SER MUJER EN EL OPUS DEI
Autora: Isabel de Armas
CAPÍTULO 6. TIEMPO DE RUPTURA
-Era preciso rendirse.
-El Dios "concreto" y el Dios
"abstracto".
-La urgencia de morir para vivir.
-Definitivo adiós a todo eso.
-Dolorosa ceremonia de despedida.
-Un despegue tranquilo y sereno.
-La lucidez que se comunica.
Era preciso rendirse (5 de mayo, 1999)
¿Que cuándo me planteé abiertamente
la posibilidad de decir adiós a todo eso? Fue durante
la primavera de 1974, y en los comienzos del verano de ese
mismo año, cuando se me hizo definitivamente la luz.
El 19 de julio por la tarde -para ser más exacta-,
en el transcurso de un encuentro mantenido con Olga D., delegada
de San Miguel de Barcelona (superiora máxima de las
numerarias de aquella zona).
Aquel año me tocaba hacer la fidelidad (el equivalente
a los votos perpetuos de los religiosos), y ése era
el motivo de nuestra cita. Tengo que decir que iba con pocas
ganas y con un nudo en el estómago, ya que las veces
que me había tenido que entrevistar con aquella persona
siempre había echado en falta una auténtica
relación de maestro-discípulo. Con ella siempre
me pareció estar hablando con un comisario que me leía
la cartilla, que me repasaba el reglamento adobado con un
montón de frases hechas que todas nos sabíamos
de memoria, y que, de alguna forma, quería hacerme
confesar algún delito.
Entre nosotras jamás hubo posibilidad de diálogo,
sino más bien de simple proceso. Nunca pudimos ir más
allá de vivir la presión propia de un interrogatorio,
a pesar de que ella, de vez en cuando, interrumpía
sus sentencias para decirme, mientras clavaba en mí
una mirada fija -como de gallina-, y me sonreía con
una forzada mueca de boca sin labios:
Y ya sabes: cada vez que tengas una duda seria o que te sientas
agobiada, sin más, puedes venir aquí para hablar
y desahogarte. Porque nosotras estamos para eso, para acoger
y dar cariño -esta frase me la repetía cada
vez que nos veíamos-. (Pienso que no hace falta aclarar
que nunca llegó la ocasión de tener que recurrir
a tan "solícita" y temible tabla de salvación.)
Aquella calurosa tarde de julio me recibió más
natural y relajada que de costumbre -o al menos a mí
me lo pareció-, y enseguida fue al grano del asunto
que teníamos que tratar: comunicarme si veía
que estaba preparada para poder hacer la fidelidad.
Ella llevaba unas notas escritas, y después de echarles
un vistazo, tomó la palabra para decir que la Obra
me consideraba una persona responsable, trabajadora, generosa,
desprendida, con espíritu de servicio, asequible, que
se podía contar conmigo, que tenía tono humano,
buen gusto, que era impecable en orden, sociable, que mi apostolado
era correcto, que también era fiel cumplidora del plan
de vida y que tenía gancho.
Acabado el repertorio, clavó sus ojos en mí,
con aquella rígida mirada, tan característica,
y añadió:
-Se fijan en ti, la gente se fija en ti... ¡Puedes
dar tanto! Te quisiéramos utilizar mucho más,
pero eres tú la que no te dejas.
Ya me lo habían dicho otras veces: era yo la que no
me dejaba engullir; era mi retrato el que, una y otra vez,
no se amoldaba al marco.
Iba a intervenir pero me cortó, y tomando de nuevo
la palabra, continuó diciéndome todo lo que
la Obra me quería y que yo tenía que responder
queriéndola, a mi vez, como ella quería ser
querida, para lo cual era preciso: mejorar mi formación
doctrinal; crecer en humildad -"te dejas notar, debes
pasar más desapercibida"-insistió-; hacer
siempre la oración con los libros de meditaciones del
Padre; no elegir por cuenta propia ni un solo libro de lectura
espiritual, ni de los otros; vivir una vida interior traducida
en hechos concretos, en actos de más y más entrega,
hasta llegar a identificarme totalmente con el espíritu
de la Obra; consultar todo, aceptar todo, todo, todo lo que
se me aconsejara, no permitirme ni una sola disensión
de ningún tipo, y hacer más labor positiva en
el trabajo...
Al escuchar toda aquella retahíla, tan concreta y
rotunda, hasta un punto me sentí -no podía dejar
de sentirme-, víctima del sistema; de una formación
uniformada que impedía toda diferencia, que consideraba
a los diferentes una amenaza, un peligroso factor de perturbación.
El sistema tiene que funcionar sin que se introduzca nada
que lo contradiga. El sistema no admite excepciones y, si
las encuentra, las elimina. Tal vez porque cualquiera que
considere la excepción como algo positivo, está
obligado a la revisión del sistema, y eso puede llegar
a ser peligroso para él mismo.
