SER MUJER EN EL OPUS DEI
Autora: Isabel de Armas
CAPÍTULO 3. TIEMPO DE EXALTACIÓN
-Puntos de referencia clave.
-Del optimismo idealista al pesimismo
práctico.
-Cuestionamiento total de los
valores establecidos.
-Ensanchando horizontes y puntos
de mira.
-La censura llama a mi puerta.
-Los valores "ontológicos"
de la feminidad.
-Aclararse, una tarea difícil
y costosa.
-Otra vez "la cuestión de la
mujer".
-De la reivindicación de la "igualdad"
a la "diferencia".
-La "Humanae vitae" y el
mundo de las supernumerarias.
-El concepto de la paternidad responsable.
-Control cerebral y sexualidad humanizada.
-Educación de la continencia.
-Sacerdocio femenino
Puntos de referencia clave (13 de
noviembre, 1998)
Como cada uno de nosotros somos hijos de nuestro tiempo,
para entender por dónde van los tiros de cada quien
en un determinado tiempo -intereses, inquietudes, preocupaciones-,
es importante conocer los sucesos claves que en ese preciso
momento histórico se están llevando a cabo.
En la década de los sesenta hubo dos sucesos fundamentales,
que tuvieron como consecuencia el poner en tela de juicio
todo lo divino y lo humano: el Concilio Vaticano II y el movimiento
estudiantil conocido como contracultura, que tuvo su expresión
cumbre en el Mayo del 68 francés. Ambos vinieron a
ser un auténtico revulsivo social, aunque, como es
lógico, para el católico practicante, fue más
punto de referencia clave el primer acontecimiento que el
segundo, a pesar de que éste último supuso un
cuestionamiento total de los valores establecidos.
El 11 de octubre de 1962 se llevó a cabo la apertura
del Concilio Ecuménico Vaticano II. El papa Juan XXIII
había asumido una iniciativa sin precedentes, con objeto
de "quitar el polvo que se había ido acumulando
en el trono de Pedro desde la época de Constantino".
Este pontífice, idealista y bondadoso, comprendía
que la Iglesia había de dar una respuesta adecuada
a los problemas actuales de ámbito mundial, tales como
la guerra, la injusticia, la pobreza. También advertía
la perentoria necesidad de un "aggiornamento" -una
puesta al día- de la Iglesia. Consideraba que un concilio
ecuménico era el medio más eficaz del que la
Iglesia disponía para valorar su papel en el mundo
y poder cumplir ante la humanidad de su tiempo aquellos fines
para los que fue fundada.
Los miembros de la Curia, órgano de gobierno del Vaticano,
trataron de persuadirlo de que abandonase la idea o, cuando
menos, de que considerara la posibilidad de posponer la convocatoria
del Concilio. Esta oposición se debía al temor
de que un Concilio pudiese romper la organización jerárquica
existente en el gobierno de la Iglesia. Los miembros de la
Curia romana dirigían todas las sagradas congregaciones
encargadas de los asuntos referentes a la vida eclesiástica.
Los conservadores pensaban que el cambio equivaldría
al reconocimiento de la existencia de una debilidad y se oponían
a cuanto menoscabase las sagradas tradiciones.
El Papa, sin embargo, estaba resuelto a celebrar el concilio
en la fecha más temprana posible y deseaba ver realizado
su sueño antes de morir. La primera sesión tuvo
lugar entre octubre y diciembre de 1962: el sueño de
Juan XXIII se había hecho realidad. Sin embargo, no
llegaría a contemplar el final de este sueño,
pues falleció en junio de 1963. Su sucesor, Pablo VI,
presidiría las tres sesiones siguientes en los otoños
de 1963, 1964 Y 1965. El nuevo Papa también sentía
la necesidad del Concilio que consideraba "como un puente
hacia el mundo contemporáneo", aunque manifestó
una tendencia quizá más conservadora que la
iniciada por su predecesor.
En diciembre de 1965 finalizó el Concilio. Durante
cuatro años de deliberaciones, en las que se pusieron
de relieve serias diferencia existentes entre progresistas
y conservadores, se elaboraron un total de 16 textos que se
refieren tanto a la reorganización de la Iglesia como
a la redefinición de sus vínculos con el entorno.
De estos escritos, destacan dos como trabajos claves: "Lumen
Gentium" (Constitución dogmática sobre
la Iglesia) y "Gaudium et Spes" (Constitución
pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy). En la elaboración
de dichos documentos participaron, y a su puesta en práctica
se comprometieron, todas las fuerzas presentes en el Concilio
-Juan XXIII y Pablo VI que le sucedió, la Curia romana,
los obispos de Occidente, Oriente y el Tercer Mundo, las distintas
corrientes teológicas... Sólo hubo oposición
por parte de monseñor Lefebvre y su entorno, que representaban
una ínfima minoría de los padres conciliares.
Sin embargo, unos años más tarde, como observa
el sociólogo de las religiones, Gille Kepel, "el
legado del Concilio será objeto de un conflicto radical
entre quienes estiman que sólo es el comienzo de un
proceso de apertura de la Iglesia al mundo y quienes, a la
inversa, lo consideran un término, un límite
que no debe franquearse".
En cierta ocasión oí contar que, al papa Juan,
la idea de convocar un concilio le vino a las mientes a raíz
de un diálogo que sostuvo con un cardenal, que creía
de buena fe que el mejor soporte de la Iglesia debía
ser la acumulación de poder. Le daba miedo la competencia
de las demás religiones, mientras que él pensaba
todo lo contrario. El poder terrenal de la Iglesia era el
principal enemigo de la catolicidad. La década de los
sesenta no era la época de Constantino, ni tampoco
la de los Borgia. Los fieles en particular, y la humanidad
en general, necesitaba otra actitud, otro lenguaje.
El idealista y bondadoso pontífice, estaba convencido
de que procedía un acto de arrepentimiento, de humildad,
un mea culpa. El Concilio debía servir para dar un
giro de 180 grados. A base de anatemas, de coacción,
de amenazar con el fuego eterno y, por supuesto, de nepotismo,
la Iglesia no iría a ninguna parte. El imparable avance
de la ciencia y de la técnica iría socavando
poco a poco su influencia sobre las almas, y los hombres le
darían la espalda.
Consecuente con su temperamento, sin una palabra de soberbia,
aunque con una fe sin límites en el mensaje de Cristo
Jesús, presidió la apertura del Concilio. Roma
se convirtió en un gigantesco templo, en una concentración
de jerarcas eclesiásticos entre los cuales abundaban
los santos, pero también las mentes retorcidas e incordiantes
por una u otra causa.
"Pronto me di cuenta -explicó el Papa- que encontraría
mucha oposición. Los retrógrados temían
perder sus privilegios (la llamada Curia romana había
dicho que era imposible organizar el Concilio para 1963)."
"¡Magnífico. Entonces lo celebraremos en
1962!" -añadió de inmediato Juan XXIII-.
Y así fue. El Concilio empezó paticojo, a decir
del propio Papa, debido a las discrepancias que se pusieron
de manifiesto ya en la primera sesión. Pero esta reacción
no acobardó al pontífice, puesto que declaró:
"¿Creéis que os he hecho venir para que
todos cantéis el mismo salmo como los monjes?"
Muchos teólogos se pusieron de su parte, entre los
que destacó el jesuita Karl Rahner, cuyas palabras
fueron contundentes:
"Necesitamos -puntualizó- una teología
de los misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo
y de las relaciones temporales. De la Historia. Del pecado.
De la vista, del oído, del lenguaje, de las lágrimas
y de la risa. De la música y de la danza. De la cultura.
De la televisión. De los alimentos y de la bebida.
Del matrimonio y de la familia. De los grupos étnicos
y del Estado. De la humanidad. De una nueva antropología
cristiana..."
Las intervenciones del humilde Roncalli iban marcando el
camino en una dirección que pilló desprevenidos
a muchos de los asistentes. Se manifestó sin ambages
en contra de los "profetas de las calamidades, y reiteró
una y otra vez que la Iglesia debía usar más
de la misericordia que de la severidad. Cuando le preguntaron
acerca de la conflictiva marcha del Concilio, respondió,
con fe firme, que en un concilio hay que contar con tres etapas:
la del demonio, que procura revolver los papeles, la del hombre,
que contribuía a la confusión, y la del Espíritu
Santo, que lo aclaraba todo. Él no coincidió
en el tiempo con el desarrollo de las tres etapas; falleció
antes.
Pienso que el cónclave se hizo de la vejez una idea
falsa cuando, creyéndolo inofensivo, eligió
Papa al cardenal Roncalli. Éste siempre había
hecho lo que consideraba su deber, sin dejarse intimidar por
nada. El pontificado le abrió inmensas posibilidades
y las explotó. Con el nombre de Juan XXIII, tres meses
después de su elección, venciendo todas las
oposiciones, emprendió una reforma de la Iglesia y
convocó un concilio cuyos trabajos fueron en gran parte
inspirados por él; trabajos que iniciaron una conmoción
y llevó a una interrupción posterior seguida
de un parón en seco por temor a un generalizado desmadre.
¿Fue Juan XXIII víctima de la contrafinalidad?
De esa contrafinalidad que Sartre ha descrito y que es un
momento ineluctable del desenvolvimiento de la historia. "La
praxis -dice- se fija en lo práctico-inerte; bajo esta
forma es retomada por el conjunto del mundo y desnaturaliza
su sentido."
Toda persona madura ha asistido alguna vez a este reverso
de las cosas. En nuestro siglo, Gandhi puede ser el prototipo
de víctima responsable de la contrafinalidad. Empecinado
en la idea de la no violencia, el padre de la liberación
india no supo ver la violencia que alentaba en el seno de
las comunidades hindú y musulmana. Prefirió
el principio a la realidad, el medio al fin, y el resultado
contradijo la empresa de su vida. Hay pocas suertes más
trágicas para un hombre que ver su acción radicalmente
pervertida en el momento en que se cumple. La independencia
de la India, tan deseada, sólo le trajo la desesperación
(en el Pakistán había matanzas de hindúes;
en la India de musulmanes, y en los dos países de sijs),
y él mismo, predicador y testimonio incansable de la
resistencia no violenta, murió violentamente, asesinado
por un hindú que lo consideraba un traidor. El día
que cumplió setenta y ocho años, Gandhi declaró:
"En la India, tal como se presenta hoy, no hay lugar
para mi... No tengo ningún deseo de vivir si la India
ha de quedar sumergida por un diluvio de violencia".
De haber sobrevivido al Concilio Vaticano II, ¿habría
sido Juan XXIII, como Gandhi lo fue, víctima de la
contrafinalidad? ¿Cómo hubiera respondido? ¿Habría
actuado como lo han hecho sus sucesores? ¿Habría
llevado a cabo algo que quienes han venido a continuación
no han sabido o no han querido hacer? El papa Roncalli nos
dejó con los interrogantes; con un gran panorama abierto
y mucha y difícil tarea por hacer.
Las enseñanzas del Concilio Vaticano II provocaron
considerables reacciones en el clero y los fieles de todo
el mundo, que se pueden agrupar en tres posturas distintas.
La mayoría de los católicos aceptó de
buen grado los cambios introducidos por el mismo. Otros, sin
embargo, lucharon a brazo partido por mantener las antiguas
tradiciones. Finalmente, otros llevaron el progresismo y la
novedad mucho más allá de lo que se había
pretendido, llegando a manifestaciones realmente extremas
y caóticas. Pero no podemos olvidar que en toda revolución
hay excesos: es inevitable.
La prensa de todo el mundo aireó con morbo las noticias
amarillistas que hacían referencia a las llamativas
o escandalosas acciones de este tercer grupo: matrimonios
de sacerdotes reducidos al estado laico, misas rock y folk,
clérigos obreros que militaban en política.
En Latinoamérica, bastión del tradicionalismo
católico, se produjeron algunos cambios sorprendentes.
El clero católico, identificado secularmente con la
élite política, entró en agudo conflicto
con los gobiernos. En Chile, la Iglesia se manifestó
en contra de la Junta militar; en Paraguay, algunos sacerdotes
predicaban la revolución, y en Colombia, determinados
clérigos tomaban parte en actividades guerrilleras
antigubernamentales. En Brasil, concretamente en Recife, el
arzobispo Helder Cámara, organizó un movimiento
de protesta contra el régimen militar de su país.
Esta reacción en cadena tuvo su origen en una importante
reunión de obispos latinoamericanos, celebrada en 1968
en la ciudad colombiana de Medellín, en la que se aprobó
un programa socialista y anticapitalista. En su deseo de contribuir
a la redención de los humildes, algunos obispos comenzaron
a disponer de las tierras y propiedades de la Iglesia y a
trocar sus vestiduras por otras más sencillas. Numerosos
sacerdotes, al ejemplo de los obispos, abandonaron sus privilegios
de antaño y pasaron a vivir como sus pobres feligreses.
La situación de la Iglesia española tampoco
era de calma y tranquilidad por aquellas fechas. Por una parte,
prestaba atención a una gradual ruptura con el régimen
de Franco -superando el espíritu de cruzada y el nacionalcatolicismo-,
y por otra, se estrenaba en llevar las riendas de un clero
que, en buena parte, había comenzado a dar un considerable
giro en su acción pastoral y en sus propias actitudes
vitales.
Veíamos, y no hacía falta ser ningún
lince para verlo, que la Iglesia española iba divorciándose
progresivamente del régimen de Franco -sobre todo desde
la celebración del concilio Vaticano II-, y al hilo
de la renovación de la jerarquía episcopal española,
llevada a cabo por los nuncios Riberi y Dadaglio, que culminó
con el nombramiento de monseñor Enrique y Tarancón
-un liberal muy próximo a Pablo VI y partidario decidido
de la ruptura de la Iglesia con el franquismo- como arzobispo
de Madrid (1969) y presidente de la Asamblea Episcopal. En
los primeros años setenta se produjeron hechos muy
significativos: numerosos curas vascos y catalanes se manifestaron
públicamente en defensa de los derechos de sus pueblos
y también era elevado el número de curas que
se significaban, de diversas formas, contra la dictadura.
Recuerdo que la puntilla tuvo lugar en 1971, cuando la propia
Asamblea episcopal aprobó una resolución en
virtud de la cual la Iglesia pedía públicamente
perdón por la parcialidad con que había actuado
durante nuestra guerra civil. La abierta deserción
de la Iglesia hería de muerte al régimen: su
posición venía a deslegitimar la teoría
de la cruzada con que el franquismo justificaba sus orígenes
y la guerra de 1936-1939.
Ni que decir tiene que todos estos importantes acontecimientos
hacían pensar y llevaban a hacerte nuevos planteamientos
de cuanto te rodeaba. Sin embargo, lo que estaba ocurriendo
en la sociedad española contrastaba enormemente con
el ambiente que se respiraba en el mundillo interno de la
Obra. Cada vez más ministros, más directores
generales y más altos cargos del gobierno franquista
eran miembros de la Obra. La euforia y el optimismo de sentirse
en las alturas era difícil de disimular, y nosotras
-la sección femenina- volcábamos una parte importante
de nuestros esfuerzos, y mayor o menor ingenio, en tratar
y captar a las esposas, hijas, familiares y amigas de todos
aquellos que ocupaban las nuevas altas esferas.
Otro acontecimiento puntero, que resulta clave para entender
gran parte de la historia posterior de la Iglesia, fue el
giro llevado a cabo por la Compañía de Jesús.
La transformación de los jesuitas comenzó en
los años cincuenta, cuando las promociones de sus jóvenes
en formación acudieron a las facultades de teología
de Bélgica y de Alemania, donde, según las fuentes
más ortodoxas, sucumbieron en buena parte a los espejismos
de la cultura Contemporánea, no para subordinarla a
la fe, sino para interpretar la fe en función principal
de esa cultura, sin excluir el existencialismo y el marxismo.
El resultado fue, ante la alarma de Roma, una inversión
de valores, una asunción de la llamada teología
política; una teología nueva que no iba de la
fe a la cultura sino de la cultura a la fe. Su teoría
parte del punto de que todos los hombres son "cristianos
anónimos" y por tanto no hay que insistir en su
conversión "ideológica", sino en la
promoción de la justicia que se traduce en la intervención
política de signo activista e incluso revolucionario.
Ni que decir tiene que la Iglesia institucional estaba aterrada
ante tan radicales y novedosos planteamientos que le desbordaban
por todos los lados. Por eso no resulta difícil de
entender que se encendiera la luz roja y que se dispararan
las alarmas, aunque también es cierto que, si echamos
una ojeada a la historia de la Iglesia, vemos que en los momentos
claves de crisis interna siempre ha encontrado una orden religiosa
en la que ha podido apoyarse. Los benedictinos y los monjes
misioneros de Gregorio Magno en la Alta Edad Media; dominicos
y franciscanos en el medievo bajo y jesuitas en el Renacimiento
y la Reforma. Finalmente, en la última crisis del postconcilio
han sido los institutos seculares, los movimientos carismáticos
y fuerzas autónomas integradas a la vez en el mundo
y en la Iglesia, como es el caso del Opus Dei, el apoyo efectivo
de la Iglesia institucional.
Del optimismo idealista al
pesimismo práctico (17 de noviembre, 1998)
Y mientras tanto, ¿qué hacíamos quienes
nos encontrábamos en ese mayoritario grupo de católicos
que aceptábamos de buen grado los cambios introducidos
por el Concilio Vaticano II? Teníamos la mirada puesta
en Pablo VI y su reafirmación de la autoridad papal,
y confiábamos plenamente en que la nave de Pedro tiene
asegurada su permanencia de labios de su mismo fundador. La
historia confirma que la Iglesia había superado vicisitudes
incomparablemente mayores. Por nuestra parte se trataba de
ir resolviendo las dificultades que se nos fueran planteando
y, como miembros activos de esa Iglesia, cooperar a demostrar,
una vez más, que éramos capaces de dirigirnos
a los hombres y mujeres de nuestro tiempo con un mensaje de
amor y universalidad. Además, los textos conciliares
eran un buen refrendo a la doctrina que en el Opus Dei predicábamos
y queríamos vivir: la universalidad de la llamada a
la santidad; el valor santificador del trabajo; el apostolado
de los laicos; la libertad de los seglares en toda cuestión
temporal. El Vaticano II redescubrió una verdad que
llevaba siglos enterrada: los laicos, ni son cristianos de
segunda, ni "longa manus" de la jerarquía
eclesiástica. Son pueblo de Dios en marcha, que camina
con una importante carga de fermento para influir en la sociedad.
Pueblo de Dios -no gregario, y menos pasivo-, formado por
individuos que están personalmente llamados a ser santos.
El panorama que nos ofrecía el postconcilio era de
verdad animante: todo parecía llamar a la acción
positiva y al optimismo.
Por aquel entonces me encontraba en pleno tiempo de exaltación
vital como numeraria; había superado la dura etapa
de adoctrinamiento y me creía ya preparada para entrar
de lleno en el tiempo de la expansión. Mi asombro y
preocupación no apareció hasta más tarde,
al comprobar como, gradualmente, la visión oficial
de la Obra se iba desplazando, paso a paso, de la postura
del primer grupo hacia el segundo -de ambos grupos te hablé
en mi anterior carta-, hasta llegar a identificarse cada vez
más con aquel segundo grupo formado, en un principio,
casi exclusivamente por monseñor Lefevbre y sus seguidores.
Cada vez oíamos hablar más, y con mayor apasionamiento,
de desviaciones, errores, herejías y traidores. "Os
pido que recéis mucho por la Iglesia, por el Papa actual
y por el Papa que vendrá, que habrá de ser mártir
desde el primer día -decía monseñor Escrivá
a los suyos-. Rezad para que el pueblo cristiano tenga defensas,
en medio de tantos errores y herejías"...[Carta
de Monseñor Escrivá 14-II-1974].
"Hijas mías -añadía-, tengo gran
congoja en el alma, por la Iglesia, por esa Madre buena que
está tan maltratada... Los traidores están dentro...",
afirmaba Escrivá dirigiéndose a las superioras
mayores de Roma.
"Cuando yo me hice sacerdote -insistía el Padre
tres meses antes de morir-, la Iglesia de Dios parecía
fuerte como una roca, sin una grieta. Se presentaba con un
aspecto externo que ponía enseguida de manifiesto la
unidad: era un bloque de una fortaleza maravillosa. Ahora,
si la miramos con ojos humanos, parece un edificio en ruinas,
un montón de arena que se deshace, que patean, que
extienden, que destruyen... ". [PILAR URBANO, "El
hombre de Vila Tévere", p. 460].
El tono catastrofista tocó techo en el contenido de
la carta del 14 de febrero de 1974, pero que las numerarias
de Barcelona no conocimos hasta bien entrada la primavera
de ese mismo año. Entre otras cosas, el texto de monseñor
Escrivá decía:
-"Hemos tenido que soportar -y cómo me duele
el alma al recoger esto- toda una lamentable cabalgata de
tipos que, bajo la máscara de profetas de tiempos nuevos,
procuraban ocultar, aunque no lo consiguieran del todo, el
rostro del hereje, del fanático, del hombre carnal
o del resentido orgulloso. Hijos, duele, pero me he de procurar,
con estos campanazos, de despertar las conciencias, para que
no os coja durmiendo esta marea de hipocresía [...].
A este descaro corruptor hemos de responder exigiéndonos
más en nuestra conducta personal y sembrando audazmente
la buena doctrina [...]. Hijos, no os durmáis en un
quehacer rutinario. Sentid el desvelo por cumplir el bien,
que el tiempo es corto. No os acobardéis jamás
de dar la cara por Jesucristo [...]. El remedio de los remedios
es la piedad [...]. Después de haber rezado mucho y
de haber empujado a otros a rezar durante largo tiempo, os
he comunicado las disposiciones que en conciencia estimaba
prudentes, para que vosotros contarais con unas directrices
seguras de orientación [...] en esta casi universal
deserción moral [...]. [Carta de Monseñor Escrivá
14-II-1974].
