Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
OPUS DEI: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Ser mujer en el Opus Dei
Índice
Introducción
1. Tiempo de seducción
2. Tiempo de adoctrinamiento
3. Tiempo de exaltación
4. Tiempo de lucidez
5. Tiempo de desengaño
6. Tiempo de ruptura
7. Tiempo de resurgimiento
8. Tiempo de reflexiones
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SER MUJER EN EL OPUS DEI
Autora: Isabel de Armas

 

CAPÍTULO 3. TIEMPO DE EXALTACIÓN

-Puntos de referencia clave.
-Del optimismo idealista al pesimismo práctico.
-Cuestionamiento total de los valores establecidos.
-Ensanchando horizontes y puntos de mira.
-La censura llama a mi puerta.
-Los valores "ontológicos" de la feminidad.
-Aclararse, una tarea difícil y costosa.
-Otra vez "la cuestión de la mujer".
-De la reivindicación de la "igualdad" a la "diferencia".
-La "Humanae vitae" y el mundo de las supernumerarias.
-El concepto de la paternidad responsable.
-Control cerebral y sexualidad humanizada.
-Educación de la continencia.
-Sacerdocio femenino

Puntos de referencia clave (13 de noviembre, 1998)

Como cada uno de nosotros somos hijos de nuestro tiempo, para entender por dónde van los tiros de cada quien en un determinado tiempo -intereses, inquietudes, preocupaciones-, es importante conocer los sucesos claves que en ese preciso momento histórico se están llevando a cabo.

En la década de los sesenta hubo dos sucesos fundamentales, que tuvieron como consecuencia el poner en tela de juicio todo lo divino y lo humano: el Concilio Vaticano II y el movimiento estudiantil conocido como contracultura, que tuvo su expresión cumbre en el Mayo del 68 francés. Ambos vinieron a ser un auténtico revulsivo social, aunque, como es lógico, para el católico practicante, fue más punto de referencia clave el primer acontecimiento que el segundo, a pesar de que éste último supuso un cuestionamiento total de los valores establecidos.

El 11 de octubre de 1962 se llevó a cabo la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II. El papa Juan XXIII había asumido una iniciativa sin precedentes, con objeto de "quitar el polvo que se había ido acumulando en el trono de Pedro desde la época de Constantino". Este pontífice, idealista y bondadoso, comprendía que la Iglesia había de dar una respuesta adecuada a los problemas actuales de ámbito mundial, tales como la guerra, la injusticia, la pobreza. También advertía la perentoria necesidad de un "aggiornamento" -una puesta al día- de la Iglesia. Consideraba que un concilio ecuménico era el medio más eficaz del que la Iglesia disponía para valorar su papel en el mundo y poder cumplir ante la humanidad de su tiempo aquellos fines para los que fue fundada.

Los miembros de la Curia, órgano de gobierno del Vaticano, trataron de persuadirlo de que abandonase la idea o, cuando menos, de que considerara la posibilidad de posponer la convocatoria del Concilio. Esta oposición se debía al temor de que un Concilio pudiese romper la organización jerárquica existente en el gobierno de la Iglesia. Los miembros de la Curia romana dirigían todas las sagradas congregaciones encargadas de los asuntos referentes a la vida eclesiástica. Los conservadores pensaban que el cambio equivaldría al reconocimiento de la existencia de una debilidad y se oponían a cuanto menoscabase las sagradas tradiciones.

El Papa, sin embargo, estaba resuelto a celebrar el concilio en la fecha más temprana posible y deseaba ver realizado su sueño antes de morir. La primera sesión tuvo lugar entre octubre y diciembre de 1962: el sueño de Juan XXIII se había hecho realidad. Sin embargo, no llegaría a contemplar el final de este sueño, pues falleció en junio de 1963. Su sucesor, Pablo VI, presidiría las tres sesiones siguientes en los otoños de 1963, 1964 Y 1965. El nuevo Papa también sentía la necesidad del Concilio que consideraba "como un puente hacia el mundo contemporáneo", aunque manifestó una tendencia quizá más conservadora que la iniciada por su predecesor.

En diciembre de 1965 finalizó el Concilio. Durante cuatro años de deliberaciones, en las que se pusieron de relieve serias diferencia existentes entre progresistas y conservadores, se elaboraron un total de 16 textos que se refieren tanto a la reorganización de la Iglesia como a la redefinición de sus vínculos con el entorno. De estos escritos, destacan dos como trabajos claves: "Lumen Gentium" (Constitución dogmática sobre la Iglesia) y "Gaudium et Spes" (Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy). En la elaboración de dichos documentos participaron, y a su puesta en práctica se comprometieron, todas las fuerzas presentes en el Concilio -Juan XXIII y Pablo VI que le sucedió, la Curia romana, los obispos de Occidente, Oriente y el Tercer Mundo, las distintas corrientes teológicas... Sólo hubo oposición por parte de monseñor Lefebvre y su entorno, que representaban una ínfima minoría de los padres conciliares. Sin embargo, unos años más tarde, como observa el sociólogo de las religiones, Gille Kepel, "el legado del Concilio será objeto de un conflicto radical entre quienes estiman que sólo es el comienzo de un proceso de apertura de la Iglesia al mundo y quienes, a la inversa, lo consideran un término, un límite que no debe franquearse".

En cierta ocasión oí contar que, al papa Juan, la idea de convocar un concilio le vino a las mientes a raíz de un diálogo que sostuvo con un cardenal, que creía de buena fe que el mejor soporte de la Iglesia debía ser la acumulación de poder. Le daba miedo la competencia de las demás religiones, mientras que él pensaba todo lo contrario. El poder terrenal de la Iglesia era el principal enemigo de la catolicidad. La década de los sesenta no era la época de Constantino, ni tampoco la de los Borgia. Los fieles en particular, y la humanidad en general, necesitaba otra actitud, otro lenguaje.

El idealista y bondadoso pontífice, estaba convencido de que procedía un acto de arrepentimiento, de humildad, un mea culpa. El Concilio debía servir para dar un giro de 180 grados. A base de anatemas, de coacción, de amenazar con el fuego eterno y, por supuesto, de nepotismo, la Iglesia no iría a ninguna parte. El imparable avance de la ciencia y de la técnica iría socavando poco a poco su influencia sobre las almas, y los hombres le darían la espalda.

Consecuente con su temperamento, sin una palabra de soberbia, aunque con una fe sin límites en el mensaje de Cristo Jesús, presidió la apertura del Concilio. Roma se convirtió en un gigantesco templo, en una concentración de jerarcas eclesiásticos entre los cuales abundaban los santos, pero también las mentes retorcidas e incordiantes por una u otra causa.

"Pronto me di cuenta -explicó el Papa- que encontraría mucha oposición. Los retrógrados temían perder sus privilegios (la llamada Curia romana había dicho que era imposible organizar el Concilio para 1963)."

"¡Magnífico. Entonces lo celebraremos en 1962!" -añadió de inmediato Juan XXIII-.

Y así fue. El Concilio empezó paticojo, a decir del propio Papa, debido a las discrepancias que se pusieron de manifiesto ya en la primera sesión. Pero esta reacción no acobardó al pontífice, puesto que declaró:

"¿Creéis que os he hecho venir para que todos cantéis el mismo salmo como los monjes?"

Muchos teólogos se pusieron de su parte, entre los que destacó el jesuita Karl Rahner, cuyas palabras fueron contundentes:

"Necesitamos -puntualizó- una teología de los misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo y de las relaciones temporales. De la Historia. Del pecado. De la vista, del oído, del lenguaje, de las lágrimas y de la risa. De la música y de la danza. De la cultura. De la televisión. De los alimentos y de la bebida. Del matrimonio y de la familia. De los grupos étnicos y del Estado. De la humanidad. De una nueva antropología cristiana..."

Las intervenciones del humilde Roncalli iban marcando el camino en una dirección que pilló desprevenidos a muchos de los asistentes. Se manifestó sin ambages en contra de los "profetas de las calamidades, y reiteró una y otra vez que la Iglesia debía usar más de la misericordia que de la severidad. Cuando le preguntaron acerca de la conflictiva marcha del Concilio, respondió, con fe firme, que en un concilio hay que contar con tres etapas: la del demonio, que procura revolver los papeles, la del hombre, que contribuía a la confusión, y la del Espíritu Santo, que lo aclaraba todo. Él no coincidió en el tiempo con el desarrollo de las tres etapas; falleció antes.

Pienso que el cónclave se hizo de la vejez una idea falsa cuando, creyéndolo inofensivo, eligió Papa al cardenal Roncalli. Éste siempre había hecho lo que consideraba su deber, sin dejarse intimidar por nada. El pontificado le abrió inmensas posibilidades y las explotó. Con el nombre de Juan XXIII, tres meses después de su elección, venciendo todas las oposiciones, emprendió una reforma de la Iglesia y convocó un concilio cuyos trabajos fueron en gran parte inspirados por él; trabajos que iniciaron una conmoción y llevó a una interrupción posterior seguida de un parón en seco por temor a un generalizado desmadre.

¿Fue Juan XXIII víctima de la contrafinalidad? De esa contrafinalidad que Sartre ha descrito y que es un momento ineluctable del desenvolvimiento de la historia. "La praxis -dice- se fija en lo práctico-inerte; bajo esta forma es retomada por el conjunto del mundo y desnaturaliza su sentido."

Toda persona madura ha asistido alguna vez a este reverso de las cosas. En nuestro siglo, Gandhi puede ser el prototipo de víctima responsable de la contrafinalidad. Empecinado en la idea de la no violencia, el padre de la liberación india no supo ver la violencia que alentaba en el seno de las comunidades hindú y musulmana. Prefirió el principio a la realidad, el medio al fin, y el resultado contradijo la empresa de su vida. Hay pocas suertes más trágicas para un hombre que ver su acción radicalmente pervertida en el momento en que se cumple. La independencia de la India, tan deseada, sólo le trajo la desesperación (en el Pakistán había matanzas de hindúes; en la India de musulmanes, y en los dos países de sijs), y él mismo, predicador y testimonio incansable de la resistencia no violenta, murió violentamente, asesinado por un hindú que lo consideraba un traidor. El día que cumplió setenta y ocho años, Gandhi declaró: "En la India, tal como se presenta hoy, no hay lugar para mi... No tengo ningún deseo de vivir si la India ha de quedar sumergida por un diluvio de violencia".

De haber sobrevivido al Concilio Vaticano II, ¿habría sido Juan XXIII, como Gandhi lo fue, víctima de la contrafinalidad? ¿Cómo hubiera respondido? ¿Habría actuado como lo han hecho sus sucesores? ¿Habría llevado a cabo algo que quienes han venido a continuación no han sabido o no han querido hacer? El papa Roncalli nos dejó con los interrogantes; con un gran panorama abierto y mucha y difícil tarea por hacer.

Las enseñanzas del Concilio Vaticano II provocaron considerables reacciones en el clero y los fieles de todo el mundo, que se pueden agrupar en tres posturas distintas. La mayoría de los católicos aceptó de buen grado los cambios introducidos por el mismo. Otros, sin embargo, lucharon a brazo partido por mantener las antiguas tradiciones. Finalmente, otros llevaron el progresismo y la novedad mucho más allá de lo que se había pretendido, llegando a manifestaciones realmente extremas y caóticas. Pero no podemos olvidar que en toda revolución hay excesos: es inevitable.

La prensa de todo el mundo aireó con morbo las noticias amarillistas que hacían referencia a las llamativas o escandalosas acciones de este tercer grupo: matrimonios de sacerdotes reducidos al estado laico, misas rock y folk, clérigos obreros que militaban en política. En Latinoamérica, bastión del tradicionalismo católico, se produjeron algunos cambios sorprendentes. El clero católico, identificado secularmente con la élite política, entró en agudo conflicto con los gobiernos. En Chile, la Iglesia se manifestó en contra de la Junta militar; en Paraguay, algunos sacerdotes predicaban la revolución, y en Colombia, determinados clérigos tomaban parte en actividades guerrilleras antigubernamentales. En Brasil, concretamente en Recife, el arzobispo Helder Cámara, organizó un movimiento de protesta contra el régimen militar de su país.

Esta reacción en cadena tuvo su origen en una importante reunión de obispos latinoamericanos, celebrada en 1968 en la ciudad colombiana de Medellín, en la que se aprobó un programa socialista y anticapitalista. En su deseo de contribuir a la redención de los humildes, algunos obispos comenzaron a disponer de las tierras y propiedades de la Iglesia y a trocar sus vestiduras por otras más sencillas. Numerosos sacerdotes, al ejemplo de los obispos, abandonaron sus privilegios de antaño y pasaron a vivir como sus pobres feligreses.

La situación de la Iglesia española tampoco era de calma y tranquilidad por aquellas fechas. Por una parte, prestaba atención a una gradual ruptura con el régimen de Franco -superando el espíritu de cruzada y el nacionalcatolicismo-, y por otra, se estrenaba en llevar las riendas de un clero que, en buena parte, había comenzado a dar un considerable giro en su acción pastoral y en sus propias actitudes vitales.

Veíamos, y no hacía falta ser ningún lince para verlo, que la Iglesia española iba divorciándose progresivamente del régimen de Franco -sobre todo desde la celebración del concilio Vaticano II-, y al hilo de la renovación de la jerarquía episcopal española, llevada a cabo por los nuncios Riberi y Dadaglio, que culminó con el nombramiento de monseñor Enrique y Tarancón -un liberal muy próximo a Pablo VI y partidario decidido de la ruptura de la Iglesia con el franquismo- como arzobispo de Madrid (1969) y presidente de la Asamblea Episcopal. En los primeros años setenta se produjeron hechos muy significativos: numerosos curas vascos y catalanes se manifestaron públicamente en defensa de los derechos de sus pueblos y también era elevado el número de curas que se significaban, de diversas formas, contra la dictadura. Recuerdo que la puntilla tuvo lugar en 1971, cuando la propia Asamblea episcopal aprobó una resolución en virtud de la cual la Iglesia pedía públicamente perdón por la parcialidad con que había actuado durante nuestra guerra civil. La abierta deserción de la Iglesia hería de muerte al régimen: su posición venía a deslegitimar la teoría de la cruzada con que el franquismo justificaba sus orígenes y la guerra de 1936-1939.

Ni que decir tiene que todos estos importantes acontecimientos hacían pensar y llevaban a hacerte nuevos planteamientos de cuanto te rodeaba. Sin embargo, lo que estaba ocurriendo en la sociedad española contrastaba enormemente con el ambiente que se respiraba en el mundillo interno de la Obra. Cada vez más ministros, más directores generales y más altos cargos del gobierno franquista eran miembros de la Obra. La euforia y el optimismo de sentirse en las alturas era difícil de disimular, y nosotras -la sección femenina- volcábamos una parte importante de nuestros esfuerzos, y mayor o menor ingenio, en tratar y captar a las esposas, hijas, familiares y amigas de todos aquellos que ocupaban las nuevas altas esferas.

Otro acontecimiento puntero, que resulta clave para entender gran parte de la historia posterior de la Iglesia, fue el giro llevado a cabo por la Compañía de Jesús. La transformación de los jesuitas comenzó en los años cincuenta, cuando las promociones de sus jóvenes en formación acudieron a las facultades de teología de Bélgica y de Alemania, donde, según las fuentes más ortodoxas, sucumbieron en buena parte a los espejismos de la cultura Contemporánea, no para subordinarla a la fe, sino para interpretar la fe en función principal de esa cultura, sin excluir el existencialismo y el marxismo. El resultado fue, ante la alarma de Roma, una inversión de valores, una asunción de la llamada teología política; una teología nueva que no iba de la fe a la cultura sino de la cultura a la fe. Su teoría parte del punto de que todos los hombres son "cristianos anónimos" y por tanto no hay que insistir en su conversión "ideológica", sino en la promoción de la justicia que se traduce en la intervención política de signo activista e incluso revolucionario.

Ni que decir tiene que la Iglesia institucional estaba aterrada ante tan radicales y novedosos planteamientos que le desbordaban por todos los lados. Por eso no resulta difícil de entender que se encendiera la luz roja y que se dispararan las alarmas, aunque también es cierto que, si echamos una ojeada a la historia de la Iglesia, vemos que en los momentos claves de crisis interna siempre ha encontrado una orden religiosa en la que ha podido apoyarse. Los benedictinos y los monjes misioneros de Gregorio Magno en la Alta Edad Media; dominicos y franciscanos en el medievo bajo y jesuitas en el Renacimiento y la Reforma. Finalmente, en la última crisis del postconcilio han sido los institutos seculares, los movimientos carismáticos y fuerzas autónomas integradas a la vez en el mundo y en la Iglesia, como es el caso del Opus Dei, el apoyo efectivo de la Iglesia institucional.

Del optimismo idealista al pesimismo práctico (17 de noviembre, 1998)

Y mientras tanto, ¿qué hacíamos quienes nos encontrábamos en ese mayoritario grupo de católicos que aceptábamos de buen grado los cambios introducidos por el Concilio Vaticano II? Teníamos la mirada puesta en Pablo VI y su reafirmación de la autoridad papal, y confiábamos plenamente en que la nave de Pedro tiene asegurada su permanencia de labios de su mismo fundador. La historia confirma que la Iglesia había superado vicisitudes incomparablemente mayores. Por nuestra parte se trataba de ir resolviendo las dificultades que se nos fueran planteando y, como miembros activos de esa Iglesia, cooperar a demostrar, una vez más, que éramos capaces de dirigirnos a los hombres y mujeres de nuestro tiempo con un mensaje de amor y universalidad. Además, los textos conciliares eran un buen refrendo a la doctrina que en el Opus Dei predicábamos y queríamos vivir: la universalidad de la llamada a la santidad; el valor santificador del trabajo; el apostolado de los laicos; la libertad de los seglares en toda cuestión temporal. El Vaticano II redescubrió una verdad que llevaba siglos enterrada: los laicos, ni son cristianos de segunda, ni "longa manus" de la jerarquía eclesiástica. Son pueblo de Dios en marcha, que camina con una importante carga de fermento para influir en la sociedad. Pueblo de Dios -no gregario, y menos pasivo-, formado por individuos que están personalmente llamados a ser santos. El panorama que nos ofrecía el postconcilio era de verdad animante: todo parecía llamar a la acción positiva y al optimismo.

Por aquel entonces me encontraba en pleno tiempo de exaltación vital como numeraria; había superado la dura etapa de adoctrinamiento y me creía ya preparada para entrar de lleno en el tiempo de la expansión. Mi asombro y preocupación no apareció hasta más tarde, al comprobar como, gradualmente, la visión oficial de la Obra se iba desplazando, paso a paso, de la postura del primer grupo hacia el segundo -de ambos grupos te hablé en mi anterior carta-, hasta llegar a identificarse cada vez más con aquel segundo grupo formado, en un principio, casi exclusivamente por monseñor Lefevbre y sus seguidores.

Cada vez oíamos hablar más, y con mayor apasionamiento, de desviaciones, errores, herejías y traidores. "Os pido que recéis mucho por la Iglesia, por el Papa actual y por el Papa que vendrá, que habrá de ser mártir desde el primer día -decía monseñor Escrivá a los suyos-. Rezad para que el pueblo cristiano tenga defensas, en medio de tantos errores y herejías"...[Carta de Monseñor Escrivá 14-II-1974].

"Hijas mías -añadía-, tengo gran congoja en el alma, por la Iglesia, por esa Madre buena que está tan maltratada... Los traidores están dentro...", afirmaba Escrivá dirigiéndose a las superioras mayores de Roma.

"Cuando yo me hice sacerdote -insistía el Padre tres meses antes de morir-, la Iglesia de Dios parecía fuerte como una roca, sin una grieta. Se presentaba con un aspecto externo que ponía enseguida de manifiesto la unidad: era un bloque de una fortaleza maravillosa. Ahora, si la miramos con ojos humanos, parece un edificio en ruinas, un montón de arena que se deshace, que patean, que extienden, que destruyen... ". [PILAR URBANO, "El hombre de Vila Tévere", p. 460].

El tono catastrofista tocó techo en el contenido de la carta del 14 de febrero de 1974, pero que las numerarias de Barcelona no conocimos hasta bien entrada la primavera de ese mismo año. Entre otras cosas, el texto de monseñor Escrivá decía:

-"Hemos tenido que soportar -y cómo me duele el alma al recoger esto- toda una lamentable cabalgata de tipos que, bajo la máscara de profetas de tiempos nuevos, procuraban ocultar, aunque no lo consiguieran del todo, el rostro del hereje, del fanático, del hombre carnal o del resentido orgulloso. Hijos, duele, pero me he de procurar, con estos campanazos, de despertar las conciencias, para que no os coja durmiendo esta marea de hipocresía [...]. A este descaro corruptor hemos de responder exigiéndonos más en nuestra conducta personal y sembrando audazmente la buena doctrina [...]. Hijos, no os durmáis en un quehacer rutinario. Sentid el desvelo por cumplir el bien, que el tiempo es corto. No os acobardéis jamás de dar la cara por Jesucristo [...]. El remedio de los remedios es la piedad [...]. Después de haber rezado mucho y de haber empujado a otros a rezar durante largo tiempo, os he comunicado las disposiciones que en conciencia estimaba prudentes, para que vosotros contarais con unas directrices seguras de orientación [...] en esta casi universal deserción moral [...]. [Carta de Monseñor Escrivá 14-II-1974].