Mi respuesta fue que, una vez más, iba a hacer todo
lo que me decía, pero que llevaba ya más de
ocho años batallando y no parecía que lo hubiera
conseguido. Me pedían la disolución total de
mi individualidad, mientras yo seguía funcionando con
la convicción profunda de la individualidad que se
integra.
-A lo largo de todos estos años -comenté más
tarde con la directora de mi casa-, he probado reiteradamente
la sumisión, he querido ser engullida, me he humillado
y muchas veces me he llamado autosuficiente -sin saber muy
bien por qué, y como insultándome-. He procurado
escuchar con los cinco sentidos, he hecho por aproximarme
a todos, me he dicho que tengo el corazón duro y he
intentado rectificar mis excesos de idealismo. Tal vez ocurre
que ese sometimiento total es superior a mis fuerzas, y me
asfixia, me ahoga, hasta tal punto que he llegado a pensar
más de una vez, que para hacer realmente el Opus Dei
sería necesario estar fuera de la institución.
¿Qué significaba ser leal con las cosas del
espíritu? Significa ser rigurosos con el corazón.
¿Y no intentaba yo serio?
Tenía la sensación de que había como
dos Opus Dei: el de la teoría y el de la práctica;
uno respondía a la espiritualidad básica, y
el otro a la línea de acción. Existía
una ley de bases de respeto y personalización para
el cristiano en el mundo, y unas formas de gobierno cada vez
más rígidas, que quizá respondían
a la masificación -más real de día en
día-. Desde un principio me sentí identificada
con la espiritualidad -con los puntos básicos-, y siempre
tuve problemas con la línea de acción, que nos
quería empaquetadas de cuerpo y alma: amoldadas, sometidas,
forzadas a cambiar la propia conciencia por una obediencia
incondicional y ciega, cuando veías con claridad que
el campo de la ortodoxia cristiana era mucho más amplio
y oxigenado que todas aquellas mil cuestiones formales por
las que había que pasar para conseguir ser una más
de la marca, es decir, la numeraria idónea.
Misterio programado, espíritu canalizado. Era como
tener que ver la vida por un canuto, lo que simplificaba la
realidad de una forma pasmosa. La complejidad de la vida era
cambiada por un sinfín de fórmulas preestablecidas
que eran las que nos tenían que dar la seguridad de
no equivocarnos. Sentía que me paralizaban, que me
congelaban la vida bajando grados de temperatura, y a la vez
me pedían tener fe incondicional en esa parálisis
provocada.
En mí no tenía que haber actitud de búsqueda,
puesto que ya estaba todo encontrado y pormenorizado en normas,
fórmulas, soluciones y reglamentos. Yo no tenía
más que aprender bien todos aquellos preceptos y cumplirlos,
y enseñar a otros a que hicieran lo propio. Había
que ser conscientes de la enorme "suerte" que teníamos:
el Padre era el que había recibido el mensaje divino
y la forma de realizarlo. Nosotros no teníamos más
que llevar a cabo con fidelidad máxima lo que él
nos fuera transmitiendo. ¿En esto no más consistía
la conjunción apasionante entre la libertad y la gracia,
la libertad y la entrega, la libertad y el señorío
de someterse, por amor, a voluntaria servidumbre?
Acababa de decir a mis directoras que iba a hacer, una vez
más, por vivir todo tal y como me estaban diciendo,
¿sería capaz de hacerlo?
El proceso que había seguido en aquellos años
era el normal del transcurso de muchas vidas entre los veinte
y los treinta años. Se trataba de una etapa importante
en lo que se refiere a crecimiento interior y, por consiguiente,
importante también en dolor y sufrimiento; porque no
hay crecimiento sin crisis y todas las crisis son dolorosas;
crisis de crecimiento en el camino de la personalización.
En la década que va de los veinte a los treinta años,
la persona crece en individualidad en la medida en que se
va forjando sus propios criterios. Esta individualidad a veces
choca con la individualidad de los otros individuos que limita
la propia, y esa pluralidad hace sufrir, pues el sujeto detecta
una separación de los otros. Este sufrimiento se supera
al descubrir que esa separación es natural y que de
lo que se trata es de aceptar las diferencias. Pero, a su
vez, este nuevo paso no se supera sino con una nueva crisis
y, por tanto, con una nueva dosis de dolor porque para que
las personas puedan superar sus rasgos personales divergentes
y unirse, hay que transformarse, renunciar a sí mismo,
entregarse, y esto no se hace posible sin sufrimiento.
Más sufrimiento, más renuncia, más entrega,
¿por ahí iba la solución?
"Señor, que vea. Señor, que vea."