Recuerdo que mientras escuchaba con todo respeto la lectura
de tan inquietante texto, no podía dejar de pensar
que cualquiera que tuviese ojos en la cara, y una cierta sensibilidad,
era consciente de que en el interior de la Iglesia se hacía
necesario un buen tambaleo, un profundo cambio. Por eso no
veía del todo claro en qué consistía
tan dramática crisis de la misma. ¿No había
sido la historia de la Iglesia durante veinte siglos una crisis
permanente? ¿Estábamos entonces peor que en
tiempos de Nerón, o de Diocleciano, o de Atila detenido
a las puertas de Roma por el papa León? ¿No
fueron peores los tiempos de Arrio -probablemente también
profético y necesario-, o cuando las familias romanas
hacían y deshacían Papas? No, no veía
ni mucho menos claro por qué tenía que asustarnos
tanto aquella etapa de la historia de la Iglesia. Por encima
de todas las miserias entre las que nos movíamos y
movemos, creía y creo en la comunión de los
santos, y los santos, desde el tiempo de Cristo, convivían
y conviven con la miseria y con la escoria humana, y caminaban
y caminan junto a ella.
Lo que el Padre nos decía me parecía excesivamente
alarmista y polarizado en ver solamente los excesos de un
lado y no los de otra. Si entre los progresistas había
descreídos, herejes, laxos y suicidas, también
entre los retrógrados abundaban personajes cerriles,
cobardes, miedosos, bribones, agarrados a sus viejos privilegios
y siempre dispuestos a ahogar la vida allí donde la
haya, pero de éstos últimos no nos decía
nada. Aun así, creo que capté lo válido
de su mensaje; su empeño en ser, en aquellos momentos
tambaleantes -en los que lo nuevo no acababa de nacer y lo
viejo no acababa de morir-, un necesario dique de contención.
De ahí sus palabras de alerta, con indicaciones y cautelas
exigentes, para que nadie se torciera en la fe y en la moral,
para que se siguiera cuidando la piedad y el apostolado. Pero
lo que me resultaba insoportable eran las interpretaciones
de los que se creían sus más fieles seguidores;
siempre al acecho y viendo por todas partes enemigos, contaminación,
vestigios de posibles desviaciones, convencidos de que estaban
llevando a cabo una auténtica cruzada. Aquella especie
de caza de brujas llegó a hacérseme insoportable.
"¡Ojo!", "¡cuidado!", "¡aléjate
de!...", "¡no te dejes influir...!" Todo
estaba contaminado, maleado, podrido. Nosotros éramos
los buenos, los puros, los únicos auténticos
que vivíamos la moral y la doctrina católica.
Había que huir, pasar de largo rápido para
liberarse de un posible contagio. Aquel tono alarmista me
hacía recordar, una y otra vez, la parábola
del pobre samaritano. ¿Qué quiere decirnos esta
parábola? (Lc.10,25-37). ¿Por qué el
sacerdote y el levita pasaron de largo? La respuesta pura
y dura es que ni uno ni otro querían desobedecer. Parece
que esa era su intención, la de obedecer.
Siguiendo a los estudiosos de la Biblia, en su día
supe que según las leyes rituales del Levítico,
estaba prohibido acercarse a un cadáver -y aquel herido
lo parecía-. El que transgredía esta ley incurría
en una impureza legal. Los clérigos, obedeciendo, continuaron
su camino apartándose discretamente del supuesto cadáver.
Ellos habían cumplido con la ley y su conciencia quedaba
así tranquila y firme, y por supuesto, incontaminada.
Cada vez estábamos más encerrados en una especie
de fortín, unidos por la tendencia a escandalizamos
de todo y el horror a que la inmundicia nos salpicara.
Aquel ambiente me hacía volver la mirada atrás
en la historia, trayéndome a la memoria imágenes
de la España de finales del siglo XVIII y principios
del XIX, cuando ante los excesos provocados por las nuevas
ideas aportadas por la Revolución francesa y la Ilustración,
muchos ciudadanos volvían los ojos con simpatía
a las viejas ideas; las viejas ideas conservadoras se glorificaban,
cuando ante las tempestades que la libertad había producido,
se buscaba refugio en los tranquilos puertos de la autoridad
y la disciplina.
"¡La Ilustración ni siquiera nos ha arañado
la piel!" -afirmaba jubiloso un cardenal de finales del
siglo XVIII-. Y eso no era cierto, porque era imposible. Se
trataba de algo erróneo, porque aquellas nuevas ideas,
luminosas y vigorosas -aunque causaran sus estragos-, habían
calado en demasiados espíritus como para que pudieran
volver a extinguirse de nuevo. Todo se cuestionaba; lo que
parecía inamovible se tambaleaba. ¡Fuera polvo
y telarañas de muchos años!, sólo así
el nuevo pensamiento puede ir tomando cuerpo. ¿Cómo
se puede permanecer insensible?
Desmadre, desquiciamiento, de acuerdo. Pero tampoco se puede
dar por bueno el inmovilismo, la estupidez o el miedo. Con
sentido común e inteligencia, es preciso empujar hacia
adelante. Porque las nuevas ideas siempre son un soplo de
aire fresco; un estímulo que arrastra y empuja despertando
modorras de todo tipo.
El Concilio Vaticano II abrió las puertas de par en
par, y algunos cogieron una pulmonía que les llevó
a la tumba o a una larga convalecencia que durante tiempo
les ha hecho tambalear, pero eso no justificaba el cerrar
las puertas a cal y canto; encerrarse y ponerse a la defensiva,
siempre vigilantes para que nadie se acatarrara. El menor
gesto de sonarse podía resultar sospechoso, y un estornudo,
ya no digamos.
Desde el año 1965 hasta finales de 1974, luché
desde la postura del católico que había aceptado
de buen grado los cambios introducidos por el Concilio Vaticano
II. A partir de entonces esa actitud se hizo insostenible
dentro de la Obra, o al menos, en el mundo de las numerarias
que era en el que me encontraba inmersa. Ya irás sabiendo
con más detalle a lo largo de nuestra correspondencia.
Cada vez con mayor frecuencia, y con más alto tono
alarmista, oíamos decir que los traidores estaban dentro
de la Iglesia, y que lo realmente peligroso era esa permanencia
en el seno de la misma de no pocos eclesiásticos cuya
mente ya había dejado de ser católica y cuyo
corazón andaba muy lejos del Papa de Roma.
Insistían en que se trataba de rematar un cuerpo enfermo,
pero de hecho ¿no se estaba estrangulando a un recién
nacido?
"Desde 1965 -escribe Pilar Urbano en su biografía
sobre el fundador del Opus Dei-, Escrivá reza y hace
rezar a los suyos por la Iglesia de Jesucristo, zarandeada
por los empellones postconciliares de quienes, llamándose
"progresistas", son trasnochadamente "regresistas":
teólogos, liturgos y moralistas que desempolvan, del
baúl de los siglos, errores y herejías con un
inconfundible olor, mezcla de azufre y naftalina. Y exponen
en sus tenderetes esas antiguallas de baratija, con la única
novedad de que quienes ahora están tras el mostrador
-el púlpito, la cátedra, el altar- en lugar
de sotana, llevan corbata y jersey".
Y en compensación de toda esta morralla, nosotros
éramos los únicos que no habíamos perdido
la carta de navegar; los íntegros, los puros, los sin
fisura.
Tanta seguridad en la perfección propia me desconcertaba;
ese rotundo triunfalismo me producía un rechazo interno.
Una vez más, no lograba verlo todo en blanco y negro.
Han pasado ya más de dos décadas de todo esto
que te estoy contando, sin embargo, me sorprende comprobar
que la postura oficial de la Obra parece seguir siendo la
misma de entonces ya que, de lo contrario, recientes y rigurosos
estudios, como es el del profesor Joan Estruch, no insistirían
en el tema:
-"El elitismo del Opus Dei -escribe-, las referencias
de Escrivá a los "caudillos", la convicción
de construir "el pequeño resto de Israel",
la exigencia de ser más perfectos que los demás,
podrían dar lugar en todo caso a la formación
de lo que Weber llama "conventículos", y
que Joachim Wach, en una fórmula particularmente feliz
y desgraciadamente poco utilizada y aprovechada, llama "ecclesiola
in ecclesia". Es el mismo peligro que el cardenal Baggio,
prefecto de la Sagrada Congregación de Obispos, en
su solicitud de información a Álvaro del Portillo
preveía a la aprobación del Opus Dei como prelatura,
designaba con el recurso de la fórmula de "Iglesia
paralela". Iglesia paralela o "ecclesiola In ecclesia":
más allá de la atribución de una u otra
etiqueta, lo que aquí interesa subrayar sobre todo,
en el caso del Opus, es su talante de aristocracia religiosa".
Los selectos, los virtuosos que en el seno de la Iglesia
se sitúan muy por encima de la vida religiosa ordinaria
de la gran mayoría. Instrumentos escogidos para contribuir
al triunfo de una causa, y el hecho de conseguir el éxito
de la misma es la confirmación o la prueba de haber
sido elegidos.
Una ex numeraria, que ingresó en la Obra en la llamada
época fundacional y la dejó después de
treinta años de militancia, asegura que Escrivá
no aceptó nunca el Concilio Vaticano II, y explica:
-"El fundador vino una vez a España, exclusivamente
a hablar a un grupo de personas y decirnos justo al terminar
el Concilio: "Hijas mías vengo a deciros que la
Iglesia va muy mal, va al desastre, lo que os digo es que
pidáis por la Iglesia, porque está muy mal,
este Concilio es el Concilio del diablo"".
"Todo el Concilio le desesperó -añade-.
Pero su preocupación llegó al máximo
con la elección para Papa de Pablo VI. Fue algo que
le sacó de quicio".
"Consecuentemente él no adaptó nuestra
liturgia a la nueva del Concilio. No aceptó ninguna
reforma litúrgica, solamente en las casas de trabajos
externos, por no haber más remedio, consintió
en poner el altar hacia el pueblo, de cara a los fieles. Pero
en los oratorios de los pisos se seguía como siempre:
la misa en latín, de espaldas al pueblo y siguiendo
el calendario anterior [...]. Las mujeres seguíamos
llevando velo, lo que era una rareza en las iglesias públicas.
Tampoco aceptó las misas concelebradas, y en las casas
de retiro mandó hacer un claustro con armarios que
eran altares para que los curas dijeran las misas por separado".
No le gustó la encíclica "Populorum progressio"
de Pablo VI y decía: "¿A qué viene
ahora el Papa con estas cosas sociales cuando hay tantas herejías
dentro de la Iglesia?".
Un punto de vista del todo opuesto es la que nos ofrece Pilar
Urbano en su ya citada biografía de Escrivá:
-"Esta visión realista del desastre -de una Iglesia
devastada por una bandada de depredadores- no significa que
Escrivá se posicione enfrentado o disconforme con el
Concilio. Se equivocaría de medio a medio quien lo
pensase. Precisamente, para el Opus Dei, lejos de ser un revés,
el Vaticano II es una confirmación en toda regla".
"De ahí -añade P. Urbano- que una pléyade
de altos cargos eclesiásticos le señalen como
hombre anticipativo, pionero en la espiritualidad de los laicos
y precursor del Concilio".
Yo aquí añadiría que el hombre verdaderamente
anticipativo, que el pionero en la espiritualidad de los laicos,
fue Martín Lutero; él fue quien hace 450 años
puso al laico teológicamente de pie. Fue Lutero quien
dio comienzo al redescubrimiento del sacerdocio de todos los
creyentes, al proclamar que no era cierto que hubiese una
ética "más elevada" válida
para frailes, sacerdotes, monjas Y religiosos, y una ética
"inferior" para la gente casada y aquellos cuyas
vocaciones se hallaban en el mundo seglar. El carácter
del oficio no era lo operante, sino el carácter de
la relación con Dios en cualquier oficio en que Él
hubiese puesto a un hombre, campesino o príncipe, alfarero
o sacerdote. El príncipe realizaba una función
distinta a la del campesino, el alfarero otra distinta a la
del sacerdote, pero el mismo Dios sobre todos había
salvado a todos de la misma manera y por el mismo Evangelio.
[JAMES ATKINSON, "Lutero y el nacimiento del protestantismo",
pp. 94 y 95]
Para Lutero, la auténtica "clase espiritual",
como tal, estaba formada no por los clérigos, sino
por todo el cuerpo de creyentes en Jesucristo, clérigos
y laicos por igual, porque Dios había llamado a todos
ellos, y por esa llamada todos ellos eran semejantes a los
reyes y a los sacerdotes. Sólo había un cuerpo
bajo Cristo, su cabeza. Todos los cristianos pertenecían
a la misma clase espiritual.
Insisto, por tanto, en que el hombre verdaderamente anticipativo,
el pionero en la espiritualidad de los laicos fue Martín
Lutero hace más de cuatro siglos. Personalmente lo
descubrí a finales de los años sesenta, y la
historia de este, para mí, importante descubrimiento,
ocurrió como cuento a continuación.
En un Congreso de Psicología celebrado en Barcelona,
al que yo asistía como informadora, encontré
a un antiguo amigo de la infancia entonces aspirante a jesuita.
Era licenciado en Filosofía y Psicología y participaba
en el Congreso con una ponencia. Desde que cada uno había
elegido su camino específico no nos habíamos
vuelto a ver, cosa lógica. El reencuentro nos hizo
ilusión a ambos y hablamos sin parar durante varias
horas. Él había cursado parte de su carrera
y noviciado en Bolivia y allí pensaba regresar para
ser profesor de la Universidad de la Paz. Por su parte, se
interesó mucho por la espiritualidad de la Obra y por
mi vida dentro de la Institución. Le hablé entonces
con entusiasmo de todas las que eran nuestras máximas:
santificación del trabajo ordinario; el trabajo como
quicio de la vida interior; nuestro deseo de ser contemplativos
en medio del mundo; nuestro estar en el mundo pero sin ser
del mundo... Después de escucharme con máxima
atención, comentó con tono muy positivo que
parecía que ya había llegado el momento de que
cada vez más católicos fueran haciéndose
conscientes de lo que los protestantes intentaban vivir desde
sus inicios.
Ante mi gesto de asombro, pues estaba convencida que le hablaba
de algo muy nuevo, mi amigo comentó que la idea singular
de monseñor Escrivá era la de adaptar el credo
católico a la vida diaria, profesional y empresarial,
de los tiempos modernos. El Padre nos quería dar y
nos daba su propia versión de lo que en su momento
fue la idea original: la moral protestante.
Idea singular, sí, pero para nada original, única
y hasta entonces desconocida -añadió-. Y para
reforzar lo que me estaba diciendo me recomendó una
bibliografía básica: Historia de la Iglesia
(etapa de la Reforma), biografía de Lutero y una selección
de la obra de Max Weber. Tras la lectura comprobé que
sus comentarios eran ciertos.
A partir de entonces me pregunté si era del todo honesto
el insistir en que la santificación o la búsqueda
de la perfección a través del trabajo y de la
actividad profesional era una idea absolutamente novedosa,
que a nadie hasta entonces se le había ocurrido y que
al Padre le había llegado por pura y simple inspiración
divina. ¿Por qué no podíamos reconocer
que Lutero fue quien dio el primer paso decisivo en este terreno?
Además, en aquellos tiempos conciliares que oíamos
hablar tanto de ecumenismo, me parecía bueno reconocer
que teníamos un montón de puntos en común
con los llamados "hermanos separados".
Comenté con la directora todo esto que pasaba por
mi cabeza y se quedó patidifusa. Me miró como
si estuviera un poco chiflada e insistió en que las
lecturas podían llegar a hacer mucho daño. Me
aconsejó rezar, callar, trabajar y que no leyera ni
una sola línea sin consultar previamente.
Por mi parte, podía rezar, callar, trabajar y obedecer
pero lo que no se hacía posible era borrar de un plumazo
lo que sabía de cierto: que el luteranismo, en sus
inicios en el siglo XVI, fue fundamental para el nacimiento
de una nueva concepción del trabajo y de la actividad
profesional.
La aportación de Lutero reside en que no sólo
comienza a utilizar la palabra "profesión"
con un nuevo sentido profano, sino que desarrolla toda una
concepción nueva del trabajo cotidiano al considerar
que el cumplimiento del mismo tiene una cualidad moral: al
trabajo cotidiano se le dota de una significación religiosa
al ser considerado como el único medio para vivir de
manera grata a Dios. Es Lutero quien da un nuevo valor religioso
y moral a la vida en el mundo, y con ello al trabajo o actividad
económica que se pueden entender como "profesión".
Lutero consideraba que cualquier tipo de actividad es buena
para la salvación del cristiano, y basa sus argumentos
en un pasaje de la primera carta de San Pablo a los Corintios
(I Cor., 7,17-24), en el que afirma que cada uno debe estar
y permanecer en el puesto al que Dios le ha llamado, siendo
lo importante vivir según los mandamientos de Dios
y no importando para este fin la posición o situación
concreta que cada uno tenga: cualquier posición social
es buena para la salvación.
En los últimos años de su vida, Lutero fortaleció
aún más la idea de que el cristiano tenía
que aceptar la situación en la que se encontraba y
acomodarse a ella: todas las profesiones, todos los estamentos
sociales son iguales ante Dios. Su visión del trabajo
es básicamente tradicionalista: hay que mantenerse
en la posición en que se está.
Pero la moral protestante no se quedó aquí.
Si Lutero, como afirma Max Weber, dio el primer paso decisivo,
el encargado de dar el paso siguiente es el "protestantismo
ascético" y sus más destacados movimientos
-calvinismo, pietismo, metodismo, sectas baptistas-. Todos
ellos recomiendan el trabajo infatigable y sin descanso como
el medio más apropiado para conseguir la seguridad
de haber sido elegido por Dios. Todos ellos fomentan, como
quicio de su espiritualidad, el trabajo -medio ascético
por excelencia- y la actividad económica.
Este impulso para el establecimiento de una vida sistemática
y racional -ascética- está presente en las distintas
corrientes del protestantismo ascético. Y lo decisivo
es que este modo de vida racional se presenta como un modo
de vida que se puede exigir a todos. Pero esta racionalización
de la vida en el mundo no es para la gloria de este mundo,
ya que el mundo se les presenta como simple material, como
campo de pruebas donde se cumple el deber cristiano de aumentar
la gloria de Dios a través de una conducta racional,
como lugar de acreditación del creyente que busca la
certidumbre de su salvación. En esta racionalización
de la vida en el mundo, pero que no es para este mundo ni
de este mundo, se resume la concepción de la actividad
productiva del protestantismo ascético, su idea de
profesión.
Efectivamente, la idea del Padre era singular, pero no original,
única y hasta entonces desconocida. Seguidamente enumero
una serie de puntos, elegidos al azar, que la Iglesia reformada
vivía desde hacía varios siglos y nosotros queríamos
vivir; puntos comunes en la vida práctica, no en dogmática,
terreno en el que no entro, ya que nuestra formación
teológica era más bien limitada:
-La palabra "profesión" y su nuevo significado
es un producto de la Reforma -es algo que ya he dicho pero
quizá sea bueno abundar en ello-. Su significado es
nuevo, dice Max Weber, en el sentido de valorar el cumplimiento
del deber en las profesiones profanas como el contenido más
elevado que puede tener una actuación realmente moral.
El cumplimiento de los deberes intramundanos es, en cualquier
caso, el camino para agradar a Dios, que este cumplimiento
y sólo él es voluntad de Dios y que, por ello,
todas las profesiones lícitas valen realmente lo mismo
ante Dios. Esta calificación moral de la vida profesional
profana tuvo importantes consecuencias en el entorno social.
(Los miembros de la Obra también tienen que santificarse
"en la profesión, con la profesión y a
través de la profesión".)
-El mundo está destinado a servir a la autoglorificación
de Dios, el cristiano lo está para aumentar la gloria
de Dios en el mundo mediante el cumplimiento de sus mandamientos.
Dios quiere la actividad social del cristiano, pues Él
quiere que la vida social se organice de acuerdo con sus mandamientos
y de modo que se adecue a aquel fin. El trabajo del calvinista
en el mundo es solamente un trabajo "in majorem gloriam
Dei". (El Padre decía que para nosotros "una
hora de trabajo era una hora de oración".)
-¿Soy yo un elegido? ¿Y cómo puedo yo
estar seguro de esta elección? Para Calvino mismo,
esto no era un problema. Él se sentía como un
"instrumento" en manos de Dios y estaba seguro de
su estado de gracia. Por consiguiente, para la pregunta de
cómo podía el individuo estar seguro de su propia
elección sólo tenía, en realidad, la
respuesta de que tenemos que conformamos con el conocimiento
de la decisión de Dios y con la confianza firme en
Cristo, producida por la verdadera fe. (¿No era lo
mismo que decíamos nosotros? "Él te eligió
primero". Y los directores tenían que insistir,
una y otra vez en que "éramos como barro en manos
del alfarero".)
-En lugar de la aristocracia espiritual de los monjes que
estaba fuera y por encima del mundo, apareció una aristocracia
espiritual de los santos en el mundo, predestinados por Dios
desde la eternidad. (Nosotros también teníamos
que ser, y éramos "la aristocracia del espíritu".)
-La aristocracia religiosa de los santos, que se destaca
en la evolución del ascetismo reformado con tanta mayor
firmeza cuanto más seriamente se lo haya tomado, se
organizó libremente dentro de la Iglesia formando conventículos
o sectas, haciendo una diferenciación formal entre
cristianos activos y pasivos. (El libro madre de la Obra,
Camino, también habla claramente de "elegidos"
y de "clase de tropa".)
-De la valoración de la vida como "tarea"
se deduce "la alegría mundana" de los puritanos.
(Nosotros teníamos que ser "sembradores de paz
y de alegría"; teníamos que "amar
al mundo apasionadamente" y además, el cómo
vivíamos esa "alegría" era un punto
diario de examen.)
-En la primera etapa de la expansión protestante,
la Iglesia católica oficial trató con la mayor
desconfianza el ascetismo intramundano de los laicos, por
el peligro de que llevara a la formación de conventículos,
y trató de orientarlo hacia las órdenes religiosas,
es decir, "fuera del mundo", o lo incorporó
a las órdenes mendicantes, como un ascetismo de segundo
grado y sometiéndolo a su control. (El Opus Dei también
pasó años batallando por salirse de la fila
de los Institutos seculares y ser reconocido como exclusiva
"Prelatura Personal" dentro de la Iglesia. Una y
otra vez, Roma dijo "No" a sus pretensiones, hasta
que llegó el actual papa Juan Pablo II, que ha ido
diciendo, sí y sí a todas sus propuestas y aspiraciones.)