Recuerdo que mientras escuchaba con todo respeto la lectura de tan inquietante texto, no podía dejar de pensar que cualquiera que tuviese ojos en la cara, y una cierta sensibilidad, era consciente de que en el interior de la Iglesia se hacía necesario un buen tambaleo, un profundo cambio. Por eso no veía del todo claro en qué consistía tan dramática crisis de la misma. ¿No había sido la historia de la Iglesia durante veinte siglos una crisis permanente? ¿Estábamos entonces peor que en tiempos de Nerón, o de Diocleciano, o de Atila detenido a las puertas de Roma por el papa León? ¿No fueron peores los tiempos de Arrio -probablemente también profético y necesario-, o cuando las familias romanas hacían y deshacían Papas? No, no veía ni mucho menos claro por qué tenía que asustarnos tanto aquella etapa de la historia de la Iglesia. Por encima de todas las miserias entre las que nos movíamos y movemos, creía y creo en la comunión de los santos, y los santos, desde el tiempo de Cristo, convivían y conviven con la miseria y con la escoria humana, y caminaban y caminan junto a ella.

Lo que el Padre nos decía me parecía excesivamente alarmista y polarizado en ver solamente los excesos de un lado y no los de otra. Si entre los progresistas había descreídos, herejes, laxos y suicidas, también entre los retrógrados abundaban personajes cerriles, cobardes, miedosos, bribones, agarrados a sus viejos privilegios y siempre dispuestos a ahogar la vida allí donde la haya, pero de éstos últimos no nos decía nada. Aun así, creo que capté lo válido de su mensaje; su empeño en ser, en aquellos momentos tambaleantes -en los que lo nuevo no acababa de nacer y lo viejo no acababa de morir-, un necesario dique de contención. De ahí sus palabras de alerta, con indicaciones y cautelas exigentes, para que nadie se torciera en la fe y en la moral, para que se siguiera cuidando la piedad y el apostolado. Pero lo que me resultaba insoportable eran las interpretaciones de los que se creían sus más fieles seguidores; siempre al acecho y viendo por todas partes enemigos, contaminación, vestigios de posibles desviaciones, convencidos de que estaban llevando a cabo una auténtica cruzada. Aquella especie de caza de brujas llegó a hacérseme insoportable.

"¡Ojo!", "¡cuidado!", "¡aléjate de!...", "¡no te dejes influir...!" Todo estaba contaminado, maleado, podrido. Nosotros éramos los buenos, los puros, los únicos auténticos que vivíamos la moral y la doctrina católica.

Había que huir, pasar de largo rápido para liberarse de un posible contagio. Aquel tono alarmista me hacía recordar, una y otra vez, la parábola del pobre samaritano. ¿Qué quiere decirnos esta parábola? (Lc.10,25-37). ¿Por qué el sacerdote y el levita pasaron de largo? La respuesta pura y dura es que ni uno ni otro querían desobedecer. Parece que esa era su intención, la de obedecer.

Siguiendo a los estudiosos de la Biblia, en su día supe que según las leyes rituales del Levítico, estaba prohibido acercarse a un cadáver -y aquel herido lo parecía-. El que transgredía esta ley incurría en una impureza legal. Los clérigos, obedeciendo, continuaron su camino apartándose discretamente del supuesto cadáver. Ellos habían cumplido con la ley y su conciencia quedaba así tranquila y firme, y por supuesto, incontaminada.

Cada vez estábamos más encerrados en una especie de fortín, unidos por la tendencia a escandalizamos de todo y el horror a que la inmundicia nos salpicara.

Aquel ambiente me hacía volver la mirada atrás en la historia, trayéndome a la memoria imágenes de la España de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando ante los excesos provocados por las nuevas ideas aportadas por la Revolución francesa y la Ilustración, muchos ciudadanos volvían los ojos con simpatía a las viejas ideas; las viejas ideas conservadoras se glorificaban, cuando ante las tempestades que la libertad había producido, se buscaba refugio en los tranquilos puertos de la autoridad y la disciplina.

"¡La Ilustración ni siquiera nos ha arañado la piel!" -afirmaba jubiloso un cardenal de finales del siglo XVIII-. Y eso no era cierto, porque era imposible. Se trataba de algo erróneo, porque aquellas nuevas ideas, luminosas y vigorosas -aunque causaran sus estragos-, habían calado en demasiados espíritus como para que pudieran volver a extinguirse de nuevo. Todo se cuestionaba; lo que parecía inamovible se tambaleaba. ¡Fuera polvo y telarañas de muchos años!, sólo así el nuevo pensamiento puede ir tomando cuerpo. ¿Cómo se puede permanecer insensible?

Desmadre, desquiciamiento, de acuerdo. Pero tampoco se puede dar por bueno el inmovilismo, la estupidez o el miedo. Con sentido común e inteligencia, es preciso empujar hacia adelante. Porque las nuevas ideas siempre son un soplo de aire fresco; un estímulo que arrastra y empuja despertando modorras de todo tipo.

El Concilio Vaticano II abrió las puertas de par en par, y algunos cogieron una pulmonía que les llevó a la tumba o a una larga convalecencia que durante tiempo les ha hecho tambalear, pero eso no justificaba el cerrar las puertas a cal y canto; encerrarse y ponerse a la defensiva, siempre vigilantes para que nadie se acatarrara. El menor gesto de sonarse podía resultar sospechoso, y un estornudo, ya no digamos.

Desde el año 1965 hasta finales de 1974, luché desde la postura del católico que había aceptado de buen grado los cambios introducidos por el Concilio Vaticano II. A partir de entonces esa actitud se hizo insostenible dentro de la Obra, o al menos, en el mundo de las numerarias que era en el que me encontraba inmersa. Ya irás sabiendo con más detalle a lo largo de nuestra correspondencia.

Cada vez con mayor frecuencia, y con más alto tono alarmista, oíamos decir que los traidores estaban dentro de la Iglesia, y que lo realmente peligroso era esa permanencia en el seno de la misma de no pocos eclesiásticos cuya mente ya había dejado de ser católica y cuyo corazón andaba muy lejos del Papa de Roma.

Insistían en que se trataba de rematar un cuerpo enfermo, pero de hecho ¿no se estaba estrangulando a un recién nacido?

"Desde 1965 -escribe Pilar Urbano en su biografía sobre el fundador del Opus Dei-, Escrivá reza y hace rezar a los suyos por la Iglesia de Jesucristo, zarandeada por los empellones postconciliares de quienes, llamándose "progresistas", son trasnochadamente "regresistas": teólogos, liturgos y moralistas que desempolvan, del baúl de los siglos, errores y herejías con un inconfundible olor, mezcla de azufre y naftalina. Y exponen en sus tenderetes esas antiguallas de baratija, con la única novedad de que quienes ahora están tras el mostrador -el púlpito, la cátedra, el altar- en lugar de sotana, llevan corbata y jersey".

Y en compensación de toda esta morralla, nosotros éramos los únicos que no habíamos perdido la carta de navegar; los íntegros, los puros, los sin fisura.

Tanta seguridad en la perfección propia me desconcertaba; ese rotundo triunfalismo me producía un rechazo interno. Una vez más, no lograba verlo todo en blanco y negro.

Han pasado ya más de dos décadas de todo esto que te estoy contando, sin embargo, me sorprende comprobar que la postura oficial de la Obra parece seguir siendo la misma de entonces ya que, de lo contrario, recientes y rigurosos estudios, como es el del profesor Joan Estruch, no insistirían en el tema:

-"El elitismo del Opus Dei -escribe-, las referencias de Escrivá a los "caudillos", la convicción de construir "el pequeño resto de Israel", la exigencia de ser más perfectos que los demás, podrían dar lugar en todo caso a la formación de lo que Weber llama "conventículos", y que Joachim Wach, en una fórmula particularmente feliz y desgraciadamente poco utilizada y aprovechada, llama "ecclesiola in ecclesia". Es el mismo peligro que el cardenal Baggio, prefecto de la Sagrada Congregación de Obispos, en su solicitud de información a Álvaro del Portillo preveía a la aprobación del Opus Dei como prelatura, designaba con el recurso de la fórmula de "Iglesia paralela". Iglesia paralela o "ecclesiola In ecclesia": más allá de la atribución de una u otra etiqueta, lo que aquí interesa subrayar sobre todo, en el caso del Opus, es su talante de aristocracia religiosa".

Los selectos, los virtuosos que en el seno de la Iglesia se sitúan muy por encima de la vida religiosa ordinaria de la gran mayoría. Instrumentos escogidos para contribuir al triunfo de una causa, y el hecho de conseguir el éxito de la misma es la confirmación o la prueba de haber sido elegidos.

Una ex numeraria, que ingresó en la Obra en la llamada época fundacional y la dejó después de treinta años de militancia, asegura que Escrivá no aceptó nunca el Concilio Vaticano II, y explica:

-"El fundador vino una vez a España, exclusivamente a hablar a un grupo de personas y decirnos justo al terminar el Concilio: "Hijas mías vengo a deciros que la Iglesia va muy mal, va al desastre, lo que os digo es que pidáis por la Iglesia, porque está muy mal, este Concilio es el Concilio del diablo"".

"Todo el Concilio le desesperó -añade-. Pero su preocupación llegó al máximo con la elección para Papa de Pablo VI. Fue algo que le sacó de quicio".

"Consecuentemente él no adaptó nuestra liturgia a la nueva del Concilio. No aceptó ninguna reforma litúrgica, solamente en las casas de trabajos externos, por no haber más remedio, consintió en poner el altar hacia el pueblo, de cara a los fieles. Pero en los oratorios de los pisos se seguía como siempre: la misa en latín, de espaldas al pueblo y siguiendo el calendario anterior [...]. Las mujeres seguíamos llevando velo, lo que era una rareza en las iglesias públicas. Tampoco aceptó las misas concelebradas, y en las casas de retiro mandó hacer un claustro con armarios que eran altares para que los curas dijeran las misas por separado".

No le gustó la encíclica "Populorum progressio" de Pablo VI y decía: "¿A qué viene ahora el Papa con estas cosas sociales cuando hay tantas herejías dentro de la Iglesia?".

Un punto de vista del todo opuesto es la que nos ofrece Pilar Urbano en su ya citada biografía de Escrivá:

-"Esta visión realista del desastre -de una Iglesia devastada por una bandada de depredadores- no significa que Escrivá se posicione enfrentado o disconforme con el Concilio. Se equivocaría de medio a medio quien lo pensase. Precisamente, para el Opus Dei, lejos de ser un revés, el Vaticano II es una confirmación en toda regla".

"De ahí -añade P. Urbano- que una pléyade de altos cargos eclesiásticos le señalen como hombre anticipativo, pionero en la espiritualidad de los laicos y precursor del Concilio".

Yo aquí añadiría que el hombre verdaderamente anticipativo, que el pionero en la espiritualidad de los laicos, fue Martín Lutero; él fue quien hace 450 años puso al laico teológicamente de pie. Fue Lutero quien dio comienzo al redescubrimiento del sacerdocio de todos los creyentes, al proclamar que no era cierto que hubiese una ética "más elevada" válida para frailes, sacerdotes, monjas Y religiosos, y una ética "inferior" para la gente casada y aquellos cuyas vocaciones se hallaban en el mundo seglar. El carácter del oficio no era lo operante, sino el carácter de la relación con Dios en cualquier oficio en que Él hubiese puesto a un hombre, campesino o príncipe, alfarero o sacerdote. El príncipe realizaba una función distinta a la del campesino, el alfarero otra distinta a la del sacerdote, pero el mismo Dios sobre todos había salvado a todos de la misma manera y por el mismo Evangelio. [JAMES ATKINSON, "Lutero y el nacimiento del protestantismo", pp. 94 y 95]

Para Lutero, la auténtica "clase espiritual", como tal, estaba formada no por los clérigos, sino por todo el cuerpo de creyentes en Jesucristo, clérigos y laicos por igual, porque Dios había llamado a todos ellos, y por esa llamada todos ellos eran semejantes a los reyes y a los sacerdotes. Sólo había un cuerpo bajo Cristo, su cabeza. Todos los cristianos pertenecían a la misma clase espiritual.

Insisto, por tanto, en que el hombre verdaderamente anticipativo, el pionero en la espiritualidad de los laicos fue Martín Lutero hace más de cuatro siglos. Personalmente lo descubrí a finales de los años sesenta, y la historia de este, para mí, importante descubrimiento, ocurrió como cuento a continuación.

En un Congreso de Psicología celebrado en Barcelona, al que yo asistía como informadora, encontré a un antiguo amigo de la infancia entonces aspirante a jesuita. Era licenciado en Filosofía y Psicología y participaba en el Congreso con una ponencia. Desde que cada uno había elegido su camino específico no nos habíamos vuelto a ver, cosa lógica. El reencuentro nos hizo ilusión a ambos y hablamos sin parar durante varias horas. Él había cursado parte de su carrera y noviciado en Bolivia y allí pensaba regresar para ser profesor de la Universidad de la Paz. Por su parte, se interesó mucho por la espiritualidad de la Obra y por mi vida dentro de la Institución. Le hablé entonces con entusiasmo de todas las que eran nuestras máximas: santificación del trabajo ordinario; el trabajo como quicio de la vida interior; nuestro deseo de ser contemplativos en medio del mundo; nuestro estar en el mundo pero sin ser del mundo... Después de escucharme con máxima atención, comentó con tono muy positivo que parecía que ya había llegado el momento de que cada vez más católicos fueran haciéndose conscientes de lo que los protestantes intentaban vivir desde sus inicios.

Ante mi gesto de asombro, pues estaba convencida que le hablaba de algo muy nuevo, mi amigo comentó que la idea singular de monseñor Escrivá era la de adaptar el credo católico a la vida diaria, profesional y empresarial, de los tiempos modernos. El Padre nos quería dar y nos daba su propia versión de lo que en su momento fue la idea original: la moral protestante.

Idea singular, sí, pero para nada original, única y hasta entonces desconocida -añadió-. Y para reforzar lo que me estaba diciendo me recomendó una bibliografía básica: Historia de la Iglesia (etapa de la Reforma), biografía de Lutero y una selección de la obra de Max Weber. Tras la lectura comprobé que sus comentarios eran ciertos.

A partir de entonces me pregunté si era del todo honesto el insistir en que la santificación o la búsqueda de la perfección a través del trabajo y de la actividad profesional era una idea absolutamente novedosa, que a nadie hasta entonces se le había ocurrido y que al Padre le había llegado por pura y simple inspiración divina. ¿Por qué no podíamos reconocer que Lutero fue quien dio el primer paso decisivo en este terreno?

Además, en aquellos tiempos conciliares que oíamos hablar tanto de ecumenismo, me parecía bueno reconocer que teníamos un montón de puntos en común con los llamados "hermanos separados".

Comenté con la directora todo esto que pasaba por mi cabeza y se quedó patidifusa. Me miró como si estuviera un poco chiflada e insistió en que las lecturas podían llegar a hacer mucho daño. Me aconsejó rezar, callar, trabajar y que no leyera ni una sola línea sin consultar previamente.

Por mi parte, podía rezar, callar, trabajar y obedecer pero lo que no se hacía posible era borrar de un plumazo lo que sabía de cierto: que el luteranismo, en sus inicios en el siglo XVI, fue fundamental para el nacimiento de una nueva concepción del trabajo y de la actividad profesional.

La aportación de Lutero reside en que no sólo comienza a utilizar la palabra "profesión" con un nuevo sentido profano, sino que desarrolla toda una concepción nueva del trabajo cotidiano al considerar que el cumplimiento del mismo tiene una cualidad moral: al trabajo cotidiano se le dota de una significación religiosa al ser considerado como el único medio para vivir de manera grata a Dios. Es Lutero quien da un nuevo valor religioso y moral a la vida en el mundo, y con ello al trabajo o actividad económica que se pueden entender como "profesión". Lutero consideraba que cualquier tipo de actividad es buena para la salvación del cristiano, y basa sus argumentos en un pasaje de la primera carta de San Pablo a los Corintios (I Cor., 7,17-24), en el que afirma que cada uno debe estar y permanecer en el puesto al que Dios le ha llamado, siendo lo importante vivir según los mandamientos de Dios y no importando para este fin la posición o situación concreta que cada uno tenga: cualquier posición social es buena para la salvación.

En los últimos años de su vida, Lutero fortaleció aún más la idea de que el cristiano tenía que aceptar la situación en la que se encontraba y acomodarse a ella: todas las profesiones, todos los estamentos sociales son iguales ante Dios. Su visión del trabajo es básicamente tradicionalista: hay que mantenerse en la posición en que se está.

Pero la moral protestante no se quedó aquí. Si Lutero, como afirma Max Weber, dio el primer paso decisivo, el encargado de dar el paso siguiente es el "protestantismo ascético" y sus más destacados movimientos -calvinismo, pietismo, metodismo, sectas baptistas-. Todos ellos recomiendan el trabajo infatigable y sin descanso como el medio más apropiado para conseguir la seguridad de haber sido elegido por Dios. Todos ellos fomentan, como quicio de su espiritualidad, el trabajo -medio ascético por excelencia- y la actividad económica.

Este impulso para el establecimiento de una vida sistemática y racional -ascética- está presente en las distintas corrientes del protestantismo ascético. Y lo decisivo es que este modo de vida racional se presenta como un modo de vida que se puede exigir a todos. Pero esta racionalización de la vida en el mundo no es para la gloria de este mundo, ya que el mundo se les presenta como simple material, como campo de pruebas donde se cumple el deber cristiano de aumentar la gloria de Dios a través de una conducta racional, como lugar de acreditación del creyente que busca la certidumbre de su salvación. En esta racionalización de la vida en el mundo, pero que no es para este mundo ni de este mundo, se resume la concepción de la actividad productiva del protestantismo ascético, su idea de profesión.

Efectivamente, la idea del Padre era singular, pero no original, única y hasta entonces desconocida. Seguidamente enumero una serie de puntos, elegidos al azar, que la Iglesia reformada vivía desde hacía varios siglos y nosotros queríamos vivir; puntos comunes en la vida práctica, no en dogmática, terreno en el que no entro, ya que nuestra formación teológica era más bien limitada:

-La palabra "profesión" y su nuevo significado es un producto de la Reforma -es algo que ya he dicho pero quizá sea bueno abundar en ello-. Su significado es nuevo, dice Max Weber, en el sentido de valorar el cumplimiento del deber en las profesiones profanas como el contenido más elevado que puede tener una actuación realmente moral. El cumplimiento de los deberes intramundanos es, en cualquier caso, el camino para agradar a Dios, que este cumplimiento y sólo él es voluntad de Dios y que, por ello, todas las profesiones lícitas valen realmente lo mismo ante Dios. Esta calificación moral de la vida profesional profana tuvo importantes consecuencias en el entorno social. (Los miembros de la Obra también tienen que santificarse "en la profesión, con la profesión y a través de la profesión".)

-El mundo está destinado a servir a la autoglorificación de Dios, el cristiano lo está para aumentar la gloria de Dios en el mundo mediante el cumplimiento de sus mandamientos. Dios quiere la actividad social del cristiano, pues Él quiere que la vida social se organice de acuerdo con sus mandamientos y de modo que se adecue a aquel fin. El trabajo del calvinista en el mundo es solamente un trabajo "in majorem gloriam Dei". (El Padre decía que para nosotros "una hora de trabajo era una hora de oración".)

-¿Soy yo un elegido? ¿Y cómo puedo yo estar seguro de esta elección? Para Calvino mismo, esto no era un problema. Él se sentía como un "instrumento" en manos de Dios y estaba seguro de su estado de gracia. Por consiguiente, para la pregunta de cómo podía el individuo estar seguro de su propia elección sólo tenía, en realidad, la respuesta de que tenemos que conformamos con el conocimiento de la decisión de Dios y con la confianza firme en Cristo, producida por la verdadera fe. (¿No era lo mismo que decíamos nosotros? "Él te eligió primero". Y los directores tenían que insistir, una y otra vez en que "éramos como barro en manos del alfarero".)

-En lugar de la aristocracia espiritual de los monjes que estaba fuera y por encima del mundo, apareció una aristocracia espiritual de los santos en el mundo, predestinados por Dios desde la eternidad. (Nosotros también teníamos que ser, y éramos "la aristocracia del espíritu".)

-La aristocracia religiosa de los santos, que se destaca en la evolución del ascetismo reformado con tanta mayor firmeza cuanto más seriamente se lo haya tomado, se organizó libremente dentro de la Iglesia formando conventículos o sectas, haciendo una diferenciación formal entre cristianos activos y pasivos. (El libro madre de la Obra, Camino, también habla claramente de "elegidos" y de "clase de tropa".)

-De la valoración de la vida como "tarea" se deduce "la alegría mundana" de los puritanos. (Nosotros teníamos que ser "sembradores de paz y de alegría"; teníamos que "amar al mundo apasionadamente" y además, el cómo vivíamos esa "alegría" era un punto diario de examen.)