Se convirtió en una petición constante que no
abandonaba ni en sueños. Tenía que verlo, pues
de lo contrario, yo no podía actuar en contra de mis
convicciones, corriendo el riesgo de chapotear en la mala
fe. No era ninguna arribista ni chaquetera; yo nunca actuaría
por táctica, conveniencias, o simplemente por evitarme
problemas. Había que ser honesta hasta el final, aunque
serlo fuera en contra de mis propios intereses. Fidelidad
era algo más que continuar; se trataba de ser fiel
al espíritu, a lo que había sido y seguía
siendo mi móvil principal.
Y se daba la paradoja de que cada vez con mayor nitidez me
planteaba que para ser fiel al espíritu -para ser mejor
y animar a otros a querer también ser mejores-, había
que salirse del encasillamiento; de esa agobiante vida grupal
que vampirizaba y, en ocasiones, ayudaba más a envilecer
a las personas que a mejorarlas. Aquella famosa frase de Albert
Camus: "Los hombres se hacen viejos, pero no se hacen
mejores" la había tenido muy presente en más
de una ocasión, al observar de cerca a no pocas numerarias
mayores con las que me había tocado convivir: rutina,
morosidad, falta de vitalidad y presencia de espíritu.
No, no deseaba acabar así. "Señor, que
vea..." ¿Pero no estaba ya viendo bastante? Todavía
había que dar alguna vuelta más a la tuerca
para enfocar mejor y percibir con mayor claridad.¿Es
que era lenta?, ¿muy pesada, muy lenta?, ¿o
es que, en el fondo, no quería saberlo todo, me costaba
demasiado el saberlo, no me atrevía?
Sí sabía y tenía cada vez más
claro que, en tanto que crecíamos más y más
en reglamentos, formalismos y normas, me sentía más
atraída e interesada por los contenidos de las llamadas
"cristologías ascendentes". Estas cristologías
muestran que el testimonio de Jesús es el testimonio
del Reino o reinado de Dios para todos los pueblos, porque
es palabra de vida. Por ser testigo de un Reino que comienza
ya y desea implantado aquí, Jesús empieza por
los niveles más primarios: da de comer y beber a los
hambrientos y sedientos, se sienta en la mesa de los segregados
y comparte la comida diaria con sus amigos. Al mismo tiempo
reconcilia a los pecadores y cura a los enfermos. Por ser
un testigo de la vida que testimonia el Reino, Jesús
se compromete a multiplicar el pan en una vida amenazada por
el hambre, a perdonar los pecados en un sistema condenador
mediante leyes morales discriminatorias y a sanar enfermedades
en cuerpos y corazones afligidos por falta de salud.
Tan sólo quería ser una persona justa y buena;
apuntar a ello, esforzarme por serlo, era lo que realmente
me importaba y me importa. A mi cabeza venían fragmentos
del Diario íntimo de Miguel de Unamuno, con los que
tantas veces me había emocionado, que a menudo había
llevado a mi meditación personal y que sabía
casi de memoria: "Hay que renacer. En tantos años
no he sentido realmente ser bueno; no he hecho más
que pensarlo. Hay que ser bueno. Sólo Dios es bueno.
Pero Cristo nos dice también que seamos perfectos como
nuestro Padre celestial. Querer ser bueno, y quererlo constante
y ardientemente, esforzándonos por serlo: he aquí
nuestra obra. [...] No es lo mismo obrar el bien que ser bueno.
No basta hacer el bien, hay que ser bueno. No basta tener
hoy en tu activo más buenas obras que ayer, es preciso
que seas hoy mejor que ayer eras. [...] No basta ser moral,
hay que ser religioso; no basta hacer el bien, hay que ser
bueno. Y ser bueno es anonadarse ante Dios, hacerse uno con
Cristo y decir con Él: ¡no mi voluntad sino la
tuya, Padre!" [MIGUEL DE UNAMUNO, Diario íntimo,
fragmentos.] Y pienso que quizá también a mí,
como al nostálgico individualista que fue Unamuno,
se me podía echar en cara ante mis personales "agonías",
que libraba batallas contra molinos de viento.
¿Era todo esto que me ocurría demasiado sentimental?
¿Se trataba de un exceso de sentimiento que había
que rechazar, o al menos dejar de lado, aparcar? El filósofo
J. A. Marina dice en su Laberinto sentimental que los sentimientos
son el balance de nuestra situación. Nos dicen, entre
otras cosas, cómo les va a nuestros deseos, proyectos,
propósitos, intereses, en su comercio con la realidad.
Y ese balance nos anima o desanima, impulsa o retrae, alegra
o entristece. Los sentimientos parece que tienen como finalidad
conseguir que uno se dé cuenta de lo que le pasa, de
cómo van las cosas.
El Dios "concreto" y el
Dios "abstracto" (9 de mayo, 1999)
Estás intrigada por conocer como fueron mis últimos
pasos allí dentro: qué me decidió a dar
el salto; por qué ya sí, y hasta entonces todavía
no.