-Con la Reforma el ascetismo hizo su aparición en
el mercado de la vida, cerrando tras de sí las puertas
de los conventos, y emprendió la tarea de empapar con
su método la vida "cotidiana" en el mundo,
de transformarla en una vida racional "en" el mundo,
pero no en una vida "para" este mundo "ni"
de este mundo. (El mensaje del Opus Dei, ¿no viene
a ser idéntico?: "Estar en el mundo pero sin ser
del mundo"...)
-Para el "protestantismo ascético" el hombre
en la tierra tiene que "realizar las obras de aquel que
le ha enviado". "La actividad" es la que sirve
para aumentar la gloria de Dios, según su voluntad
inequívocamente revelada. En consecuencia, el primero
y el más grave de los pecados es el "desaprovechamiento
del tiempo". La pérdida de tiempo es absolutamente
reprobable desde el punto de vista moral. El tiempo es infinitamente
valioso, porque cada hora perdida se le sustrae al trabajo
para la gloria de Dios. (Del aprovechamiento del tiempo, la
doctrina del Opus Dei hace hincapié hasta el punto
de que "el tiempo es más que oro, es gloria".)
-Para Lutero, la integración de los hombres en los
estamentos y profesiones existentes era expresión directa
de la voluntad divina -no algo casual- y, en consecuencia,
se trataba de un deber religioso que el individuo perseverara
en la posición y en los límites que Dios le
había asignado. (Monseñor Escrivá insistía
en que no había que mover a la gente de su sitio; su
deber era servir donde estaba.)
-La riqueza, según el protestantismo ascético,
sólo es peligrosa como tentación para la pereza
y para el goce pecaminoso de la vida. Pero como ejercicio
del deber profesional, no sólo es lícita desde
el punto de vista moral, sino que es una obligación.
(La doctrina de la Obra decía que no se trataba de
"no tener sino de estar desprendido".)
-El ascetismo protestante siente aversión por la ostentación
del nuevo rico y por la despreocupación del "señorito".
Por el contrario, el austero "self made man" burgués
encuentra su aprobación moral. (Escrivá también
anima en su libro Camino a querer "llegar a morir en
la cama, como un burgués, pero de mal de amor".)
¿No es asombroso el paralelismo? ¿Y no era
más honesto el reconocerlo que el seguir predicando
que nuestra doctrina era original, única y, hasta entonces
desconocida? ¿Por qué no citábamos las
fuentes en lugar de apropiárnoslas? Y si hiciéramos
por trabajar juntos con los que teníamos tanto en común,
¿no sería bueno para todos, y especialmente
beneficioso para nosotros el poder aprender de la experiencia
de otros?
En mis tiempos de exaltación eran preguntas que me
planteaba, descubrimientos que estaba deseosa de poder desarrollar.
Cuestionamiento total de
los valores establecidos (20 de noviembre, 1998)
Tú ni tan siquiera habías nacido entonces,
pero de la revolución estudiantil de los años
sesenta seguro que sí has oído hablar, entre
otras cosas, porque del Mayo del 68, como punto de referencia,
todavía se sigue hablando. Y es que supuso un tambaleo
tan fuerte que, aunque pasado algún tiempo las cosas
volvieron a su sitio, es igual de cierto que no han vuelto
a ocupar, exactamente, el mismo lugar que ocupaban.
Pocos años después del Concilio -del que tanto
se ha hablado-, el mundo occidental tuvo que hacer frente
al movimiento estudiantil, caracterizado por un cuestionamiento
total de los valores establecidos. Frente a estos nuevos planteamientos,
las propuestas y reformas del Vaticano II, parecían
de una timidez extrema.
La revolución de los jóvenes consistió
en la denuncia de numerosos problemas que la ideología
de la prosperidad había ocultado durante largo tiempo.
Muchos pensaban que los gobiernos proclamaban continuamente
el respeto a las libertades y derechos de los ciudadanos mientras
subsistían la discriminación racial, el imperialismo
brutal, la explotación implacable del Tercer Mundo
y la intolerancia frente a los disidentes. La juventud se
creía en la necesidad de denunciar que las constituciones
garantizaban sobre el papel la participación de todos
en las decisiones de la sociedad, mientras que la enseñanza,
la publicidad y la propaganda -manipuladas de múltiples
formas- impedían a la mayoría de los ciudadanos
formular sus propios intereses e instrumentar el modo de ampararlos.
La protesta comenzó hacia 1965 en Estados Unidos,
donde el problema racial y la incipiente guerra de Vietnam
quebrantaron la confianza de la juventud en las bondades de
la mal llamada democracia. Posteriormente la chispa se propagó
a Europa. Muchos jóvenes compartían la opinión
de que la Francia del gaullismo estático merecía
gravísimas críticas. Lo mismo pensaron numerosos
jóvenes de la Italia del letargo político, de
la Inglaterra del conservadurismo a ultranza, de la Alemania
del anticomunismo militante y de la España de la dictadura
franquista.
Pero las causas de la revolución no eran sólo
políticas. La juventud deseaba autorrealizarse y ser
libre, mas la sociedad le imponía restricciones en
nombre de la eficacia. De aquí, el origen del conflicto.
Al "principio de eficacia", la juventud oponía
el "principio del placer". Los cuartos de estar
de los hogares paternos, llenos de comodidades, ahogaban su
sentimiento vitalista. La solución estaba en protestar,
evadirse y huir de la sociedad de consumo. Se ensayaron nuevas
formas de convivencia en comunas, se compartieron viviendas,
se unieron en parejas libres y, mediante el hachís,
el LSD y la heroína, se buscaron nuevas e insospechadas
sensaciones. Todo el tinglado antiautoritario o revolucionario
apuntaba contra los burgueses, contra los filisteos del siglo
XX.
Era preciso vivir una existencia libre de represiones y de
frustraciones, tanto en el ámbito político como
en el privado, en el profesional como en el sexual. Se buscaba
la pausa, el respiro para ensayar una mejor convivencia entre
los hombres. Aquí podía radicar el posible contenido
utópico del movimiento -a veces incluso religioso-,
como en el caso de 1os "hippies". Pero este principio
de esperanza, desorientado y sin cauce, iba dejando paso a
un afán destructor. Aquella gran oleada de la revolución
estudiantil agotó su caudal de energías al término
de la década de los sesenta. El movimiento se desintegró,
no sin dejar una herencia duradera de difícil definición.
Su valioso espíritu crítico, que proclamaba
la legitimación de la autoridad, examinaba la desigualdad
y estudiaba los efectos de la violencia, propició un
cambio de valores que afectaba nada menos que al futuro de
la familia, al papel de la educación, a los tabúes
sexuales, a la emancipación de la mujer y a los límites
ecológicos del crecimiento económico.
¿Cómo entender todo aquello que estaba ocurriendo
a nuestro alrededor, ese cambio de valores, a la luz del Evangelio?
¿Se podía permanecer insensible, censurando
la nueva realidad desde un voluntario reducto?
Si en el estilo de dicha rebelión flotaban elementos
de "romanticismo subjetivista", en su centro alentaba
algo que se puede resumir en el deseo de poner de manifiesto
que aspectos importantes en la sociedad entonces presente
no marchaban, y que nadie podía quedarse con los brazos
cruzados. El problema no se planteaba en términos exclusivamente
"subjetivos" y "personales", sino, o más
bien, en términos "interpersonales", y sobre
todo "sociales".
El escritor Francisco Umbral afirma que, considerada como
revolución cultural, toda una generación, o
dos, podemos consideramos hijos del 68, y se explica: "El
68 supuso pasar de Sartre a Marcuse, del cuerpo como herramienta
de trabajo al cuerpo como herramienta de placer, de la izquierda
como oficina anexa de Moscú a la izquierda como implosión
desde dentro de todo el sistema burgués, al recambio
del poder por la imaginación; supuso asimismo el paso
del coñac a la droga, de la juventud como alumnado
a la juventud como clase social emergente (los "ocupas"
de hoy son nietos del 68), de la literatura como compromiso
burgués a la literatura como espacio de libertad. Es
decir, una trasvaloración de todos los valores".
Era importante entender lo que estaba ocurriendo, porque
no parecía, ni mucho menos, un hecho anecdótico
e intrascendente, pero más urgente era aún el
intentar echar un cable a las víctimas de aquella movida.
¿A quién no le cayó de cerca algún
compañero afectado por las drogas, alguna madre soltera
de padre desconocido, algunos padres de familia desesperados
porque sus hijos o hijas abandonaban los estudios y se iban
a Ibiza en busca de "paz y amor"?
Te cuento -aunque sea de forma tópica y resumida-,
lo que ocurría en la inquieta sociedad de mis años
jóvenes, para que puedas entender mejor lo que iba
pasando por mi cabeza y mi corazón, ya que nada me
era del todo ajeno.
Ensanchando horizontes y puntos
de mira (25 de noviembre, 1998)
En el otoño de 1969 estrené nuevo trabajo al
entrar a formar parte, como redactora, del Grupo Mundo, empresa
periodística de reciente creación. La totalidad
de los periodistas que trabajaban allí era gente joven;
la mayoría procedían de la Escuela de Periodismo
de Pamplona, menos una catalana que había estudiado.
en Barcelona y yo que procedía de la Escuela Oficial
de Madrid. El ambiente que dominaba en la redacción
era el "progre" propio del momento, aunque también
había algún reciente ex numerario, el director
del semanario "Mundo" que era numerario, la directora
de la revista "Meridiano" que también era
numeraria, y yo, ídem. El fuerte de la plantilla de
redactores lo absorbía el semanario "Mundo",
y al frente de las otras publicaciones, que eran mensuales,
había dos periodistas en cada una.
Empecé a trabajar en la revista "Meridiano",
de segunda de a bordo de Concha F. -la numeraria que ya he
mencionado-, una sevillana muy espabilada, con la que conecté
enseguida, a pesar de tener formas de ser muy distintas. Durante
algo más de tres años fuimos estrechas colaboradoras
profesionales -hasta que a ella la destinaron a Oviedo- y
acabamos por coincidir en muchos puntos de vista.
Las dos estábamos llenas de intereses, y el trabajo
nos dio ocasión de ir hablando de todas nuestras inquietudes,
y aunque ambas éramos rigurosamente rígidas
y respetuosas con todo lo aprendido en los Centros de Formación
-no a las confidencias personales, ni al más mínimo
atisbo de crítica, ni tan siquiera algo que sonara
a indiscreción-, lo cierto es que nos fuimos conociendo
a fondo comentando la lectura de la prensa, charlando con
los demás compañeros, intercambiando libros
que nos habían gustado, aclarando o simplemente opinando
acerca de cosas que surgían sobre la marcha. Sin damos
cuenta -porque, como digo, éramos observantes de las
reglas hasta el extremo-, íbamos abriendo los ojos
al unísono, y también nos los abríamos
mutuamente al expresar en alto nuestras personales apreciaciones.
Nunca nos jugamos una mala pasada de aquellas que eran tan
frecuentes en el mundillo de las numerarias -"me parece
que dijiste...", "tal vez no tendríamos que
haber comentado...", "creo que el tono que utilizaste
cuando te referiste..."-, sutilidades, interpretaciones
sibilinas que podían traer mucha cola, porque el mensaje
que te querían transmitir era la sospecha de una falta
que, de alguna manera, atentaba al "buen espíritu";
terreno escabroso en el que la más mínima fricción
era considerada materia grave.
Fue una hermosa etapa de expansión, interesante y
entrañable. Eran años en los que la inquietud
flotaba en el ambiente y por todas partes surgían grupos,
reuniones y llamadas a la acción. Nosotras queríamos
enteramos de todo, y no nos perdíamos ni una inauguración,
ni una rueda de prensa ni un acto cultural. En cuanto a actividades,
Barcelona era quizá la ciudad más movida de
España: festivales de cine y de música; reuniones
en la Cova del Drac, que fue aglutinando a los autores de
la "nava cancó" -allí tuvimos ocasión
de conocer a Georges Moustaki, a Paco Ibáñez,
a María del Mar Bonet...; jornadas de la comunicación;
debates de las que poco tiempo después pasarían
a ser líderes del feminismo en España; charlas,
conferencias, ruedas de prensa en la Universidad y en el agitado
ambiente teológico de Sant Cugat y del Seminario de
Barcelona, donde conocí a Alfonso Carlos Comín
-poco antes de ponerse enfermo-, en los inicios de Cristianos
por el Socialismo (antes de conocerlos los veía casi
como al diablo), y entrevisté a Nicolás González
Ruiz, en un interesantísimo y edificante encuentro
que duró varias horas, y del que salió una bonita
entrevista que nunca se llegó a publicar, porque una
vez redactada, me pareció honesto y lógico el
consultar si procedía su publicación, y después
de ser leída por D. Fernando B., un sacerdote y periodista
de la Obra, éste me dijo que su mejor destino era la
papelera, y allí fue a parar.
Recuerdo que la entrevista con González Ruiz -de la
que conservé algunas notas-, se centró en dos
temas que por aquel entonces le parecían claves: el
doble peligro de la idolización eclesial y el diálogo
cristiano-marxista. Puntualizó que había una
idolización de "derecha" que intentaba fijar
la realidad eclesial y encerrarla en formas concretas y claras.
Así se elaboran respuestas hechas de una vez para siempre.
La liturgia queda fijada en un lenguaje que se pretende insertar
en la placidez de lo cuasi-eterno (el latín no evoluciona
ya) y el derecho canónico rivaliza en fijeza con el
talmud judío.
Pero no echaba al olvido que también había
una idolización de "izquierda" que se produce
como reacción violenta contra la idolización
anterior, porque se quería acabar con todos los elementos
que habían llevado a esa situación.
González Ruiz insistía en que, unos y otros,
sólo iban a la búsqueda de una seguridad, abandonando
la única actitud posible de la fe auténtica:
colocarse desnudo ante la sorpresa, siempre renovada, de un
Dios que está continuamente viniendo, que no se agota
jamás en su manifestación histórica y
que nunca deja de ser el "ladrón" de nuestra
seguridad.
En cuanto al diálogo cristiano-marxista -entonces
en pleno auge-, citó las palabras de una profesora
checa de filosofía marxista, que le habían hecho
mella. "A los cristianos les pedimos -decía la
profesora Yleana Marculescu- que nos comuniquen su experiencia
del misterio, no que nos la racionalicen. Porque el hombre
es algo más que un logos; es también, y sobre
todo, un misterio."
González Ruiz reconocía que los cristianos,
con nuestra cerrazón ideológica, hemos ido limando
la grandeza de nuestra fe al intentar reducida al logos y
encajada en su estricto marco. Insistía en que, no
sólo los marxistas, sino que también nosotros
habíamos maltratado el misterio, porque nuestro complejo
de inferioridad frente a los hallazgos científicos
nos impulsó a hacer del dato revelado, no un puro don
y una pura gracia, sino un rival peligroso de un adversario
que nos negamos a reconocer e incluso a conocer. "y así
nació -decía González Ruiz- una lamentable
pseudo-apologética de la fe cristiana. Nosotros lo
sabíamos todo, lo teníamos todo; teníamos
nuestra propia intendencia espiritual, social, cultural, política,
económica."
También por aquel entonces descubrí, en el
transcurso de una charla-coloquio, al neurofisiólogo
francés, Paul Chauchard, del que seguro que te hablaré
en diferentes momentos, porque fue un personaje que me caló
hondo y sus conocimientos me sirvieron para aclararme a mí
misma y para ayudar a otros a hacer lo propio.
Sé que me dejo muchas vivencias por recordar, pero
también creo que con éstas a las que hago referencia,
ya puedes hacerte bien una idea de los inquietos tiempos que
corrían y de mi empeño de no permanecer al margen
de los mismos.
Como una sombra, como un recuerdo triste de aquella etapa
vital y festiva, me viene a la memoria un hecho especialmente
significativo que ocurrió, no sé exactamente,
a finales del año 1969 o a principios de 1970.
Un buen día nos llamaron de la Delegación (casa
donde residían las superioras máximas de la
región), para proponernos a la directora de "Meridiano"
y a mí, que preparásemos un ciclo de charlas
de actualidad para desarrollar en el colegio mayor Dársena;
un acto abierto, con coloquio, y que daríamos a conocer
para que vinieran muchas chicas invitadas. Nos pareció
fenomenal y enseguida nos pusimos manos a la obra.
Después de comentarlo en la redacción, decidimos
que un buen tema podía ser, "La situación
actual de la mujer en España". Las compañeras
periodistas se prestaron encantadas a colaborar en el proyecto.
El día del inicio del ciclo, el salón de actos
se llenó de chicas jóvenes Y todo apuntaba a
que el estreno iba a ser un éxito. Nuestra exposición
siguió, más o menos, el siguiente guión:
el movimiento de liberación de la mujer, desde las
primeras sufragistas de finales del siglo XIX hasta los comienzos
de la década de los sesenta; el movimiento en la actualidad
(desde 1964 a 1970); ¿cómo se produce en las
mujeres la toma de conciencia de su marginación social?;
¿cuáles son los principales problemas con los
que se enfrenta hoy la mujer?; el movimiento de liberación
de la mujer en Estados Unidos y en Europa.
La exposición fue fundamentalmente informativa. En
el transcurso del coloquio, una de las periodistas participantes
se mostró con postura bastante radical, otras dos moderadas,
y la otra numeraria y yo misma, muy moderadas, pero, aun así,
el tema levantó ampollas -lo supe más tarde
y por otra vía que no era la reglamentaria, ya que
abiertamente todas las explicaciones fueron muy parcas-. De
momento, lo único claro que nos dijeron, es que cómo
no habíamos pasado un guión previo y una lista
con los nombres de las personas que iban a participar. La
razón es que nadie nos lo había pedido y tampoco
se nos había ocurrido el hacerlo. También nos
comunicaron que, con aquella primera sesión, el ciclo
de charlas-coloquio se daba por concluido.
Una sombra, un recuerdo triste que supuso el inicio de reiteradas
llamadas al orden, y de un estrecho control que fue yendo
en aumento a medida que iban pasando los meses y los años.
Supongo que ya irán surgiendo ocasiones en las que
volverá a salir este tema de la censura que acabó
por convertirse en una constante.
La censura llama a mi puerta (29
de noviembre, 1998)
A partir de aquella inocente y fallida actividad cultural,
tanto en la confesión como en la confidencia pasé
por continuados interrogatorios sobre lo que leía,
lo que debería o no debería leer y, por supuesto,
por la consiguiente retirada de libros. Tenía que consultar
todo lo que cayera en mis manos, pues se consideraba que las
lecturas podían llegar a ser muy peligrosas y perniciosas.
La "liberalización" de los sesenta -te recuerdo
una vez más las cruciales fechas en que nos encontrábamos-,
afectó a la sociedad española en todos los terrenos.
No sólo era la Iglesia y la cultura religiosa la afectada,
como es de suponer. Filósofos, historiadores, escritores,
críticos, filólogos y científicos se
manifestaban en contra del autoritarismo vigente. La aparición
de revistas y editoriales de signo liberal y de oposición
(reaparición de la "Revista de Occidente"
ya en 1963, "Cuadernos para Diálogo", "Triunfo",
Alianza Editorial, Seix Barral, Editorial Ciencia Nueva).
Estos aires "liberalizadores" gustaban poco en
el mundo interno de la Obra. El empeño en censurar
y controlar las lecturas de los asociados era cada vez mayor
y llegó a su culmen cuando, a mediados de los sesenta,
el marxismo pasó a convertirse en la subcultura prevaleciente
de la oposición al régimen dominante, desplazando
entre las nuevas generaciones universitarias a la cultura
liberal orteguiana.
Todo lo que sonara a aperturismo resultaba sospechoso, pues
se consideraba que iba a ser dañino para nuestra vida
espiritual. Ni que decir tiene que aperturistas en aquellos
tiempos podían ser personalidades tan poco sospechosas
como Fraga Iribarne o José M. de Areilza, o más
todavía, como Joaquín Ruiz Jiménez. Peligrosos
eran, por supuesto, Aranguren, Laín EntraIgo, Tovar,
por citar unos pocos. Como anécdota que viene al caso
-y por poner un ejemplo concreto-, recuerdo el consejo de
mi director espiritual durante el invierno de 1966: "A
Miguel Hernández es mejor no leerlo porque puede provocar
malos pensamientos" .
En fin, si te hablo desde mis propias vivencias, he de decir
que en la sección de mujeres de la Obra se respiraba,
a nivel de ideas (y las ideas venían de la sección
de varones, concretamente de los curas), un franco inmovilismo.
Todo lo que simplemente oliera a apertura, no gustaba lo más
mínimo, y de inmediato, era censurado.
Descendiendo al terreno de lo concreto, recuerdo que cualquier
tema que sonara a feminismo -en aquel momento sonaba a lo
peor-, estaba ya anatematizado de antemano, en cuanto a publicaciones
periódicas, tuve que retirar "El Ciervo"
y "Cuadernos para Diálogo", revistas de las
que era asidua lectora. A partir de entonces, cuando recibía
los ejemplares de estas dos publicaciones, leía los
titulares de portada, e inmediatamente los pasaba a la biblioteca
de la redacción, para alejar de mí cualquier
tentación de echarles un vistazo.
En cuanto a libros, reduje bastante el ritmo de lecturas,
a pesar de que me hacía cargo de la sección
de novedades editoriales. A menudo, yo misma me autocensuraba,
solamente por abreviar la pesadez que suponía el tener
que consultar continuamente para que te dieran, o no te dieran,
el visto bueno a las nuevas lecturas que llegaban casi a diario.
Del tema de la situación de la mujer -feminismo, mujer
y trabajo, mujer y sociedad, la mujer y nuestras leyes-, del
que llevaba tiempo recopilando documentación y elaborando
fichas, lo dejé todo prácticamente aparcado.