-En la primera etapa de la expansión protestante, la Iglesia católica oficial trató con la mayor desconfianza el ascetismo intramundano de los laicos, por el peligro de que llevara a la formación de conventículos, y trató de orientarlo hacia las órdenes religiosas, es decir, "fuera del mundo", o lo incorporó a las órdenes mendicantes, como un ascetismo de segundo grado y sometiéndolo a su control. (El Opus Dei también pasó años batallando por salirse de la fila de los Institutos seculares y ser reconocido como exclusiva "Prelatura Personal" dentro de la Iglesia. Una y otra vez, Roma dijo "No" a sus pretensiones, hasta que llegó el actual papa Juan Pablo II, que ha ido diciendo, sí y sí a todas sus propuestas y aspiraciones.)

-Con la Reforma el ascetismo hizo su aparición en el mercado de la vida, cerrando tras de sí las puertas de los conventos, y emprendió la tarea de empapar con su método la vida "cotidiana" en el mundo, de transformarla en una vida racional "en" el mundo, pero no en una vida "para" este mundo "ni" de este mundo. (El mensaje del Opus Dei, ¿no viene a ser idéntico?: "Estar en el mundo pero sin ser del mundo"...)

-Para el "protestantismo ascético" el hombre en la tierra tiene que "realizar las obras de aquel que le ha enviado". "La actividad" es la que sirve para aumentar la gloria de Dios, según su voluntad inequívocamente revelada. En consecuencia, el primero y el más grave de los pecados es el "desaprovechamiento del tiempo". La pérdida de tiempo es absolutamente reprobable desde el punto de vista moral. El tiempo es infinitamente valioso, porque cada hora perdida se le sustrae al trabajo para la gloria de Dios. (Del aprovechamiento del tiempo, la doctrina del Opus Dei hace hincapié hasta el punto de que "el tiempo es más que oro, es gloria".)

-Para Lutero, la integración de los hombres en los estamentos y profesiones existentes era expresión directa de la voluntad divina -no algo casual- y, en consecuencia, se trataba de un deber religioso que el individuo perseverara en la posición y en los límites que Dios le había asignado. (Monseñor Escrivá insistía en que no había que mover a la gente de su sitio; su deber era servir donde estaba.)

-La riqueza, según el protestantismo ascético, sólo es peligrosa como tentación para la pereza y para el goce pecaminoso de la vida. Pero como ejercicio del deber profesional, no sólo es lícita desde el punto de vista moral, sino que es una obligación. (La doctrina de la Obra decía que no se trataba de "no tener sino de estar desprendido".)

-El ascetismo protestante siente aversión por la ostentación del nuevo rico y por la despreocupación del "señorito". Por el contrario, el austero "self made man" burgués encuentra su aprobación moral. (Escrivá también anima en su libro Camino a querer "llegar a morir en la cama, como un burgués, pero de mal de amor".)

¿No es asombroso el paralelismo? ¿Y no era más honesto el reconocerlo que el seguir predicando que nuestra doctrina era original, única y, hasta entonces desconocida? ¿Por qué no citábamos las fuentes en lugar de apropiárnoslas? Y si hiciéramos por trabajar juntos con los que teníamos tanto en común, ¿no sería bueno para todos, y especialmente beneficioso para nosotros el poder aprender de la experiencia de otros?

En mis tiempos de exaltación eran preguntas que me planteaba, descubrimientos que estaba deseosa de poder desarrollar.

Cuestionamiento total de los valores establecidos (20 de noviembre, 1998)

Tú ni tan siquiera habías nacido entonces, pero de la revolución estudiantil de los años sesenta seguro que sí has oído hablar, entre otras cosas, porque del Mayo del 68, como punto de referencia, todavía se sigue hablando. Y es que supuso un tambaleo tan fuerte que, aunque pasado algún tiempo las cosas volvieron a su sitio, es igual de cierto que no han vuelto a ocupar, exactamente, el mismo lugar que ocupaban.

Pocos años después del Concilio -del que tanto se ha hablado-, el mundo occidental tuvo que hacer frente al movimiento estudiantil, caracterizado por un cuestionamiento total de los valores establecidos. Frente a estos nuevos planteamientos, las propuestas y reformas del Vaticano II, parecían de una timidez extrema.

La revolución de los jóvenes consistió en la denuncia de numerosos problemas que la ideología de la prosperidad había ocultado durante largo tiempo. Muchos pensaban que los gobiernos proclamaban continuamente el respeto a las libertades y derechos de los ciudadanos mientras subsistían la discriminación racial, el imperialismo brutal, la explotación implacable del Tercer Mundo y la intolerancia frente a los disidentes. La juventud se creía en la necesidad de denunciar que las constituciones garantizaban sobre el papel la participación de todos en las decisiones de la sociedad, mientras que la enseñanza, la publicidad y la propaganda -manipuladas de múltiples formas- impedían a la mayoría de los ciudadanos formular sus propios intereses e instrumentar el modo de ampararlos.

La protesta comenzó hacia 1965 en Estados Unidos, donde el problema racial y la incipiente guerra de Vietnam quebrantaron la confianza de la juventud en las bondades de la mal llamada democracia. Posteriormente la chispa se propagó a Europa. Muchos jóvenes compartían la opinión de que la Francia del gaullismo estático merecía gravísimas críticas. Lo mismo pensaron numerosos jóvenes de la Italia del letargo político, de la Inglaterra del conservadurismo a ultranza, de la Alemania del anticomunismo militante y de la España de la dictadura franquista.

Pero las causas de la revolución no eran sólo políticas. La juventud deseaba autorrealizarse y ser libre, mas la sociedad le imponía restricciones en nombre de la eficacia. De aquí, el origen del conflicto. Al "principio de eficacia", la juventud oponía el "principio del placer". Los cuartos de estar de los hogares paternos, llenos de comodidades, ahogaban su sentimiento vitalista. La solución estaba en protestar, evadirse y huir de la sociedad de consumo. Se ensayaron nuevas formas de convivencia en comunas, se compartieron viviendas, se unieron en parejas libres y, mediante el hachís, el LSD y la heroína, se buscaron nuevas e insospechadas sensaciones. Todo el tinglado antiautoritario o revolucionario apuntaba contra los burgueses, contra los filisteos del siglo XX.

Era preciso vivir una existencia libre de represiones y de frustraciones, tanto en el ámbito político como en el privado, en el profesional como en el sexual. Se buscaba la pausa, el respiro para ensayar una mejor convivencia entre los hombres. Aquí podía radicar el posible contenido utópico del movimiento -a veces incluso religioso-, como en el caso de 1os "hippies". Pero este principio de esperanza, desorientado y sin cauce, iba dejando paso a un afán destructor. Aquella gran oleada de la revolución estudiantil agotó su caudal de energías al término de la década de los sesenta. El movimiento se desintegró, no sin dejar una herencia duradera de difícil definición. Su valioso espíritu crítico, que proclamaba la legitimación de la autoridad, examinaba la desigualdad y estudiaba los efectos de la violencia, propició un cambio de valores que afectaba nada menos que al futuro de la familia, al papel de la educación, a los tabúes sexuales, a la emancipación de la mujer y a los límites ecológicos del crecimiento económico.

¿Cómo entender todo aquello que estaba ocurriendo a nuestro alrededor, ese cambio de valores, a la luz del Evangelio? ¿Se podía permanecer insensible, censurando la nueva realidad desde un voluntario reducto?

Si en el estilo de dicha rebelión flotaban elementos de "romanticismo subjetivista", en su centro alentaba algo que se puede resumir en el deseo de poner de manifiesto que aspectos importantes en la sociedad entonces presente no marchaban, y que nadie podía quedarse con los brazos cruzados. El problema no se planteaba en términos exclusivamente "subjetivos" y "personales", sino, o más bien, en términos "interpersonales", y sobre todo "sociales".

El escritor Francisco Umbral afirma que, considerada como revolución cultural, toda una generación, o dos, podemos consideramos hijos del 68, y se explica: "El 68 supuso pasar de Sartre a Marcuse, del cuerpo como herramienta de trabajo al cuerpo como herramienta de placer, de la izquierda como oficina anexa de Moscú a la izquierda como implosión desde dentro de todo el sistema burgués, al recambio del poder por la imaginación; supuso asimismo el paso del coñac a la droga, de la juventud como alumnado a la juventud como clase social emergente (los "ocupas" de hoy son nietos del 68), de la literatura como compromiso burgués a la literatura como espacio de libertad. Es decir, una trasvaloración de todos los valores".

Era importante entender lo que estaba ocurriendo, porque no parecía, ni mucho menos, un hecho anecdótico e intrascendente, pero más urgente era aún el intentar echar un cable a las víctimas de aquella movida. ¿A quién no le cayó de cerca algún compañero afectado por las drogas, alguna madre soltera de padre desconocido, algunos padres de familia desesperados porque sus hijos o hijas abandonaban los estudios y se iban a Ibiza en busca de "paz y amor"?

Te cuento -aunque sea de forma tópica y resumida-, lo que ocurría en la inquieta sociedad de mis años jóvenes, para que puedas entender mejor lo que iba pasando por mi cabeza y mi corazón, ya que nada me era del todo ajeno.

Ensanchando horizontes y puntos de mira (25 de noviembre, 1998)

En el otoño de 1969 estrené nuevo trabajo al entrar a formar parte, como redactora, del Grupo Mundo, empresa periodística de reciente creación. La totalidad de los periodistas que trabajaban allí era gente joven; la mayoría procedían de la Escuela de Periodismo de Pamplona, menos una catalana que había estudiado. en Barcelona y yo que procedía de la Escuela Oficial de Madrid. El ambiente que dominaba en la redacción era el "progre" propio del momento, aunque también había algún reciente ex numerario, el director del semanario "Mundo" que era numerario, la directora de la revista "Meridiano" que también era numeraria, y yo, ídem. El fuerte de la plantilla de redactores lo absorbía el semanario "Mundo", y al frente de las otras publicaciones, que eran mensuales, había dos periodistas en cada una.

Empecé a trabajar en la revista "Meridiano", de segunda de a bordo de Concha F. -la numeraria que ya he mencionado-, una sevillana muy espabilada, con la que conecté enseguida, a pesar de tener formas de ser muy distintas. Durante algo más de tres años fuimos estrechas colaboradoras profesionales -hasta que a ella la destinaron a Oviedo- y acabamos por coincidir en muchos puntos de vista.

Las dos estábamos llenas de intereses, y el trabajo nos dio ocasión de ir hablando de todas nuestras inquietudes, y aunque ambas éramos rigurosamente rígidas y respetuosas con todo lo aprendido en los Centros de Formación -no a las confidencias personales, ni al más mínimo atisbo de crítica, ni tan siquiera algo que sonara a indiscreción-, lo cierto es que nos fuimos conociendo a fondo comentando la lectura de la prensa, charlando con los demás compañeros, intercambiando libros que nos habían gustado, aclarando o simplemente opinando acerca de cosas que surgían sobre la marcha. Sin damos cuenta -porque, como digo, éramos observantes de las reglas hasta el extremo-, íbamos abriendo los ojos al unísono, y también nos los abríamos mutuamente al expresar en alto nuestras personales apreciaciones. Nunca nos jugamos una mala pasada de aquellas que eran tan frecuentes en el mundillo de las numerarias -"me parece que dijiste...", "tal vez no tendríamos que haber comentado...", "creo que el tono que utilizaste cuando te referiste..."-, sutilidades, interpretaciones sibilinas que podían traer mucha cola, porque el mensaje que te querían transmitir era la sospecha de una falta que, de alguna manera, atentaba al "buen espíritu"; terreno escabroso en el que la más mínima fricción era considerada materia grave.

Fue una hermosa etapa de expansión, interesante y entrañable. Eran años en los que la inquietud flotaba en el ambiente y por todas partes surgían grupos, reuniones y llamadas a la acción. Nosotras queríamos enteramos de todo, y no nos perdíamos ni una inauguración, ni una rueda de prensa ni un acto cultural. En cuanto a actividades, Barcelona era quizá la ciudad más movida de España: festivales de cine y de música; reuniones en la Cova del Drac, que fue aglutinando a los autores de la "nava cancó" -allí tuvimos ocasión de conocer a Georges Moustaki, a Paco Ibáñez, a María del Mar Bonet...; jornadas de la comunicación; debates de las que poco tiempo después pasarían a ser líderes del feminismo en España; charlas, conferencias, ruedas de prensa en la Universidad y en el agitado ambiente teológico de Sant Cugat y del Seminario de Barcelona, donde conocí a Alfonso Carlos Comín -poco antes de ponerse enfermo-, en los inicios de Cristianos por el Socialismo (antes de conocerlos los veía casi como al diablo), y entrevisté a Nicolás González Ruiz, en un interesantísimo y edificante encuentro que duró varias horas, y del que salió una bonita entrevista que nunca se llegó a publicar, porque una vez redactada, me pareció honesto y lógico el consultar si procedía su publicación, y después de ser leída por D. Fernando B., un sacerdote y periodista de la Obra, éste me dijo que su mejor destino era la papelera, y allí fue a parar.

Recuerdo que la entrevista con González Ruiz -de la que conservé algunas notas-, se centró en dos temas que por aquel entonces le parecían claves: el doble peligro de la idolización eclesial y el diálogo cristiano-marxista. Puntualizó que había una idolización de "derecha" que intentaba fijar la realidad eclesial y encerrarla en formas concretas y claras. Así se elaboran respuestas hechas de una vez para siempre. La liturgia queda fijada en un lenguaje que se pretende insertar en la placidez de lo cuasi-eterno (el latín no evoluciona ya) y el derecho canónico rivaliza en fijeza con el talmud judío.

Pero no echaba al olvido que también había una idolización de "izquierda" que se produce como reacción violenta contra la idolización anterior, porque se quería acabar con todos los elementos que habían llevado a esa situación.

González Ruiz insistía en que, unos y otros, sólo iban a la búsqueda de una seguridad, abandonando la única actitud posible de la fe auténtica: colocarse desnudo ante la sorpresa, siempre renovada, de un Dios que está continuamente viniendo, que no se agota jamás en su manifestación histórica y que nunca deja de ser el "ladrón" de nuestra seguridad.

En cuanto al diálogo cristiano-marxista -entonces en pleno auge-, citó las palabras de una profesora checa de filosofía marxista, que le habían hecho mella. "A los cristianos les pedimos -decía la profesora Yleana Marculescu- que nos comuniquen su experiencia del misterio, no que nos la racionalicen. Porque el hombre es algo más que un logos; es también, y sobre todo, un misterio."

González Ruiz reconocía que los cristianos, con nuestra cerrazón ideológica, hemos ido limando la grandeza de nuestra fe al intentar reducida al logos y encajada en su estricto marco. Insistía en que, no sólo los marxistas, sino que también nosotros habíamos maltratado el misterio, porque nuestro complejo de inferioridad frente a los hallazgos científicos nos impulsó a hacer del dato revelado, no un puro don y una pura gracia, sino un rival peligroso de un adversario que nos negamos a reconocer e incluso a conocer. "y así nació -decía González Ruiz- una lamentable pseudo-apologética de la fe cristiana. Nosotros lo sabíamos todo, lo teníamos todo; teníamos nuestra propia intendencia espiritual, social, cultural, política, económica."

También por aquel entonces descubrí, en el transcurso de una charla-coloquio, al neurofisiólogo francés, Paul Chauchard, del que seguro que te hablaré en diferentes momentos, porque fue un personaje que me caló hondo y sus conocimientos me sirvieron para aclararme a mí misma y para ayudar a otros a hacer lo propio.

Sé que me dejo muchas vivencias por recordar, pero también creo que con éstas a las que hago referencia, ya puedes hacerte bien una idea de los inquietos tiempos que corrían y de mi empeño de no permanecer al margen de los mismos.

Como una sombra, como un recuerdo triste de aquella etapa vital y festiva, me viene a la memoria un hecho especialmente significativo que ocurrió, no sé exactamente, a finales del año 1969 o a principios de 1970.

Un buen día nos llamaron de la Delegación (casa donde residían las superioras máximas de la región), para proponernos a la directora de "Meridiano" y a mí, que preparásemos un ciclo de charlas de actualidad para desarrollar en el colegio mayor Dársena; un acto abierto, con coloquio, y que daríamos a conocer para que vinieran muchas chicas invitadas. Nos pareció fenomenal y enseguida nos pusimos manos a la obra.

Después de comentarlo en la redacción, decidimos que un buen tema podía ser, "La situación actual de la mujer en España". Las compañeras periodistas se prestaron encantadas a colaborar en el proyecto.

El día del inicio del ciclo, el salón de actos se llenó de chicas jóvenes Y todo apuntaba a que el estreno iba a ser un éxito. Nuestra exposición siguió, más o menos, el siguiente guión: el movimiento de liberación de la mujer, desde las primeras sufragistas de finales del siglo XIX hasta los comienzos de la década de los sesenta; el movimiento en la actualidad (desde 1964 a 1970); ¿cómo se produce en las mujeres la toma de conciencia de su marginación social?; ¿cuáles son los principales problemas con los que se enfrenta hoy la mujer?; el movimiento de liberación de la mujer en Estados Unidos y en Europa.

La exposición fue fundamentalmente informativa. En el transcurso del coloquio, una de las periodistas participantes se mostró con postura bastante radical, otras dos moderadas, y la otra numeraria y yo misma, muy moderadas, pero, aun así, el tema levantó ampollas -lo supe más tarde y por otra vía que no era la reglamentaria, ya que abiertamente todas las explicaciones fueron muy parcas-. De momento, lo único claro que nos dijeron, es que cómo no habíamos pasado un guión previo y una lista con los nombres de las personas que iban a participar. La razón es que nadie nos lo había pedido y tampoco se nos había ocurrido el hacerlo. También nos comunicaron que, con aquella primera sesión, el ciclo de charlas-coloquio se daba por concluido.

Una sombra, un recuerdo triste que supuso el inicio de reiteradas llamadas al orden, y de un estrecho control que fue yendo en aumento a medida que iban pasando los meses y los años. Supongo que ya irán surgiendo ocasiones en las que volverá a salir este tema de la censura que acabó por convertirse en una constante.

La censura llama a mi puerta (29 de noviembre, 1998)

A partir de aquella inocente y fallida actividad cultural, tanto en la confesión como en la confidencia pasé por continuados interrogatorios sobre lo que leía, lo que debería o no debería leer y, por supuesto, por la consiguiente retirada de libros. Tenía que consultar todo lo que cayera en mis manos, pues se consideraba que las lecturas podían llegar a ser muy peligrosas y perniciosas.

La "liberalización" de los sesenta -te recuerdo una vez más las cruciales fechas en que nos encontrábamos-, afectó a la sociedad española en todos los terrenos. No sólo era la Iglesia y la cultura religiosa la afectada, como es de suponer. Filósofos, historiadores, escritores, críticos, filólogos y científicos se manifestaban en contra del autoritarismo vigente. La aparición de revistas y editoriales de signo liberal y de oposición (reaparición de la "Revista de Occidente" ya en 1963, "Cuadernos para Diálogo", "Triunfo", Alianza Editorial, Seix Barral, Editorial Ciencia Nueva).

Estos aires "liberalizadores" gustaban poco en el mundo interno de la Obra. El empeño en censurar y controlar las lecturas de los asociados era cada vez mayor y llegó a su culmen cuando, a mediados de los sesenta, el marxismo pasó a convertirse en la subcultura prevaleciente de la oposición al régimen dominante, desplazando entre las nuevas generaciones universitarias a la cultura liberal orteguiana.

Todo lo que sonara a aperturismo resultaba sospechoso, pues se consideraba que iba a ser dañino para nuestra vida espiritual. Ni que decir tiene que aperturistas en aquellos tiempos podían ser personalidades tan poco sospechosas como Fraga Iribarne o José M. de Areilza, o más todavía, como Joaquín Ruiz Jiménez. Peligrosos eran, por supuesto, Aranguren, Laín EntraIgo, Tovar, por citar unos pocos. Como anécdota que viene al caso -y por poner un ejemplo concreto-, recuerdo el consejo de mi director espiritual durante el invierno de 1966: "A Miguel Hernández es mejor no leerlo porque puede provocar malos pensamientos" .

En fin, si te hablo desde mis propias vivencias, he de decir que en la sección de mujeres de la Obra se respiraba, a nivel de ideas (y las ideas venían de la sección de varones, concretamente de los curas), un franco inmovilismo. Todo lo que simplemente oliera a apertura, no gustaba lo más mínimo, y de inmediato, era censurado.

Descendiendo al terreno de lo concreto, recuerdo que cualquier tema que sonara a feminismo -en aquel momento sonaba a lo peor-, estaba ya anatematizado de antemano, en cuanto a publicaciones periódicas, tuve que retirar "El Ciervo" y "Cuadernos para Diálogo", revistas de las que era asidua lectora. A partir de entonces, cuando recibía los ejemplares de estas dos publicaciones, leía los titulares de portada, e inmediatamente los pasaba a la biblioteca de la redacción, para alejar de mí cualquier tentación de echarles un vistazo.

En cuanto a libros, reduje bastante el ritmo de lecturas, a pesar de que me hacía cargo de la sección de novedades editoriales. A menudo, yo misma me autocensuraba, solamente por abreviar la pesadez que suponía el tener que consultar continuamente para que te dieran, o no te dieran, el visto bueno a las nuevas lecturas que llegaban casi a diario.

