y refugiarme en la autoridad,
que para mí tenía que ser el Padre y los directores
(un mundo en blanco y negro: el Padre era la perfección,
los directores infalibles como tales. Sin embargo, yo veía
un mundo de grises: en el Padre descubría grandes aciertos
y algunos, también, grandes desaciertos, y a no pocas
superioras las encontraba artificiales, superfluas y hasta
estúpidas y vanidosas).
Finalizaba mi etapa de adoctrinamiento. Había que
dar un salto y lo di. El recurso de la voluntad divina era,
en última instancia, lo que me tranquilizaba: Dios
que había sacado a la Tierra del Caos y a Adán
del barro, a mí también me iría aclarando.
Había dado el salto necesario y, poco a poco, iría
descubriendo, viendo, dando sentido. Mientras tanto tenía
que apoyarme en la oración y en los sacramentos, volcarme
en el trabajo y el apostolado, y en estos terrenos, en los
que no presentía peligro, realizarme y resolver problemas.
Los otros temas: el blanco, el negro, los grises, era mejor
que no me obsesionara con ellos. El deseo de sumisión
iría creciendo con el aumento de mi amor a todo lo
que rozara la Obra -sobre todo al Padre, a su inspiración
divina-, y mi vida toda se iría encauzando. Pero había
que tener paciencia y ser humilde; tomar conciencia de la
propia limitación y agarrarse a la fe.
Tanto control, tanto reglamento, tanta nota se me hacían
Cuesta arriba. Pero como estaba profundamente motivada, a
todo lo que me incomodaba le veía su razón de
ser y se me ocurrían sólidos -o al menos hermosos-
argumentos que daban sentido a todo aquello: teníamos
que hacer de nuestra vida una obra de arte, y el trabajo de
los artistas -sobre todo el de los músicos- podía
servirme de modelo. En aquel entonces ni se me pasaba por
la cabeza que unos años después casi todo iba
a sonarme a demasiado repetido, gastado, arrugado, caduco.
Mi optimista punto de mira se encontraba puesto en lejanos
horizontes, y exigía una realidad diaria de esfuerzo,
abnegación y disciplina.
Con esta disposición de ánimo dije adiós
a esa primera etapa de adoctrinamiento, caminando decidida
hacia lo que consideraba que era un nuevo ciclo más
gratificante y de horizontes más abiertos. Ante mí
se abría esperanzadora una nueva etapa de expansión,
de exaltación. Hasta entonces mis esfuerzos se habían
centrado en crecer para adentro, a partir de ahora se trataba,
sobre todo, de realizarse hacia fuera. Trabajo, oración,
ser una ayuda real para los otros, hacer apostolado; traducir
en obras ese profundo deseo de colaborar a hacer un mundo
más justo, más humano.
Pensadores como Jacques Maritain -un cultor de utopías
sociales- eran mi punto de referencia, y como él, estaba
convencida -desde la candidez de mis veinte años- de
que, mediante un enérgico apostolado inspirado en la
palabra evangélica, se podía arrebatar al espíritu
del mal el dominio de la historia humana y construir una sociedad
sustentada en los valores del espíritu. Para hacer
realidad esta utopía espiritual colectiva teníamos
que trabajar con celo de converso y dejar en esa tarea nuestros
mejores años de juventud, sin decaer ante los desmentidos
y desvaríos que la realidad humana se encargaba de
dejar bien patente. En esto consistía lo de ser "contemplativos
en medio del mundo", punto clave de nuestra vocación.
Las puertas del Centro de Formación se cerraban y
se abrían las de la Escuela de decoración y
secretariado Llar en Barcelona. Comenzaba así un periodo
inquieto y activo que duró más de tres años.
Por las mañanas trabajaba como periodista en el departamento
de información del IESE (Instituto de Estudios Superiores
de la Empresa), por las tardes daba clases en la Escuela Llar
-de Literatura y de Pensamiento de actualidad-, y me dedicaba
por entero al apostolado con chicas jóvenes, alumnas
de la Escuela y amigas suyas, sobre todo.