La única información nueva que tenía
era la que publicaba la prensa francesa, que por motivos de
trabajo, seguía diariamente. Recuerdo que a finales
de 1970, leyendo "Le Monde", tuve noticia de los
llamados "Estados Generales de la mujer", organizados
por la revista "Elle", cuya moción final
proclamaba la exigencia femenina de la "igualdad de oportunidades,
derechos y obligaciones". Un año después,
por "Le Nouvel Observateur", supe que el Movimiento
de Liberación de las mujeres francesas, el MLF, acababa
de lanzar una campaña para conseguir el aborto libre
y gratuito -me quedé congelada porque para mí
se trataba de un tema tabú-. Esa campaña, conduciría,
dos años después, a la derogación de
la Ley francesa antiaborto de 1920 y al reconocimiento legal
de los anticonceptivos, tema importantísimo.
No podemos echar al olvido el que por medio de la anticoncepción,
la decisión de fecundidad o de esterilidad pasa a pertenecer
a la mujer. Con la anticoncepción la mujer venía
a sustituir una filosofía de la aceptación por
una filosofía de la elección de la decisión
consciente, de la responsabilidad. Puede decidir, negociar
e incluso imponer la venida de un hijo. La fecundidad pasaba
de ser una posible traba a ser un claro privilegio; un poder
realmente considerable, ya que las trabas impuestas a las
mujeres por su rol reproductor desaparecerían (trabas
impuestas por un mundo organizado económica y políticamente
por los hombres).
En lo que se refiere al aborto, desde mi inocencia -y reconozco
que también ignorancia por lo lejos que me encontraba
del asunto-, me parecía tremebundo, pero a la vez era
consciente de que me faltaba información para poder
juzgar. ¿Se trataba de cerrar los ojos ante la realidad
y definirse como rotunda antiabortista, sin más?, ¿y
la penalización del aborto, no era horrible? El hecho
de que una desgraciada, desamparada y desesperada, después
del horror de abortar su propio hijo, pudiera además
acabar en la cárcel, me parecía de pesadilla.
¿Por dónde había que buscar la solución?
Sólo me daba con una respuesta: formación.
Había que echar más esfuerzo en la formación
de las mujeres y prestarles la ayuda necesaria para que no
llegaran a la situación límite de plantearse
el aborto. La solución, desde luego, no era el castigo,
sino el poner los medios para que cada una aprendiera a valorarse
a sí misma y a hacerse responsable de sus actos. Además,
si como comunidad cristiana decíamos "no al aborto",
esto nos debería movilizar más a acoger y ayudar
a las madres sin recursos, a las madres solteras, a mantener
a niños con alguna disminución y ayudar a la
planificación familiar..., a fin de demostrar que,
efectivamente, valorábamos la vida humana desde su
concepción. ¿Y qué hacíamos nosotros
en todos estos difíciles terrenos? He de reconocer
que nada.
Como te comentaba en una reciente carta, el pensamiento de
Paul Chauchard me ayudó mucho a profundizar en tan
escabroso tema. Hasta entonces, todo lo que había leído
sobre sexualidad, matrimonio y familia, publicado por Patmos,
Rialp y otras editoriales de lectura espiritual, me parecían
contenidos y argumentos válidos para el ya convencido,
es decir, para el católico practicante sin dudas ni
fisuras, pero suponían poca o nula ayuda para los que
se movían fuera de ese círculo. A estos últimos,
a los que tenían dudas pero deseaban resolverlas dentro
de los cauces de la ortodoxia cristiana, el apoyo de las reflexiones
de Chauchard y otras personas de su cuerda, podía ser
muy importante.
El neurofisiólogo Paul Chauchard, fiel seguidor de
la teología del jesuita Teilhard de Chardin -del que
yo era entusiasta-, estaba convencido de que lo esencial era
reconciliar el progreso científico, deshumanizado por
el materialismo romo e incompleto, y el cristianismo, desnaturalizado
por un idealismo sobrenaturalista perdido en las nubes.
-"El hombre necesita trabajar en este mundo por un porvenir
de eternidad" -decía-. Y se esforzaba por llevar
a cabo este principio en todos los terrenos del comportamiento
humano.
Recuerdo perfectamente a la primera persona que introduje
en el mundo del "dominio de sí", de los "controles
positivos" y de los "buenos hábitos",
del neurofisiólogo francés. Se trataba de un
matrimonio amigo mío; él era arquitecto, de
unos treinta años, Y ella, ama de casa, de veintiséis.
Tenían dos hijos pequeños y por aquel entonces,
ella se quedó esperando el tercero. Enseguida empezó
a tener pérdidas constantes, y la única garantía
de que el embarazo llegara a buen término, consistía
en hacer un reposo total hasta que llegara el momento del
parto. Como no había otra alternativa, así lo
hizo.
Él llevaba la situación fatal; estaba nervioso,
exaltado por cualquier cosa, de mal humor, no dormía,
y el ambiente que se respiraba en aquella casa era de auténtica
tensión. Una tarde que pudimos hablar con calma del
problema y de la temporada tan mala por la que estaban pasando,
se me ocurrió preguntarles -venía a cuento ya
que entre nosotros a menudo intercambiábamos lecturas-,
si habían leído algo de Paul Chauchard. La respuesta
fue que no, y entonces les dejé, "La maitrise
de soi" (no estaba todavía traducido al castellano)
y "Necesitamos amar". El planteamiento de este científico
católico les pareció de lo más animante.
Él también comenzó a hacer los ejercicios
físicos que la lectura recomendaba y, además,
se inició en la práctica del yoga, ya que el
autor sugería hacerla como complemento saludable y
eficaz ayuda para el autocontrol.
Pasados tres meses, el cambio del marido había sido
fulminante, y la paz volvió a aquella casa: el "dominio
de sí" había dado buen resultado.
A su debido tiempo nació un niño precioso y
le llamaron Pablo; tal vez como símbolo de reconocimiento
a quien tanto había colaborado a su equilibrio vital.
Por mi parte, sentí especial entusiasmo al pensar que,
de igual forma que estos amigos míos habían
conseguido salir a flote desde una situación de auténtico
ahogo, otros muchos podrían beneficiarse de tan positiva
ayuda. Cuando así lo planteé en la confidencia
y en la confesión, sólo con el gesto noté
que mi propuesta no iba a prosperar. Pronto llegó la
llamada al orden: me destacaba de las demás, me salía
de la fila. En la Obra ya contábamos con suficiente
gente sabia y bien preparada para que nos indicaran por dónde
habíamos de conducir nuestros pasos. Gracias a Dios
teníamos toda la farmacopea para cualquier tipo de
males. "En casa contamos con toda la farmacopea necesaria"
-era una frase que los directores nos repetían por
activa y por pasiva-. Y ahí estaba, efectivamente,
el breviario de soluciones rápidas para cualquier problema
del vivir y del sentido.
"Y el que no está conmigo está contra
mí" -parecían decirme entre líneas
los que hacían cabeza-. Me quedé hecha polvo
y me sentí injustamente tratada, pues nada más
lejos de mi intención que hacer la contra a nadie,
y menos a la Obra, institución de la que formaba parte
de por vida.
Esta historia que te cuento no se trata de un hecho aislado,
sino que situaciones como ésta o parecidas, se fueron
presentando cada vez con mayor frecuencia, hasta el punto
de que cualquier tipo de iniciativa personal se podía
interpretar -en el mejor de los casos-, como afán de
protagonismo, y en el peor, como falta de unidad o poco amor
y veneración al Padre o a sus representantes legales.
Sin embargo, mi postura estaba lejos de ser la del iconoclasta;
pienso que apuntaba hacia un catolicismo renovado y comprensivo,
en el que pudieran coexistir la libertad de pensamiento con
la fe más sincera en las cosas fundamentales.
Pero aclararte del todo, llegar al fondo de la cuestión
de por qué ocurrían así las cosas, no
era tarea fácil, o al menos a mí no me resultó
fácil. Cuando actuaba con entusiasmo y lealtad, imbuida
del mejor espíritu y con ganas de ayudar y de hacer
el bien, estaba convencida de que me encontraba realizando
la Obra de Dios, por eso, cuando me topaba con la reprimenda
y la "llamada al orden", me dolía profundamente.
Pero el disgusto me duraba poco, porque siempre reaccionaba
con argumentos que acababan justificando, tanto al que me
daba la reprimenda como a mí misma. Uno de esos argumentos
de justificación podía ser, por ejemplo, el
reflexionar: "No creo que sea justo lo que me dicen,
pero asumo la humillación por tantas cosas que no debo
hacer bien o puedo hacer mejor, y por las que no me la cargo,
por la sencilla razón de que no se dan cuenta".
A menudo también pensaba, que esa reacción
de querer meterme en la fila o de recordarme, de alguna forma,
que iba por libre, se debía a la rigidez o a la estrechez
de miras de unas personas concretas, pero no se me ocurría
pensar que eso era lo idóneo, lo que tenía que
ser; que era el sistema en el que estaba metida el que era
así y el que hacía funcionar las cosas de ese
modo. Tengo que reconocer que me pasaba de ingenua, que hasta
era un poco mema, porque tuvieron que pasar casi nueve años
para darme cuenta de que era yo la equivocada. Bueno, quizá
tampoco era tan tonta, sino que se trataba del juego entre
un individuo lleno de buena fe y todo un montaje estructurado,
con muchas conchas. Más adelante te iré explicando.
Los valores "ontológicos"
de la feminidad (2 de diciembre, 1998)
Ya que insistes en que te cuente más cosas concretas
del mundo de las mujeres del Opus, en la carta de hoy voy
a retomar el tema.
En los años que cursaba mis estudios de periodismo,
entre los estudiantes ya estaba en tela de juicio la imagen
de "la mujer de su casa" como parte integrante de
la España más tradicional. Cuando llegué
a vivir a Barcelona encontré que cada vez era mayor
el número de mujeres jóvenes que no estaba de
acuerdo con el papel tradicional que se les designaba, y menos
que éste fuera el más maravilloso. Las moralinas
de los doctrinarios de los años cuarenta y cincuenta
eran abiertamente calificadas de retrógradas y obsoletas,
pero junto a las ideas rupturistas y avanzadas de las jóvenes
feministas, en la España de la segunda mitad de los
sesenta, todavía estaban en vigor consejos como los
que C. Buj exponía en un libro muy leído y citado
20 años atrás, "Dos sendas de mujer":
"El mundo -escribe Buj- podía progresar sin mujeres
científicas, doctoras, abogados, etcétera, pero
no sin madres que sean reinas del hogar, sacerdotisas en ese
templo que alumbren el espíritu familiar con la luz
de las celestiales enseñanzas, dirigiendo a sus hijos
hacia el bien, la verdad y la belleza".
En mi generación cada vez éramos más
las mujeres que nos preguntábamos y respondíamos
a la pregunta: ¿Es que la anatomía es destino?
Sí, es destino en cuanto determina no sólo el
rango y la configuración del funcionamiento fisiológico
y su limitación, Sin_ también, hasta cierto
punto, las configuraciones de la personalidad. Pero el fondo
fisiológico, importante y que no ha de dejarse de tener
en cuenta, tampoco puede considerarse de un modo exclusivo.
Pues un ser humano, aparte de poseer un cuerpo, es alguien,
lo que supone una personalidad indivisible y un miembro definido
de un grupo. Es decir: la anatomía, la historia y la
personalidad, combinadas, constituyen su destino. En la década
de los sesenta, para un considerable número de mujeres,
ya no valía la tentativa "machista" de "condenar"
a toda mujer a una maternidad perpetua y a negarla una equivalencia
en cuanto a individualidad y ciudadanía. La cuestión
consistía ya -ahora no digamos-, en cómo compaginar
estas tres esferas de la vida que, por supuesto, no tiene,
ni tenía, nunca lugar sin conflicto ni tensiones.
Por las mismas fechas que el citado Buj, José M. Pemán
-famoso escritor y periodista, considerado como un pope en
la época franquista, y siempre muy próximo al
Opus-, tampoco se quedaba corto al referirse a las féminas.
En su "De doce cualidades de la mujer", señala
que una de las cualidades fundamentales de la misma es "su
imperioso sentido de lo real y lo concreto", que se manifiesta
claramente en su incapacidad para escribir correctamente:
"Eliminan embarazos y residuos etimológicos -escribe-
como apartan las sillas que estorban, en sus correrías
por la casa, poniendo orden y limpieza. Suprimen las haches
como suprimirían, por su gusto, las guerras o las contribuciones,
complicaciones masculinas. Tienden a unificar las ves y las
bes como unificarían si pudieran, los partidos y los
bandos. La sintaxis lo mismo; toda ella revela sus urgencias
realistas y sus centelleos intuitivos".
Las otras once cualidades femeninas se describen con la misma
combinación de lisonja y desprecio. La intuición
femenina, por ejemplo, permite a las mujeres comprender "todo
lo que es, como ellas, intuitivo e irracionado", por
eso prefieren ser dominadas antes que convencidas mediante
un argumento. La mujer tiene una gran fuerza de voluntad y,
consecuentemente, no se arredra ante "vacilaciones intelectuales
y distingas en pro y en contra", como hace el hombre.
Tiene una maravillosa capacidad de adaptación a su
medio porque es totalmente deficiente en poderes creativos.
Es profundamente religiosa porque la duda es ajena a la mentalidad
femenina. Es débil por naturaleza y, consecuentemente,
está casi siempre en una posición de sumisión...
Pemán, con todos mis respetos, está ya muerto
y enterrado, pero cuál es mi asombro cuando en el año
1990, Carlos Cardona, un sacerdote numerario del Opus Dei
-con fama de sabio allí dentro-, escribe al referirse
a determinadas características de la feminidad: "...como
ese instinto que mueve a la mujer a procurar ser amable, atractiva
(y no me refiero aquí principalmente a lo físico,
sino a lo psíquico y a lo espiritual: la simpatía,
la ternura, la paciencia, por ejemplo). Y por lo mismo se
entiende igualmente bien la especial repulsión que
inspira la mujer antipática, adusta, agresiva y, en
su extremo arpía" .
Y para Carlos Cardona, estos valores de la feminidad no son
explicables en términos psicológicos o fenomenológicos
sino que "es algo de carácter ontológico".
No se trata de que la mujer "se muestra así".
Se trata de que "la mujer es así". Este argumento
le da pie para ir en contra de la "coeducación"
de chicos y chicas, y defender que deben ser educados "separada
y distintamente".
Las tesis del sacerdote Cardona están más cerca
del siglo pasado que del próximo. En el siglo XIX muchos
prelados se opusieron a la extensión de la segunda
enseñanza a las jóvenes, por considerar que
la instrucción de la mujer era una amenaza para el
orden social. Monseñor Dudanloup, obispo de Orleans,
escribía: "No las forcemos a exámenes públicos
hechos por hombres, a los que someterse una tras otra, exaltándolas
hasta el enardecimiento, e intimidándolas hasta la
turbación y -lo que se ha visto- hasta llegar a desvanecerse...
Las jóvenes se educan para la vida privada; pido que
no se les lleve a cursos, a exámenes, a licenciaturas,
a las tareas que preparan a los hombres para la vida pública...
Pido que no se forme para el futuro a mujeres librepensadoras"
.
Con estas largas citas y comentarios, no me alejo del tema
que quiero tratar, sino todo lo contrario, pienso que vienen
bien para centrarlo. Con todo esto pretendo decir que, lo
mismo que ocurría en la sociedad española de
la década de los sesenta sucedía en el mundillo
interno de las numerarias de la Obra, pero con diferencias
fundamentales de matices. Y es que, mientras en el mundo de
fuera las nuevas ideas corrían cada vez con mayor rapidez
y contaban cada día con más adeptas, dentro
del Opus ocurría todo lo contrario: la visión
oficial coincidía plenamente con las viejas ideas,
y las nuevas eran escuchadas con recelo, cuando no se encontraban
abiertamente con una rotunda oposición.
Recuerdo como ilustrativa, el contenido de una tertulia de
un día normal en la sobremesa de la casa donde vivía
en aquel entonces. Surgió el tema de conversación
de cómo los electrodomésticos y otros inventos
caseros más sencillos, como la fregona, habían
simplificado y hacían mucho más leves y llevaderas
las tareas del hogar, porque, realmente, lo de fregar a cuatro
patas o escurrir a pulso las sábanas y toallas de la
colada, era un trabajo durísimo.
Entonces, una numeraria mayor, M. Carmen Sz. M., que había
estado muchos años en Italia, trabajando en la administración
de la sede central de la Obra, dijo queriendo dejar bien clara
la doctrina: "En Roma la fregona no se utiliza, porque
con ella no se hacen bien los rincones y, por tanto, estropearía
nuestra vida de familia. Tampoco allí se utilizan,
nunca jamás, servilletas de papel", añadió,
dejando aún más nítido el criterio.
Recuerdo que se hizo un silencio general y cortante. Varias
de las personas presentes -una médica, una historiadora,
una decoradora y yo-, nos lanzamos una rápida mirada
con cierta sonrisa de complicidad, pero duró medio
segundo, pues enseguida cambiamos de tema, conscientes de
que era mucho mejor dejar la fiesta en paz. Aun así,
más de una susceptibilidad quedó herida y, a
los pocos días, todas las que nos habíamos mirado
tuvimos una seria llamada de atención, por no haber
manifestado nuestro apoyo incondicional cuando se hablaba
de cómo se hacían las cosas en nuestra casa
de Roma, lo cual era tanto como no defender, a capa y espada,
la doctrina, el espíritu. Mientras contemplaba el panorama
con ojos que miraban hacia delante, veía que nos hallábamos
bajo el poder del pasado. Nuestro entorno -el que se empeñaban
en fabricar- se encontraba considerablemente retrasado con
respecto a los tiempos presentes. Esto engendraba tensiones
internas que, por aquel entonces, solventaba con idealismo,
optimismo y energía propios de mis veinte años,
que me llevaban a estar convencida de que las cosas que no
me gustaban iban a cambiar; las íbamos a cambiar.
Recuerdo también que otro día cualquiera, en
una tertulia cualquiera, surgió el tema de cómo
estaba cambiando en las familias españolas de la clase
media la forma de educar a sus hijos. Se comentó que
cada vez eran más las madres concienciadas de que a
los niños y a las niñas había que educarles
en la responsabilidad de colaborar en casa y compartir las
tareas del hogar -poner la mesa y quitarla, colgar o recoger
la ropa de la lavadora, ordenar, hacer recados... y, sobre
todo, formarles en ser autónomos -que se hagan la cama,
se limpien los zapatos, ordenen su ropa..., porque el servicio
tendía a desaparecer, y además cada vez era
mayor el número de mujeres que trabajaban y querían
trabajar fuera de casa.
En mitad de la conversación, Pilar G. S., una numeraria
muy directa y divertida, comentó con toda espontaneidad:
"Pues los numerarios jovencitos también podrían
ir aprendiendo". Y a continuación, contó
indignada lo que le había ocurrido a ella en Pamplona,
el año anterior, cuando tenía que finalizar
y presentar su tesina de fin de carrera y la mandaron a vivir
unos meses a la administración de un colegio mayor,
que era el Centro de Formación de los jóvenes
numerarios. Allí tenía que ayudar a hacer la
limpieza de la residencia, echar una mano en la antecocina
a la hora de servir las comidas y, los ratos que podía,
trabajaba en su tesina. Cuando leyó su trabajo, el
mismo día que ella lo hicieron dos compañeros
de curso que eran residentes del colegio mayor en cuya administración
ella vivía. Al recibir los resultados, los dos chicos
fueron felicitados por el tribunal y su calificación
fue de sobresaliente. La suya fue de aprobado, y además
tuvo que escuchar el siguiente comentario por parte del catedrático:
"Creo que podía haber trabajado más".
El desahogo espontáneo de aquella numeraria directa
y divertida tuvo sus inmediatas consecuencias: pasó
un par de meses apagada, triste y compungida, y después
se fue de la Obra.
También es muy ilustrativo el caso de M. Luisa P.
-una ex numeraria historiadora que falleció en 1989-.
Ella contaba que después de estar varios años
destinada en Londres como numeraria, la mandaron a Pamplona
a trabajar en la Universidad de Navarra. Su catedrático
y jefe, un veterano numerario, le hizo una serie de encargos
pensando que venía de Inglaterra muy puesta al día
en su especialidad de Historia Antigua. Al comprobar que no
era así, le preguntó irónico y asombrado:
"¿Pero que ha hecho usted estos años en
el Reino Unido?".
"Fregar -respondió la aludida-, fundamentalmente
fregar. Y también enmoquetar, cocinar, encerar, limpiar..."
El silencio que se hizo parece que fue rotundo.
A algunas supernumerarias también les chocaba estas
diferencias que había entre el mundo de los varones
y el de las mujeres. Recuerdo bien la indignación de
una supernumeraria, Tere B. -una mujer muy valiosa y con mucho
carácter-, madre de cinco chicos a los que había
educado en un régimen espartano, al enterarse de cómo
vivía en el Centro de Formación el segundo de
sus hijos, un jovencito numerario de dieciocho años:
"Si es que vive como en un hotel de cinco estrellas -decía
asombrada-. Todo se lo dan resuelto, ¡y hasta les hacen
las camas! La verdad es que no lo entiendo, y por supuesto,
mucho menos lo apruebo".
Otra supernumeraria, Carmiña F., madre de siete hijos,
de los cuales uno se había hecho numerario con diecisiete
años, me contaba que, el casi todavía adolescente,
solía ir a merendar a su casa una vez a la semana con
un grupo de amigos, y que le hacía poner mesa, mantel,
tazas, platos, etcétera.
"Todos los hermanos comentan que Vicente se ha vuelto
muy señorito -decía desconcertada-. En casa
siempre, a partir de los doce años, al volver del colegio
el que tiene hambre se hace su propio bocadillo. Pero a mí
me da pena que sus hermanos se metan con él, y cuando
viene, le preparo la merienda como él quiere y a los
otros hermanos les pido, por favor, que se callen."