Del tema de la situación de la mujer -feminismo, mujer y trabajo, mujer y sociedad, la mujer y nuestras leyes-, del que llevaba tiempo recopilando documentación y elaborando fichas, lo dejé todo prácticamente aparcado. La única información nueva que tenía era la que publicaba la prensa francesa, que por motivos de trabajo, seguía diariamente. Recuerdo que a finales de 1970, leyendo "Le Monde", tuve noticia de los llamados "Estados Generales de la mujer", organizados por la revista "Elle", cuya moción final proclamaba la exigencia femenina de la "igualdad de oportunidades, derechos y obligaciones". Un año después, por "Le Nouvel Observateur", supe que el Movimiento de Liberación de las mujeres francesas, el MLF, acababa de lanzar una campaña para conseguir el aborto libre y gratuito -me quedé congelada porque para mí se trataba de un tema tabú-. Esa campaña, conduciría, dos años después, a la derogación de la Ley francesa antiaborto de 1920 y al reconocimiento legal de los anticonceptivos, tema importantísimo.

No podemos echar al olvido el que por medio de la anticoncepción, la decisión de fecundidad o de esterilidad pasa a pertenecer a la mujer. Con la anticoncepción la mujer venía a sustituir una filosofía de la aceptación por una filosofía de la elección de la decisión consciente, de la responsabilidad. Puede decidir, negociar e incluso imponer la venida de un hijo. La fecundidad pasaba de ser una posible traba a ser un claro privilegio; un poder realmente considerable, ya que las trabas impuestas a las mujeres por su rol reproductor desaparecerían (trabas impuestas por un mundo organizado económica y políticamente por los hombres).

En lo que se refiere al aborto, desde mi inocencia -y reconozco que también ignorancia por lo lejos que me encontraba del asunto-, me parecía tremebundo, pero a la vez era consciente de que me faltaba información para poder juzgar. ¿Se trataba de cerrar los ojos ante la realidad y definirse como rotunda antiabortista, sin más?, ¿y la penalización del aborto, no era horrible? El hecho de que una desgraciada, desamparada y desesperada, después del horror de abortar su propio hijo, pudiera además acabar en la cárcel, me parecía de pesadilla. ¿Por dónde había que buscar la solución?

Sólo me daba con una respuesta: formación. Había que echar más esfuerzo en la formación de las mujeres y prestarles la ayuda necesaria para que no llegaran a la situación límite de plantearse el aborto. La solución, desde luego, no era el castigo, sino el poner los medios para que cada una aprendiera a valorarse a sí misma y a hacerse responsable de sus actos. Además, si como comunidad cristiana decíamos "no al aborto", esto nos debería movilizar más a acoger y ayudar a las madres sin recursos, a las madres solteras, a mantener a niños con alguna disminución y ayudar a la planificación familiar..., a fin de demostrar que, efectivamente, valorábamos la vida humana desde su concepción. ¿Y qué hacíamos nosotros en todos estos difíciles terrenos? He de reconocer que nada.

Como te comentaba en una reciente carta, el pensamiento de Paul Chauchard me ayudó mucho a profundizar en tan escabroso tema. Hasta entonces, todo lo que había leído sobre sexualidad, matrimonio y familia, publicado por Patmos, Rialp y otras editoriales de lectura espiritual, me parecían contenidos y argumentos válidos para el ya convencido, es decir, para el católico practicante sin dudas ni fisuras, pero suponían poca o nula ayuda para los que se movían fuera de ese círculo. A estos últimos, a los que tenían dudas pero deseaban resolverlas dentro de los cauces de la ortodoxia cristiana, el apoyo de las reflexiones de Chauchard y otras personas de su cuerda, podía ser muy importante.

El neurofisiólogo Paul Chauchard, fiel seguidor de la teología del jesuita Teilhard de Chardin -del que yo era entusiasta-, estaba convencido de que lo esencial era reconciliar el progreso científico, deshumanizado por el materialismo romo e incompleto, y el cristianismo, desnaturalizado por un idealismo sobrenaturalista perdido en las nubes.

-"El hombre necesita trabajar en este mundo por un porvenir de eternidad" -decía-. Y se esforzaba por llevar a cabo este principio en todos los terrenos del comportamiento humano.

Recuerdo perfectamente a la primera persona que introduje en el mundo del "dominio de sí", de los "controles positivos" y de los "buenos hábitos", del neurofisiólogo francés. Se trataba de un matrimonio amigo mío; él era arquitecto, de unos treinta años, Y ella, ama de casa, de veintiséis. Tenían dos hijos pequeños y por aquel entonces, ella se quedó esperando el tercero. Enseguida empezó a tener pérdidas constantes, y la única garantía de que el embarazo llegara a buen término, consistía en hacer un reposo total hasta que llegara el momento del parto. Como no había otra alternativa, así lo hizo.

Él llevaba la situación fatal; estaba nervioso, exaltado por cualquier cosa, de mal humor, no dormía, y el ambiente que se respiraba en aquella casa era de auténtica tensión. Una tarde que pudimos hablar con calma del problema y de la temporada tan mala por la que estaban pasando, se me ocurrió preguntarles -venía a cuento ya que entre nosotros a menudo intercambiábamos lecturas-, si habían leído algo de Paul Chauchard. La respuesta fue que no, y entonces les dejé, "La maitrise de soi" (no estaba todavía traducido al castellano) y "Necesitamos amar". El planteamiento de este científico católico les pareció de lo más animante. Él también comenzó a hacer los ejercicios físicos que la lectura recomendaba y, además, se inició en la práctica del yoga, ya que el autor sugería hacerla como complemento saludable y eficaz ayuda para el autocontrol.

Pasados tres meses, el cambio del marido había sido fulminante, y la paz volvió a aquella casa: el "dominio de sí" había dado buen resultado.

A su debido tiempo nació un niño precioso y le llamaron Pablo; tal vez como símbolo de reconocimiento a quien tanto había colaborado a su equilibrio vital. Por mi parte, sentí especial entusiasmo al pensar que, de igual forma que estos amigos míos habían conseguido salir a flote desde una situación de auténtico ahogo, otros muchos podrían beneficiarse de tan positiva ayuda. Cuando así lo planteé en la confidencia y en la confesión, sólo con el gesto noté que mi propuesta no iba a prosperar. Pronto llegó la llamada al orden: me destacaba de las demás, me salía de la fila. En la Obra ya contábamos con suficiente gente sabia y bien preparada para que nos indicaran por dónde habíamos de conducir nuestros pasos. Gracias a Dios teníamos toda la farmacopea para cualquier tipo de males. "En casa contamos con toda la farmacopea necesaria" -era una frase que los directores nos repetían por activa y por pasiva-. Y ahí estaba, efectivamente, el breviario de soluciones rápidas para cualquier problema del vivir y del sentido.

"Y el que no está conmigo está contra mí" -parecían decirme entre líneas los que hacían cabeza-. Me quedé hecha polvo y me sentí injustamente tratada, pues nada más lejos de mi intención que hacer la contra a nadie, y menos a la Obra, institución de la que formaba parte de por vida.

Esta historia que te cuento no se trata de un hecho aislado, sino que situaciones como ésta o parecidas, se fueron presentando cada vez con mayor frecuencia, hasta el punto de que cualquier tipo de iniciativa personal se podía interpretar -en el mejor de los casos-, como afán de protagonismo, y en el peor, como falta de unidad o poco amor y veneración al Padre o a sus representantes legales. Sin embargo, mi postura estaba lejos de ser la del iconoclasta; pienso que apuntaba hacia un catolicismo renovado y comprensivo, en el que pudieran coexistir la libertad de pensamiento con la fe más sincera en las cosas fundamentales.

Pero aclararte del todo, llegar al fondo de la cuestión de por qué ocurrían así las cosas, no era tarea fácil, o al menos a mí no me resultó fácil. Cuando actuaba con entusiasmo y lealtad, imbuida del mejor espíritu y con ganas de ayudar y de hacer el bien, estaba convencida de que me encontraba realizando la Obra de Dios, por eso, cuando me topaba con la reprimenda y la "llamada al orden", me dolía profundamente. Pero el disgusto me duraba poco, porque siempre reaccionaba con argumentos que acababan justificando, tanto al que me daba la reprimenda como a mí misma. Uno de esos argumentos de justificación podía ser, por ejemplo, el reflexionar: "No creo que sea justo lo que me dicen, pero asumo la humillación por tantas cosas que no debo hacer bien o puedo hacer mejor, y por las que no me la cargo, por la sencilla razón de que no se dan cuenta".

A menudo también pensaba, que esa reacción de querer meterme en la fila o de recordarme, de alguna forma, que iba por libre, se debía a la rigidez o a la estrechez de miras de unas personas concretas, pero no se me ocurría pensar que eso era lo idóneo, lo que tenía que ser; que era el sistema en el que estaba metida el que era así y el que hacía funcionar las cosas de ese modo. Tengo que reconocer que me pasaba de ingenua, que hasta era un poco mema, porque tuvieron que pasar casi nueve años para darme cuenta de que era yo la equivocada. Bueno, quizá tampoco era tan tonta, sino que se trataba del juego entre un individuo lleno de buena fe y todo un montaje estructurado, con muchas conchas. Más adelante te iré explicando.

Los valores "ontológicos" de la feminidad (2 de diciembre, 1998)

Ya que insistes en que te cuente más cosas concretas del mundo de las mujeres del Opus, en la carta de hoy voy a retomar el tema.

En los años que cursaba mis estudios de periodismo, entre los estudiantes ya estaba en tela de juicio la imagen de "la mujer de su casa" como parte integrante de la España más tradicional. Cuando llegué a vivir a Barcelona encontré que cada vez era mayor el número de mujeres jóvenes que no estaba de acuerdo con el papel tradicional que se les designaba, y menos que éste fuera el más maravilloso. Las moralinas de los doctrinarios de los años cuarenta y cincuenta eran abiertamente calificadas de retrógradas y obsoletas, pero junto a las ideas rupturistas y avanzadas de las jóvenes feministas, en la España de la segunda mitad de los sesenta, todavía estaban en vigor consejos como los que C. Buj exponía en un libro muy leído y citado 20 años atrás, "Dos sendas de mujer": "El mundo -escribe Buj- podía progresar sin mujeres científicas, doctoras, abogados, etcétera, pero no sin madres que sean reinas del hogar, sacerdotisas en ese templo que alumbren el espíritu familiar con la luz de las celestiales enseñanzas, dirigiendo a sus hijos hacia el bien, la verdad y la belleza".

En mi generación cada vez éramos más las mujeres que nos preguntábamos y respondíamos a la pregunta: ¿Es que la anatomía es destino? Sí, es destino en cuanto determina no sólo el rango y la configuración del funcionamiento fisiológico y su limitación, Sin_ también, hasta cierto punto, las configuraciones de la personalidad. Pero el fondo fisiológico, importante y que no ha de dejarse de tener en cuenta, tampoco puede considerarse de un modo exclusivo. Pues un ser humano, aparte de poseer un cuerpo, es alguien, lo que supone una personalidad indivisible y un miembro definido de un grupo. Es decir: la anatomía, la historia y la personalidad, combinadas, constituyen su destino. En la década de los sesenta, para un considerable número de mujeres, ya no valía la tentativa "machista" de "condenar" a toda mujer a una maternidad perpetua y a negarla una equivalencia en cuanto a individualidad y ciudadanía. La cuestión consistía ya -ahora no digamos-, en cómo compaginar estas tres esferas de la vida que, por supuesto, no tiene, ni tenía, nunca lugar sin conflicto ni tensiones.

Por las mismas fechas que el citado Buj, José M. Pemán -famoso escritor y periodista, considerado como un pope en la época franquista, y siempre muy próximo al Opus-, tampoco se quedaba corto al referirse a las féminas. En su "De doce cualidades de la mujer", señala que una de las cualidades fundamentales de la misma es "su imperioso sentido de lo real y lo concreto", que se manifiesta claramente en su incapacidad para escribir correctamente: "Eliminan embarazos y residuos etimológicos -escribe- como apartan las sillas que estorban, en sus correrías por la casa, poniendo orden y limpieza. Suprimen las haches como suprimirían, por su gusto, las guerras o las contribuciones, complicaciones masculinas. Tienden a unificar las ves y las bes como unificarían si pudieran, los partidos y los bandos. La sintaxis lo mismo; toda ella revela sus urgencias realistas y sus centelleos intuitivos".

Las otras once cualidades femeninas se describen con la misma combinación de lisonja y desprecio. La intuición femenina, por ejemplo, permite a las mujeres comprender "todo lo que es, como ellas, intuitivo e irracionado", por eso prefieren ser dominadas antes que convencidas mediante un argumento. La mujer tiene una gran fuerza de voluntad y, consecuentemente, no se arredra ante "vacilaciones intelectuales y distingas en pro y en contra", como hace el hombre. Tiene una maravillosa capacidad de adaptación a su medio porque es totalmente deficiente en poderes creativos. Es profundamente religiosa porque la duda es ajena a la mentalidad femenina. Es débil por naturaleza y, consecuentemente, está casi siempre en una posición de sumisión...

Pemán, con todos mis respetos, está ya muerto y enterrado, pero cuál es mi asombro cuando en el año 1990, Carlos Cardona, un sacerdote numerario del Opus Dei -con fama de sabio allí dentro-, escribe al referirse a determinadas características de la feminidad: "...como ese instinto que mueve a la mujer a procurar ser amable, atractiva (y no me refiero aquí principalmente a lo físico, sino a lo psíquico y a lo espiritual: la simpatía, la ternura, la paciencia, por ejemplo). Y por lo mismo se entiende igualmente bien la especial repulsión que inspira la mujer antipática, adusta, agresiva y, en su extremo arpía" .

Y para Carlos Cardona, estos valores de la feminidad no son explicables en términos psicológicos o fenomenológicos sino que "es algo de carácter ontológico". No se trata de que la mujer "se muestra así". Se trata de que "la mujer es así". Este argumento le da pie para ir en contra de la "coeducación" de chicos y chicas, y defender que deben ser educados "separada y distintamente".

Las tesis del sacerdote Cardona están más cerca del siglo pasado que del próximo. En el siglo XIX muchos prelados se opusieron a la extensión de la segunda enseñanza a las jóvenes, por considerar que la instrucción de la mujer era una amenaza para el orden social. Monseñor Dudanloup, obispo de Orleans, escribía: "No las forcemos a exámenes públicos hechos por hombres, a los que someterse una tras otra, exaltándolas hasta el enardecimiento, e intimidándolas hasta la turbación y -lo que se ha visto- hasta llegar a desvanecerse... Las jóvenes se educan para la vida privada; pido que no se les lleve a cursos, a exámenes, a licenciaturas, a las tareas que preparan a los hombres para la vida pública... Pido que no se forme para el futuro a mujeres librepensadoras" .

Con estas largas citas y comentarios, no me alejo del tema que quiero tratar, sino todo lo contrario, pienso que vienen bien para centrarlo. Con todo esto pretendo decir que, lo mismo que ocurría en la sociedad española de la década de los sesenta sucedía en el mundillo interno de las numerarias de la Obra, pero con diferencias fundamentales de matices. Y es que, mientras en el mundo de fuera las nuevas ideas corrían cada vez con mayor rapidez y contaban cada día con más adeptas, dentro del Opus ocurría todo lo contrario: la visión oficial coincidía plenamente con las viejas ideas, y las nuevas eran escuchadas con recelo, cuando no se encontraban abiertamente con una rotunda oposición.

Recuerdo como ilustrativa, el contenido de una tertulia de un día normal en la sobremesa de la casa donde vivía en aquel entonces. Surgió el tema de conversación de cómo los electrodomésticos y otros inventos caseros más sencillos, como la fregona, habían simplificado y hacían mucho más leves y llevaderas las tareas del hogar, porque, realmente, lo de fregar a cuatro patas o escurrir a pulso las sábanas y toallas de la colada, era un trabajo durísimo.

Entonces, una numeraria mayor, M. Carmen Sz. M., que había estado muchos años en Italia, trabajando en la administración de la sede central de la Obra, dijo queriendo dejar bien clara la doctrina: "En Roma la fregona no se utiliza, porque con ella no se hacen bien los rincones y, por tanto, estropearía nuestra vida de familia. Tampoco allí se utilizan, nunca jamás, servilletas de papel", añadió, dejando aún más nítido el criterio.

Recuerdo que se hizo un silencio general y cortante. Varias de las personas presentes -una médica, una historiadora, una decoradora y yo-, nos lanzamos una rápida mirada con cierta sonrisa de complicidad, pero duró medio segundo, pues enseguida cambiamos de tema, conscientes de que era mucho mejor dejar la fiesta en paz. Aun así, más de una susceptibilidad quedó herida y, a los pocos días, todas las que nos habíamos mirado tuvimos una seria llamada de atención, por no haber manifestado nuestro apoyo incondicional cuando se hablaba de cómo se hacían las cosas en nuestra casa de Roma, lo cual era tanto como no defender, a capa y espada, la doctrina, el espíritu. Mientras contemplaba el panorama con ojos que miraban hacia delante, veía que nos hallábamos bajo el poder del pasado. Nuestro entorno -el que se empeñaban en fabricar- se encontraba considerablemente retrasado con respecto a los tiempos presentes. Esto engendraba tensiones internas que, por aquel entonces, solventaba con idealismo, optimismo y energía propios de mis veinte años, que me llevaban a estar convencida de que las cosas que no me gustaban iban a cambiar; las íbamos a cambiar.

Recuerdo también que otro día cualquiera, en una tertulia cualquiera, surgió el tema de cómo estaba cambiando en las familias españolas de la clase media la forma de educar a sus hijos. Se comentó que cada vez eran más las madres concienciadas de que a los niños y a las niñas había que educarles en la responsabilidad de colaborar en casa y compartir las tareas del hogar -poner la mesa y quitarla, colgar o recoger la ropa de la lavadora, ordenar, hacer recados... y, sobre todo, formarles en ser autónomos -que se hagan la cama, se limpien los zapatos, ordenen su ropa..., porque el servicio tendía a desaparecer, y además cada vez era mayor el número de mujeres que trabajaban y querían trabajar fuera de casa.

En mitad de la conversación, Pilar G. S., una numeraria muy directa y divertida, comentó con toda espontaneidad: "Pues los numerarios jovencitos también podrían ir aprendiendo". Y a continuación, contó indignada lo que le había ocurrido a ella en Pamplona, el año anterior, cuando tenía que finalizar y presentar su tesina de fin de carrera y la mandaron a vivir unos meses a la administración de un colegio mayor, que era el Centro de Formación de los jóvenes numerarios. Allí tenía que ayudar a hacer la limpieza de la residencia, echar una mano en la antecocina a la hora de servir las comidas y, los ratos que podía, trabajaba en su tesina. Cuando leyó su trabajo, el mismo día que ella lo hicieron dos compañeros de curso que eran residentes del colegio mayor en cuya administración ella vivía. Al recibir los resultados, los dos chicos fueron felicitados por el tribunal y su calificación fue de sobresaliente. La suya fue de aprobado, y además tuvo que escuchar el siguiente comentario por parte del catedrático: "Creo que podía haber trabajado más".

El desahogo espontáneo de aquella numeraria directa y divertida tuvo sus inmediatas consecuencias: pasó un par de meses apagada, triste y compungida, y después se fue de la Obra.

También es muy ilustrativo el caso de M. Luisa P. -una ex numeraria historiadora que falleció en 1989-. Ella contaba que después de estar varios años destinada en Londres como numeraria, la mandaron a Pamplona a trabajar en la Universidad de Navarra. Su catedrático y jefe, un veterano numerario, le hizo una serie de encargos pensando que venía de Inglaterra muy puesta al día en su especialidad de Historia Antigua. Al comprobar que no era así, le preguntó irónico y asombrado: "¿Pero que ha hecho usted estos años en el Reino Unido?".

"Fregar -respondió la aludida-, fundamentalmente fregar. Y también enmoquetar, cocinar, encerar, limpiar..."

El silencio que se hizo parece que fue rotundo.

A algunas supernumerarias también les chocaba estas diferencias que había entre el mundo de los varones y el de las mujeres. Recuerdo bien la indignación de una supernumeraria, Tere B. -una mujer muy valiosa y con mucho carácter-, madre de cinco chicos a los que había educado en un régimen espartano, al enterarse de cómo vivía en el Centro de Formación el segundo de sus hijos, un jovencito numerario de dieciocho años: "Si es que vive como en un hotel de cinco estrellas -decía asombrada-. Todo se lo dan resuelto, ¡y hasta les hacen las camas! La verdad es que no lo entiendo, y por supuesto, mucho menos lo apruebo".

Otra supernumeraria, Carmiña F., madre de siete hijos, de los cuales uno se había hecho numerario con diecisiete años, me contaba que, el casi todavía adolescente, solía ir a merendar a su casa una vez a la semana con un grupo de amigos, y que le hacía poner mesa, mantel, tazas, platos, etcétera.

"Todos los hermanos comentan que Vicente se ha vuelto muy señorito -decía desconcertada-. En casa siempre, a partir de los doce años, al volver del colegio el que tiene hambre se hace su propio bocadillo. Pero a mí me da pena que sus hermanos se metan con él, y cuando viene, le preparo la merienda como él quiere y a los otros hermanos les pido, por favor, que se callen."