Durante aquellos años, Llar fue una importante cantera
de vocaciones de supernumerarias que pocos años después
se casaron. Recuerdo que un considerable porcentaje de aquellas
jóvenes ya se planteaban que el matrimonio no iba a
suponer para ellas el abandono de su profesión, y daban
por supuesto que se preparaban para ejercer un trabajo en
serio. En este terreno encontré una importante diferencia
entre lo que había vivido en la Escuela Montelar de
Madrid, y lo que ocurría en la Escuela Llar de Barcelona.
Mientras en la primera, la inmensa mayoría de las chicas
que se matriculaban lo hacían como entretenimiento
-a modo de compás de espera hasta el momento del casorio-,
en la segunda, eran muchas las que se apuntaban con vistas
a prepararse para llevar a cabo una tarea productiva.
¿Y de la pobreza, y de
la castidad? (9 de noviembre, 1998)
Te parece que, en mis cartas, desde un principio hago abundantes
referencias a la obediencia, pero que los otros dos consejos
evangélicos quedan como en el olvido, por eso me preguntas
con especial insistencia: "y la pobreza, y la castidad,
¿cómo la vivíais?". Bien, pues antes
de pasar a otras etapas de mi recorrido personal, voy a contarte.
La pobreza para una numeraria consiste en no ser propietaria
de nada y en estar desprendida de todo aquello que se usa
o disfruta. Tanto el sueldo que ganabas, como las propiedades
-si las tenías-, o los regalos que recibías
de familiares o amigos, debían entregarse a la directora.
En lo que se refiere a vestuario y objetos personales, como
todas las que estábamos en el Centro de Formación
acabábamos de llegar de las respectivas casas de nuestros
padres, cada cual tenía aún lo suyo: unas habían
llegado muy bien equipadas, otras no tanto, y también
las había francamente mal trajeadas.
Se trataba de ser exigente con una misma, y en el examen
personal preguntarte si era necesario o no todo lo que tenías.
En caso de que la respuesta sincera fuese que poseías
cosas innecesarias, de inmediato vivías el llamado
desprendimiento, entregando a la directora todo aquello que
ibas considerando superfluo, aprendiendo así a funcionar
más ligera de equipaje. Al finalizar el Curso de Formación
ocurría, que las peor trajeadas habían mejorado
considerablemente su aspecto externo, mientras que las mejor
equipadas habían simplificado su armario y todo su
"look" en general.
En cuanto a la castidad, muchas veces me han preguntado -tú
también lo has hecho-, si en aquel mundo exclusivamente
femenino, no se vivían historias de amor entre mujeres,
y siempre he respondido que en los casi nueve años
que fui numeraria, nunca vi nada chocante en este sentido.
De vez en cuando te topabas con alguna de esas chicas babosas
y pesadísimas, que continuamente perseguían
y se enganchaban a la directora de turno para consultarle
ni se sabe el qué, pero siempre pensé que se
trataba de personas algo desequilibradas, con ganas de protagonismo,
con necesidad de llamar la atención y de que alguien
les hiciera caso, pero nunca se me ocurrió pensar que
pudiera tratarse de una forma de enamoramiento.
Creo que la gran mayoría -en la que me incluyo-, aterrizamos
allí con una enorme buena fe y movidas por una llamada
de Amor que pedía disponibilidad, entrega y generosidad
total para ser mejor y colaborar en hacer un mundo mejor.
La castidad formaba parte de todo aquel apasionante juego,
ya que al renunciar a un marido y a unos hijos -tenía
bien claro, por mi formación, que esa era la única
forma válida de vivir la sexualidad-, una estaba más
libre y disponible para la generosidad y la entrega a los
otros. Cuando nos decían que nosotras teníamos
que vivir la castidad como una "afirmación gozosa",
lo captaba perfectamente.
Pero con mi punto de vista personal, tampoco quiero afirmar
categóricamente, que allí todas fuéramos
espíritus puros, y que nunca ocurriera nada alarmante.
De hecho, estando ya fuera de la Obra, he tenido ocasión
de escuchar algunas historias; con detalle recuerdo dos.