Recuerdo que hacía poco tiempo que había oído
decir a una numeraria mayor aquello de que carecíamos
de auténticos maestros de vida interior; que los sacerdotes
que nos dirigían parecían estar alimentados
con el mismo pienso compuesto. ¿Recuerdas? Esa ingeniosa
asociación me dio una pista clave para aclararme en
un aspecto básico: había un Dios "concreto"
-de devoción, de imágenes, de sistema binario-,
y un Dios "abstracto" -de "tomar conciencia",
de "estar en contacto", de "estar alerta",
de "caer en la cuenta"-. Se trataba de distintos
conceptos de la divinidad, de diferentes caminos que el ser
humano tiene para acercarse y llegar a Dios -siempre contando
con la ayuda de la gracia-. No hay camino mejor ni peor, cada
cual ha de elegir el suyo, el que le sea más afín
según sus inclinaciones y deseos, y también
según la necesidad que experimente en cada etapa de
su vida.
La espiritualidad de la Obra conducía su pedagogía
activa, cada vez más, a ese Dios "concreto",
hasta el punto de que podía estar mal visto el otear
las profundidades del Dios "abstracto", e incluso
podía llegar a sonar a pérdida de tiempo o a
un irse por las ramas o las nubes. El Dios "concreto",
el de la "devoción", es el Dios de las imágenes,
de los preceptos, del culto; ayuda a fijar en Él nuestra
mirada, a concretar nuestros pensamientos, a avivar la fe
y a enriquecer la liturgia. Es el Dios al que se puede pedir
porque puede dar. También es el censor, el controlador,
el que amenaza, impone, castiga. Es el Dios justiciero que
premia a los buenos y castiga a los malos. Pero cuando abres
los ojos y ves que la existencia del dolor humano y del dolor
moral en el mundo es una cruda realidad -naciones enteras
que mueren de hambre y de sed, miseria generalizada, violencia
y muerte en muchos casos alentada por la avaricia de unos
pocos, ¿cómo reconciliar ese Dios "concreto"
con esa incomprensible realidad? Ese Dios "concreto"
se nos queda corto. Así, hombres inteligentes y sensibles,
como Dostoievsky y Camus, se negaban a creer en un Dios que
permite la muerte de un niño.
Y es que para seguir creyendo es imprescindible dar un salto:
"El alma avezada en los caminos del espíritu -insisten
los místicos de todos los tiempos- han de abandonar
todo pensamiento y rechazarlo al fondo de la nube del olvido,
si es que quieren llegar a penetrar la nube del no-conocer
que se extiende entre Dios y el hombre". Con este silencio
del pensamiento ante el Misterio, estamos ante el Dios "abstracto",
en la espiritualidad más profunda del no saber",
del no conocer, en la que ya sólo cabe la adoración
del creado hacia el creador.
Silencio del pensamiento, apertura de la mente para contemplar
y profundizar en el sentido del Infinito, de eso que llamamos
Dios que está dentro y fuera de nuestro ser; que es
presencia sagrada total, presencia de aquel "en quien
vivimos, nos movemos y somos". Con ese silencio del pensamiento
ante el Misterio, uno toma conciencia de que forma parte de
la inmensidad del Universo, y sólo así "entra
en contacto" con la vida misma que es Dios. La fe actúa,
haciéndonos ver y sentir a Dios en todas las cosas.
El silencio de la mente es el acto supremo de adoración
del hombre ante Dios, y el encontrarlo en el contacto personal
y profundo con el mundo que Él ha creado a nuestro
alrededor y en nuestras entrañas es la oración
anónima y la liturgia secreta del Universo, que nos
une a la fuente del ser con cada aliento que exhalamos y cada
palabra que pronunciamos en nuestro compromiso diario con
la vida.
Vislumbrar, captar algo de todo esto, es lo que pretende
cualquier persona que busca verdaderamente a Dios. Son los
apasionantes caminos de la mística; caminos por los
que el alma avanza en su "noche oscura" hasta dar
con la "llama de amor viva". Los maestros de vida
interior son aquellos que ayudan a transitar por esos misteriosos
caminos, porque se trata de rutas para ellos conocidas. Y
el maestro de maestros, el maestro de todos, es Jesús,
Para los creyentes, el Absoluto encarnado, el Dios hecho hombre:
el que da testimonio, a la vez, de la grandeza de Dios y de
su aparente fracaso en el Gólgota; el que no es el
"todopoderoso", sino el "todo débil"
al que torturan y matan.
Jesús es el maestro de las palabras, las paradojas,
el diálogo abierto, el que interpela siempre poniendo
pies y manos al misterio; con las bienaventuranzas ("Dichosos
los que eligen ser pobres..., los no violentos..., los que
tienen hambre y sed de justicia... Dichosos los que perdonan...,
los limpios de corazón..., los que trabajan por la
paz..."); con las obras de misericordia ("Tuve hambre
y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, estaba
desnudo y me vestisteis..." ).