Podría contar otras muchas anécdotas, pero con éstas creo que es más que suficiente para mostrar que el ambiente que reinaba se encontraba lejos de las actitudes de los nuevos tiempos que venían pegando fuerte.

Aclararse, una tarea difícil y costosa (6 de diciembre, 1998)

¿Por qué resultaba tan difícil aclararse si había tantas cosas que saltaban a la vista? En la carta de hoy voy a intentar responder a tu pregunta.

Durante varios años batallé motivada por la ilusión de que la reforma desde dentro era posible, convencida de que llegaría el momento de que igual que yo había evolucionado, a otras muchas personas también les ocurriría, o les estaba ya ocurriendo, lo mismo. ¿Me tenía que haber rendido antes? Si lo hubiera visto así de claro, pues antes lo habría hecho, pero yo no me daba cuenta de que la única salida posible era la rendición. Hay que llegar bien al fondo para desde allí tomar impulso y poder volver nadando al aire libre y a la luz.

No, no resultaba nada fácil aclararse, ya que el entorno más próximo no animaba a rendirse sino a seguir batallando.

En la vida de toda numeraria existen dos formas de convivencia que son bien diferentes: una es la masiva de los Centros de Formación, los cursos de retiro y los cursos anuales (en determinados periodos de tiempo te reunías con cien o más numerarias para recibir una dosis concentrada de adoctrinamiento), que podía llegar a ser asfixiante, y otra es la convivencia cotidiana (la normal a lo largo del año), que era mucho más reducida en cuanto a número y, por tanto, más humanizada. Nunca vivías con más de ocho o diez numerarias, cada una de ellas ejercía su oficio o profesión y desarrollaba su apostolado, y te veías en la oración y la misa, a las horas de las comidas con sus correspondientes tertulias de sobremesa, en el círculo semanal y los fines de semana. Esta forma de convivencia, que era la habitual, era mucho más llevadera y, a pesar de que todo tipo de comunicación e intercambio de opiniones personales entre dos o más numerarias estaba prohibido, lo cierto es que con muchas llegabas a establecer un trato como el que habías tenido con tus compañeras y amigas del colegio, o con los compañeros y compañeras de la universidad o del trabajo. Es decir, que era fácil tener una buena camaradería con todas y una mayor conexión, por tener más o menos afinidades, con algunas. No porque esto último estuviera bien visto, sino porque es imposible poner puertas al campo.

Cuando a veces me decían -en más de una ocasión me lo dijo alguna directora-, que para mí no todas las numerarias eran iguales, que hacía diferencias -"acepción de personas", decían ellas-, y que en la Obra no había amistades, respondía siguiendo las enseñanzas de Jacques Maritain, que hasta el mismo Jesús amaba como debía al común de los fieles pero tenía sus claras predilecciones; el propio Evangelio habla de Juan como el discípulo amado. Y es que en una cabeza bien instalada y en un corazón ordenado, la amistad siempre ocupó un lugar honorable.

La verdadera comunicación surge pocas veces, por eso, cuando la encontraba sabía valorarla, y daba gracias a Dios por haberla puesto a mi alcance. Así pensaba y así sentía y, desde luego, nunca hice nada para disimulado.

Recuerdo la primera vez que me llamó la delegada de San Miguel, como superiora máxima, para decirme: "Nos han llegado ecos de que hablas con algunas numerarias". Y mi respuesta fue, más o menos, así: "Creo que no hago más que actuar con libertad de espíritu, es decir, dialogo y manifiesto mis opiniones con quien pienso que es posible dialogar, pero también creo que en mi confidencia y en mi confesión procuro cuidar al máximo la lealtad y la sinceridad para con la Obra".

-Pero nosotras tenemos que tratar de manera idéntica a todas nuestras hermanas -especificó-, y para comunicamos tenemos a las directoras, que para eso estamos, para dar comprensión y cariño.

Lo dijo con tal tono de lección aprendida que respondí -lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer mismo-:

-Es que la comunicación surge o no surge -expresé con tono desinflado-, en cuanto al cariño, ¿se puede dar éste por encargo? ¿Qué es ser encargada de dar cariño?

Estaba convencida de que había que tener el cerebro un tanto desarreglado para tomarse en serio y al pie de la letra lo que me estaba diciendo.

Las pocas veces que tuve que volver a hablar con esta persona, me encontré siempre interrogada; como asistiendo a un proceso en el que yo era la víctima. Algún día te contaré de forma más amplia, pero hoy no quiero perder el hilo de lo que te estaba explicando. ¡Ah!, se me olvidaba, esa directora "encargada de dar cariño", se llamaba Olga de D.

Y volviendo al tema del principio de esta carta. El caso era que, a pesar de todas las cortapisas, llegabas a tener un conocimiento real de las personas que te rodeaban, con sus cualidades y sus defectos, y a ellas les ocurría lo mismo contigo. Aprendías a comprender y a aceptar las distintas maneras de ser; sus cualidades y sus defectos. Por lo general, había una considerable diferencia entre las numerarias que trabajaban en un medio interno (administraciones o distintas burocracias de la Obra) y las que tenían contacto con el mundo externo (las que trabajaban en obras corporativas o por libre, que eran las menos). Pero, como digo, eso no solía ser obstáculo para tener una buena y agradable convivencia.

Este clima de cierta confianza y apertura, te llevaba a hacer a gusto la llamada confidencia semanal con la directora correspondiente; la facilitaba. Era charlar en profundidad con una persona que te estaba viendo vivir el día a día y, por tanto, conocía tus puntos fuertes y tus puntos flacos, y también tu buena fe y tus ganas de hacer las cosas bien. Por eso, cuando manifestaba mis desacuerdos con lo que consideraba que eran mis caballos de batalla (la divinización del Padre me parecía escandalosa; el sexismo que vivíamos era injusto; fomentar el fanatismo lo consideraba pernicioso; no entendía el empeño de seguir idiotizando a las mujeres...), no sólo me comprendía sino que comprobaba que su auténtica forma de pensar era muy parecida a la mía. Me aconsejaba paciencia, prudencia, pero en el fondo apoyaba mi actitud. Y es que en la Obra ocurría a menudo, que los altos mandos (el equivalente al Estado), en lugar de ser el proveedor de servicios para el o la numeraria de a pie (es decir, el ciudadano), era el "monstruo frío" (el que señalaba las reglas y normas que había que vivir a tope) frente a quien había que protegerse; y el cacique (directora local, valga el símil), justamente, ayudaba a ello con sus muestras de confianza y comprensión. Este fenómeno, nada infrecuente, creaba distanciamiento y cinismo en relación con el sistema legal.

Ya fuera de la Obra, charlando precisamente de este tema con una ex numeraria que había permanecido en la institución durante 13 años, me contó que a ella le había ocurrido algo parecido; su penúltima directora comprendía del todo sus desacuerdos y sus dudas, y la animaba una y otra vez a seguir adelante, porque el futuro iba por ahí, por donde ella apuntaba. "Con toda su buena fe y su buena voluntad -puntualizó-, aquella directora que me entendía tanto no hacía más que entretenerme. Yo tenía las cosas claras y el entorno no parecía que fuera a cambiar, aunque ella me ilusionara con que sí. Fueron cinco años de entretenimiento, nada más y nada menos."

Y, efectivamente, fue así, porque pasados aquellos cinco años, la cambiaron de destino y de directora, y en cuestión de un par de meses, hizo su ligera maleta y se fue.

Como te decía al principio, la tarea de aclararse era difícil y costosa. Sin embargo, era fácil entretenerse y dejarse llevar por la ilusión propia y por una directora bondadosa y amigable que quería ser comprensiva.

Otra vez la "cuestión de la mujer" (9 de diciembre, 1998)

Como ya comencé a contarte en una carta anterior, a medida que transcurría la década de los sesenta, la no sé si muy felizmente llamada "cuestión de la mujer" se convirtió en un tema de discusión cada vez más frecuente en conferencias, artículos de prensa y libros. El debate era ambivalente: al tiempo que en algunas ocasiones se admitía que ciertas reivindicaciones feministas eran legítimas, se seguían profiriendo advertencias. La tendencia cautelosamente progresiva se manifestaba en la mayor popularidad de la teoría del "no inferior pero diferente": la mujer no debía abandonar su feminidad compitiendo con el hombre, sino que debía preservarla colaborando con el hombre con su propio estilo femenino. Las cosas pasaron a ser, como decía Lilí Álvarez en su libro titulado "Feminismo y espiritualidad", "no tan sencillas como lo eran antaño y la mujer moderna tenía que ser fiel a su profundo instinto maternal no sólo en su vocación maternal familiar, sino también en su labor entre los hombres".

M. Ángeles Galino, a mediados de los sesenta, se atrevió a decir desde su cátedra de Historia de la Educación en la Universidad Complutense de Madrid, que aunque la maternidad era "una excelsa función, atributo privativo de las mujeres y fuente de sus goces más puros, si se la convierte en la única función asignada a la mujer, en el fondo se la está degradando". [M. ÁNGELES GALINO, La mujer en la encrucijada, p. 12. 13].

En 1966, Juana Azurza, en su libro titulado "La mujer ante el trabajo", afirmó que la mujer trabajadora era menos propensa a la neurosis que el ama de casa dedicada exclusivamente a las labores del hogar.

Aunque estas declaraciones podían parecer pálidas comparadas con las exigencias de la feministas, sobre todo las radicales americanas, indicaban a pesar de todo una nueva actitud con respecto al concepto tradicional del papel de la mujer.

No voy a darte aquí una lección sobre la situación de la mujer en nuestro país durante los años sesenta, pero sí me parece importante hacerte un breve resumen de lo que supuso para nosotras esa movida década.

En los comienzos de los sesenta, la ley reconoce a la mujer los mismos derechos que al varón para el ejercicio de toda clase de actividades, sin más excepciones que: las armas y cuerpos de los tres ejércitos; la Administración de justicia en los cargos de magistrados, jueces y fiscales, salvo en las jurisdicciones titular de menores y laboral.

La mujer fue finalmente admitida en la carrera judicial y fiscal en 1966, pero la primera mujer jueza no aparece hasta 1971. Sin embargo, lo que sí va surgiendo aquí y allá son mujeres juristas dispuestas a batallar por mejorar la situación de la mujer en las leyes españolas.

También por aquellos años surgen algunas mujeres radicales que consiguen cierta notoriedad, sobre todo, en Barcelona, y comienzan a aparecer algunos grupos que se muestran interesados y activos en el movimiento de liberación femenina.

Vuelve a saltar a la palestra el viejo debate sobre "el feminismo sensato" y el "feminismo radical". Las palabras emancipación y liberación eran rechazadas en favor del término "promoción". La Sección Femenina de Falange, concretamente, creó una nueva sección denominada de "Formación y Promoción de la Mujer". Algunos sectores de la Iglesia también se declararon partidarios de esta "promoción". "Eidos", publicación de la Institución Teresiana, dedicó dos números especiales al problema de la mujer, reestructurando más tarde este material en un volumen titulado "La verdad sobre la mujer", como un compendio del feminismo católico rigurosamente ortodoxo.

Y el Opus Dei, ¿cómo respondía oficialmente a este polémico tema de la liberación, emancipación o a la mejor vista promoción de la mujer? En una entrevista realizada en 1968, monseñor Escrivá declaró que "una mujer con la preparación adecuada ha de tener la posibilidad de encontrar abierto todo el campo de la vida pública, en todos los niveles. En este sentido no se pueden señalar unas tareas específicas que correspondan sólo a la mujer". En la misma entrevista insistía en que la contribución de la mujer tiene que estar relacionada siempre con las "peculiaridades de su condición femenina" y que "la atención prestada a su familia será siempre para la mujer su mayor dignidad".

Pero a pesar del especial hincapié hecho en las aptitudes profesionales e intelectuales, los pasos más importantes que la sección femenina del Opus Dei había dado hasta el momento para mejorar la educación de la mujer era, a nivel popular, la creación de escuelas para instruir a "empleadas del hogar", con el fin de que las tareas domésticas en las casas de la Obra fueran realizadas con el "sentido científico" que el Padre deseaba. A nivel de clase media-alta y alta, funcionaban las llamadas escuelas-hogares, donde en un principio se enseñaba economía doméstica, Corte, cocina..., y después se fueron convirtiendo en centros donde se cursaban estudios de decoración o de secretariado. A finales de los años sesenta, dependiendo de la Universidad de Navarra, se creo la pomposamente denominada Escuela de Ciencias Domésticas, y las alumnas de los primeros cursos eran numerarias mayores que llevaban ya muchos años trabajando en las administraciones de las casas de la Obra. Finalmente, en las tres últimas décadas, el número de colegios en los que se cursa EGB, Bachillerato y COU, ha ido aumentando gradualmente.

Resulta, como poco, curioso, que mientras grupos de mujeres cada vez más numerosos y procedentes de muy distintas posturas, se encontraban más y más sensibilizadas en el sentirse tratadas como inferiores, en haber sido relegadas durante siglos a un papel secundario, y se mostraban, por tanto, firmes en sus reivindicaciones -igualdad de derechos, reformas de leyes, las mujeres del Opus Dei, cuya finalidad principal era encarnar el mensaje cristiano en la realidad que teníamos delante, nos dedicábamos, como toda catequesis renovadora, a distribuir masivamente un librito escrito por una numeraria, titulado "La verdad de la mujer", que venía a ser como una guía de lo más reaccionaria sobre el papel de la mujer en la sociedad moderna. Entre frases muy hermosas y abundante retórica, el libro afirmaba cosas tales como que mientras la mujer es un "ser ensimismado" en profundo contacto intuitivo con el mundo, el hombre es un "ser fuera de sí" con un profundo contacto lógico con el mundo. La esencia del carácter femenino son el amor y la entrega: todas las características femeninas de humildad, donación y abandono caben en el anonadamiento. [ANA SASTRE, Verdad de la mujer, pp. 26 y 27].

La totalidad del trabajo estaba plagado de aladas y hermosas parrafadas como las que siguen:

"La omnipotencia de la mujer es la súplica, entendiendo por ello no una situación llorosa y desvirtuada, sino aquella actitud de serenidad que sabe pedir y esperar con la palabra y el silencio. "

"La misma fatiga que al ser femenino le produce trascender continuamente la realidad vital, al masculino le produce concretar de continuo las nimias grandezas del existir humano entre las cosas."

"...Nadie puede sustituida en sentir la presencia de lo bello, lo amable, lo verdaderamente vital en cualquier orden."

¡Qué empeño en sacralizar a la mujer! La mujer, ¿no es algo más que un rosario de metáforas, sentimientos y lirismo? ¿No habría que abandonar la sacralización y asumir la función?: ¿quiénes somos?, ¿qué somos?

Ni diosa, ni ídolo, ni diablo -salvo raras excepciones-. Somos personas corrientes que desean formar parte de la aventura humana en un mundo que se mueve.

Pero la autora de "Verdad de la mujer" no parecía estar dispuesta a percatarse de que las mujeres concienciadas aceptaban cada vez menos el verse revalorizadas, enaltecidas, para ser marginadas; en cualquier proceso de idealización cabe sospechar de una intención discriminatoria.

Tradicionalmente ha habido dos formas de marginar a la mujer o de negarle unos derechos monopolizados por los hombres: considerada como una imbécil y ponerla decididamente bajo tutela o ensalzada en una especie de sublimación que la despega del suelo. En general, ambas tácticas han sido utilizadas conjuntamente. Balzac lo expresaba así de crudamente: "La mujer es una esclava a la que hay que saber colocar en un trono".

El libro de Ana Sastre fue un boom a nivel interno, y su autora fue paseada por todo el mapa de España para hablar de su contenido en los distintos centros de la Obra. A Barcelona también vino, y dio una conferencia seguida de coloquio en la Escuela Llar, que era donde yo vivía entonces. El salón de actos se llenó a rebosar, y entre las asistentes se encontraban varias de mis compañeras de trabajo. Al iniciarse el coloquio, una de ellas, abogada y periodista, se levantó y se fue, y las otras compañeras la siguieron. A la salida, me comentó hastiada, que todo lo que había oído le parecía muy bonito y maravilloso: ideal, pero que esas idealidades había que someterlas a la prueba de la vida real; que esa "verdad de la mujer" le parecía una verdad de invernadero, a pesar de que en ningún momento puso en duda que la edad adulta en_ la mujer comienza con la capacidad para recibir y dar amor y cuidados; que en toda mujer existe un "espacio interior" destinado a alojar su descendencia y a mantener un compromiso biológico, psicológico y ético de cuidar y atender a la infancia humana, y que la disposición para este compromiso -combinado o no con una actividad profesional, y cumplido o no en una maternidad efectiva- es el problema central de la fidelidad femenina.

Mi indignada amiga insistía -con sobrada razón-, en que la verdad no la podemos desligar de la realidad, y la realidad era que la mujer estaba discriminada y que, por tanto, había que batallar -hablaba como jurista- para superar esa discriminación. "El Código Napoleónico es el que continúa vigente en las leyes españolas -me decía-, leyes en las que la mujer está considerada como un niño o un subnormal; mujeres y hombres, realizando trabajos iguales, reciben salarios desiguales... Esta verdad, esta realidad es la que nos lleva a ser reivindicativas."

También le pareció buena la ocasión para recordarme que si miramos atrás en la historia, comprobamos que las mujeres de la clase baja han trabajado en todas las épocas. Y, por regla general han soportado jornadas más largas, han recibido pagas más bajas y han realizado tareas más desagradables que los varones (y en muchos lugares las siguen realizando. No hay más que ver el trabajo que llevan a cabo en la agricultura las mujeres del Tercer Mundo). Finalmente puntualizó que el problema del trabajo femenino surgió durante la primera fase de la revolución industrial, porque la mujer exigía una retribución más justa, el acceso a campos de trabajo más prestigiosos y el derecho a conservar y administrar sus propias ganancias.

"¿Cómo habiendo tantas cuestiones reales por resolver puede uno dedicarse a fantasear y llamarle a eso "verdad de la mujer"? -insistía mi amiga-." Y descendiendo al caso concreto, volvió de nuevo a dar un repasón a la situación de la mujer casada en las leyes españolas, afirmando que nuestras leyes eran discriminatorias para con la mujer, que en nuestro código era comparada con un demente. La situación que vivíamos no le parecía buena, ni para la sociedad, ni para la familia ni para la mujer. Destacó que en el terreno de la familia estaban en juego temas tan importantes como la patria potestad y la administración de los bienes gananciales. Efectivamente, la mujer casada, en nuestro país, tenía que pedir consentimiento al marido para todo: para aceptar una herencia, para dividirla, para representarse en juicio, para contratar con una persona, para incorporarse a un trabajo y hasta para percibir un sueldo. El padre era el titular de la patria potestad y en su defecto la madre.

Estando en juego temas tan importantes, a mi amiga le parecía indignante ese descarado empeño en evadirse en un mundo de pájaros y flores.

Recuerdo que, por mi parte, tuve que reconocer, que al no ser yo jurista, como lo era ella, había pensado poco en el terreno de las leyes que nos regían en aquellos finales de los sesenta. Me había quedado en pensar que en unas condiciones normales el matrimonio funciona por sí solo: unas veces manda uno, otras otro, o siempre manda uno y otro no manda... Uno administra y el otro deja de administrar..., y da igual que uno sea el hombre y el otro la mujer, porque si ellos dos están de acuerdo, la ley no tiene por qué obligar a nadie, ya que la libertad de las personas está por encima de toda ley. Ahora bien, cuando se recurre a la leyes cuando hay algo que falla. Entonces resultaba que la ley apoyaba al hombre y no a la mujer.

Es cierto que esto era importante y muy justo, pero más importante me parecía aún, lo que consideraba el punto de partida, que era el tema de la capacidad de la mujer casada; el equipararla con un demente o con un menor de edad. Y todavía más grave me parecía el hecho de que continuara habiendo todo un entorno que seguía influyendo para que la mujer continuara siendo una infantil crónica a perpetuidad o cosa parecida. Recuerdo que entonces se me ocurrió pensar en alto y decir que si cambiaban las leyes pero no cambiaba el entorno, no se daba el contexto para que saliera a flote la autenticidad de la persona, sinceramente pensaba que no conseguiríamos nada, o muy poco. Esa misma tarde habíamos tenido ocasión, con la disertación sobre "la verdad de la mujer", de vivir un claro y concreto ejemplo.

Por si no lo sabes te recuerdo que a partir de aquellas fechas de las que te hablo, el entorno comenzó a cambiar a gran velocidad y también el concepto de la mujer adulta. Concretamente, las leyes comenzaron a hacerlo en mayo de 1975. La nueva ley eliminó la licencia marital y posibilitó a la mujer casada abrir una cuenta corriente, conservar su nacionalidad, administrar sus bienes parafernales y ejercer un mandato. Puede señalarse, como _lo más positivo de la legislación de 1975, el que se inspiró en una igualdad entre los cónyuges: "El marido y la mujer se deben respeto y protección recíproca -dice el texto- y actuación siempre en interés de la familia".

Un año después, en abril de 1976, una nueva ley vino a igualar formalmente, en lo laboral, a la mujer y al varón, manteniendo la única diferencia en lo referente al parto.