Podría contar otras muchas anécdotas, pero
con éstas creo que es más que suficiente para
mostrar que el ambiente que reinaba se encontraba lejos de
las actitudes de los nuevos tiempos que venían pegando
fuerte.
Aclararse, una tarea difícil
y costosa (6 de diciembre, 1998)
¿Por qué resultaba tan difícil aclararse
si había tantas cosas que saltaban a la vista? En la
carta de hoy voy a intentar responder a tu pregunta.
Durante varios años batallé motivada por la
ilusión de que la reforma desde dentro era posible,
convencida de que llegaría el momento de que igual
que yo había evolucionado, a otras muchas personas
también les ocurriría, o les estaba ya ocurriendo,
lo mismo. ¿Me tenía que haber rendido antes?
Si lo hubiera visto así de claro, pues antes lo habría
hecho, pero yo no me daba cuenta de que la única salida
posible era la rendición. Hay que llegar bien al fondo
para desde allí tomar impulso y poder volver nadando
al aire libre y a la luz.
No, no resultaba nada fácil aclararse, ya que el entorno
más próximo no animaba a rendirse sino a seguir
batallando.
En la vida de toda numeraria existen dos formas de convivencia
que son bien diferentes: una es la masiva de los Centros de
Formación, los cursos de retiro y los cursos anuales
(en determinados periodos de tiempo te reunías con
cien o más numerarias para recibir una dosis concentrada
de adoctrinamiento), que podía llegar a ser asfixiante,
y otra es la convivencia cotidiana (la normal a lo largo del
año), que era mucho más reducida en cuanto a
número y, por tanto, más humanizada. Nunca vivías
con más de ocho o diez numerarias, cada una de ellas
ejercía su oficio o profesión y desarrollaba
su apostolado, y te veías en la oración y la
misa, a las horas de las comidas con sus correspondientes
tertulias de sobremesa, en el círculo semanal y los
fines de semana. Esta forma de convivencia, que era la habitual,
era mucho más llevadera y, a pesar de que todo tipo
de comunicación e intercambio de opiniones personales
entre dos o más numerarias estaba prohibido, lo cierto
es que con muchas llegabas a establecer un trato como el que
habías tenido con tus compañeras y amigas del
colegio, o con los compañeros y compañeras de
la universidad o del trabajo. Es decir, que era fácil
tener una buena camaradería con todas y una mayor conexión,
por tener más o menos afinidades, con algunas. No porque
esto último estuviera bien visto, sino porque es imposible
poner puertas al campo.
Cuando a veces me decían -en más de una ocasión
me lo dijo alguna directora-, que para mí no todas
las numerarias eran iguales, que hacía diferencias
-"acepción de personas", decían ellas-,
y que en la Obra no había amistades, respondía
siguiendo las enseñanzas de Jacques Maritain, que hasta
el mismo Jesús amaba como debía al común
de los fieles pero tenía sus claras predilecciones;
el propio Evangelio habla de Juan como el discípulo
amado. Y es que en una cabeza bien instalada y en un corazón
ordenado, la amistad siempre ocupó un lugar honorable.
La verdadera comunicación surge pocas veces, por eso,
cuando la encontraba sabía valorarla, y daba gracias
a Dios por haberla puesto a mi alcance. Así pensaba
y así sentía y, desde luego, nunca hice nada
para disimulado.
Recuerdo la primera vez que me llamó la delegada de
San Miguel, como superiora máxima, para decirme: "Nos
han llegado ecos de que hablas con algunas numerarias".
Y mi respuesta fue, más o menos, así: "Creo
que no hago más que actuar con libertad de espíritu,
es decir, dialogo y manifiesto mis opiniones con quien pienso
que es posible dialogar, pero también creo que en mi
confidencia y en mi confesión procuro cuidar al máximo
la lealtad y la sinceridad para con la Obra".
-Pero nosotras tenemos que tratar de manera idéntica
a todas nuestras hermanas -especificó-, y para comunicamos
tenemos a las directoras, que para eso estamos, para dar comprensión
y cariño.
Lo dijo con tal tono de lección aprendida que respondí
-lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer mismo-:
-Es que la comunicación surge o no surge -expresé
con tono desinflado-, en cuanto al cariño, ¿se
puede dar éste por encargo? ¿Qué es ser
encargada de dar cariño?
Estaba convencida de que había que tener el cerebro
un tanto desarreglado para tomarse en serio y al pie de la
letra lo que me estaba diciendo.
Las pocas veces que tuve que volver a hablar con esta persona,
me encontré siempre interrogada; como asistiendo a
un proceso en el que yo era la víctima. Algún
día te contaré de forma más amplia, pero
hoy no quiero perder el hilo de lo que te estaba explicando.
¡Ah!, se me olvidaba, esa directora "encargada
de dar cariño", se llamaba Olga de D.
Y volviendo al tema del principio de esta carta. El caso
era que, a pesar de todas las cortapisas, llegabas a tener
un conocimiento real de las personas que te rodeaban, con
sus cualidades y sus defectos, y a ellas les ocurría
lo mismo contigo. Aprendías a comprender y a aceptar
las distintas maneras de ser; sus cualidades y sus defectos.
Por lo general, había una considerable diferencia entre
las numerarias que trabajaban en un medio interno (administraciones
o distintas burocracias de la Obra) y las que tenían
contacto con el mundo externo (las que trabajaban en obras
corporativas o por libre, que eran las menos). Pero, como
digo, eso no solía ser obstáculo para tener
una buena y agradable convivencia.
Este clima de cierta confianza y apertura, te llevaba a hacer
a gusto la llamada confidencia semanal con la directora correspondiente;
la facilitaba. Era charlar en profundidad con una persona
que te estaba viendo vivir el día a día y, por
tanto, conocía tus puntos fuertes y tus puntos flacos,
y también tu buena fe y tus ganas de hacer las cosas
bien. Por eso, cuando manifestaba mis desacuerdos con lo que
consideraba que eran mis caballos de batalla (la divinización
del Padre me parecía escandalosa; el sexismo que vivíamos
era injusto; fomentar el fanatismo lo consideraba pernicioso;
no entendía el empeño de seguir idiotizando
a las mujeres...), no sólo me comprendía sino
que comprobaba que su auténtica forma de pensar era
muy parecida a la mía. Me aconsejaba paciencia, prudencia,
pero en el fondo apoyaba mi actitud. Y es que en la Obra ocurría
a menudo, que los altos mandos (el equivalente al Estado),
en lugar de ser el proveedor de servicios para el o la numeraria
de a pie (es decir, el ciudadano), era el "monstruo frío"
(el que señalaba las reglas y normas que había
que vivir a tope) frente a quien había que protegerse;
y el cacique (directora local, valga el símil), justamente,
ayudaba a ello con sus muestras de confianza y comprensión.
Este fenómeno, nada infrecuente, creaba distanciamiento
y cinismo en relación con el sistema legal.
Ya fuera de la Obra, charlando precisamente de este tema
con una ex numeraria que había permanecido en la institución
durante 13 años, me contó que a ella le había
ocurrido algo parecido; su penúltima directora comprendía
del todo sus desacuerdos y sus dudas, y la animaba una y otra
vez a seguir adelante, porque el futuro iba por ahí,
por donde ella apuntaba. "Con toda su buena fe y su buena
voluntad -puntualizó-, aquella directora que me entendía
tanto no hacía más que entretenerme. Yo tenía
las cosas claras y el entorno no parecía que fuera
a cambiar, aunque ella me ilusionara con que sí. Fueron
cinco años de entretenimiento, nada más y nada
menos."
Y, efectivamente, fue así, porque pasados aquellos
cinco años, la cambiaron de destino y de directora,
y en cuestión de un par de meses, hizo su ligera maleta
y se fue.
Como te decía al principio, la tarea de aclararse
era difícil y costosa. Sin embargo, era fácil
entretenerse y dejarse llevar por la ilusión propia
y por una directora bondadosa y amigable que quería
ser comprensiva.
Otra vez la "cuestión de
la mujer" (9 de diciembre, 1998)
Como ya comencé a contarte en una carta anterior,
a medida que transcurría la década de los sesenta,
la no sé si muy felizmente llamada "cuestión
de la mujer" se convirtió en un tema de discusión
cada vez más frecuente en conferencias, artículos
de prensa y libros. El debate era ambivalente: al tiempo que
en algunas ocasiones se admitía que ciertas reivindicaciones
feministas eran legítimas, se seguían profiriendo
advertencias. La tendencia cautelosamente progresiva se manifestaba
en la mayor popularidad de la teoría del "no inferior
pero diferente": la mujer no debía abandonar su
feminidad compitiendo con el hombre, sino que debía
preservarla colaborando con el hombre con su propio estilo
femenino. Las cosas pasaron a ser, como decía Lilí
Álvarez en su libro titulado "Feminismo y espiritualidad",
"no tan sencillas como lo eran antaño y la mujer
moderna tenía que ser fiel a su profundo instinto maternal
no sólo en su vocación maternal familiar, sino
también en su labor entre los hombres".
M. Ángeles Galino, a mediados de los sesenta, se atrevió
a decir desde su cátedra de Historia de la Educación
en la Universidad Complutense de Madrid, que aunque la maternidad
era "una excelsa función, atributo privativo de
las mujeres y fuente de sus goces más puros, si se
la convierte en la única función asignada a
la mujer, en el fondo se la está degradando".
[M. ÁNGELES GALINO, La mujer en la encrucijada, p.
12. 13].
En 1966, Juana Azurza, en su libro titulado "La mujer
ante el trabajo", afirmó que la mujer trabajadora
era menos propensa a la neurosis que el ama de casa dedicada
exclusivamente a las labores del hogar.
Aunque estas declaraciones podían parecer pálidas
comparadas con las exigencias de la feministas, sobre todo
las radicales americanas, indicaban a pesar de todo una nueva
actitud con respecto al concepto tradicional del papel de
la mujer.
No voy a darte aquí una lección sobre la situación
de la mujer en nuestro país durante los años
sesenta, pero sí me parece importante hacerte un breve
resumen de lo que supuso para nosotras esa movida década.
En los comienzos de los sesenta, la ley reconoce a la mujer
los mismos derechos que al varón para el ejercicio
de toda clase de actividades, sin más excepciones que:
las armas y cuerpos de los tres ejércitos; la Administración
de justicia en los cargos de magistrados, jueces y fiscales,
salvo en las jurisdicciones titular de menores y laboral.
La mujer fue finalmente admitida en la carrera judicial y
fiscal en 1966, pero la primera mujer jueza no aparece hasta
1971. Sin embargo, lo que sí va surgiendo aquí
y allá son mujeres juristas dispuestas a batallar por
mejorar la situación de la mujer en las leyes españolas.
También por aquellos años surgen algunas mujeres
radicales que consiguen cierta notoriedad, sobre todo, en
Barcelona, y comienzan a aparecer algunos grupos que se muestran
interesados y activos en el movimiento de liberación
femenina.
Vuelve a saltar a la palestra el viejo debate sobre "el
feminismo sensato" y el "feminismo radical".
Las palabras emancipación y liberación eran
rechazadas en favor del término "promoción".
La Sección Femenina de Falange, concretamente, creó
una nueva sección denominada de "Formación
y Promoción de la Mujer". Algunos sectores de
la Iglesia también se declararon partidarios de esta
"promoción". "Eidos", publicación
de la Institución Teresiana, dedicó dos números
especiales al problema de la mujer, reestructurando más
tarde este material en un volumen titulado "La verdad
sobre la mujer", como un compendio del feminismo católico
rigurosamente ortodoxo.
Y el Opus Dei, ¿cómo respondía oficialmente
a este polémico tema de la liberación, emancipación
o a la mejor vista promoción de la mujer? En una entrevista
realizada en 1968, monseñor Escrivá declaró
que "una mujer con la preparación adecuada ha
de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo
de la vida pública, en todos los niveles. En este sentido
no se pueden señalar unas tareas específicas
que correspondan sólo a la mujer". En la misma
entrevista insistía en que la contribución de
la mujer tiene que estar relacionada siempre con las "peculiaridades
de su condición femenina" y que "la atención
prestada a su familia será siempre para la mujer su
mayor dignidad".
Pero a pesar del especial hincapié hecho en las aptitudes
profesionales e intelectuales, los pasos más importantes
que la sección femenina del Opus Dei había dado
hasta el momento para mejorar la educación de la mujer
era, a nivel popular, la creación de escuelas para
instruir a "empleadas del hogar", con el fin de
que las tareas domésticas en las casas de la Obra fueran
realizadas con el "sentido científico" que
el Padre deseaba. A nivel de clase media-alta y alta, funcionaban
las llamadas escuelas-hogares, donde en un principio se enseñaba
economía doméstica, Corte, cocina..., y después
se fueron convirtiendo en centros donde se cursaban estudios
de decoración o de secretariado. A finales de los años
sesenta, dependiendo de la Universidad de Navarra, se creo
la pomposamente denominada Escuela de Ciencias Domésticas,
y las alumnas de los primeros cursos eran numerarias mayores
que llevaban ya muchos años trabajando en las administraciones
de las casas de la Obra. Finalmente, en las tres últimas
décadas, el número de colegios en los que se
cursa EGB, Bachillerato y COU, ha ido aumentando gradualmente.
Resulta, como poco, curioso, que mientras grupos de mujeres
cada vez más numerosos y procedentes de muy distintas
posturas, se encontraban más y más sensibilizadas
en el sentirse tratadas como inferiores, en haber sido relegadas
durante siglos a un papel secundario, y se mostraban, por
tanto, firmes en sus reivindicaciones -igualdad de derechos,
reformas de leyes, las mujeres del Opus Dei, cuya finalidad
principal era encarnar el mensaje cristiano en la realidad
que teníamos delante, nos dedicábamos, como
toda catequesis renovadora, a distribuir masivamente un librito
escrito por una numeraria, titulado "La verdad de la
mujer", que venía a ser como una guía de
lo más reaccionaria sobre el papel de la mujer en la
sociedad moderna. Entre frases muy hermosas y abundante retórica,
el libro afirmaba cosas tales como que mientras la mujer es
un "ser ensimismado" en profundo contacto intuitivo
con el mundo, el hombre es un "ser fuera de sí"
con un profundo contacto lógico con el mundo. La esencia
del carácter femenino son el amor y la entrega: todas
las características femeninas de humildad, donación
y abandono caben en el anonadamiento. [ANA SASTRE, Verdad
de la mujer, pp. 26 y 27].
La totalidad del trabajo estaba plagado de aladas y hermosas
parrafadas como las que siguen:
"La omnipotencia de la mujer es la súplica, entendiendo
por ello no una situación llorosa y desvirtuada, sino
aquella actitud de serenidad que sabe pedir y esperar con
la palabra y el silencio. "
"La misma fatiga que al ser femenino le produce trascender
continuamente la realidad vital, al masculino le produce concretar
de continuo las nimias grandezas del existir humano entre
las cosas."
"...Nadie puede sustituida en sentir la presencia de
lo bello, lo amable, lo verdaderamente vital en cualquier
orden."
¡Qué empeño en sacralizar a la mujer!
La mujer, ¿no es algo más que un rosario de
metáforas, sentimientos y lirismo? ¿No habría
que abandonar la sacralización y asumir la función?:
¿quiénes somos?, ¿qué somos?
Ni diosa, ni ídolo, ni diablo -salvo raras excepciones-.
Somos personas corrientes que desean formar parte de la aventura
humana en un mundo que se mueve.
Pero la autora de "Verdad de la mujer" no parecía
estar dispuesta a percatarse de que las mujeres concienciadas
aceptaban cada vez menos el verse revalorizadas, enaltecidas,
para ser marginadas; en cualquier proceso de idealización
cabe sospechar de una intención discriminatoria.
Tradicionalmente ha habido dos formas de marginar a la mujer
o de negarle unos derechos monopolizados por los hombres:
considerada como una imbécil y ponerla decididamente
bajo tutela o ensalzada en una especie de sublimación
que la despega del suelo. En general, ambas tácticas
han sido utilizadas conjuntamente. Balzac lo expresaba así
de crudamente: "La mujer es una esclava a la que hay
que saber colocar en un trono".
El libro de Ana Sastre fue un boom a nivel interno, y su
autora fue paseada por todo el mapa de España para
hablar de su contenido en los distintos centros de la Obra.
A Barcelona también vino, y dio una conferencia seguida
de coloquio en la Escuela Llar, que era donde yo vivía
entonces. El salón de actos se llenó a rebosar,
y entre las asistentes se encontraban varias de mis compañeras
de trabajo. Al iniciarse el coloquio, una de ellas, abogada
y periodista, se levantó y se fue, y las otras compañeras
la siguieron. A la salida, me comentó hastiada, que
todo lo que había oído le parecía muy
bonito y maravilloso: ideal, pero que esas idealidades había
que someterlas a la prueba de la vida real; que esa "verdad
de la mujer" le parecía una verdad de invernadero,
a pesar de que en ningún momento puso en duda que la
edad adulta en_ la mujer comienza con la capacidad para recibir
y dar amor y cuidados; que en toda mujer existe un "espacio
interior" destinado a alojar su descendencia y a mantener
un compromiso biológico, psicológico y ético
de cuidar y atender a la infancia humana, y que la disposición
para este compromiso -combinado o no con una actividad profesional,
y cumplido o no en una maternidad efectiva- es el problema
central de la fidelidad femenina.
Mi indignada amiga insistía -con sobrada razón-,
en que la verdad no la podemos desligar de la realidad, y
la realidad era que la mujer estaba discriminada y que, por
tanto, había que batallar -hablaba como jurista- para
superar esa discriminación. "El Código
Napoleónico es el que continúa vigente en las
leyes españolas -me decía-, leyes en las que
la mujer está considerada como un niño o un
subnormal; mujeres y hombres, realizando trabajos iguales,
reciben salarios desiguales... Esta verdad, esta realidad
es la que nos lleva a ser reivindicativas."
También le pareció buena la ocasión
para recordarme que si miramos atrás en la historia,
comprobamos que las mujeres de la clase baja han trabajado
en todas las épocas. Y, por regla general han soportado
jornadas más largas, han recibido pagas más
bajas y han realizado tareas más desagradables que
los varones (y en muchos lugares las siguen realizando. No
hay más que ver el trabajo que llevan a cabo en la
agricultura las mujeres del Tercer Mundo). Finalmente puntualizó
que el problema del trabajo femenino surgió durante
la primera fase de la revolución industrial, porque
la mujer exigía una retribución más justa,
el acceso a campos de trabajo más prestigiosos y el
derecho a conservar y administrar sus propias ganancias.
"¿Cómo habiendo tantas cuestiones reales
por resolver puede uno dedicarse a fantasear y llamarle a
eso "verdad de la mujer"? -insistía mi amiga-."
Y descendiendo al caso concreto, volvió de nuevo a
dar un repasón a la situación de la mujer casada
en las leyes españolas, afirmando que nuestras leyes
eran discriminatorias para con la mujer, que en nuestro código
era comparada con un demente. La situación que vivíamos
no le parecía buena, ni para la sociedad, ni para la
familia ni para la mujer. Destacó que en el terreno
de la familia estaban en juego temas tan importantes como
la patria potestad y la administración de los bienes
gananciales. Efectivamente, la mujer casada, en nuestro país,
tenía que pedir consentimiento al marido para todo:
para aceptar una herencia, para dividirla, para representarse
en juicio, para contratar con una persona, para incorporarse
a un trabajo y hasta para percibir un sueldo. El padre era
el titular de la patria potestad y en su defecto la madre.
Estando en juego temas tan importantes, a mi amiga le parecía
indignante ese descarado empeño en evadirse en un mundo
de pájaros y flores.
Recuerdo que, por mi parte, tuve que reconocer, que al no
ser yo jurista, como lo era ella, había pensado poco
en el terreno de las leyes que nos regían en aquellos
finales de los sesenta. Me había quedado en pensar
que en unas condiciones normales el matrimonio funciona por
sí solo: unas veces manda uno, otras otro, o siempre
manda uno y otro no manda... Uno administra y el otro deja
de administrar..., y da igual que uno sea el hombre y el otro
la mujer, porque si ellos dos están de acuerdo, la
ley no tiene por qué obligar a nadie, ya que la libertad
de las personas está por encima de toda ley. Ahora
bien, cuando se recurre a la leyes cuando hay algo que falla.
Entonces resultaba que la ley apoyaba al hombre y no a la
mujer.
Es cierto que esto era importante y muy justo, pero más
importante me parecía aún, lo que consideraba
el punto de partida, que era el tema de la capacidad de la
mujer casada; el equipararla con un demente o con un menor
de edad. Y todavía más grave me parecía
el hecho de que continuara habiendo todo un entorno que seguía
influyendo para que la mujer continuara siendo una infantil
crónica a perpetuidad o cosa parecida. Recuerdo que
entonces se me ocurrió pensar en alto y decir que si
cambiaban las leyes pero no cambiaba el entorno, no se daba
el contexto para que saliera a flote la autenticidad de la
persona, sinceramente pensaba que no conseguiríamos
nada, o muy poco. Esa misma tarde habíamos tenido ocasión,
con la disertación sobre "la verdad de la mujer",
de vivir un claro y concreto ejemplo.
Por si no lo sabes te recuerdo que a partir de aquellas fechas
de las que te hablo, el entorno comenzó a cambiar a
gran velocidad y también el concepto de la mujer adulta.
Concretamente, las leyes comenzaron a hacerlo en mayo de 1975.
La nueva ley eliminó la licencia marital y posibilitó
a la mujer casada abrir una cuenta corriente, conservar su
nacionalidad, administrar sus bienes parafernales y ejercer
un mandato. Puede señalarse, como _lo más positivo
de la legislación de 1975, el que se inspiró
en una igualdad entre los cónyuges: "El marido
y la mujer se deben respeto y protección recíproca
-dice el texto- y actuación siempre en interés
de la familia".
Un año después, en abril de 1976, una nueva
ley vino a igualar formalmente, en lo laboral, a la mujer
y al varón, manteniendo la única diferencia
en lo referente al parto.
Con todo esto quiero decirte que eran verdades como éstas,
acerca de la mujer, las que me parecían interesantes,
y no la otra "verdad".