Dios de la "devoción", Dios de la "conciencia".
No hay camino mejor ni peor, cada cual ha de seguir el suyo,
el que le sea más afín. ¿Qué hacer?
Necesitaba aire libre, respiro. No podía más
de "conductos reglamentarios", de frases hechas,
de prédicas y directrices de curas o pastores "de
granja", de mil excesos de concreciones.
Y Jesús, el Maestro, como a los discípulos,
entonces me planteó la moción de confianza:
"¿También vosotros queréis marcharos?",
les dijo a los doce. Y como Pedro, respondí: "Señor,
y ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay
vida eterna" (Jn. 6, 67 -69).
Allí dentro, aquel Dios "concreto" y excluyente,
me ahogaba. Necesitaba salir de aquella jaula de oro. Pero
mi profesión de fe seguía en pie: "Señor,
y ¿a quién vamos a acudir? En tus palabras hay
vida eterna".
El cristianismo es una religión, y como tal, se basa
en la idea de la respuesta obediente del ser humano a la revelación
divina. ¿Tenía el Opus Dei la exclusiva en marcar
los pasos de esa respuesta obediente? La realidad me mostraba
que los caminos de la ortodoxia cristiana, sin dejar de ser
concretos, eran mucho más amplios, complejos y aventurados
que los que la Obra señalaba. El cristianismo consiste
en lo que Alan Watts llama las tres "C": el credo,
el código y el culto. El credo es el mapa del universo,
o de la naturaleza de las cosas, revelado por Dios. La segunda
"C", el código, es la ley divina revelada
que el ser humano debe seguir. En el caso del cristianismo,
la principal revelación del código, y también
el culto, no son tanto una ley como una persona. En el cristianismo
Dios se ha revelado en la figura histórica de Jesús
de Nazaret. Así pues, el código se traduce en
seguir a Jesús, y no tanto en una obediencia a una
ley como al poder de la gracia divina. En cuanto al culto,
es el método o la forma revelada por Dios, por la que
el ser humano se relaciona con Él; son los sacramentos,
las oraciones y los ritos.
Había que volver a las fuentes; bucear en los Evangelios,
en la vida de Jesús. El exceso de Dios "concreto"
que la Obra ofrecía, me asfixiaba, y para ahondar en
ese Dios "abstracto" -del Misterio, del silencio,
de la toma de conciencia-, no parecía que iba a encontrar
allí maestros de vida interior. ¿Quería
esto decir que debería apuntar mis pasos hacia otros
derroteros? Todo parecía indicar que sí, que
tenía que ser así; que era el único camino
válido a seguir para que mis incógnitas se despejaran.
En tu última carta me preguntabas si, en aquellos
momentos, no me preocupaba de forma especial, el tema clave
de la fidelidad, con sus consabidos votos, promesas o compromisos.
Por supuesto que me inquietaba, y le daba vueltas; me lo planteaba
y me lo volvía a replantear. ¿Qué es
una promesa? Un compromiso para realizar algo en el futuro;
para hacer el porvenir tan irrevocable como el pasado. Las
promesas o los juramentos han tenido una importancia decisiva
y ambivalente en la construcción de la psicología
humana. Para poder comprometerme en el futuro he de condenarme
primero a ser previsible, o sea, no libre. Si soy libre, no
puedo comprometerme, porque no conozco mi futuro. De manera
que ser libre es ser imprevisible. Si digo: "Me he comprometido",
la promesa se convierte así en una servidumbre y la
fidelidad en un contrato. Las relaciones humanas son entonces
una lucha entre la sinceridad, que es la fidelidad de uno
mismo, y la fidelidad a la promesa, que ya no es uno mismo,
y se vuelve -comienza a volverse- hipocresía.
Como verás, sí le daba vueltas al tema de mis
promesas, compromisos, perseverancia, y cada vez iba estando
más convencida de que perseverar en el propio ser es
la autenticidad. Perseverar en el propio ser exige ser -valga
la redundancia- un elemento activo; con pensamiento, acción
y sentimientos reales, no con los que a uno le inculcan. Pero
mi meta no era ni mucho menos la de alcanzar la libertad absoluta,
ni la entrega al azar, ni la desligazón completa, por
eso todavía me resistía a ver como único
camino la ruptura.