Con todo esto quiero decirte que eran verdades como éstas, acerca de la mujer, las que me parecían interesantes, y no la otra "verdad".

Superado tan conflictivo acto, esta amiga jurista, tan concienciada y combativa, juró que nunca más volvería a poner los pies en una casa de la Obra, y así lo hizo. Nosotras continuamos siendo amigas, y a pesar de que vivimos en ciudades distintas y nos vemos en contadas ocasiones, creo que lo seguimos siendo.

Como puedes suponer, después de tan revulsivo acontecimiento, y pensando que era el mejor momento, intenté hablar con la autora de "Verdad de la mujer" -aprovechando su estancia en Barcelona-, pero no fue posible el encuentro.

Ana S. era una persona que para mí tenía un gran prestigio. La consideraba inteligente e ingeniosa y con una preparación consistente. Por eso me parecía imposible que toda aquella sarta de frases hermosas que se recogían en aquel librito -las mismas que nos había repetido en el transcurso de su charla-, resumiera, toda "su verdad" acerca de las mujeres de carne y hueso. Como te digo, me habría encantado, en aquel entonces, haber podido tener un encuentro con la posibilidad de hablar a tumba abierta. Pero lo del diálogo, una vez más quedaba claro que no debía de ser lo nuestro. En lo referente a comunicación con nuestras "hermanas" teníamos que ser herméticas. Debíamos convertimos -la Obra lo necesitaba así- en seres envasados al vacío.

De la reivindicación de la "igualdad" a la "diferencia" (14 de diciembre, 1998)

Pensaba que te iba a parecer excesivamente insistente el que vuelva sobre el tema de la mujer, pero como veo que te interesa, y el tema daba y da mucho más de sí, pues vamos a ello.

Contemplando la "cuestión" con perspectiva -nada más y nada menos que con la perspectiva de veintimuchos años-, vemos que el discurso feminista ha cumplido o cubierto -a pesar de lo poco que las mujeres del Opus Dei colaboramos a la tarea- en aquella primera fase reivindicativa. No podemos decir que la igualdad se haya conseguido a todos los niveles ni en todos los aspectos, pero desde luego hoy sí que existe una conciencia generalizada de que la discriminación por razón de sexo es injusta. Llegadas a este punto, las feministas parece ser que se encuentran en una larga etapa de reflexión silenciosa, pero desde su discreto mutismo continúan trabajando en los dos bandos que ya se apuntaban desde el principio: el "feminismo de la igualdad" y el "feminismo de la diferencia". Ambos discursos están cargados de razón, y ambos la pierden en sus exageraciones. Victoria Camp, catedrática de Ética de la Universidad de Barcelona, lo explica muy bien cuando dice: "Adherirse al discurso de la diferencia no debería significar dejar de proclamar la igualdad de derechos, y adherirse al discurso de la igualdad no debería implicar una propuesta de simple imitación y repetición de lo masculino" [VICTORIA CAMPS, "Virtudes públicas, vicios privados", p. 145.].

Camps parte del punto de que nuestro pensamiento y nuestro lenguaje ha sido hecho por varones a su imagen y necesidades, sin duda. No es posible, por otra parte, desechar ese lenguaje y escoger otro, ése es también el nuestro. Pero sí cabe ponerlo en cuestión desde una historia que es obviamente distinta. Según Camps, la segunda andadura del feminismo debería ir por ahí, trabajando en una línea ya menos reivindicativa y más creativa. y éste es precisamente el punto al que quería llegar.

Cuando era numeraria del Opus Dei, por ahí iban mis intuiciones, mis inquietudes, aunque, por supuesto, de forma mucho menos clara que ahora. Pero si en la década de mis veinte años hubiera podido conectar con otras personas de la Obra cuyo pensamiento y sensibilidad hubieran ido en esta línea, podríamos haber trabajado y avanzado juntas. Porque ¡claro que había mujeres allí dentro que estaban en mi misma onda!, y más maduras y preparadas de lo que estaba yo entonces que era una pipiola; llena de inquietudes y de ganas de hacer cosas positivas, pero que no pasaba de ser alguien todavía muy sin hacer. Sin embargo, esto que te cuento era algo imposible de llevar a cabo, por el hecho de que la doctrina redonda y concreta ya venía, inamoviblemente, marcada desde arriba, y una no tenía más que aprenderla y repetirla hasta conseguir hacerla del todo suya.

Allí dentro funcionaba bien aquel refrán que decía: "... y si quieres ser feliz, como me dices, no analices". Lo malo es que a pesar de que te repetías mil veces las frases que te decían en la dirección espiritual ("No pienses"; "Déjate llevar"; "Obedecer es el único camino para no equivocarse"...), cuando menos te lo pensabas te encontrabas analizando y pensando, sin darte demasiada cuenta de que eso, allí dentro, era tanto como irte cavando tu propia fosa.

Cada vez que se insistía en "la esencia de lo femenino", yo me aclaraba un poco más en lo que consideraba que era, no "la esencia" sino "la diferencia femenina": diferencia fisiológica y biológica pero sobre todo, histórica y cultural. La historia de las mujeres ha sido otra, diferente de la de los varones, y en consecuencia ha tenido que producir unas actitudes, una psicología y una manera de ser, distinta de la de ellos.

Estoy del todo de acuerdo con Victoria Camps cuando dice que la subcultura femenina, precisamente por su inferioridad con respecto a la cultura predominante, ha dado origen a una serie de valores propios y, en muchos casos, contrapuestos a los típicamente masculinos: la paciencia, la falta de agresividad o de competencia, la discreción, la ternura, la receptividad. Desde tiempos de Aristóteles, si "hombre" es sinónimo de autoridad, "mujer" es sinónimo de obediencia: la fuerza del varón estriba en el mando, la de la mujer en la sumisión. En consecuencia, desde la Grecia clásica, las virtudes morales son, en su mayoría, atributos masculinos, mientras que las virtudes propiamente femeninas consisten en la afirmación de todas esas actitudes consideradas no viriles. Tales valores aparecen como negativos, ya que se trata de las cualidades que, por fuerza, han de desarrollar los seres dominados. [V. CAMPS, op. cit., pp. 146, 147 Y 148].

Entre muchos hombres continúa existiendo un "honesto" deseo de salvar, a cualquier coste, una diferencia y una polaridad sexual; una tensión vital y una esencial diferencia que temen que se pierdan si se acentúan en exceso la igualdad y la equivalencia.

Pero aparte de esto -explica muy bien la médica y escritora francesa Therese Brosse-, la actitud defensiva por parte de los hombres ofrece múltiples facetas que pueden resumirse así: cuando los hombres desean, quieren o aspiran a despertar deseo y no mera simpatía. Cuando no desean, les resulta difícil simpatizar, en especial cuando la simpatía hace preciso ver al otro en uno mismo y verse a sí mismo en el otro y cuando, por tanto, el horror a la difusión de límites puede apagar tanto el gozo ante lo que es distinto como la simpatía por lo que es idéntico a uno. Se explica, pues, que allí donde las identidades dominantes dependen de ser dominantes, resulte difícil garantizar una auténtica igualdad al dominado.

Ante esta realidad, tan vieja y tan nueva -porque no cabe duda de que continúa vigente-, el "feminismo de la diferencia" se pregunta, ¿esos valores, considerados negativos por su origen -nacen de la sumisión, de haber hecho de la necesidad virtud-, no podrían afirmarse como valores positivos, al ser predicados de seres libres e iguales? Y sin contar aún con ninguna teoría consistente que las avale, ¿no es lo que están demostrando con los hechos cada vez más mujeres a lo largo de las tres últimas décadas?

Mujeres que ejercen sus profesiones y oficios, que llevan su casa, se ocupan de la educación de los hijos, acuden a cursos y conferencias para reciclarse y ponerse al día, y tienen que batallar y seguir batallando para que todos los miembros de la familia comprendan que la doble jornada de trabajo no tiene por qué recaer plenamente sobre ella. Mujeres que además tienen padres ancianos de los que se ocupan, y cientos y miles de mujeres que también colaboran desinteresadamente con alguna ONG o en otro tipo de organización de asistencia social.

Ante la realidad presente, me pregunto como V. Camps y otras muchas mujeres: ¿por qué dar por supuesto que en ese reparto de virtudes los varones no se equivocaron y se asignaron a sí mismo precisamente las menos valiosas? ¿Por qué tiene que valer más la fuerza que la debilidad, el mando que la sumisión...? Lo cierto es que ninguno de tales valores es absoluto: en unos casos, el mando es más valioso y eficaz, en otros es más inteligente la sumisión; en unos casos, la debilidad puede ser más potente que la fuerza...

La mujer, a través de las edades patriarcales, ha tenido que adaptar diversos roles de marcado signo masoquista. Ha sido confinada e inmovilizada, esclavizada e infantilizada, prostituida y explotada. ¿Se ha dejado? Hay quien afirma que así es, y que de paso ha sacado "ganancias secundarias", tal y como se designa en psicopatología. De una forma o de otra, esto ha ocurrido, hay que asumido y seguir caminando hacia delante.

La feminista italiana, Giulia Adinolfi, decía a finales de los años sesenta que las mujeres tendrían que ser capaces de asumir crítica y libremente su propia tradición, de medirse con ella, de rechazar sus elementos negativos y de reivindicar, en cambio, aquellos otros que revelan hoy una potencialidad positiva. El feminismo de la diferencia parte del punto de que la historia y la tradición de las mujeres ha producido una especial manera de ser que, durante mucho tiempo, ha sido una mera servil y sometida a otro, pero que puede mantenerse superado el servilismo. Es la esclavitud lo que hay que rechazar pero no los valores que ésta ha engendrado.

Con paciencia, ternura, receptividad, espíritu de cooperación y de servicio, no protagonismo y falta de agresividad, se pueden contrarrestar los excesos de los valores que produjeron la esclavitud, es decir, el poder, la fuerza, el mando. Despojados de su sentido peyorativo, estos valores femeninos, pueden contribuir a equilibrar el mundo que nos rodea.

El bagaje de valores que traen consigo las mujeres, consolidados por siglos de historia, puede ser bueno y valioso para todos, hombres y mujeres. Estas pequeñas grandes virtudes, vividas e interiorizadas por cada uno, podrían suponer un considerable progreso de la humanidad, y hasta el momento nunca visto.

Mis utopías caminaban por ahí, pero en aquel medio resultaba difícil conseguir ponerles pies y manos.

A medida que me iba haciendo mayor y mis criterios maduraban, me iba dando cuenta de que me encontraba lejos de la visión y criterio que en la Obra trataban de inculcarme: esa diferencia radical e inamovible (como te dije, nosotras pedíamos "ser esclavas", mientras ellos pedían ser "sede de sabiduría"), me parecía injusta y deformativa; esa diferencia radical de aspiraciones y de trato entre hombres y mujeres, me sonaba despectiva y que conectaba poco con la realidad que estábamos viviendo. Pensaba entonces en lo interesante que sería reexaminar los rasgos calificados bajo el epígrafe de "masculino" o "femenino", sopesando con objetividad el valor humano de cada uno de ellos. Por ejemplo, la violencia tan fomentada en los varones y la excesiva pasividad, calificada de "femenina", se revelarían negativas e inútiles en uno y otro sexo; la eficacia e intelectualidad del temperamento "masculino", y la delicadeza y consideración propiamente "femeninas" se estimarían, por el contrario, útiles y positivas e igualmente deseables en ambos. Las divisiones tajantes como la de, ellos sabios, ellas esclavas, me sonaban tan trasnochadas como la composición "The princess" del poeta inglés Tennyson:

"El hombre, en el campo de batalla, y la mujer, en el hogar;
el hombre, con la espada, y la mujer, con la aguja;
el hombre, a gobernar, y la mujer, a obedecer;
de no ser así reina la confusión."

Como mujeres de nuestro tiempo que queríamos mejorar en y con el mundo que nos rodeaba, era del todo lógico y consecuente que conectáramos con esa onda amplia que es la feminidad con feminismo; onda amplia que atravesaba, o comenzaba a atravesar, a toda la sociedad, en los finales de los años sesenta y principios de los setenta.

No cabía ya duda de que por aquellas fechas, y con los consiguientes aciertos y errores, la mujer estaba haciendo su primera revolución del feminismo -si dejamos aparte los conatos valientes y lúcidos que se habían dado anteriormente-. (Gracias a esa revolución hoy la mujer tiene la posibilidad de acceder a cualquier puesto en la sociedad, y también gracias a ella somos conscientes de que ahora falta una segunda revolución, que es la de penetrar dentro de las instituciones para cambiarlas, porque si, por ejemplo, una mujer llega a ministra y después sigue gestionando ese ministerio con los criterios masculinos de quienes lo fundaron en lugar de ofrecer criterios alternativos, servirá para poco lo batallado hasta ahora; la política seguirá siendo la misma; es igual que la haga una fulanita de turno que un menganito, seguirá siendo la misma.) Y después de este paréntesis vuelvo al tema que tratábamos.

El feminismo se dirigía fundamentalmente a la vida pública, mientras que la feminidad se confinaba a la vida privada. La cultura de la feminidad juega un papel integrador que confirma, Instala, encierra a la mujer en su papel tradicional, abriéndole solamente las puertas al sueño de lo novelesco. El feminismo, por el contrario, quiere movilizar a la mujer, sacudir su resignación, poner en cuestión su papel tradicional. La feminidad "estricta" se mantenía en el terreno "estricto" de la diferencia femenina. El feminismo "estricto" se mantenía en el terreno "estricto" de la identidad entre el hombre y la mujer. El feminismo tenía necesidad de la feminidad y la feminidad tenía necesidad del feminismo. Su unión era necesaria para la constitución de una cultura y de una ideología plenamente femeninas.

En un mundo hasta entonces dominado y estructurado por la masculinidad, las mujeres habían de ejercer en adelante un papel esencial: no para reivindicar otro monosexismo, sino para instaurar un nuevo tipo de relaciones entre seres humanos, hombres y mujeres conjuntamente, gracias al cual unos no dominen a otros, ni en la sociedad profana ni en la Iglesia.

Pero el Opus Dei de mis tiempos, el que yo viví, colaboraba notablemente a la creación de una mitología compensatoria para la mujer. Si el amor se pierde, o no es suficiente, en el hogar encuentra el amor divino. Si las labores de la casa son cansadas y serviles, la modernización promete liberarlas. Y si todo esto no es suficiente, queda la responsabilidad de sacar a los niños adelante como último consuelo. El espíritu de sacrificio es el alfa y el omega de las virtudes femeninas. El Opus ayudaba -en definitiva- a la mujer a vivir en la órbita exclusiva de su marido y su familia.

La directora, durante muchos años, de la revista "Telva", Covadonga O'Shea -veterana numeraria-, escribe: "Lo esencial es dedicarse al trabajo del hogar con una inteligencia cultivada, con un corazón abierto y con una capacidad de organización y racionalización que le lleve a hacerlo perfectamente, pero en un mínimo de tiempo. Sólo así podrá dedicarse también a esas otras grandes empresas profesionales y sociales, a estar al día, a convivir, a dialogar, a tratar a sus hijos, a educarles mejor".

En otra de las páginas del mismo trabajo, la autora se esfuerza por afinar más: "... y espíritu de sacrificio, abnegación, entrega a los demás, inteligencia y una actitud que nos lleve a descubrir la hondura de lo eterno en las cosas más vulgares y monótonas. Y ahí sí que nos duele a todos. Porque inmersos en esta sociedad hedonista y consumista, hemos olvidado que es precisamente en el sacrificio donde radica la verdadera felicidad". [COVADONGA O'SHEA, "La mujer, ¿ha encontrado su identidad?].

De acuerdo que para toda mujer, su familia, su casa, es importantísima, pero su trabajo profesional -para las que lo tienen- es igualmente importante; en unos casos, porque es básico para el mantenimiento material de su familia y de su hogar, y en otros, porque es fundamental para su desarrollo personal, intelectual y humano. Para ellas es primordial el ocuparse de su marido, hijos, casa, pero también lo es el esforzarse por ser competentes, realizar bien lo que se traen entre manos; y batallar para conseguir guarderías idóneas en las que dejar a sus hijos el tiempo necesario, y para que los horarios de las escuelas sean lo más parecidos posibles a los horarios laborales, y si se da el caso, luchar para que a trabajo igual de hombres y mujeres el salario sea el mismo..., y tantas otras cosas. A este modelo o tipo de mujer, en los años setenta ya no se le podía echar al olvido, por la sencilla razón de que cada vez era más numeroso.

Más animosas que las de la ex directora de "Telva" parecían entonces -al menos en teoría- las palabras de monseñor Escrivá, ya que daban la aparente sensación de que dejaban las puertas más entreabiertas a la responsabilidad personal, cuando decía que en un plano esencial, sí puede hablarse de igualdad de derechos, porque la mujer tiene exactamente igual que el hombre la dignidad de persona y de hija de Dios. Pero, a partir de esa igualdad fundamental, cada uno debe alcanzar lo que le es propio, y en este plano, emancipación es tanto como decir posibilidad real de desarrollar plenamente las propias virtualidades, las que tiene en su singularidad y las que tiene como mujer. La igualdad de oportunidades ante la ley no suprime, sino que presupone y promueve esa diversidad que es riqueza para todos. [Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer].

Pero si ahondamos un poco en estas declaraciones, vemos que los argumentos de Escrivá no vienen a ser otros que los de Santo Tomás y, siglos antes, los de San Pablo cuando se refieren a la mujer: equivalente al hombre en el plano de la gracia; subordinada a él en el plano de la naturaleza, aunque monseñor insista en que no se trata de ninguna subordinación ni inferioridad.

Este concepto tan tradicional de la mujer se puede resumir en las palabras "equivalencia y subordinación": equivalencia a los ojos de Dios y en la posibilidad de perfección; subordinación al hombre en cuanto a las tareas temporales de aquí abajo, tanto en la sociedad civil como en la Iglesia. La igualdad se ve, en definitiva, relegada al puro principio, mientras que la subordinación regula la vida real. ¿Y no están los principios llamados a ser encarnados en la vida misma?

Pero si a finales de los años sesenta el tema de los derechos de la mujer estaba en el candelero, el caballo de batalla más importante que se libraba en el campo de la ortodoxia cristiana era el de la planificación familiar. Cada vez eran más los católicos que se apuntaban a la legitimidad del control de nacimientos sin distinción de método y en nombre de la responsabilidad de las conciencias individuales.

La Iglesia católica reafirmaba imperativamente sus distinciones morales: a los métodos naturales y lícitos se les oponen los métodos artificiales ilícitos. Sin embargo, muchos sacerdotes en el secreto de confesión, fueron adoptando posiciones más o menos laxas, y después del Concilio Vaticano II, algunos padres se rebelarán contra la posición tradicional de la Iglesia en nombre de una moral de la responsabilidad individual.

Millones de católicos esperaban en aquellas fechas una clara orientación de la Iglesia para este importantísimo problema moral, que pesaba sobre sus vidas como un legítimo deseo de paternidad responsable, facilitada, según opinaban muchos de ellos, y muchos moralistas, por los avances de la ciencia. La doctrina tradicional venía formulada por la encíclica de Pío XI "Casti connubi" en 1931, que prohibía desviar la acción conyugal de lo que consideraba el Papa su finalidad "natural"; en lo de interpretación de lo "natural" veíamos muchos la clave del problema. Pío XII mantuvo la misma enseñanza, aunque insistió en la licitud de utilizar los periodos estériles de la mujer, lo que evidentemente requería un nivel cultural inasequible a millones de parejas.

Numerosos católicos de reconocido prestigio y sacerdotes pidieron en el Concilio Vaticano II la revisión de esa doctrina a la luz de los avances de la medicina y de la biología, y Juan XXIII creó una comisión para el estudio de la cuestión. Por aquel entonces, pienso que una aplastante mayoría estábamos convencidos de que la ley del amor debía prevalecer en el matrimonio sobre la ley de la naturaleza; y de que el amor es finalidad primordial, por encima de la procreación. El Concilio no trató el problema de la contracepción pero admitió la pluralidad de fines en el matrimonio.

Hasta el mes de julio de 1968, el mundo cristiano posconciliar vivió a la espera y en la esperanza de la modificación de los criterios de la Iglesia en materia de anticoncepción, pero la encíclica "Humanae vitae" reifirmó los principios en materia de regulación de nacimientos. Este va a ser el tema central que trataré en mi próxima carta.

La "Humanae vitae" y el mundo de las supernumerarias (21 de diciembre, 1998)

Hace poco me comentabas que de las supernumerarias sabes que son asociadas que no se dedican en exclusiva a la Obra y que suelen estar casadas, pero te preguntas, hasta qué punto el Opus puede llegar a influir sobre ellas y, a su vez, cómo inciden -o no inciden- ellas en la marcha de la sociedad.

En principio, la vocación de cristiano que quiere santificarse en medio del mundo, es la misma para un asociado numerario, agregado, supernumerario o numeraria auxiliar, pero en el caso de los supernumerarios y supernumerarias, sí que es del todo exacto que esa aspiración a la perfección han de vivida sin salirse para nada de su medio, es decir, con su familia y en su profesión.