Superado tan conflictivo acto, esta amiga jurista, tan concienciada
y combativa, juró que nunca más volvería
a poner los pies en una casa de la Obra, y así lo hizo.
Nosotras continuamos siendo amigas, y a pesar de que vivimos
en ciudades distintas y nos vemos en contadas ocasiones, creo
que lo seguimos siendo.
Como puedes suponer, después de tan revulsivo acontecimiento,
y pensando que era el mejor momento, intenté hablar
con la autora de "Verdad de la mujer" -aprovechando
su estancia en Barcelona-, pero no fue posible el encuentro.
Ana S. era una persona que para mí tenía un
gran prestigio. La consideraba inteligente e ingeniosa y con
una preparación consistente. Por eso me parecía
imposible que toda aquella sarta de frases hermosas que se
recogían en aquel librito -las mismas que nos había
repetido en el transcurso de su charla-, resumiera, toda "su
verdad" acerca de las mujeres de carne y hueso. Como
te digo, me habría encantado, en aquel entonces, haber
podido tener un encuentro con la posibilidad de hablar a tumba
abierta. Pero lo del diálogo, una vez más quedaba
claro que no debía de ser lo nuestro. En lo referente
a comunicación con nuestras "hermanas" teníamos
que ser herméticas. Debíamos convertimos -la
Obra lo necesitaba así- en seres envasados al vacío.
De la reivindicación de la "igualdad"
a la "diferencia" (14 de diciembre, 1998)
Pensaba que te iba a parecer excesivamente insistente el
que vuelva sobre el tema de la mujer, pero como veo que te
interesa, y el tema daba y da mucho más de sí,
pues vamos a ello.
Contemplando la "cuestión" con perspectiva
-nada más y nada menos que con la perspectiva de veintimuchos
años-, vemos que el discurso feminista ha cumplido
o cubierto -a pesar de lo poco que las mujeres del Opus Dei
colaboramos a la tarea- en aquella primera fase reivindicativa.
No podemos decir que la igualdad se haya conseguido a todos
los niveles ni en todos los aspectos, pero desde luego hoy
sí que existe una conciencia generalizada de que la
discriminación por razón de sexo es injusta.
Llegadas a este punto, las feministas parece ser que se encuentran
en una larga etapa de reflexión silenciosa, pero desde
su discreto mutismo continúan trabajando en los dos
bandos que ya se apuntaban desde el principio: el "feminismo
de la igualdad" y el "feminismo de la diferencia".
Ambos discursos están cargados de razón, y ambos
la pierden en sus exageraciones. Victoria Camp, catedrática
de Ética de la Universidad de Barcelona, lo explica
muy bien cuando dice: "Adherirse al discurso de la diferencia
no debería significar dejar de proclamar la igualdad
de derechos, y adherirse al discurso de la igualdad no debería
implicar una propuesta de simple imitación y repetición
de lo masculino" [VICTORIA CAMPS, "Virtudes públicas,
vicios privados", p. 145.].
Camps parte del punto de que nuestro pensamiento y nuestro
lenguaje ha sido hecho por varones a su imagen y necesidades,
sin duda. No es posible, por otra parte, desechar ese lenguaje
y escoger otro, ése es también el nuestro. Pero
sí cabe ponerlo en cuestión desde una historia
que es obviamente distinta. Según Camps, la segunda
andadura del feminismo debería ir por ahí, trabajando
en una línea ya menos reivindicativa y más creativa.
y éste es precisamente el punto al que quería
llegar.
Cuando era numeraria del Opus Dei, por ahí iban mis
intuiciones, mis inquietudes, aunque, por supuesto, de forma
mucho menos clara que ahora. Pero si en la década de
mis veinte años hubiera podido conectar con otras personas
de la Obra cuyo pensamiento y sensibilidad hubieran ido en
esta línea, podríamos haber trabajado y avanzado
juntas. Porque ¡claro que había mujeres allí
dentro que estaban en mi misma onda!, y más maduras
y preparadas de lo que estaba yo entonces que era una pipiola;
llena de inquietudes y de ganas de hacer cosas positivas,
pero que no pasaba de ser alguien todavía muy sin hacer.
Sin embargo, esto que te cuento era algo imposible de llevar
a cabo, por el hecho de que la doctrina redonda y concreta
ya venía, inamoviblemente, marcada desde arriba, y
una no tenía más que aprenderla y repetirla
hasta conseguir hacerla del todo suya.
Allí dentro funcionaba bien aquel refrán que
decía: "... y si quieres ser feliz, como me dices,
no analices". Lo malo es que a pesar de que te repetías
mil veces las frases que te decían en la dirección
espiritual ("No pienses"; "Déjate llevar";
"Obedecer es el único camino para no equivocarse"...),
cuando menos te lo pensabas te encontrabas analizando y pensando,
sin darte demasiada cuenta de que eso, allí dentro,
era tanto como irte cavando tu propia fosa.
Cada vez que se insistía en "la esencia de lo
femenino", yo me aclaraba un poco más en lo que
consideraba que era, no "la esencia" sino "la
diferencia femenina": diferencia fisiológica y
biológica pero sobre todo, histórica y cultural.
La historia de las mujeres ha sido otra, diferente de la de
los varones, y en consecuencia ha tenido que producir unas
actitudes, una psicología y una manera de ser, distinta
de la de ellos.
Estoy del todo de acuerdo con Victoria Camps cuando dice
que la subcultura femenina, precisamente por su inferioridad
con respecto a la cultura predominante, ha dado origen a una
serie de valores propios y, en muchos casos, contrapuestos
a los típicamente masculinos: la paciencia, la falta
de agresividad o de competencia, la discreción, la
ternura, la receptividad. Desde tiempos de Aristóteles,
si "hombre" es sinónimo de autoridad, "mujer"
es sinónimo de obediencia: la fuerza del varón
estriba en el mando, la de la mujer en la sumisión.
En consecuencia, desde la Grecia clásica, las virtudes
morales son, en su mayoría, atributos masculinos, mientras
que las virtudes propiamente femeninas consisten en la afirmación
de todas esas actitudes consideradas no viriles. Tales valores
aparecen como negativos, ya que se trata de las cualidades
que, por fuerza, han de desarrollar los seres dominados. [V.
CAMPS, op. cit., pp. 146, 147 Y 148].
Entre muchos hombres continúa existiendo un "honesto"
deseo de salvar, a cualquier coste, una diferencia y una polaridad
sexual; una tensión vital y una esencial diferencia
que temen que se pierdan si se acentúan en exceso la
igualdad y la equivalencia.
Pero aparte de esto -explica muy bien la médica y
escritora francesa Therese Brosse-, la actitud defensiva por
parte de los hombres ofrece múltiples facetas que pueden
resumirse así: cuando los hombres desean, quieren o
aspiran a despertar deseo y no mera simpatía. Cuando
no desean, les resulta difícil simpatizar, en especial
cuando la simpatía hace preciso ver al otro en uno
mismo y verse a sí mismo en el otro y cuando, por tanto,
el horror a la difusión de límites puede apagar
tanto el gozo ante lo que es distinto como la simpatía
por lo que es idéntico a uno. Se explica, pues, que
allí donde las identidades dominantes dependen de ser
dominantes, resulte difícil garantizar una auténtica
igualdad al dominado.
Ante esta realidad, tan vieja y tan nueva -porque no cabe
duda de que continúa vigente-, el "feminismo de
la diferencia" se pregunta, ¿esos valores, considerados
negativos por su origen -nacen de la sumisión, de haber
hecho de la necesidad virtud-, no podrían afirmarse
como valores positivos, al ser predicados de seres libres
e iguales? Y sin contar aún con ninguna teoría
consistente que las avale, ¿no es lo que están
demostrando con los hechos cada vez más mujeres a lo
largo de las tres últimas décadas?
Mujeres que ejercen sus profesiones y oficios, que llevan
su casa, se ocupan de la educación de los hijos, acuden
a cursos y conferencias para reciclarse y ponerse al día,
y tienen que batallar y seguir batallando para que todos los
miembros de la familia comprendan que la doble jornada de
trabajo no tiene por qué recaer plenamente sobre ella.
Mujeres que además tienen padres ancianos de los que
se ocupan, y cientos y miles de mujeres que también
colaboran desinteresadamente con alguna ONG o en otro tipo
de organización de asistencia social.
Ante la realidad presente, me pregunto como V. Camps y otras
muchas mujeres: ¿por qué dar por supuesto que
en ese reparto de virtudes los varones no se equivocaron y
se asignaron a sí mismo precisamente las menos valiosas?
¿Por qué tiene que valer más la fuerza
que la debilidad, el mando que la sumisión...? Lo cierto
es que ninguno de tales valores es absoluto: en unos casos,
el mando es más valioso y eficaz, en otros es más
inteligente la sumisión; en unos casos, la debilidad
puede ser más potente que la fuerza...
La mujer, a través de las edades patriarcales, ha
tenido que adaptar diversos roles de marcado signo masoquista.
Ha sido confinada e inmovilizada, esclavizada e infantilizada,
prostituida y explotada. ¿Se ha dejado? Hay quien afirma
que así es, y que de paso ha sacado "ganancias
secundarias", tal y como se designa en psicopatología.
De una forma o de otra, esto ha ocurrido, hay que asumido
y seguir caminando hacia delante.
La feminista italiana, Giulia Adinolfi, decía a finales
de los años sesenta que las mujeres tendrían
que ser capaces de asumir crítica y libremente su propia
tradición, de medirse con ella, de rechazar sus elementos
negativos y de reivindicar, en cambio, aquellos otros que
revelan hoy una potencialidad positiva. El feminismo de la
diferencia parte del punto de que la historia y la tradición
de las mujeres ha producido una especial manera de ser que,
durante mucho tiempo, ha sido una mera servil y sometida a
otro, pero que puede mantenerse superado el servilismo. Es
la esclavitud lo que hay que rechazar pero no los valores
que ésta ha engendrado.
Con paciencia, ternura, receptividad, espíritu de
cooperación y de servicio, no protagonismo y falta
de agresividad, se pueden contrarrestar los excesos de los
valores que produjeron la esclavitud, es decir, el poder,
la fuerza, el mando. Despojados de su sentido peyorativo,
estos valores femeninos, pueden contribuir a equilibrar el
mundo que nos rodea.
El bagaje de valores que traen consigo las mujeres, consolidados
por siglos de historia, puede ser bueno y valioso para todos,
hombres y mujeres. Estas pequeñas grandes virtudes,
vividas e interiorizadas por cada uno, podrían suponer
un considerable progreso de la humanidad, y hasta el momento
nunca visto.
Mis utopías caminaban por ahí, pero en aquel
medio resultaba difícil conseguir ponerles pies y manos.
A medida que me iba haciendo mayor y mis criterios maduraban,
me iba dando cuenta de que me encontraba lejos de la visión
y criterio que en la Obra trataban de inculcarme: esa diferencia
radical e inamovible (como te dije, nosotras pedíamos
"ser esclavas", mientras ellos pedían ser
"sede de sabiduría"), me parecía injusta
y deformativa; esa diferencia radical de aspiraciones y de
trato entre hombres y mujeres, me sonaba despectiva y que
conectaba poco con la realidad que estábamos viviendo.
Pensaba entonces en lo interesante que sería reexaminar
los rasgos calificados bajo el epígrafe de "masculino"
o "femenino", sopesando con objetividad el valor
humano de cada uno de ellos. Por ejemplo, la violencia tan
fomentada en los varones y la excesiva pasividad, calificada
de "femenina", se revelarían negativas e
inútiles en uno y otro sexo; la eficacia e intelectualidad
del temperamento "masculino", y la delicadeza y
consideración propiamente "femeninas" se
estimarían, por el contrario, útiles y positivas
e igualmente deseables en ambos. Las divisiones tajantes como
la de, ellos sabios, ellas esclavas, me sonaban tan trasnochadas
como la composición "The princess" del poeta
inglés Tennyson:
"El hombre, en el campo de batalla, y la mujer, en
el hogar;
el hombre, con la espada, y la mujer, con la aguja;
el hombre, a gobernar, y la mujer, a obedecer;
de no ser así reina la confusión."
Como mujeres de nuestro tiempo que queríamos mejorar
en y con el mundo que nos rodeaba, era del todo lógico
y consecuente que conectáramos con esa onda amplia
que es la feminidad con feminismo; onda amplia que atravesaba,
o comenzaba a atravesar, a toda la sociedad, en los finales
de los años sesenta y principios de los setenta.
No cabía ya duda de que por aquellas fechas, y con
los consiguientes aciertos y errores, la mujer estaba haciendo
su primera revolución del feminismo -si dejamos aparte
los conatos valientes y lúcidos que se habían
dado anteriormente-. (Gracias a esa revolución hoy
la mujer tiene la posibilidad de acceder a cualquier puesto
en la sociedad, y también gracias a ella somos conscientes
de que ahora falta una segunda revolución, que es la
de penetrar dentro de las instituciones para cambiarlas, porque
si, por ejemplo, una mujer llega a ministra y después
sigue gestionando ese ministerio con los criterios masculinos
de quienes lo fundaron en lugar de ofrecer criterios alternativos,
servirá para poco lo batallado hasta ahora; la política
seguirá siendo la misma; es igual que la haga una fulanita
de turno que un menganito, seguirá siendo la misma.)
Y después de este paréntesis vuelvo al tema
que tratábamos.
El feminismo se dirigía fundamentalmente a la vida
pública, mientras que la feminidad se confinaba a la
vida privada. La cultura de la feminidad juega un papel integrador
que confirma, Instala, encierra a la mujer en su papel tradicional,
abriéndole solamente las puertas al sueño de
lo novelesco. El feminismo, por el contrario, quiere movilizar
a la mujer, sacudir su resignación, poner en cuestión
su papel tradicional. La feminidad "estricta" se
mantenía en el terreno "estricto" de la diferencia
femenina. El feminismo "estricto" se mantenía
en el terreno "estricto" de la identidad entre el
hombre y la mujer. El feminismo tenía necesidad de
la feminidad y la feminidad tenía necesidad del feminismo.
Su unión era necesaria para la constitución
de una cultura y de una ideología plenamente femeninas.
En un mundo hasta entonces dominado y estructurado por la
masculinidad, las mujeres habían de ejercer en adelante
un papel esencial: no para reivindicar otro monosexismo, sino
para instaurar un nuevo tipo de relaciones entre seres humanos,
hombres y mujeres conjuntamente, gracias al cual unos no dominen
a otros, ni en la sociedad profana ni en la Iglesia.
Pero el Opus Dei de mis tiempos, el que yo viví, colaboraba
notablemente a la creación de una mitología
compensatoria para la mujer. Si el amor se pierde, o no es
suficiente, en el hogar encuentra el amor divino. Si las labores
de la casa son cansadas y serviles, la modernización
promete liberarlas. Y si todo esto no es suficiente, queda
la responsabilidad de sacar a los niños adelante como
último consuelo. El espíritu de sacrificio es
el alfa y el omega de las virtudes femeninas. El Opus ayudaba
-en definitiva- a la mujer a vivir en la órbita exclusiva
de su marido y su familia.
La directora, durante muchos años, de la revista "Telva",
Covadonga O'Shea -veterana numeraria-, escribe: "Lo esencial
es dedicarse al trabajo del hogar con una inteligencia cultivada,
con un corazón abierto y con una capacidad de organización
y racionalización que le lleve a hacerlo perfectamente,
pero en un mínimo de tiempo. Sólo así
podrá dedicarse también a esas otras grandes
empresas profesionales y sociales, a estar al día,
a convivir, a dialogar, a tratar a sus hijos, a educarles
mejor".
En otra de las páginas del mismo trabajo, la autora
se esfuerza por afinar más: "... y espíritu
de sacrificio, abnegación, entrega a los demás,
inteligencia y una actitud que nos lleve a descubrir la hondura
de lo eterno en las cosas más vulgares y monótonas.
Y ahí sí que nos duele a todos. Porque inmersos
en esta sociedad hedonista y consumista, hemos olvidado que
es precisamente en el sacrificio donde radica la verdadera
felicidad". [COVADONGA O'SHEA, "La mujer, ¿ha
encontrado su identidad?].
De acuerdo que para toda mujer, su familia, su casa, es importantísima,
pero su trabajo profesional -para las que lo tienen- es igualmente
importante; en unos casos, porque es básico para el
mantenimiento material de su familia y de su hogar, y en otros,
porque es fundamental para su desarrollo personal, intelectual
y humano. Para ellas es primordial el ocuparse de su marido,
hijos, casa, pero también lo es el esforzarse por ser
competentes, realizar bien lo que se traen entre manos; y
batallar para conseguir guarderías idóneas en
las que dejar a sus hijos el tiempo necesario, y para que
los horarios de las escuelas sean lo más parecidos
posibles a los horarios laborales, y si se da el caso, luchar
para que a trabajo igual de hombres y mujeres el salario sea
el mismo..., y tantas otras cosas. A este modelo o tipo de
mujer, en los años setenta ya no se le podía
echar al olvido, por la sencilla razón de que cada
vez era más numeroso.
Más animosas que las de la ex directora de "Telva"
parecían entonces -al menos en teoría- las palabras
de monseñor Escrivá, ya que daban la aparente
sensación de que dejaban las puertas más entreabiertas
a la responsabilidad personal, cuando decía que en
un plano esencial, sí puede hablarse de igualdad de
derechos, porque la mujer tiene exactamente igual que el hombre
la dignidad de persona y de hija de Dios. Pero, a partir de
esa igualdad fundamental, cada uno debe alcanzar lo que le
es propio, y en este plano, emancipación es tanto como
decir posibilidad real de desarrollar plenamente las propias
virtualidades, las que tiene en su singularidad y las que
tiene como mujer. La igualdad de oportunidades ante la ley
no suprime, sino que presupone y promueve esa diversidad que
es riqueza para todos. [Conversaciones con Mons. Escrivá
de Balaguer].
Pero si ahondamos un poco en estas declaraciones, vemos que
los argumentos de Escrivá no vienen a ser otros que
los de Santo Tomás y, siglos antes, los de San Pablo
cuando se refieren a la mujer: equivalente al hombre en el
plano de la gracia; subordinada a él en el plano de
la naturaleza, aunque monseñor insista en que no se
trata de ninguna subordinación ni inferioridad.
Este concepto tan tradicional de la mujer se puede resumir
en las palabras "equivalencia y subordinación":
equivalencia a los ojos de Dios y en la posibilidad de perfección;
subordinación al hombre en cuanto a las tareas temporales
de aquí abajo, tanto en la sociedad civil como en la
Iglesia. La igualdad se ve, en definitiva, relegada al puro
principio, mientras que la subordinación regula la
vida real. ¿Y no están los principios llamados
a ser encarnados en la vida misma?
Pero si a finales de los años sesenta el tema de los
derechos de la mujer estaba en el candelero, el caballo de
batalla más importante que se libraba en el campo de
la ortodoxia cristiana era el de la planificación familiar.
Cada vez eran más los católicos que se apuntaban
a la legitimidad del control de nacimientos sin distinción
de método y en nombre de la responsabilidad de las
conciencias individuales.
La Iglesia católica reafirmaba imperativamente sus
distinciones morales: a los métodos naturales y lícitos
se les oponen los métodos artificiales ilícitos.
Sin embargo, muchos sacerdotes en el secreto de confesión,
fueron adoptando posiciones más o menos laxas, y después
del Concilio Vaticano II, algunos padres se rebelarán
contra la posición tradicional de la Iglesia en nombre
de una moral de la responsabilidad individual.
Millones de católicos esperaban en aquellas fechas
una clara orientación de la Iglesia para este importantísimo
problema moral, que pesaba sobre sus vidas como un legítimo
deseo de paternidad responsable, facilitada, según
opinaban muchos de ellos, y muchos moralistas, por los avances
de la ciencia. La doctrina tradicional venía formulada
por la encíclica de Pío XI "Casti connubi"
en 1931, que prohibía desviar la acción conyugal
de lo que consideraba el Papa su finalidad "natural";
en lo de interpretación de lo "natural" veíamos
muchos la clave del problema. Pío XII mantuvo la misma
enseñanza, aunque insistió en la licitud de
utilizar los periodos estériles de la mujer, lo que
evidentemente requería un nivel cultural inasequible
a millones de parejas.
Numerosos católicos de reconocido prestigio y sacerdotes
pidieron en el Concilio Vaticano II la revisión de
esa doctrina a la luz de los avances de la medicina y de la
biología, y Juan XXIII creó una comisión
para el estudio de la cuestión. Por aquel entonces,
pienso que una aplastante mayoría estábamos
convencidos de que la ley del amor debía prevalecer
en el matrimonio sobre la ley de la naturaleza; y de que el
amor es finalidad primordial, por encima de la procreación.
El Concilio no trató el problema de la contracepción
pero admitió la pluralidad de fines en el matrimonio.
Hasta el mes de julio de 1968, el mundo cristiano posconciliar
vivió a la espera y en la esperanza de la modificación
de los criterios de la Iglesia en materia de anticoncepción,
pero la encíclica "Humanae vitae" reifirmó
los principios en materia de regulación de nacimientos.
Este va a ser el tema central que trataré en mi próxima
carta.
La "Humanae vitae" y
el mundo de las supernumerarias (21 de diciembre, 1998)
Hace poco me comentabas que de las supernumerarias sabes
que son asociadas que no se dedican en exclusiva a la Obra
y que suelen estar casadas, pero te preguntas, hasta qué
punto el Opus puede llegar a influir sobre ellas y, a su vez,
cómo inciden -o no inciden- ellas en la marcha de la
sociedad.
En principio, la vocación de cristiano que quiere
santificarse en medio del mundo, es la misma para un asociado
numerario, agregado, supernumerario o numeraria auxiliar,
pero en el caso de los supernumerarios y supernumerarias,
sí que es del todo exacto que esa aspiración
a la perfección han de vivida sin salirse para nada
de su medio, es decir, con su familia y en su profesión.
Según el sociólogo y ex numerario Alberto Moncada,
en los años cincuenta, época en que determinados
hombres del Opus florecen en lo mercantil y en lo político,
comienzan a proliferar las vocaciones de supernumerarias,
quienes, a través del "status" de sus maridos,
pasan a tener un papel importante en la vida social.