La urgencia de morir para vivir
(13 de mayo, 1999)
Al recordar aquel doloroso proceso de ruptura después
de 20 años, parece que todo ocurrió de una forma
tranquila más o menos lineal, cuando la realidad fue
bien distinta. Aclararse -te lo he dicho muchas veces- supone
un recorrido difícil, en el transcurso del cual parece
que el corazón te lo van serrando con un serrucho de
dientes muy agudos, mientras la cabeza vacila. Ocurre como
cuando uno ha recibido un golpe en el cráneo, que la
visión se turba y el sujeto percibe dos imágenes
a alturas diferentes, sin poder situar lo de arriba y lo de
abajo. Una imagen era la de someterse; aceptar, imitar, copiar,
irse haciendo en conformidad a otro hasta conseguir ser una
perfecta hija del sistema: un ser ciclópeo, con un
solo ojo siempre fijo en una única dirección.
La otra imagen hacía referencia a renunciar al modelo
y decidir ser una misma, sin imitación.
Tanto si optaba por una postura como por otra había
que morir: morir a una de ellas para vivir, para poder seguir
viviendo. ¿Morir a mí misma copiando el modelo?
¿Contar con la gracia y mi esfuerzo, renunciar al modelo
y optar por el libre albedrío? El libre albedrío
es lo más rico en ser y en actividad que hay en la
criatura inteligente; la acción por la cual ella dispone
de sí misma, poniendo corazón y cabeza de acuerdo
con la inspiración del espíritu.
Para seguir viviendo tenía que morir a una de estas
dos formas de vida. Sólo muriendo podía resolver
el conflicto que tenía planteado. ¡Pero qué
miedo se siente al enfrentarse a lo desconocido!, por eso
con tanta facilidad optamos por apegarnos a lo conocido, porque
así, agarrados a un pequeño patrón, estrecho
pero propio, nos sentimos más seguros, aunque a la
larga, posiblemente, también más amargados.
Idealista, indefensa, ¿desconocedora de mis límites?
Para conocer los propios límites habría que
poder superarlos, y eso es saltar por encima de la propia
sombra; desapoyarse, despegar, volar... ¿Me aferraba?
¿Llegué a aferrarme? En algún momento
quizá sí, pero lo hacía con las uñas
blandas.
Ya no era tiempo de esperar sino de decidir, de perder el
miedo y actuar, abriéndose así a nuevas esperas,
porque siempre hay que esperar: que el recuerdo se esfume,
que la herida cicatrice, que el sol salga o que se oculte,
que el dolor amaine, que de nuevo salga la luz. Perder el
miedo a morir y perder el miedo a vivir, que viene a ser lo
mismo. Quien no tiene miedo a la vida es el que no teme sentirse
inseguro, y cuando no hay seguridad, hay movimiento en el
que la vida-muerte-vida se suceden.
Morir a situaciones, a afectos, a cosas, a mucho que se
ha sentido. La muerte es una purificación, un proceso
rejuvenecedor. De esa muerte renace la inocencia: volver a
ser inocente y apasionado. El hecho de morir psicológicamente
es como una mutación en la que surge algo nuevo. Cuando
me preparaba para vivir aquella muerte analógica tan
fuerte, tenía presente de forma casi constante, la
imagen de San Pablo al caer del caballo, y como él
me preguntaba: "Señor, ¿qué quieres
que haga? ¿Qué quieres de mí?".
Palabras de desconcierto pero también de confianza.
Se trataba de optar, definitivamente, por la sumisión,
es decir, por reproducir el modelo; o definitivamente, también,-coger
las riendas de mí misma-, condicionada tan sólo
por la gracia de Dios y mis deseos de ser cada día
mejor persona. Tomar una decisión u otra, suponía
morir. Era una muerte analógica, pero con todas las
características de la muerte: cambio, despedida, ausencia,
dolor. Un argumento de mi vida se estaba agotando, pero mi
vida, es decir, yo como persona, tenía que continuar
siendo una estructura abierta. Vivir es proyectar, imaginar,
anticipar; es seguir proyectando, imaginando, anticipando.
Cualquiera que fuese mi decisión, tenía que
seguir orientada al futuro; se agotaba un argumento pero la
proyección argumental de mi vida no podía agotarse.
"Gobiérname con clemencia, Señor",
pedía sin cesar en aquella etapa de sufrimiento, en
la que cabeza y corazón no se me acababan de poner
de acuerdo. "Sígueme gobernando con esa clemencia
tuya que me es tan necesaria; tu amor, tu misericordia",
suplicaba una y otra vez.
La muerte exige despedida, despegue, ausencia, dolor. La
muerte no se puede convivir; siempre se queda sola. Y mientras
iba avanzando hacia esa analógica muerte que cada vez
sentía más próxima, a menudo me sorprendía
pensando en la realidad de la otra vida, la que llamamos Eterna.
Y me tranquilizaba pensar que allí la vida va a estar
determinada por la autenticidad con que ha sido deseada y
querida en ésta. "Todo lo que está oculto
aparecerá". Me conmovía este verso del
Dies irae. Todo lo realmente querido, será. A eso estamos
avocados: a ser de verdad y para siempre lo que hemos querido
ser.