Según el sociólogo y ex numerario Alberto Moncada, en los años cincuenta, época en que determinados hombres del Opus florecen en lo mercantil y en lo político, comienzan a proliferar las vocaciones de supernumerarias, quienes, a través del "status" de sus maridos, pasan a tener un papel importante en la vida social.

Pasados esos años, y desplazados los hombres de la Obra del mundo político -ahora, parece que han vuelto de nuevo-, aunque no económico, sus mujeres comenzaron a desempeñar un papel protagonista que es el mismo que continúan ejerciendo en la actualidad, tomando la bandera de la defensa a ultranza de la familia tradicional, con sus correspondientes campañas antidivorcio y antiaborto. Al mismo tiempo, su presencia se ha ido multiplicando en colegios y clubes infantiles, que son los lugares punta donde la Obra sigue captando vocaciones.

En el tiempo que fui numeraria (1966-1974), el apostolado con las supernumerarias estuvo marcado por una fecha clave: 25 de julio de 1968, día en que el papa Pablo VI dijo por fin la palabra esperada con la publicación de la encíclica "Humanae vitae".

Desde hacía varios años, una propaganda inspirada por eminentes teólogos, ilustres médicos y parejas cristianas militantes en grupos de vanguardia condicionaba la opinión pública: en nombre de la caridad, en nombre del amor, creían necesario dar luz verde a la contracepción. La fidelidad al Concilio Vaticano II, a la presencia en el mundo, al sentido de la historia, exigía que el Papa ratificase la opinión e incluso la práctica de lo que una mayoría afirmaban.

Y se produjo el asombro y el pasmo, cuando en la "Humanae vitae", el Papa se había atrevido a decir: no.

"Queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación", decía textualmente la Encíclica.

Y este "no" llegaba después de una reflexión seria con plena conciencia del riesgo de no ser comprendido ni seguido. Era un hombre de Cristo, bajo la guía del Espíritu, como Papa se negaba a reconocer como válidos los argumentos de los partidarios de la contracepción.

Se trataba, en el espíritu cristiano de siempre, en el espíritu postconciliar, de ir al mundo, no para perderse en él, sino para proponerle el camino de su salvación, misteriosamente inscrito en él. Para Pablo VI se trataba, no de restablecer un dique para detener la corriente, sino de encauzar el río loco para que fluya con buen sentido. Reducir la "Humanae vitae" a un "no a la píldora", celebrando ese "no" o lamentándolo, era no comprender el espíritu de la Encíclica; había que asimilar a fondo, para poder transmitir su mensaje positivo. Se trataba de una llamada al compromiso de todos al servicio del dominio de sí mismo, de la castidad bien entendida.

En aquel entonces estaba deseosa de formarme en aquel espíritu de la Encíclica para poder colaborar eficazmente en el progreso educativo de las jóvenes que iban a ser una parte importante de las parejas del futuro. Mi tarea apostólica se desarrollaba en mi trabajo -a pesar de ser un medio difícil y hasta hostil-, pero, sobre todo, con las alumnas de la Escuela Llar, sus amigas y su entorno. Durante aquellos años, allí conseguimos formar un nutrido número de supernumerarias jóvenes. Desde entonces, y hasta que me fui de la Obra, mi encargo apostólico interno siempre fue el de dirigir y formar grupos de supernumerarias. Además, de las mujeres que se aproximaron al Opus Dei a través mío, casi todas las que llegaron a vincularse lo hicieron como supernumerarias. Era una dedicación apostólica que me entusiasmaba; me resultaba muy gratificante el comprobar que aquellas mujeres que se aproximaban a nuestro centro, pasado algún tiempo, mejoraban considerablemente: ensanchaban sus horizontes, se ayudaban entre ellas, se hacían más sensibles a los problemas ajenos, generosas, comunicativas y responsables, con más intereses. En definitiva, se hacían mejores personas. Por mi parte, era consciente de que, a poco que me esforzara, todo lo que les podía aportar era para bien.

Con este toque optimista y positivo vaya finalizar la presente carta, porque estoy tan cansada que se me cruzan las letras del teclado y, en breve, hasta se me pueden empezar a cruzar los cables. Siento que tenga que ocurrirme esto precisamente hoy, un día en el que parece que todo lo que tenía que contarte era bueno y saludable. Prometo seguir con el tema en cuanto me encuentre remontada.

El concepto de paternidad responsable (26 de diciembre, 1998)

Retomo el tema de mi carta anterior, en la que te decía que la formación de las supernumerarias era una tarea con la que me sentía profundamente identificada, quizá porque si nuestra vocación era la propia de la gente corriente -llamada universal a la santidad-, ellas eran las que se desenvolvían en las situaciones más comunes, no cabe la menor duda: hijos, marido, familia, trabajo de casa y trabajo profesional -cada vez iba habiendo más mujeres profesionales entre las supernumerarias jóvenes, a pesar de seguir siendo clara minoría-.

Eran gente corriente, y como lo propio de la gente corriente es tener problemas, en el colectivo de las supernumerarias siempre había conflictos por resolver, y sus directoras, como es lógico, debíamos siempre estar dispuestas a echarles un cable. Problemas con la educación de los hijos, problemas económicos y problemas de cómo vivir la sexualidad, eran los más frecuentes. Estos últimos se agudizaban cuando se daba el caso de que ella era supernumeraria y el marido no; pero también podía haber conflictos cuando los dos eran supernumerarios.

Entre los múltiples casos, voy a elegir tres bien diferentes e igualmente significativos, para que te hagas una idea del arco que abarcaban los problemas que surgían al querer vivir la sexualidad desde una perspectiva de la más estricta ortodoxia cristiana; importante caballo de batalla.

El primer caso es el de una mujer peruana, de unos treinta y cinco años -muy dulce, muy débil, muy encantadora-, casada con un alto ejecutivo de una multinacional del petróleo, y también peruano. Habían vivido en distintos países del mundo, pero entonces sus destino era España. Tenían cuatro hijos y el marido se negó en rotundo a tener ni uno más. Él no era en absoluto creyente, y no comprendía el problema que para su mujer podía suponer el recurrir a cualquier medio anticonceptivo de los existentes entonces. Ella procuraba despistar el tema, esquivando al marido todo lo que podía, hasta que un buen día, deshaciendo la maleta del mismo al regreso de uno de sus múltiples viajes de trabajo, descubrió entre sus útiles personales, una caja abierta de preservativos.

Lloró y lloró a mares, sintiéndose culpable de la situación e incapaz de tomar una decisión que le pusiera remedio: ¿qué podía hacer?, ¿qué debía hacer?

La respuesta estaba clara, lo duro era llevarla a cabo. Si su matrimonio era lo más importante, y su marido no estaba dispuesto a cambiar, era ella quien tenía que poner todos los medios a su alcance para salvarlo, incluso dejar de ser supernumeraria, si fuera preciso. Como cooperadora iba a tener las mismas ayudas y apoyo, pero lo que no debía hacer era comprometerse a algo que sabía que no podía cumplir.

Antes de que llegara a tomar una determinación, les destinaron a un país sudamericano y, por tanto, desconozco el cómo llegó a resolver su conflicto.

El segundo caso es el de una mujer de treinta y ocho años, profesora de EGB, supernumeraria desde que era muy joven, y casada con un profesor de Economía, también supernumerario.

Cuando la conocí tenía tres hijos varones y había pasado ya por el trauma de cuatro o cinco abortos. Era una persona nerviosísima; temblaba, lloraba y reía, todo con la misma facilidad y sin que existiera ningún motivo aparente. Me contó que el ginecólogo le había dicho que tenía la matriz como un papel de fumar y, que debido a eso, sus embarazos no prosperaban. Este le había aconsejado hacerse una ligadura de trompas, y al contarlo en confesión, el sacerdote le había dicho que cambiara de ginecólogo. Así lo hizo, y pasó a ser paciente de un especialista supernumerario. Tuvo un aborto más, estuvo en tratamiento psiquiátrico, y de nuevo quedó embarazada. Fueron nueve meses de preocupación constante, pero todo llegó a buen fin y nació una niña sana y salva. Los padres se lo tomaron como una especie de milagro; el premio a su fidelidad y a haber actuado con total rectitud.

Poco tiempo después, ella volvió a ponerse fatal de los nervios, y ya siempre fue de tratamiento en tratamiento, de depresión en depresión, y todo ello salpicado con algún aborto más.

Un buen día que se lamentaba de su mala salud, de lo mal que se lo pasaba y de las duras cruces que el cielo le enviaba, le dije tímidamente:

-Y a tu marido, ¿nadie le ha hablado en serio de control, de dominio de sí, de tener en cuenta tus problemas y tus males? Todos esos abortos, ¿no son para ti, física y psíquicamente machacantes? Tú nunca le has dicho algo así como: "yo te tengo en cuenta, pero me gustaría que tú también me tuvieras en cuenta a mí".

Ni se paró a pensar, y de inmediato respondió decidida: -Bueno, a ellos es mejor no hablarles de todo eso, se ponen de mal humor; y si están dispuestos, si les apetece, lo mejor es acceder. El Padre nos ha repetido muchas veces, que siempre debemos estar abiertas a nuestros maridos; que cuando vienen del trabajo, siempre han de encontrarnos guapas, bien arregladas y de buen humor. Además, ya sabes lo que nos ha dicho recientemente: "El estado ideal de la supernumeraria casada es el embarazo".

Recuerdo que me quedé callada como una muerta. No me gustaba nada de lo que estaba oyendo, pero cualquier tipo de intervención podía haber sido nefasta. La miré con una forzada semisonrisa, mientras pensaba para mis adentros: "...pero, ¿en qué queda entonces el concepto de paternidad responsable? En este caso concreto, ¿en qué se traduce?".

Estábamos en otra onda. No se había enterado de nada de lo que había querido decirle, a pesar de que cada vez íbamos siendo mas el número de mujeres que defendíamos el yo femenino no como autosuficiencia sino como experiencia de vinculación, como interacción: "Yo te tengo en cuenta, pero me gustaría que tú también me tuvieras en cuenta a mí". No se trataba de autosuficiencia, sino de un dar y recibir. Era un deseo, una necesidad de buscar la propia autonomía pero sin perder la capacidad de relación; y no sólo no perderla sino mejorarla. Efectivamente, estábamos en otra onda.

La tercera historia es la de una amiga mía -nos conocíamos hacía años-. Una catalana monísima, encantadora y muy activa. Se afilió a la Obra casi al mismo tiempo que yo -pero como supernumeraria-, poco después se casó con un chico algo mayor que ella, licenciado en Derecho -pero con poquitas luces-, y también supernumerario. Sin parar, tuvieron una niña, un niño, otra niña y otro niño, llevándose entre uno y otro un año escaso.

Una tarde cualquiera -no me sorprendió porque ya hacía tiempo que detectaba que le pasaban cosas que no acababa de decir-, derrotada y entre suspiros, me confesó que no podía más: su marido no ganaba un duro; a los tres niños mayores los mandaba a una guardería que le pagaban sus padres; al recién nacido se lo llevaba ella a su trabajo (era fisioterapeuta y se dedicaba a hacer recuperaciones a gente mayor en sus casas). Pero lo que más le preocupaba era que su marido hacía varias semanas que salía todas las noches, y aparecía borracho a altas horas de la madrugada.

El problema estaba claro: no podían correr el riesgo de tener otro hijo, y la única solución que a él se le ocurría era evadirse, quitarse de en medio y no coincidir en la cama, o llegar lo suficientemente "ido" como para caer frito de inmediato y no enterarse de nada más.

Le pregunté entonces si sabía si él había hablado con su director, y si sabía lo que éste le había aconsejado.

Él sí que había expresado su angustia al director, pero se había encontrado con la respuesta de que tomara ejemplo de tantos hermanos suyos, que no solamente no buscaban los días no hábiles para amarse sino que, por el contrario, buscaban los días hábiles para así hacer más hijos para Dios.

-¡Qué fuerte! -exclamé sin poder contenerme-. Y pensé para mis adentros, pero no lo expresé en voz alta: "Sí, y además, esos hermanos ejemplares deberían hacer el amor con un embudo para ir más rápidos y directos al objetivo; sin distracciones. ¡Qué horror!".

-El pobre hombre -continuó diciendo ella, refiriéndose a su marido-, está machacado, roto, deshecho, pero además es que nos está machacando, minando también a todos.

Me acordé entonces de aquellos amigos míos, que se sentían tan agobiados cuando ella había quedado embarazada con una perspectiva de nueve meses de reposo total, y se me ocurrió sugerirles, además de la lectura de Paul Chauchard, que él fuera a hacer yoga.

Hablamos ampliamente del tema; comentamos los planteamientos de Chauchard y sus técnicas de autocontrol, que pueden venir fenomenal para ayudar a superar con serenidad una etapa difícil. Al final de la conversación se mostró más tranquila y esperanzada. Esa misma noche consiguió hablar con su marido, pero éste no conectó lo más mínimo con el tema y, de inmediato, fue a consultar con su director.

Nunca supe lo que él contó ni lo que su director entendió. Sí sé, que en breve me comunicaron que el sacerdote director de la delegación quería hablar conmigo en el confesionario, que era lo acostumbrado, y allí acudí.

-¿Qué le has dicho a una supernumeraria? -me dijo de entrada-. Los consejos que les has dado, el Padre no los ha planteado nunca. Nuestros hermanos, que han elegido el matrimonio como vía de santidad, buscan el hacer hijos para el cielo y para Dios. Tú, ¿qué has dicho? -insistió-.

-Le he sugerido la lectura de P. Chauchard -concretamente, "El dominio de sí" y "Necesitamos amar"-, y el que su marido aprenda a hacer ejercicios de autocontrol; también le he hablado de lo positivo que puede ser el practicar yoga. Pienso que son medios eficaces para el control y el dominio, para reencontrarse y poder ponerse en situación de hacer oración de verdad, y después, en diálogo sincero, decidir ambos cómo han de resolver su problema conyugal y su paternidad responsable.

Me dejó hablar mientras escuchaba en silencio, y a continuación me dijo que debía de profundizar más en los escritos del Padre sobre este tema; que en casos como en el que estábamos tratando, mi consejo tenía que haber sido, exclusivamente, decir lo que el Padre decía y remitir a la persona afectada a la dirección espiritual, ya que el sacerdote estaba más capacitado para tomar las riendas del asunto.

El mensaje o la lección que quería darme estaba clarísima, pero un interrogante clave se me quedaba ahí, colgando. En el caso que acabábamos de tratar -como ocurría en el anterior que te he contado-, ¿en qué se traducía el concepto de paternidad responsable?, ¿y el del amor en la pareja?

En nuestra doctrina -que era la más estricta de la Iglesia romana-, el amor de la pareja quedaba siempre en un segundo término y predicábamos, o la abstención total o el conejismo procreador; y diciendo que éste último era el más perfecto porque aceptaba a ciegas todos los hijos que mandara la providencia. Los consejos y normas eran del todo rotundos, iban desde el criterio de la sublimidad del matrimonio, hasta la consideración puramente físico-mecánica del mismo, siguiendo al pie de la letra la postura eclesiástica que prohibía todo lo que no fuera la corrección mecánica del acto sexual físico: lo demás era pecado.

Fomentábamos poco el sentido de la amistad y compañerismo en la pareja como motivo fuerte de unión. Tampoco se hablaba de favorecer la comunicación mutua, el diálogo, la charla sincera y distendida y el amor amistoso, como algo fundamental para el crecimiento de ambos.

A las supernumerarias se les recordaba con frecuencia el "débito conyugal" al marido, cuando éste lo pida, sin ninguna atención a los deseos femeninos ni al "tempo" sexual de la mujer, que suele ser distinto al que tiene el varón. La mujer, y sus legítimas necesidades sexuales, contaban poco o nada entre los deberes matrimoniales del marido.

En lo referente al tema familia, cundía el pánico en cuanto a su posible desaparición, y contra ello había que batallar con uñas y dientes. Pero, ¿es que, de verdad, iba a desaparecer la familia y nosotros teníamos que salvarla?

Lo que sí era evidente es que estaba cambiando su estructura patriarcalista, machista y autoritaria, pero desde el punto de vista social, económico y moral, la familia seguía viva y coleando, con los tres roles clásicos que nunca pueden faltar: materno, paterno y fraterno. La maternidad que simboliza la afectividad, la comprensión, la intuición y el arraigo a las tradiciones; la paternidad que representa la racionalidad, la objetividad, la personalidad y la autoridad; la fraternidad que viene a ser la sociabilidad, la cooperación y la convivencia.

En mi entorno veía que la familia cambiaba, no desaparecía, y que el esfuerzo había que ponerlo en reestructurar estos tres roles -materno, paterno y fraterno-, con arreglo a las necesidades del mundo en que vivíamos y que íbamos a vivir.

Los cambios eran evidentes, la necesidad de adaptarse a los mismos también. No podemos olvidar que la década de los setenta fueron unos años muy movidos, y que en esa movida estábamos -de una u otra forma- todos los que entonces éramos.

A finales de los sesenta surgió una corriente de esclarecimiento sobre temas sexuales y, en ciertos ambientes, las cuatro letras de "sexo", pasaron a convertirse en un monotema casi exclusivo. Para muchas personas, no entrar en esta rueda significaba quedar fuera de la moda, ser necesariamente una persona reprimida. En la década de los setenta, la llamada "revolución sexual", que fue más bien una revolución de carácter comercial, coincidió con la divulgación de la píldora que permitió a las mujeres ser más libres sin temor a embarazos no deseados.

Para muchas mujeres, entonces, las viejas formas de sexualidad, con su cortejo de culpas y represiones, fueron desplazadas. Al fin este tema era algo de lo que, cada vez más, se podía hablar libre y francamente, y las revistas femeninas también entraron de lleno en la nueva corriente, ofreciendo en vez o junto a las recetas de cocina, otras nuevas recetas que explicaban cómo satisfacer al amante o cómo disfrutar del sexo sin amor, y otras modernas gimnasias de dormitorio. Quienes se tomaban estos consejos como panaceas u obligaciones, de nuevo sufrían otra tiranía: en vez de la represión, lo que pasaba a obligar era una forzada desinhibición.

Desterrar unos mitos para crear otros nuevos no parecía ser buena solución. Pero si algo tenían de bueno estos drásticos cambios es que nos aproximaban a ser más abiertos y honestos en nuestros planteamientos. Por eso, en los comienzos de los años setenta, cada vez eran más las personas, educadas en una tradicional cultura judeocristiana, que se planteaban la necesidad de una revisión profunda de la teología de la sexualidad elaborada a partir de todos los nuevos conocimientos, como hubo que hacerlo en otros terrenos teológicos cuando se descubrió que el universo no giraba alrededor de la Tierra.

Recuerdo a una amiga mía -médica de profesión, casada con otro médico y madre de tres maravillosos hijos-, mujer profunda y llena de inquietudes, que argumentaba: "Si la naturaleza decidiera que el sexo sólo es utilizable para procrear, la mujer y el varón tendrían ciclos más breves de erotismo, ciclos sólo ajustados temporalmente a la procreación. La naturaleza ha decidido por sí misma dar permiso a una sexualidad más amplia". Estaba convencida de que pensar de otra forma era caer en el ideario maniqueo que atribuye al mundo material de los cuerpos y las cosas algo diabólico.

Gracias a mí descubrió los trabajos y el pensamiento de Chauchard y le convenció a fondo. Decía que dentro de la ortodoxia católica era quien le había abierto más horizontes. Sin embargo, de los rígidos planteamientos de la Obra cada vez se sentía más lejos. El último encuentro que tuvo con un sacerdote del Opus Dei fue de lo más tirante, y yo me sentí culpable, pues era quien la animaba a aproximarse a nuestro espíritu, ya que me parecía una persona valiosísima.

Parece ser que el mencionado sacerdote le preguntó acerca de cómo vivía sus relaciones matrimoniales, y ante su respuesta de que pensaba que se trataba de una cuestión que tan sólo le incumbía a ella y a su marido, éste, a modo de recordatorio, le hizo una declaración de principios de cómo debían ser las relaciones perfectas. Ante tan edificante y frío planteamiento, ella le respondió: "Por mi parte he de decir que, como los orientales, sostengo que hacer siempre el amor de la misma forma puede compararse a comer pan duro todos los días y en todas las comidas". Así finalizó su último encuentro. Nunca más volvió.

Pero no era corriente dar con un tipo de mujer tan despachado.

Era más frecuente encontrarse con mujeres que asumían su papel de "víctimas", que vivían la relación sexual como una carga, postura que encajaba bien con la educación recibida: a todas nos enseñaron que el sexo existía para dar placer a los varones, dueños y señores, y para tener hijos. Nuestras opiniones, sentimientos y emociones debían quedar siempre postergados. La mujer nunca debía tener derecho a decir "no". También se trataba, más que de mantener, de reforzar el viejo sistema de separar a los dos sexos, varón y mujer, en categorías opuestas, como dominio-dependencia, pasividad-actividad, víctima-victimario, en vez de fomentar la confianza, el diálogo, la comunicación y la libertad entre ellos. Para las mujeres siempre se daba por supuesto el papel de pacientes, sacrificadas, calladas, comprensivas y generosas, que nada saben ni nada piden.