Pasados esos años, y desplazados los hombres de la
Obra del mundo político -ahora, parece que han vuelto
de nuevo-, aunque no económico, sus mujeres comenzaron
a desempeñar un papel protagonista que es el mismo
que continúan ejerciendo en la actualidad, tomando
la bandera de la defensa a ultranza de la familia tradicional,
con sus correspondientes campañas antidivorcio y antiaborto.
Al mismo tiempo, su presencia se ha ido multiplicando en colegios
y clubes infantiles, que son los lugares punta donde la Obra
sigue captando vocaciones.
En el tiempo que fui numeraria (1966-1974), el apostolado
con las supernumerarias estuvo marcado por una fecha clave:
25 de julio de 1968, día en que el papa Pablo VI dijo
por fin la palabra esperada con la publicación de la
encíclica "Humanae vitae".
Desde hacía varios años, una propaganda inspirada
por eminentes teólogos, ilustres médicos y parejas
cristianas militantes en grupos de vanguardia condicionaba
la opinión pública: en nombre de la caridad,
en nombre del amor, creían necesario dar luz verde
a la contracepción. La fidelidad al Concilio Vaticano
II, a la presencia en el mundo, al sentido de la historia,
exigía que el Papa ratificase la opinión e incluso
la práctica de lo que una mayoría afirmaban.
Y se produjo el asombro y el pasmo, cuando en la "Humanae
vitae", el Papa se había atrevido a decir: no.
"Queda además excluida toda acción que,
o en previsión del acto conyugal o en su realización,
o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga,
como fin o como medio, hacer imposible la procreación",
decía textualmente la Encíclica.
Y este "no" llegaba después de una reflexión
seria con plena conciencia del riesgo de no ser comprendido
ni seguido. Era un hombre de Cristo, bajo la guía del
Espíritu, como Papa se negaba a reconocer como válidos
los argumentos de los partidarios de la contracepción.
Se trataba, en el espíritu cristiano de siempre, en
el espíritu postconciliar, de ir al mundo, no para
perderse en él, sino para proponerle el camino de su
salvación, misteriosamente inscrito en él. Para
Pablo VI se trataba, no de restablecer un dique para detener
la corriente, sino de encauzar el río loco para que
fluya con buen sentido. Reducir la "Humanae vitae"
a un "no a la píldora", celebrando ese "no"
o lamentándolo, era no comprender el espíritu
de la Encíclica; había que asimilar a fondo,
para poder transmitir su mensaje positivo. Se trataba de una
llamada al compromiso de todos al servicio del dominio de
sí mismo, de la castidad bien entendida.
En aquel entonces estaba deseosa de formarme en aquel espíritu
de la Encíclica para poder colaborar eficazmente en
el progreso educativo de las jóvenes que iban a ser
una parte importante de las parejas del futuro. Mi tarea apostólica
se desarrollaba en mi trabajo -a pesar de ser un medio difícil
y hasta hostil-, pero, sobre todo, con las alumnas de la Escuela
Llar, sus amigas y su entorno. Durante aquellos años,
allí conseguimos formar un nutrido número de
supernumerarias jóvenes. Desde entonces, y hasta que
me fui de la Obra, mi encargo apostólico interno siempre
fue el de dirigir y formar grupos de supernumerarias. Además,
de las mujeres que se aproximaron al Opus Dei a través
mío, casi todas las que llegaron a vincularse lo hicieron
como supernumerarias. Era una dedicación apostólica
que me entusiasmaba; me resultaba muy gratificante el comprobar
que aquellas mujeres que se aproximaban a nuestro centro,
pasado algún tiempo, mejoraban considerablemente: ensanchaban
sus horizontes, se ayudaban entre ellas, se hacían
más sensibles a los problemas ajenos, generosas, comunicativas
y responsables, con más intereses. En definitiva, se
hacían mejores personas. Por mi parte, era consciente
de que, a poco que me esforzara, todo lo que les podía
aportar era para bien.
Con este toque optimista y positivo vaya finalizar la presente
carta, porque estoy tan cansada que se me cruzan las letras
del teclado y, en breve, hasta se me pueden empezar a cruzar
los cables. Siento que tenga que ocurrirme esto precisamente
hoy, un día en el que parece que todo lo que tenía
que contarte era bueno y saludable. Prometo seguir con el
tema en cuanto me encuentre remontada.
El concepto de paternidad responsable
(26 de diciembre, 1998)
Retomo el tema de mi carta anterior, en la que te decía
que la formación de las supernumerarias era una tarea
con la que me sentía profundamente identificada, quizá
porque si nuestra vocación era la propia de la gente
corriente -llamada universal a la santidad-, ellas eran las
que se desenvolvían en las situaciones más comunes,
no cabe la menor duda: hijos, marido, familia, trabajo de
casa y trabajo profesional -cada vez iba habiendo más
mujeres profesionales entre las supernumerarias jóvenes,
a pesar de seguir siendo clara minoría-.
Eran gente corriente, y como lo propio de la gente corriente
es tener problemas, en el colectivo de las supernumerarias
siempre había conflictos por resolver, y sus directoras,
como es lógico, debíamos siempre estar dispuestas
a echarles un cable. Problemas con la educación de
los hijos, problemas económicos y problemas de cómo
vivir la sexualidad, eran los más frecuentes. Estos
últimos se agudizaban cuando se daba el caso de que
ella era supernumeraria y el marido no; pero también
podía haber conflictos cuando los dos eran supernumerarios.
Entre los múltiples casos, voy a elegir tres bien
diferentes e igualmente significativos, para que te hagas
una idea del arco que abarcaban los problemas que surgían
al querer vivir la sexualidad desde una perspectiva de la
más estricta ortodoxia cristiana; importante caballo
de batalla.
El primer caso es el de una mujer peruana, de unos treinta
y cinco años -muy dulce, muy débil, muy encantadora-,
casada con un alto ejecutivo de una multinacional del petróleo,
y también peruano. Habían vivido en distintos
países del mundo, pero entonces sus destino era España.
Tenían cuatro hijos y el marido se negó en rotundo
a tener ni uno más. Él no era en absoluto creyente,
y no comprendía el problema que para su mujer podía
suponer el recurrir a cualquier medio anticonceptivo de los
existentes entonces. Ella procuraba despistar el tema, esquivando
al marido todo lo que podía, hasta que un buen día,
deshaciendo la maleta del mismo al regreso de uno de sus múltiples
viajes de trabajo, descubrió entre sus útiles
personales, una caja abierta de preservativos.
Lloró y lloró a mares, sintiéndose culpable
de la situación e incapaz de tomar una decisión
que le pusiera remedio: ¿qué podía hacer?,
¿qué debía hacer?
La respuesta estaba clara, lo duro era llevarla a cabo. Si
su matrimonio era lo más importante, y su marido no
estaba dispuesto a cambiar, era ella quien tenía que
poner todos los medios a su alcance para salvarlo, incluso
dejar de ser supernumeraria, si fuera preciso. Como cooperadora
iba a tener las mismas ayudas y apoyo, pero lo que no debía
hacer era comprometerse a algo que sabía que no podía
cumplir.
Antes de que llegara a tomar una determinación, les
destinaron a un país sudamericano y, por tanto, desconozco
el cómo llegó a resolver su conflicto.
El segundo caso es el de una mujer de treinta y ocho años,
profesora de EGB, supernumeraria desde que era muy joven,
y casada con un profesor de Economía, también
supernumerario.
Cuando la conocí tenía tres hijos varones y
había pasado ya por el trauma de cuatro o cinco abortos.
Era una persona nerviosísima; temblaba, lloraba y reía,
todo con la misma facilidad y sin que existiera ningún
motivo aparente. Me contó que el ginecólogo
le había dicho que tenía la matriz como un papel
de fumar y, que debido a eso, sus embarazos no prosperaban.
Este le había aconsejado hacerse una ligadura de trompas,
y al contarlo en confesión, el sacerdote le había
dicho que cambiara de ginecólogo. Así lo hizo,
y pasó a ser paciente de un especialista supernumerario.
Tuvo un aborto más, estuvo en tratamiento psiquiátrico,
y de nuevo quedó embarazada. Fueron nueve meses de
preocupación constante, pero todo llegó a buen
fin y nació una niña sana y salva. Los padres
se lo tomaron como una especie de milagro; el premio a su
fidelidad y a haber actuado con total rectitud.
Poco tiempo después, ella volvió a ponerse
fatal de los nervios, y ya siempre fue de tratamiento en tratamiento,
de depresión en depresión, y todo ello salpicado
con algún aborto más.
Un buen día que se lamentaba de su mala salud, de
lo mal que se lo pasaba y de las duras cruces que el cielo
le enviaba, le dije tímidamente:
-Y a tu marido, ¿nadie le ha hablado en serio de control,
de dominio de sí, de tener en cuenta tus problemas
y tus males? Todos esos abortos, ¿no son para ti, física
y psíquicamente machacantes? Tú nunca le has
dicho algo así como: "yo te tengo en cuenta, pero
me gustaría que tú también me tuvieras
en cuenta a mí".
Ni se paró a pensar, y de inmediato respondió
decidida: -Bueno, a ellos es mejor no hablarles de todo eso,
se ponen de mal humor; y si están dispuestos, si les
apetece, lo mejor es acceder. El Padre nos ha repetido muchas
veces, que siempre debemos estar abiertas a nuestros maridos;
que cuando vienen del trabajo, siempre han de encontrarnos
guapas, bien arregladas y de buen humor. Además, ya
sabes lo que nos ha dicho recientemente: "El estado ideal
de la supernumeraria casada es el embarazo".
Recuerdo que me quedé callada como una muerta. No
me gustaba nada de lo que estaba oyendo, pero cualquier tipo
de intervención podía haber sido nefasta. La
miré con una forzada semisonrisa, mientras pensaba
para mis adentros: "...pero, ¿en qué queda
entonces el concepto de paternidad responsable? En este caso
concreto, ¿en qué se traduce?".
Estábamos en otra onda. No se había enterado
de nada de lo que había querido decirle, a pesar de
que cada vez íbamos siendo mas el número de
mujeres que defendíamos el yo femenino no como autosuficiencia
sino como experiencia de vinculación, como interacción:
"Yo te tengo en cuenta, pero me gustaría que tú
también me tuvieras en cuenta a mí". No
se trataba de autosuficiencia, sino de un dar y recibir. Era
un deseo, una necesidad de buscar la propia autonomía
pero sin perder la capacidad de relación; y no sólo
no perderla sino mejorarla. Efectivamente, estábamos
en otra onda.
La tercera historia es la de una amiga mía -nos conocíamos
hacía años-. Una catalana monísima, encantadora
y muy activa. Se afilió a la Obra casi al mismo tiempo
que yo -pero como supernumeraria-, poco después se
casó con un chico algo mayor que ella, licenciado en
Derecho -pero con poquitas luces-, y también supernumerario.
Sin parar, tuvieron una niña, un niño, otra
niña y otro niño, llevándose entre uno
y otro un año escaso.
Una tarde cualquiera -no me sorprendió porque ya hacía
tiempo que detectaba que le pasaban cosas que no acababa de
decir-, derrotada y entre suspiros, me confesó que
no podía más: su marido no ganaba un duro; a
los tres niños mayores los mandaba a una guardería
que le pagaban sus padres; al recién nacido se lo llevaba
ella a su trabajo (era fisioterapeuta y se dedicaba a hacer
recuperaciones a gente mayor en sus casas). Pero lo que más
le preocupaba era que su marido hacía varias semanas
que salía todas las noches, y aparecía borracho
a altas horas de la madrugada.
El problema estaba claro: no podían correr el riesgo
de tener otro hijo, y la única solución que
a él se le ocurría era evadirse, quitarse de
en medio y no coincidir en la cama, o llegar lo suficientemente
"ido" como para caer frito de inmediato y no enterarse
de nada más.
Le pregunté entonces si sabía si él
había hablado con su director, y si sabía lo
que éste le había aconsejado.
Él sí que había expresado su angustia
al director, pero se había encontrado con la respuesta
de que tomara ejemplo de tantos hermanos suyos, que no solamente
no buscaban los días no hábiles para amarse
sino que, por el contrario, buscaban los días hábiles
para así hacer más hijos para Dios.
-¡Qué fuerte! -exclamé sin poder contenerme-.
Y pensé para mis adentros, pero no lo expresé
en voz alta: "Sí, y además, esos hermanos
ejemplares deberían hacer el amor con un embudo para
ir más rápidos y directos al objetivo; sin distracciones.
¡Qué horror!".
-El pobre hombre -continuó diciendo ella, refiriéndose
a su marido-, está machacado, roto, deshecho, pero
además es que nos está machacando, minando también
a todos.
Me acordé entonces de aquellos amigos míos,
que se sentían tan agobiados cuando ella había
quedado embarazada con una perspectiva de nueve meses de reposo
total, y se me ocurrió sugerirles, además de
la lectura de Paul Chauchard, que él fuera a hacer
yoga.
Hablamos ampliamente del tema; comentamos los planteamientos
de Chauchard y sus técnicas de autocontrol, que pueden
venir fenomenal para ayudar a superar con serenidad una etapa
difícil. Al final de la conversación se mostró
más tranquila y esperanzada. Esa misma noche consiguió
hablar con su marido, pero éste no conectó lo
más mínimo con el tema y, de inmediato, fue
a consultar con su director.
Nunca supe lo que él contó ni lo que su director
entendió. Sí sé, que en breve me comunicaron
que el sacerdote director de la delegación quería
hablar conmigo en el confesionario, que era lo acostumbrado,
y allí acudí.
-¿Qué le has dicho a una supernumeraria? -me
dijo de entrada-. Los consejos que les has dado, el Padre
no los ha planteado nunca. Nuestros hermanos, que han elegido
el matrimonio como vía de santidad, buscan el hacer
hijos para el cielo y para Dios. Tú, ¿qué
has dicho? -insistió-.
-Le he sugerido la lectura de P. Chauchard -concretamente,
"El dominio de sí" y "Necesitamos amar"-,
y el que su marido aprenda a hacer ejercicios de autocontrol;
también le he hablado de lo positivo que puede ser
el practicar yoga. Pienso que son medios eficaces para el
control y el dominio, para reencontrarse y poder ponerse en
situación de hacer oración de verdad, y después,
en diálogo sincero, decidir ambos cómo han de
resolver su problema conyugal y su paternidad responsable.
Me dejó hablar mientras escuchaba en silencio, y a
continuación me dijo que debía de profundizar
más en los escritos del Padre sobre este tema; que
en casos como en el que estábamos tratando, mi consejo
tenía que haber sido, exclusivamente, decir lo que
el Padre decía y remitir a la persona afectada a la
dirección espiritual, ya que el sacerdote estaba más
capacitado para tomar las riendas del asunto.
El mensaje o la lección que quería darme estaba
clarísima, pero un interrogante clave se me quedaba
ahí, colgando. En el caso que acabábamos de
tratar -como ocurría en el anterior que te he contado-,
¿en qué se traducía el concepto de paternidad
responsable?, ¿y el del amor en la pareja?
En nuestra doctrina -que era la más estricta de la
Iglesia romana-, el amor de la pareja quedaba siempre en un
segundo término y predicábamos, o la abstención
total o el conejismo procreador; y diciendo que éste
último era el más perfecto porque aceptaba a
ciegas todos los hijos que mandara la providencia. Los consejos
y normas eran del todo rotundos, iban desde el criterio de
la sublimidad del matrimonio, hasta la consideración
puramente físico-mecánica del mismo, siguiendo
al pie de la letra la postura eclesiástica que prohibía
todo lo que no fuera la corrección mecánica
del acto sexual físico: lo demás era pecado.
Fomentábamos poco el sentido de la amistad y compañerismo
en la pareja como motivo fuerte de unión. Tampoco se
hablaba de favorecer la comunicación mutua, el diálogo,
la charla sincera y distendida y el amor amistoso, como algo
fundamental para el crecimiento de ambos.
A las supernumerarias se les recordaba con frecuencia el
"débito conyugal" al marido, cuando éste
lo pida, sin ninguna atención a los deseos femeninos
ni al "tempo" sexual de la mujer, que suele ser
distinto al que tiene el varón. La mujer, y sus legítimas
necesidades sexuales, contaban poco o nada entre los deberes
matrimoniales del marido.
En lo referente al tema familia, cundía el pánico
en cuanto a su posible desaparición, y contra ello
había que batallar con uñas y dientes. Pero,
¿es que, de verdad, iba a desaparecer la familia y
nosotros teníamos que salvarla?
Lo que sí era evidente es que estaba cambiando su
estructura patriarcalista, machista y autoritaria, pero desde
el punto de vista social, económico y moral, la familia
seguía viva y coleando, con los tres roles clásicos
que nunca pueden faltar: materno, paterno y fraterno. La maternidad
que simboliza la afectividad, la comprensión, la intuición
y el arraigo a las tradiciones; la paternidad que representa
la racionalidad, la objetividad, la personalidad y la autoridad;
la fraternidad que viene a ser la sociabilidad, la cooperación
y la convivencia.
En mi entorno veía que la familia cambiaba, no desaparecía,
y que el esfuerzo había que ponerlo en reestructurar
estos tres roles -materno, paterno y fraterno-, con arreglo
a las necesidades del mundo en que vivíamos y que íbamos
a vivir.
Los cambios eran evidentes, la necesidad de adaptarse a los
mismos también. No podemos olvidar que la década
de los setenta fueron unos años muy movidos, y que
en esa movida estábamos -de una u otra forma- todos
los que entonces éramos.
A finales de los sesenta surgió una corriente de esclarecimiento
sobre temas sexuales y, en ciertos ambientes, las cuatro letras
de "sexo", pasaron a convertirse en un monotema
casi exclusivo. Para muchas personas, no entrar en esta rueda
significaba quedar fuera de la moda, ser necesariamente una
persona reprimida. En la década de los setenta, la
llamada "revolución sexual", que fue más
bien una revolución de carácter comercial, coincidió
con la divulgación de la píldora que permitió
a las mujeres ser más libres sin temor a embarazos
no deseados.
Para muchas mujeres, entonces, las viejas formas de sexualidad,
con su cortejo de culpas y represiones, fueron desplazadas.
Al fin este tema era algo de lo que, cada vez más,
se podía hablar libre y francamente, y las revistas
femeninas también entraron de lleno en la nueva corriente,
ofreciendo en vez o junto a las recetas de cocina, otras nuevas
recetas que explicaban cómo satisfacer al amante o
cómo disfrutar del sexo sin amor, y otras modernas
gimnasias de dormitorio. Quienes se tomaban estos consejos
como panaceas u obligaciones, de nuevo sufrían otra
tiranía: en vez de la represión, lo que pasaba
a obligar era una forzada desinhibición.
Desterrar unos mitos para crear otros nuevos no parecía
ser buena solución. Pero si algo tenían de bueno
estos drásticos cambios es que nos aproximaban a ser
más abiertos y honestos en nuestros planteamientos.
Por eso, en los comienzos de los años setenta, cada
vez eran más las personas, educadas en una tradicional
cultura judeocristiana, que se planteaban la necesidad de
una revisión profunda de la teología de la sexualidad
elaborada a partir de todos los nuevos conocimientos, como
hubo que hacerlo en otros terrenos teológicos cuando
se descubrió que el universo no giraba alrededor de
la Tierra.
Recuerdo a una amiga mía -médica de profesión,
casada con otro médico y madre de tres maravillosos
hijos-, mujer profunda y llena de inquietudes, que argumentaba:
"Si la naturaleza decidiera que el sexo sólo es
utilizable para procrear, la mujer y el varón tendrían
ciclos más breves de erotismo, ciclos sólo ajustados
temporalmente a la procreación. La naturaleza ha decidido
por sí misma dar permiso a una sexualidad más
amplia". Estaba convencida de que pensar de otra forma
era caer en el ideario maniqueo que atribuye al mundo material
de los cuerpos y las cosas algo diabólico.
Gracias a mí descubrió los trabajos y el pensamiento
de Chauchard y le convenció a fondo. Decía que
dentro de la ortodoxia católica era quien le había
abierto más horizontes. Sin embargo, de los rígidos
planteamientos de la Obra cada vez se sentía más
lejos. El último encuentro que tuvo con un sacerdote
del Opus Dei fue de lo más tirante, y yo me sentí
culpable, pues era quien la animaba a aproximarse a nuestro
espíritu, ya que me parecía una persona valiosísima.
Parece ser que el mencionado sacerdote le preguntó
acerca de cómo vivía sus relaciones matrimoniales,
y ante su respuesta de que pensaba que se trataba de una cuestión
que tan sólo le incumbía a ella y a su marido,
éste, a modo de recordatorio, le hizo una declaración
de principios de cómo debían ser las relaciones
perfectas. Ante tan edificante y frío planteamiento,
ella le respondió: "Por mi parte he de decir que,
como los orientales, sostengo que hacer siempre el amor de
la misma forma puede compararse a comer pan duro todos los
días y en todas las comidas". Así finalizó
su último encuentro. Nunca más volvió.
Pero no era corriente dar con un tipo de mujer tan despachado.
Era más frecuente encontrarse con mujeres que asumían
su papel de "víctimas", que vivían
la relación sexual como una carga, postura que encajaba
bien con la educación recibida: a todas nos enseñaron
que el sexo existía para dar placer a los varones,
dueños y señores, y para tener hijos. Nuestras
opiniones, sentimientos y emociones debían quedar siempre
postergados. La mujer nunca debía tener derecho a decir
"no". También se trataba, más que
de mantener, de reforzar el viejo sistema de separar a los
dos sexos, varón y mujer, en categorías opuestas,
como dominio-dependencia, pasividad-actividad, víctima-victimario,
en vez de fomentar la confianza, el diálogo, la comunicación
y la libertad entre ellos. Para las mujeres siempre se daba
por supuesto el papel de pacientes, sacrificadas, calladas,
comprensivas y generosas, que nada saben ni nada piden.