¿Qué cosas me interesaban de verdad en esta
vida?: aquellas frente a las cuales la muerte no es una objeción,
porque van más allá, porque trascienden. Las
deseaba y las quería, y estaba convencida de que sin
ellas no podía ser verdaderamente yo. Lo que más
quería era notar que el alma estaba presente en mi
hacer cotidiano. Trascender, ser haciendo, y para conseguirlo
era preciso luchar, seguir luchando contra las mil formas
de fijación que nos acechan: evasiones, miedo, desaliento,
tristeza, comodidad, egoísmo, incomprensión,
orgullo, escepticismo..., obstáculos definitivos para
cualquier forma de trascendencia.
Luchas del espíritu que se desarrollan en lo más
recóndito. Arranques hacia arriba, esfuerzos por vivir
la verdad que Jesús nos enseñó. Vida
espiritual, impulso interior. No paraba de rezar, de suplicar,
más bien: "Señor, tú lo sabes todo,
Tú sabes que te amo...". y llega a sentirse el
alma con su presencia definitiva, pero sabiendo que la lucha
va a volver porque seguimos estando vivos; incesante y misteriosa
lucha que conduce a la conquista de la paz interior. Misteriosa
lucha, porque misterio era la palabra clave. Misterio que
reúne, que lleva al orden, a la conexión, a
la armonía, a la claridad.
Cuando trascendemos el conocimiento objetivo del problema,
desembocamos en el misterio. El problema, entonces, deja de
serlo y se torna misterio. El misterio de la unidad superior,
una especie de presencia renovada.
Deseaba entregarme humildemente a la verdad y reconocer el
gran misterio en el que vivimos inmersos. Necesitaba como
nunca rozar la armonía. En los ocho años largos
que llevaba en el Opus Dei había pasado por diferentes
fases de seducción, adoctrinamiento, exaltación,
lucidez y desengaño, y no podía quedarme estancada
en esa noche oscura. Deseaba con todas mis fuerzas entrar
en una nueva etapa que fuera de conciliación amorosa,
aunque tuviera que pagar el precio de la ruptura.
"¿Qué hacer? ¿Qué quieres
que haga, Señor?" -rogaba insistentemente-. "¿Morir
a mí misma copiando el modelo, o morir al modelo y
con tu gracia y mi esfuerzo optar por el libre albedrío?"
Había que llegar al límite y ser capaz de pegar
el salto para seguir el camino del ser. Aceptar morir a circunstancias
y situaciones para vivir como persona, como ser que trasciende,
que no se queda en la nada que es la evasión, el tedio,
la desesperanza, el escepticismo o la petrificación.
Era preciso cooperar, con ánimo y sacrificio, a ese
trascender. Pero mi interrogante seguía en pie: ¿ánimo
y sacrificio para esforzarme en la persistencia de copiar
el modelo? ¿Ánimo y sacrificio para desplazar
a otro terreno el esfuerzo y cambiar de proyecto?
Cualquiera que fuese la decisión, mi juego habría
de ser un juego limpio, en el que la búsqueda de una
última verdad prevalecería y el espíritu
res urgiría reforzado. La energía interior,
tan necesaria para conseguir sacar fuerzas de flaqueza, nunca
me abandonó, y la poesía -que siempre me encuentra
cuando me pierdo-, también fue un bálsamo milagroso
para curar decepciones, dolores, heridas y traumas. Rilke,
quizá era el autor que más al fondo me llegaba
en aquellos momentos, y sus versos, que sabía casi
de memoria, estaban tan llenos de significado, que venían
a mi cabeza cada vez que querían, sin yo proponérmelo:
"Aunque me cierres los ojos, he de verte, aunque me
tapes los oídos, he de oírte,
y hasta sin pies habría de seguirte
y hasta sin boca habría de invocarte. Arráncame
los brazos y mi corazón
te estrechará como una mano.
Párame el corazón y me palpitará el cerebro.
Préndeme fuego al cerebro
y te llevaré en mi sangre" [RAINER M. RILKE, El
libro de las horas]
Definitivo adiós a todo
eso (19 de mayo, 1999)
No fue -como puedes comprobar por lo que te cuento- un pronto,
un arrebato, sino un lento, complejo y doloroso proceso. Desde
el día de aquella entrevista que tuvo lugar una calurosa
tarde de julio, me centré de un modo especial en la
comprensión de todo lo que me había dicho mi
superiora mayor, desechando como una ambición vacía
cualquier conato de innovación o acciones que pudieran
contener la más mínima carga de iniciativa propia.