La primera me la contó una ex numeraria -hoy casada
y madre de dos hijos ya mayorcitos-, y le ocurrió viviendo
en Pamplona. Según su versión, otra numeraria
se enamoró de ella y se le declaró abiertamente.
Parece ser que, en un principio, también la interfecta
se sintió atraída, pero enseguida sintió
miedo, entonces lo contó en el confesionario, y todo
acabó con un cambio de casa y de ciudad. Las dos arrepentidas
fueron a parar, una a Madrid, y la otra, a Sevilla.
La segunda historia tiene más argumento y también
más morbo. Su protagonista hizo el Curso de Formación
el mismo año que yo, en Dársena (Barcelona).
Catalana de pura cepa, decoradora por la Escuela Llar, Matilde
P. -así se llama-, era la segunda de cinco hermanos,
todos ellos de la Obra. Pues bien, por ella misma supe, que
en el Curso de Formación se enamoró de una compañera
y que de inmediato se "entendieron". Su lugar de
encuentro habitual era la azotea de la residencia y, en cuanto
veían el campo libre, allí se escapaban; incluso
por la noche, cuando ya todo el mundo dormía, se reunían
allí, hasta que un buen día las pescaron in
fraganti.
A partir de entonces, una y otra fueron estrechamente vigiladas,
pero aun así -según ella cuenta-, de vez en
cuando todavía consiguieron burlar las barreras y encontrarse.
Cuando escuché el relato de este folletín -hace
ya unos cuantos años-, no salía de mi asombro:
vivíamos en la misma casa, participábamos del
mismo entorno, pero lo cierto es que nunca llegué a
sospechar, ni tan siquiera a imaginar, que pudiera estar ocurriendo
nada de todo aquello que mis oídos estaban escuchando.
Y lo más fuerte es que la historia no acaba aquí.
Su protagonista siguió contándome que, después
de haber dejado ella la Obra y su compañera estar destinada
en Madrid, el "affaire" subsistió. ¿Cómo?
-te preguntarás, como yo me pregunté-. Pues
se encontraban en un hotel de la ciudad; ella se desplazaba
desde Barcelona, y la que era numeraria, contaba a su directora
que había venido una tía suya a Madrid y que
no tenía más remedio que acompañarla
-trabajaba en la administración de la residencia en
la que vivía y ésta era la única forma
de poder salir-. Se citaban en la habitación del hotel
y allí pasaban el día encerradas, entre otras
cosas, por temor a que alguien las viera. A última
hora de la tarde, se despedían. Este plan parece que
duró varios años.
Pero volviendo a lo que decía líneas arriba,
pienso que este tipo de historias eran del todo extraordinarias
en aquel contexto en el que era mucho más corriente
el vivir célibe con naturalidad y sin grandes tensiones.
Yo al menos, sinceramente, lo veo así.
Y para acabar, pienso que viene a cuento el recordar que
los votos en sí mismos no son más que cauces
de posible vida cristiana; que lleguen a serlo en verdad depende
de la realización concreta. La justificación
cristiana de los votos son su misma realización y,
si, de hecho desencadenan una vida según el seguimiento
de Jesús. De la castidad, obediencia y pobreza existían
-y supongo que existen-, tradicionalmente dos concepciones:
una concepción ascética, de negación
y sacrificio, en la que el sujeto niega el ejercicio de la
sexualidad, de la libre voluntad y de la libre disposición
de bienes, y una concepción personalista en la que
los votos o compromisos son medios de realizarse, es decir,
que en ellos se encuentra el cauce para desarrollar maduramente
la propia afectividad, la propia libertad y el uso correcto
de los bienes materiales. Mi manera de ser conectaba, sin
duda, mucho más con la concepción personalista,
ya que no creo que sea ningún ideal en sí mismo
que la persona se sacrifique sin más, sino que todo
lo que sea sacrificio y negación debe estar al servicio
de algo positivo (la castidad es la condición de la
más amplia posibilidad de amistad y amor desinteresados;
la pobreza, de compartir las cosas en común; la obediencia,
aun cuando exista un superior que decida, ha de enfatizar
la escucha en común de la palabra de Dios). Los votos,
en definitiva, permiten y exigen una total disponibilidad
para estar presente donde más haga falta.
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