Control cerebral y sexualidad humanizada (2 de enero, 1999)

Dices que no acabas de entender por qué en la Obra se considera como próximo a la perfección el tener doce, quince y hasta más hijos, ya que, en todo caso, ese virtuoso punto de referencia sólo puede ser válido para una estricta minoría. La realidad de la mayoría de las parejas jóvenes, yendo todo bien, es que habitan en un pequeño piso que pagan, mes a mes, con más de la mitad de su sueldo durante diez o quince años, y que si trabajan los dos -él y ella-, consiguen hacerla en menos tiempo y disfrutar de más holgura en algunos aspectos de la vida cotidiana. Ante esta realidad, preguntas: ¿Cómo se les puede plantear que, para ellos, la virtud cristiana consiste en tener un hijo cada año, hasta doce, trece o más? ¿Qué se entiende por paternidad responsable?

En la actualidad, los valores de la defensa de la familia y la promoción de la natalidad figuran en los programas de casi todos los partidos políticos. Sin embargo, la realidad pone en evidencia los buenos propósitos: España es el país de la Unión Europea que menos ayudas concede a las familias numerosas y a la maternidad. Pero sería injusto culpar exclusivamente al Estado. La sociedad tampoco hace demasiado para que las parejas tengan hijos. En nuestro país, por poner un ejemplo significativo, la tercera parte de la población laboral trabaja con contratos temporales (porcentaje mayor en las mujeres, lo que constituye un notable factor de disuasión de los embarazos). Y para acabar, otro punto también a tener en cuenta es el elevado precio de la vivienda. A todo ello se une, finalmente, un importante cambio de mentalidad en los españoles de las últimas décadas, en los que se ha generalizado el uso de anticonceptivos.

La natalidad, por supuesto, es un asunto personal, pero en que ésta baje o suba tiene mucho que ver el apoyo o desapoyo del Estado, la sociedad y las empresas. La paternidad responsable no tiene por qué traducirse en tener más y más hijos, sino en saber hasta dónde se puede abarcar.

Y después de este inciso, vuelvo a retomar el tema de la "Humanae vitae", que era el referente doctrinal que teníamos -y que seguimos teniendo, porque no existe en esta materia ningún otro documento vaticano más reciente-. Cuando se publicó, en 1968, la leí a fondo, además de los escritos del Padre que hacían referencia al mismo tema y todos los libros que publicaba la editorial Patmos, .con el fin de desarrollar de la mejor manera posible lo que consideraba que era mi tarea pastoral. Estas eran mis fuentes, hasta que un día leí en la prensa que Paul Chauchard, un neurofisiólogo francés, amigo personal de Pablo VI y de Juan XXIII, católico convencido y que había participado en el desarrollo del reciente Concilio Vaticano II, venía a Barcelona e iba a dar una serie de charlas en la Facultad de Teología sobre el contenido de la reciente encíclica "Humanae vitae". El viejo sabio Chauchard decía a la prensa, en unas declaraciones previas a su intervención: "Precisamente porque me he consagrado, en cuanto neurofisiólogo, a extraer de mi ciencia unas indicaciones normativas, una moral del cerebro -el órgano de las acciones y de las relaciones humanas-, a mostrar que la pedagogía es ante todo el aprendizaje de la buena utilización del cerebro para una vida más humana, la aplicación a la vida sexual que he hecho de todo ello me ha conducido a hallarme previamente de acuerdo con la Encíclica. Abordando la sexualidad por el camino necesario -añadía-, pero desacostumbrado, del control cerebral, que le da su dimensión humana completa y suprime la falsa hendidura entre eros y ágape, me he hallado metido de golpe en el aspecto positivo de la educación de la continencia".

Sus planteamientos me parecieron interesantes, y pensé que me encantaría conocerle y escucharle. Si se encontraba en Barcelona, ¿no era la mejor ocasión para solicitar una entrevista? Y así lo hice.

Hablé con él, asistí a sus charlas y coloquios y tuve ocasión de agradecerle la luz que me había dado. A continuación, me fui haciendo con la casi totalidad de sus libros, algunos de ellos traducidos ya al castellano -"Necesitamos amar" (Herder), "Voluntad y sexualidad" (Herder)-, y otros los fui consiguiendo en versión original- "La maitrise de soi" (Dessart), "Timidité, volonté, activité" (Denoel), "Amour et contraception" (Mame), etcétera-.

Chauchard decía al referirse a la "Humanae vitae", que esta encíclica es el segundo panel de un conjunto, cuyo primer elemento era la encíclica sobre el celibato sacerdotal del 24 de junio de 1967. En este caso se trataba de salvar los valores esenciales de la disponibilidad de la virginidad. Después de la castidad consagrada, el mismo espíritu preside la castidad conyugal: ambas no difieren tanto como se cree; en los dos casos se trata de llevar a su plenitud el amor. [PAUL CHAUCHARD, Voluntad y sexualidad, p. 13].

Tal vez te sorprenda que me extienda tanto en este tema, pero no se trata de algo gratuito. Descubrir el pensamiento de Chauchard supuso para mi vida espiritual un enriquecimiento importante; un balón de oxígeno, un respiro.

Hacía ya algo más de tres años que era numeraria y me encontraba como estancada; atiborrada de frases hechas, de "porque el Padre ha dicho", de charlas y meditaciones cortadas por el mismo patrón, de directoras insulsas -salvo excepciones-, en cuyos consejos e insinuaciones tenía que ver la voluntad de Dios para conmigo. Con la ayuda del pensamiento de este viejo sabio, conseguí profundizar, ensanchar mi espíritu y dar un mayor sentido a todo lo que me traía entre manos.

Control cerebral y dominio de sí eran las claves de su pensamiento: 'uno no se controla por controlarse, sino para utilizar su control con el fin de conducirse de un modo más correctamente humano. El control es en sí mismo valorizador y humanizador. Quien ha aprendido a controlarse, relajado y lúcido, tiene el poder de reflexionar en lo que le conviene hacer. El control implica una fuerza, un dinamismo de realización de sí, de humanización; una ascesis, ciertamente, pero una ascesis vivificante.

Chauchard desarrolla, con su sabiduría científica, unas sencillas técnicas de control que cualquier persona puede aprender, y luego explica, con todo lujo de detalles pedagógicos, los siete terrenos en los que debemos aplicar el controlo dominio de uno mismo: el control del ser; el control del obrar; el control del tener; el control de la sociabilidad; el control del consumo; el control de la afectividad y, finalmente, el control de la sexualidad.

Como verás, estos siete controles responden a las siete virtudes que se oponen a los siete pecados capitales. Y Chauchard se pregunta: en vez de los siete pecados capitales, ¿no habría que proponer la práctica de siete virtudes capitales? Los siete pecados capitales resultan de nuestras necesidades principales: tenemos necesidad de ser (soberbia), de obrar (pereza), de tener (avaricia), de ser sociables (envidia), de alimentamos (gula), de apasionarnos (ira), de utilizar nuestra sexualidad (lujuria). Por tanto, necesitamos hallar en nosotros el secreto y la fuerza del obrar bien, lo cual es la buena realización de nuestras necesidades capitales.

¿Dónde hallar los siete poderes que nos permitirán estar en lo firme? Precisamente en el control aplicado a nuestras siete necesidades; sabiendo controlarnos. [P. CHAUCHARD, op. cit., p. 133 y siguientes].

Nos es preciso practicar las siete virtudes capitales por medio de los siete controles capitales, que son siete voluntades capitales de conducirnos bien.

Quizá te preguntes dónde quiero llegar con este despliegue teórico, pero creo que es necesario hacerlo para entender lo que quiero acabar de contarte.

Educación de la continencia (7 de enero, 1999)

Tampoco ayer cerré el tema que desde hace días ocupa el contenido de nuestra correspondencia, sobre todo de la mía. Creo que hoy ya acabo y podemos pasar a tratar otras cuestiones que también te interesan.

Finalicé mi última carta hablándote de los siete controles capitales y de cómo estas sencillas técnicas del profesor Chauchard estaban al alcance de cualquiera. Yo entonces estaba muy motivada por el descubrimiento y, en el fervor de mi entusiasmo, le comenté a mi directora que sería fantástico el poder ir a París a hacer un cursillo en uno de los centros que el doctor Chauchard y otros científicos católicos habían puesto en marcha, con el fin de aprender bien sus técnicas y poderlas dar a conocer insertadas en nuestros medios de formación. Estaba convencida de que podrían suponer una ayuda eficacísima.

Mientras tanto, los católicos impugnadores de la encíclica a la que he hecho tantas referencias, decían que ésta sería satisfactoria si el Papa hubiera dejado a las parejas la libertad de los medios: si se reconocía la necesidad de limitar prudentemente los nacimientos, ¿no era lógico dar luz verde a los métodos de contracepción dejando que cada cual adopte el que le convenga? ¿Por qué, entonces, sacralizar un sólo método, la continencia periódica? Chauchard respondía a este razonable planteamiento: "El Papa se refiere a la norma de conjunto de la sexualidad humana. Para él, la continencia periódica no solamente no comporta artificios contraconceptivos, sino que no es un método contraceptivo en sentido propio: se trata de utilizar el conocimiento y el dominio de sí para regular prudentemente la fecundidad propia sin contracepción. Se trata, en definitiva, de aprender a amarse mejor, y cuando la pareja se ama mejor mediante el control de sí, se descubre capaz de regular su fecundidad sin contracepción, mediante la utilización de sus recursos personales".

Y mientras yo asimilaba teoría, cada día me encontraba con más casos de mujeres insatisfechas que llevaban con resignación un nuevo embarazo, haciendo realidad aquello de que hay tres tipos de hijos: los hijos del amor, los hijos del deber y los hijos del fastidio.

Un día, hablando de todo esto con la directora y una numeraria mayor -que contaba con una larga experiencia en dirigir supernumerarias-, volvió a salir el tema de lo positivo que podría ser el formar a las personas en ese auténtico espíritu de la "Humanae vitae". La educación de la continencia, el dominio de sí, era importante en todas las facetas del comportamiento humano, pero en el terreno de la sexualidad parecía una necesidad aún más urgente.

Las tres estábamos de acuerdo. Sin embargo, la más veterana aportó un pero fundamental:

-¿Pero qué vamos a conseguir nosotras -dijo-, formando a las mujeres, si no se hace la misma tarea con los varones? Si son ellos -añadió-, los que tendrían que enterarse de que el hombre no es por naturaleza un autómata de la fecundación.

En esa misma línea, el doctor Chauchard afirma:

-No es respetar la naturaleza masculina alienarse en un automatismo. El hombre educado posee tres modalidades de unión genital: el acto fecundante ejecutado en el momento de la ovulación, el acto completo con la donación simbólica del semen como donación de amor no fecundante en los periodos estériles, y la unión incompleta, llamada reservada, que no comporta esa donación.

¿Acaso puede llamarse virtud el apaciguamiento de la concupiscencia, a costa de la salud psíquica o física de la mujer? Reconociendo la importancia de regularizar los nacimientos, el Papa ponía de relieve, no solamente los valores de la fecundidad, sino que insistía en la "paternidad responsable". Una vez más expuse la posibilidad de hacer una propuesta seria para aprender bien las técnicas del control cerebral y poder explicar con conocimiento bien fundamentado, lo que es el dominio de sí.

Mis interlocuroras opinaban que mi propuesta no iba a prosperar; es más, que hasta podría volverse en mi contra, ya que se podía interpretar como un querer enmendar la plana, o como que la doctrina del Padre y de la Obra eran insuficientes. No; ni una ni otra lo veían prudente.

En un impulso ecumenista, repetí la frase de Teilhard de Chardin: "Todo lo que asciende converge". Porque estaba convencida de que todo lo que fuera ensanchar horizontes, conocer otros puntos de vista y reflexionar dentro de la ortodoxia cristiana, supondría un enriquecimiento, un fortalecimiento del espíritu y conduciría, por tanto, a una mayor convergencia y unión, nunca al distanciamiento y a la escisión.

Las tres decidimos llevar tan apasionante tema a nuestra oración personal. Al día siguiente, la directora me pidió en nombre de la humildad, la entrega y la obediencia, que me olvidara de todos mis planteamientos y pusiera mis cinco sentidos en volver a lo que eran nuestras fuentes: los escritos del Padre, los libros recomendados y las directrices que me dieran en la dirección espiritual, ya que eso era lo que Dios y la Obra esperaban de mí.

A partir de entonces, nunca más volví a plantear nada que hiciera referencia a esta cuestión, ni a otras que creía que eran igualmente importantes y que podían tener una relación directa con este tema.

Me parecía interesantísima la tarea de intensificar la formación de diáconos con posibilidad de reclutarlos entre los hombres casados; y valorar, fuera de toda retórica, el papel de la mujer en la liturgia y en el ministerio. Pero se trataba de cuestiones aún más incuestionables.

No menos importante era en aquel entonces el tema de la separación matrimonial y de la anulación (el divorcio era algo que no se veía todavía próximo, pero de lo que ya se hablaba).

Por mi parte pensaba -me resultaba imposible pensar de otra forma- que cuando los problemas de desunión humana son insalvables, el divorcio venía a ser la única solución digna, aunque no por eso dejaba de contemplar con preocupación -tenía ocasión de vivirlo muy de cerca-los problemas que el divorcio iba a plantear a las personas que se consideraban creyentes. Y en cuanto a las anulaciones eclesiásticas, ¿es que no era un tema conflictivo y, en no pocos casos, hasta escandaloso? En la década de los setenta estaba en boca de todos que cualquiera que tuviera medios económicos suficientes para pagarse un buen abogado que resolviera su caso en Boston o en determinados países africanos conseguía la anulación de su matrimonio.

Si tratabas el tema con algún sacerdote de la Obra, la respuesta consistía en atenerse a la más estricta ortodoxia, y punto.

La lectura del libro "Proceso a los Tribunales Eclesiásticos", del sacerdote y periodista Antonio Aradillas, me resultó esclarecedora. Recuerdo que algún tiempo después de leer su libro, invité a Aradillas a una mesa redonda en la que se abordó en directo su tesis, de la que me sentí profundamente partícipe.

El mencionado autor decía que el matrimonio sacramento ha de situarse en el plano de la conciencia. Por eso pensaba que los Tribunales Eclesiásticos deberían desaparecer y ser sustituidos por unos consejos pastorales que orientaran a la pareja para que fuera ella quien decidiera, en conciencia, si su matrimonio debe ser continuado o no es válido. "La Iglesia -puntualizaba- ha de fiarse de las conciencias de las personas. De ahí la gran importancia que tiene el capítulo de la formación, para poder actuar en conciencia, con madurez y responsabilidad personal."

Sacerdocio femenino (11 de enero, 1999)

En tu última carta insistes en que te gustaría conocer qué pensaba yo acerca del sacerdocio de las mujeres. Pues bien, lo cierto es que nunca había pasado por mi corazón ni por mi cabeza el deseo ni la idea de hacerme cura, pero como mujer comprometida, la cuestión me interesaba seriamente y pensaba que había que batallar por ella, aunque desde dentro de la Obra -de eso sí que era consciente- no era factible el hacerlo; a cualquiera que lo hubiera intentado la habrían tomado por desatada o rematadamente loca.

El hecho de que en la Iglesia la mujer siguiera estando excluida del servicio del altar y del ejercicio de la jurisdicción, que son, en principio, las funciones sacerdotal es, me parecía algo injusto. El que estos dos ministerios fundamentales, de santificación y de gobierno, siguieran -bueno, y siguen- estrictamente reservados a los hombres, era una discriminación ya injustificable en los tiempos que corríamos y evidenciaba un verdadero "sexismo" canónico. Se trataba de un problema símbolo, era como la parte visible de un iceberg, mucho menos importante que la parte sumergida, porque la exclusión de las mujeres del sacerdocio ocultaba una misoginia que se extendía a todos los sectores de la vida social. Me parecía que no había que hacer del problema del sacerdocio de las mujeres el problema esencial (el problema esencial era el entonces tan traído y llevado tema de la "liberación" o de la "promoción" de la mujer), sino un problema símbolo, que es como lo denominaban los teólogos que por aquel entonces estaban preocupados por el tema (Rahner, Aubert, Schillebeeckx, Cangar) y que se planteaban el interrogante: ¿Ha de perpetuarse en los ministerios sagrados la discriminación sexual?, ¿sí o no?

Si echamos una mirada rápida a la historia vemos que en el mundo antiguo, romano y cristianizado, la exclusión de las mujeres de cualquier tipo de vida pública, aspecto característico de esta sociedad, se traspuso espontáneamente a las estructuras de la Iglesia primitiva, y esta tradición que ha durado hasta nuestros días, encontró su primera formulación pretendidamente científica en la Edad Media, en el momento en que el derecho canónico y la teología quedaron sistematizados. ¿Y cuál es esa formulación que condensa y resume lo que ya era tradición? El canonista "number one", Graciano, y el supermaestro de la teología, Santo Tomás de Aquino, coinciden en su afirmación: "La mujer no puede recibir órdenes sagradas porque, por su naturaleza, se encuentra en condición de servidumbre", dice Graciano; "porque se encuentra en estado de sumisión", dice Santo Tomás. Es decir, que el argumento esencial para la exclusión canónica de las órdenes sagradas es que la mujer no puede ordenarse porque es un ser incapaz de autonomía; está hecha para vivir bajo tutela, para obedecer a un hombre.

Ni que decir tiene que tal argumento, en la década de los setenta, ya carecía de valor; resultaba huero. Pero los defensores de la exclusividad masculina del sacerdocio ministerial no desistían en su empeño, y para no caer en lo risible decidieron echar mano de nuevas razones que, al finalizar el siglo, se resumen en la misma idea que comenzaron a barajar en los años setenta como máximo argumento: las mujeres no deberían ser admitidas a las órdenes porque el mismo Cristo no lo hizo. Su voluntad de reservar estos ministerios al sexo masculino sería, pues, la expresión del derecho divino. Además, supondría ir contra la más antigua tradición de la Iglesia que se inspira en esa voluntad inicial de Jesús.

¿Tiene peso específico este argumento? ¿Es que no hubo otras exclusiones en la elección del primer Colegio Apostólico? ¿No fueron excluidos también los samaritanos, los paganos, todos los no judíos? Pero es que de haber elegido algún samaritano, alguna mujer, algún pagano, es seguro que Jesús hubiera superado lo que los psicólogos llaman "el umbral de intolerancia", y en consecuencia, nadie le habría escuchado y su actuación entre los judíos se habría visto detenida apenas comenzar.

No, no había, ni hay, argumentos ni razones sólidas, y en los años setenta no eran pocos los teólogos conscientes que veían con claridad que la naturaleza de la exclusión que comentamos era, y es, más bien antropológica y cultural que teológica.

Entre la jerarquía eclesiástica cundía -me temo que no ha dejado de cundir- un triple miedo: miedo al otro, a la mujer -y a la seducción femenina-, a la que se resisten a reconocer como ser humano en plenitud; miedo a perder el poder y la autoridad en la Iglesia, a partir de una concepción de autoridad -y en consecuencia, del ministerio- muy extendida antes del Concilio Vaticano II y que todavía continúa arraigada en los subconscientes de no pocos eclesiásticos; miedo a lo desconocido de parte de unos ministros habituados a la prudencia y poco amigos de reformas y replanteamientos. Finalmente, no podemos dejar de recordar que las mismas mujeres son a menudo el primer obstáculo a su propia promoción, por la pura inercia que corre en algunos ambientes femeninos y porque sigue habiendo muchas mujeres todavía profundamente sensibles al prestigio de la masculinidad.

Y ya para finalizar, me parece interesante recordar aquí que, a pesar de los múltiples prejuicios y cortapisas, ha habido momentos en la historia en que existieron ministerios femeninos reales, te expongo dos casos alejados, uno de otro, en el espacio y en el tiempo; uno en la Iglesia de Oriente durante la antigüedad cristiana: las diaconisas; el otro en la Iglesia latina de la Edad Media: las abadesas. También podríamos añadir en esta pequeña lista a las profetisas de los comienzos de la cristiandad; dotadas del don de la profecía, hablaban públicamente según la inspiración de Dios.

Las diaconisas eran reclutadas principalmente entre las vírgenes y las viudas, y se especializaban en la ayuda que debía prestarse al obispo para el bautismo de las mujeres (que se hacía por inmersión, en desnudez y dentro de la piscina bautismal), y en el cuidado de los enfermos. Aunque sus funciones eran diferentes de las de los diáconos masculinos, se las consagraba según el mismo ritual que a éstos, es decir, mediante la imposición de manos.

Las abadesas medievales no participaban, como las diaconisas, de un orden clerical, pero ejercían poderes extensos de jurisdicción y de gobierno. Sus poderes eran casi episcopales ya que otorgaban nombramientos a eclesiásticos para los cargos de párroco capellán y canónico. R. Metz, en su interesante trabajo titulado "Le statut de la femme dans le droit canonique medieval" puntualiza que "destituían a estos mismos beneficiarios, asistían a concilios, convocaban sínodos. Algunas recibían la profesión de religiosos, incluso gobernaban monasterios vinculados con sus casas; en algunos monasterios mixtos, la dirección se encontraba en manos de una mujer. Estas mujeres, abadesas en general, ejercían verdaderos poderes episcopales".

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