Control cerebral y sexualidad humanizada
(2 de enero, 1999)
Dices que no acabas de entender por qué en la Obra
se considera como próximo a la perfección el
tener doce, quince y hasta más hijos, ya que, en todo
caso, ese virtuoso punto de referencia sólo puede ser
válido para una estricta minoría. La realidad
de la mayoría de las parejas jóvenes, yendo
todo bien, es que habitan en un pequeño piso que pagan,
mes a mes, con más de la mitad de su sueldo durante
diez o quince años, y que si trabajan los dos -él
y ella-, consiguen hacerla en menos tiempo y disfrutar de
más holgura en algunos aspectos de la vida cotidiana.
Ante esta realidad, preguntas: ¿Cómo se les
puede plantear que, para ellos, la virtud cristiana consiste
en tener un hijo cada año, hasta doce, trece o más?
¿Qué se entiende por paternidad responsable?
En la actualidad, los valores de la defensa de la familia
y la promoción de la natalidad figuran en los programas
de casi todos los partidos políticos. Sin embargo,
la realidad pone en evidencia los buenos propósitos:
España es el país de la Unión Europea
que menos ayudas concede a las familias numerosas y a la maternidad.
Pero sería injusto culpar exclusivamente al Estado.
La sociedad tampoco hace demasiado para que las parejas tengan
hijos. En nuestro país, por poner un ejemplo significativo,
la tercera parte de la población laboral trabaja con
contratos temporales (porcentaje mayor en las mujeres, lo
que constituye un notable factor de disuasión de los
embarazos). Y para acabar, otro punto también a tener
en cuenta es el elevado precio de la vivienda. A todo ello
se une, finalmente, un importante cambio de mentalidad en
los españoles de las últimas décadas,
en los que se ha generalizado el uso de anticonceptivos.
La natalidad, por supuesto, es un asunto personal, pero en
que ésta baje o suba tiene mucho que ver el apoyo o
desapoyo del Estado, la sociedad y las empresas. La paternidad
responsable no tiene por qué traducirse en tener más
y más hijos, sino en saber hasta dónde se puede
abarcar.
Y después de este inciso, vuelvo a retomar el tema
de la "Humanae vitae", que era el referente doctrinal
que teníamos -y que seguimos teniendo, porque no existe
en esta materia ningún otro documento vaticano más
reciente-. Cuando se publicó, en 1968, la leí
a fondo, además de los escritos del Padre que hacían
referencia al mismo tema y todos los libros que publicaba
la editorial Patmos, .con el fin de desarrollar de la mejor
manera posible lo que consideraba que era mi tarea pastoral.
Estas eran mis fuentes, hasta que un día leí
en la prensa que Paul Chauchard, un neurofisiólogo
francés, amigo personal de Pablo VI y de Juan XXIII,
católico convencido y que había participado
en el desarrollo del reciente Concilio Vaticano II, venía
a Barcelona e iba a dar una serie de charlas en la Facultad
de Teología sobre el contenido de la reciente encíclica
"Humanae vitae". El viejo sabio Chauchard decía
a la prensa, en unas declaraciones previas a su intervención:
"Precisamente porque me he consagrado, en cuanto neurofisiólogo,
a extraer de mi ciencia unas indicaciones normativas, una
moral del cerebro -el órgano de las acciones y de las
relaciones humanas-, a mostrar que la pedagogía es
ante todo el aprendizaje de la buena utilización del
cerebro para una vida más humana, la aplicación
a la vida sexual que he hecho de todo ello me ha conducido
a hallarme previamente de acuerdo con la Encíclica.
Abordando la sexualidad por el camino necesario -añadía-,
pero desacostumbrado, del control cerebral, que le da su dimensión
humana completa y suprime la falsa hendidura entre eros y
ágape, me he hallado metido de golpe en el aspecto
positivo de la educación de la continencia".
Sus planteamientos me parecieron interesantes, y pensé
que me encantaría conocerle y escucharle. Si se encontraba
en Barcelona, ¿no era la mejor ocasión para
solicitar una entrevista? Y así lo hice.
Hablé con él, asistí a sus charlas y
coloquios y tuve ocasión de agradecerle la luz que
me había dado. A continuación, me fui haciendo
con la casi totalidad de sus libros, algunos de ellos traducidos
ya al castellano -"Necesitamos amar" (Herder), "Voluntad
y sexualidad" (Herder)-, y otros los fui consiguiendo
en versión original- "La maitrise de soi"
(Dessart), "Timidité, volonté, activité"
(Denoel), "Amour et contraception" (Mame), etcétera-.
Chauchard decía al referirse a la "Humanae vitae",
que esta encíclica es el segundo panel de un conjunto,
cuyo primer elemento era la encíclica sobre el celibato
sacerdotal del 24 de junio de 1967. En este caso se trataba
de salvar los valores esenciales de la disponibilidad de la
virginidad. Después de la castidad consagrada, el mismo
espíritu preside la castidad conyugal: ambas no difieren
tanto como se cree; en los dos casos se trata de llevar a
su plenitud el amor. [PAUL CHAUCHARD, Voluntad y sexualidad,
p. 13].
Tal vez te sorprenda que me extienda tanto en este tema,
pero no se trata de algo gratuito. Descubrir el pensamiento
de Chauchard supuso para mi vida espiritual un enriquecimiento
importante; un balón de oxígeno, un respiro.
Hacía ya algo más de tres años que era
numeraria y me encontraba como estancada; atiborrada de frases
hechas, de "porque el Padre ha dicho", de charlas
y meditaciones cortadas por el mismo patrón, de directoras
insulsas -salvo excepciones-, en cuyos consejos e insinuaciones
tenía que ver la voluntad de Dios para conmigo. Con
la ayuda del pensamiento de este viejo sabio, conseguí
profundizar, ensanchar mi espíritu y dar un mayor sentido
a todo lo que me traía entre manos.
Control cerebral y dominio de sí eran las claves de
su pensamiento: 'uno no se controla por controlarse, sino
para utilizar su control con el fin de conducirse de un modo
más correctamente humano. El control es en sí
mismo valorizador y humanizador. Quien ha aprendido a controlarse,
relajado y lúcido, tiene el poder de reflexionar en
lo que le conviene hacer. El control implica una fuerza, un
dinamismo de realización de sí, de humanización;
una ascesis, ciertamente, pero una ascesis vivificante.
Chauchard desarrolla, con su sabiduría científica,
unas sencillas técnicas de control que cualquier persona
puede aprender, y luego explica, con todo lujo de detalles
pedagógicos, los siete terrenos en los que debemos
aplicar el controlo dominio de uno mismo: el control del ser;
el control del obrar; el control del tener; el control de
la sociabilidad; el control del consumo; el control de la
afectividad y, finalmente, el control de la sexualidad.
Como verás, estos siete controles responden a las
siete virtudes que se oponen a los siete pecados capitales.
Y Chauchard se pregunta: en vez de los siete pecados capitales,
¿no habría que proponer la práctica de
siete virtudes capitales? Los siete pecados capitales resultan
de nuestras necesidades principales: tenemos necesidad de
ser (soberbia), de obrar (pereza), de tener (avaricia), de
ser sociables (envidia), de alimentamos (gula), de apasionarnos
(ira), de utilizar nuestra sexualidad (lujuria). Por tanto,
necesitamos hallar en nosotros el secreto y la fuerza del
obrar bien, lo cual es la buena realización de nuestras
necesidades capitales.
¿Dónde hallar los siete poderes que nos permitirán
estar en lo firme? Precisamente en el control aplicado a nuestras
siete necesidades; sabiendo controlarnos. [P. CHAUCHARD, op.
cit., p. 133 y siguientes].
Nos es preciso practicar las siete virtudes capitales por
medio de los siete controles capitales, que son siete voluntades
capitales de conducirnos bien.
Quizá te preguntes dónde quiero llegar con
este despliegue teórico, pero creo que es necesario
hacerlo para entender lo que quiero acabar de contarte.
Educación de la continencia
(7 de enero, 1999)
Tampoco ayer cerré el tema que desde hace días
ocupa el contenido de nuestra correspondencia, sobre todo
de la mía. Creo que hoy ya acabo y podemos pasar a
tratar otras cuestiones que también te interesan.
Finalicé mi última carta hablándote
de los siete controles capitales y de cómo estas sencillas
técnicas del profesor Chauchard estaban al alcance
de cualquiera. Yo entonces estaba muy motivada por el descubrimiento
y, en el fervor de mi entusiasmo, le comenté a mi directora
que sería fantástico el poder ir a París
a hacer un cursillo en uno de los centros que el doctor Chauchard
y otros científicos católicos habían
puesto en marcha, con el fin de aprender bien sus técnicas
y poderlas dar a conocer insertadas en nuestros medios de
formación. Estaba convencida de que podrían
suponer una ayuda eficacísima.
Mientras tanto, los católicos impugnadores de la encíclica
a la que he hecho tantas referencias, decían que ésta
sería satisfactoria si el Papa hubiera dejado a las
parejas la libertad de los medios: si se reconocía
la necesidad de limitar prudentemente los nacimientos, ¿no
era lógico dar luz verde a los métodos de contracepción
dejando que cada cual adopte el que le convenga? ¿Por
qué, entonces, sacralizar un sólo método,
la continencia periódica? Chauchard respondía
a este razonable planteamiento: "El Papa se refiere a
la norma de conjunto de la sexualidad humana. Para él,
la continencia periódica no solamente no comporta artificios
contraconceptivos, sino que no es un método contraceptivo
en sentido propio: se trata de utilizar el conocimiento y
el dominio de sí para regular prudentemente la fecundidad
propia sin contracepción. Se trata, en definitiva,
de aprender a amarse mejor, y cuando la pareja se ama mejor
mediante el control de sí, se descubre capaz de regular
su fecundidad sin contracepción, mediante la utilización
de sus recursos personales".
Y mientras yo asimilaba teoría, cada día me
encontraba con más casos de mujeres insatisfechas que
llevaban con resignación un nuevo embarazo, haciendo
realidad aquello de que hay tres tipos de hijos: los hijos
del amor, los hijos del deber y los hijos del fastidio.
Un día, hablando de todo esto con la directora y una
numeraria mayor -que contaba con una larga experiencia en
dirigir supernumerarias-, volvió a salir el tema de
lo positivo que podría ser el formar a las personas
en ese auténtico espíritu de la "Humanae
vitae". La educación de la continencia, el dominio
de sí, era importante en todas las facetas del comportamiento
humano, pero en el terreno de la sexualidad parecía
una necesidad aún más urgente.
Las tres estábamos de acuerdo. Sin embargo, la más
veterana aportó un pero fundamental:
-¿Pero qué vamos a conseguir nosotras -dijo-,
formando a las mujeres, si no se hace la misma tarea con los
varones? Si son ellos -añadió-, los que tendrían
que enterarse de que el hombre no es por naturaleza un autómata
de la fecundación.
En esa misma línea, el doctor Chauchard afirma:
-No es respetar la naturaleza masculina alienarse en un automatismo.
El hombre educado posee tres modalidades de unión genital:
el acto fecundante ejecutado en el momento de la ovulación,
el acto completo con la donación simbólica del
semen como donación de amor no fecundante en los periodos
estériles, y la unión incompleta, llamada reservada,
que no comporta esa donación.
¿Acaso puede llamarse virtud el apaciguamiento de
la concupiscencia, a costa de la salud psíquica o física
de la mujer? Reconociendo la importancia de regularizar los
nacimientos, el Papa ponía de relieve, no solamente
los valores de la fecundidad, sino que insistía en
la "paternidad responsable". Una vez más
expuse la posibilidad de hacer una propuesta seria para aprender
bien las técnicas del control cerebral y poder explicar
con conocimiento bien fundamentado, lo que es el dominio de
sí.
Mis interlocuroras opinaban que mi propuesta no iba a prosperar;
es más, que hasta podría volverse en mi contra,
ya que se podía interpretar como un querer enmendar
la plana, o como que la doctrina del Padre y de la Obra eran
insuficientes. No; ni una ni otra lo veían prudente.
En un impulso ecumenista, repetí la frase de Teilhard
de Chardin: "Todo lo que asciende converge". Porque
estaba convencida de que todo lo que fuera ensanchar horizontes,
conocer otros puntos de vista y reflexionar dentro de la ortodoxia
cristiana, supondría un enriquecimiento, un fortalecimiento
del espíritu y conduciría, por tanto, a una
mayor convergencia y unión, nunca al distanciamiento
y a la escisión.
Las tres decidimos llevar tan apasionante tema a nuestra
oración personal. Al día siguiente, la directora
me pidió en nombre de la humildad, la entrega y la
obediencia, que me olvidara de todos mis planteamientos y
pusiera mis cinco sentidos en volver a lo que eran nuestras
fuentes: los escritos del Padre, los libros recomendados y
las directrices que me dieran en la dirección espiritual,
ya que eso era lo que Dios y la Obra esperaban de mí.
A partir de entonces, nunca más volví a plantear
nada que hiciera referencia a esta cuestión, ni a otras
que creía que eran igualmente importantes y que podían
tener una relación directa con este tema.
Me parecía interesantísima la tarea de intensificar
la formación de diáconos con posibilidad de
reclutarlos entre los hombres casados; y valorar, fuera de
toda retórica, el papel de la mujer en la liturgia
y en el ministerio. Pero se trataba de cuestiones aún
más incuestionables.
No menos importante era en aquel entonces el tema de la separación
matrimonial y de la anulación (el divorcio era algo
que no se veía todavía próximo, pero
de lo que ya se hablaba).
Por mi parte pensaba -me resultaba imposible pensar de otra
forma- que cuando los problemas de desunión humana
son insalvables, el divorcio venía a ser la única
solución digna, aunque no por eso dejaba de contemplar
con preocupación -tenía ocasión de vivirlo
muy de cerca-los problemas que el divorcio iba a plantear
a las personas que se consideraban creyentes. Y en cuanto
a las anulaciones eclesiásticas, ¿es que no
era un tema conflictivo y, en no pocos casos, hasta escandaloso?
En la década de los setenta estaba en boca de todos
que cualquiera que tuviera medios económicos suficientes
para pagarse un buen abogado que resolviera su caso en Boston
o en determinados países africanos conseguía
la anulación de su matrimonio.
Si tratabas el tema con algún sacerdote de la Obra,
la respuesta consistía en atenerse a la más
estricta ortodoxia, y punto.
La lectura del libro "Proceso a los Tribunales Eclesiásticos",
del sacerdote y periodista Antonio Aradillas, me resultó
esclarecedora. Recuerdo que algún tiempo después
de leer su libro, invité a Aradillas a una mesa redonda
en la que se abordó en directo su tesis, de la que
me sentí profundamente partícipe.
El mencionado autor decía que el matrimonio sacramento
ha de situarse en el plano de la conciencia. Por eso pensaba
que los Tribunales Eclesiásticos deberían desaparecer
y ser sustituidos por unos consejos pastorales que orientaran
a la pareja para que fuera ella quien decidiera, en conciencia,
si su matrimonio debe ser continuado o no es válido.
"La Iglesia -puntualizaba- ha de fiarse de las conciencias
de las personas. De ahí la gran importancia que tiene
el capítulo de la formación, para poder actuar
en conciencia, con madurez y responsabilidad personal."
Sacerdocio femenino (11 de enero,
1999)
En tu última carta insistes en que te gustaría
conocer qué pensaba yo acerca del sacerdocio de las
mujeres. Pues bien, lo cierto es que nunca había pasado
por mi corazón ni por mi cabeza el deseo ni la idea
de hacerme cura, pero como mujer comprometida, la cuestión
me interesaba seriamente y pensaba que había que batallar
por ella, aunque desde dentro de la Obra -de eso sí
que era consciente- no era factible el hacerlo; a cualquiera
que lo hubiera intentado la habrían tomado por desatada
o rematadamente loca.
El hecho de que en la Iglesia la mujer siguiera estando excluida
del servicio del altar y del ejercicio de la jurisdicción,
que son, en principio, las funciones sacerdotal es, me parecía
algo injusto. El que estos dos ministerios fundamentales,
de santificación y de gobierno, siguieran -bueno, y
siguen- estrictamente reservados a los hombres, era una discriminación
ya injustificable en los tiempos que corríamos y evidenciaba
un verdadero "sexismo" canónico. Se trataba
de un problema símbolo, era como la parte visible de
un iceberg, mucho menos importante que la parte sumergida,
porque la exclusión de las mujeres del sacerdocio ocultaba
una misoginia que se extendía a todos los sectores
de la vida social. Me parecía que no había que
hacer del problema del sacerdocio de las mujeres el problema
esencial (el problema esencial era el entonces tan traído
y llevado tema de la "liberación" o de la
"promoción" de la mujer), sino un problema
símbolo, que es como lo denominaban los teólogos
que por aquel entonces estaban preocupados por el tema (Rahner,
Aubert, Schillebeeckx, Cangar) y que se planteaban el interrogante:
¿Ha de perpetuarse en los ministerios sagrados la discriminación
sexual?, ¿sí o no?
Si echamos una mirada rápida a la historia vemos que
en el mundo antiguo, romano y cristianizado, la exclusión
de las mujeres de cualquier tipo de vida pública, aspecto
característico de esta sociedad, se traspuso espontáneamente
a las estructuras de la Iglesia primitiva, y esta tradición
que ha durado hasta nuestros días, encontró
su primera formulación pretendidamente científica
en la Edad Media, en el momento en que el derecho canónico
y la teología quedaron sistematizados. ¿Y cuál
es esa formulación que condensa y resume lo que ya
era tradición? El canonista "number one",
Graciano, y el supermaestro de la teología, Santo Tomás
de Aquino, coinciden en su afirmación: "La mujer
no puede recibir órdenes sagradas porque, por su naturaleza,
se encuentra en condición de servidumbre", dice
Graciano; "porque se encuentra en estado de sumisión",
dice Santo Tomás. Es decir, que el argumento esencial
para la exclusión canónica de las órdenes
sagradas es que la mujer no puede ordenarse porque es un ser
incapaz de autonomía; está hecha para vivir
bajo tutela, para obedecer a un hombre.
Ni que decir tiene que tal argumento, en la década
de los setenta, ya carecía de valor; resultaba huero.
Pero los defensores de la exclusividad masculina del sacerdocio
ministerial no desistían en su empeño, y para
no caer en lo risible decidieron echar mano de nuevas razones
que, al finalizar el siglo, se resumen en la misma idea que
comenzaron a barajar en los años setenta como máximo
argumento: las mujeres no deberían ser admitidas a
las órdenes porque el mismo Cristo no lo hizo. Su voluntad
de reservar estos ministerios al sexo masculino sería,
pues, la expresión del derecho divino. Además,
supondría ir contra la más antigua tradición
de la Iglesia que se inspira en esa voluntad inicial de Jesús.
¿Tiene peso específico este argumento? ¿Es
que no hubo otras exclusiones en la elección del primer
Colegio Apostólico? ¿No fueron excluidos también
los samaritanos, los paganos, todos los no judíos?
Pero es que de haber elegido algún samaritano, alguna
mujer, algún pagano, es seguro que Jesús hubiera
superado lo que los psicólogos llaman "el umbral
de intolerancia", y en consecuencia, nadie le habría
escuchado y su actuación entre los judíos se
habría visto detenida apenas comenzar.
No, no había, ni hay, argumentos ni razones sólidas,
y en los años setenta no eran pocos los teólogos
conscientes que veían con claridad que la naturaleza
de la exclusión que comentamos era, y es, más
bien antropológica y cultural que teológica.
Entre la jerarquía eclesiástica cundía
-me temo que no ha dejado de cundir- un triple miedo: miedo
al otro, a la mujer -y a la seducción femenina-, a
la que se resisten a reconocer como ser humano en plenitud;
miedo a perder el poder y la autoridad en la Iglesia, a partir
de una concepción de autoridad -y en consecuencia,
del ministerio- muy extendida antes del Concilio Vaticano
II y que todavía continúa arraigada en los subconscientes
de no pocos eclesiásticos; miedo a lo desconocido de
parte de unos ministros habituados a la prudencia y poco amigos
de reformas y replanteamientos. Finalmente, no podemos dejar
de recordar que las mismas mujeres son a menudo el primer
obstáculo a su propia promoción, por la pura
inercia que corre en algunos ambientes femeninos y porque
sigue habiendo muchas mujeres todavía profundamente
sensibles al prestigio de la masculinidad.
Y ya para finalizar, me parece interesante recordar aquí
que, a pesar de los múltiples prejuicios y cortapisas,
ha habido momentos en la historia en que existieron ministerios
femeninos reales, te expongo dos casos alejados, uno de otro,
en el espacio y en el tiempo; uno en la Iglesia de Oriente
durante la antigüedad cristiana: las diaconisas; el otro
en la Iglesia latina de la Edad Media: las abadesas. También
podríamos añadir en esta pequeña lista
a las profetisas de los comienzos de la cristiandad; dotadas
del don de la profecía, hablaban públicamente
según la inspiración de Dios.
Las diaconisas eran reclutadas principalmente entre las vírgenes
y las viudas, y se especializaban en la ayuda que debía
prestarse al obispo para el bautismo de las mujeres (que se
hacía por inmersión, en desnudez y dentro de
la piscina bautismal), y en el cuidado de los enfermos. Aunque
sus funciones eran diferentes de las de los diáconos
masculinos, se las consagraba según el mismo ritual
que a éstos, es decir, mediante la imposición
de manos.
Las abadesas medievales no participaban, como las diaconisas,
de un orden clerical, pero ejercían poderes extensos
de jurisdicción y de gobierno. Sus poderes eran casi
episcopales ya que otorgaban nombramientos a eclesiásticos
para los cargos de párroco capellán y canónico.
R. Metz, en su interesante trabajo titulado "Le statut
de la femme dans le droit canonique medieval" puntualiza
que "destituían a estos mismos beneficiarios,
asistían a concilios, convocaban sínodos. Algunas
recibían la profesión de religiosos, incluso
gobernaban monasterios vinculados con sus casas; en algunos
monasterios mixtos, la dirección se encontraba en manos
de una mujer. Estas mujeres, abadesas en general, ejercían
verdaderos poderes episcopales".
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