Quería ser flexible y amistosa con todas e intransigente
conmigo; comprender a los demás y adaptarme al máximo
se convirtió en un obsesivo propósito. ¿Podría
llegar a disolverme?¿Llegaría a convertirme
en una numeraria estándar? Las numerarias estándar
hacían, pensaban, decían, y creo que incluso
soñaban, lo mismo. Se expresaban con las mismas frases
hechas, tenían idénticas sonrisas estereotipadas,
y hasta cruzaban las piernas de la misma forma. Yo, que tanto
había defendido el principio de la individualidad que
se integra -porque me parecía enriquecedor-, que me
aplicaba en el sano esfuerzo de no dejar de ser yo misma,
¿iba a conseguir fabricar esa segunda naturaleza que
se me pedía?, ¿no me convertiría, no
pasaría a ser mi propia caricatura?
"No te fundes...", "te dejas notar...",
"no pasas desapercibida..." "debes poner todo
el empeño en cumplir hasta la más mínima
insinuación. Dios lo quiere así, dáselo,
no te arrepentirás...", me habían dicho
una y otra vez mis superiores. Pero mi tragedia es que no
me identificaba con una determinada manera de comportamiento
que me parecían formas vacías de contenido.
No conseguía relacionar mi vocación de amor
y compromiso de querer ser más justa, más responsable,
más entregada a los otros, con el asumir una serie
de manifestaciones externas que se me hacían artificiosas.
Si no ejercía, y a veces hasta me tomaba a pitorreo,
todo aquel plantel de sutilidades, de las que se me acusaba
no valorar o tener poco en cuenta, es porque no veía
la importancia; me parecían tiquismiquis, pérdidas
de tiempo, rizar el rizo, y entrar en aquel juego era para
mí como comulgar con la estupidez y colaborar a la
confusión de no llegar a distinguir a las personas
de los perros falderos.
"¿Puedo tomarme una aspirina?" "¿Podría
lavarme la cabeza?" "¿Te parece si...?"
Había que consultado todo, todo, todo, y eso significaba
vivir la voluntad de Dios. Que toda aquella retahíla
de pequeñeces fueran calificadas de "delicadeza
extrema con Nuestro Señor", de materia de "fidelidad
al Espíritu", de "voluntad de hijos para
contigo", y consideradas como signo externo de que tu
entrega era total, venía a ser algo que me desbordaba,
y entonces más que nunca, puesto que hasta ese momento
nunca me habían presionado tanto para que ese tema
pasara a ser clave en mi vida interior.
Debía poner todo mi empeño en copiar el modelo,
y no sólo no, me gustaba copiar sino que el modelo
me horripilaba aún mas. ¿Y cómo se puede
querer lo que no se estima, lo que no se valora? La numeraria
estándar no me gustaba, y la superiora estandar, todavía
menos. y si a éstas eran a las que debería imitar
irreversiblemente, veía mi futuro muy oscuro allí
dentro. ¿Resistir? No conducía a nada. Los grupos
siempre acaban atacando a los que son distintos, y más
aún si las víctimas parecen no dolerse ante
el ataque y se muestran impávidas. Mi postura nunca
había sido de orgullo cerril -"me quebraré
pero no cederé"-, sino la de pasar, de alguna
forma, por el tubo pero dejando claro mi desacuerdo -"cederé
pero no me quebraré"-. Pero lo que entonces me
estaban ordenando en nombre de Dios es que me quebrara, ya.
Los ánimos reformadores eran inútiles y sólo
podían conducir a un inmediato exilio interno que,
en caso de persistir, me llevaría a ser tratada como
a una enemiga en la que no se podía confiar, y a la
que había que reducir por todos los medios -ya había
tenido ocasión de conocer algunos casos, a pesar del
sigilo con el que se llevaban-.
No paraba de suplicar, de rezar: "Señor, que
vea. Si de verdad conviene que me robotice, que me convierta
en un sucedáneo, en una caricatura, házmelo
ver, y entonces tendré fuerzas para llevarlo a cabo.
De lo contrario, tendré que decir adiós a todo
esto, pues yo no puedo hacer una comedia permanente; estar
ejecutando todo el día un papel. No le veo sentido
a esa desvirtuación".
Creía que se trataba de llegar a dar lo mejor de uno
mismo, pero nada más lejos de la realidad, ya que lo
que me estaban pidiendo es que me cambiara por otra. Me llamé
mil veces idiota e ilusa, mientras recordaba aquella impresionante
poesía de León Felipe:
"...No me contéis más cuentos.
La cuna del hombre la mecen con cuentos
Los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos ...el
llanto del hombre lo taponan con cuentos
Los huesos del hombre los entierran con cuentos.
Han inventado todos los cuentos.
No me contéis más cuentos... " [LEÓN
FELIPE, Obras completas.]
Corrían los primeros días del mes de septiembre,
y la decisión, en mi fuero interno, ya estaba tomada.
Sólo cabía un milagro y estaba deseando que
ocurriera. ¿Qué iba a ser de mí? ¿Iba
a renunciar a mi vocación, a decir adiós al
proyecto de toda una vida?
No, no. Se trataba de algo más complejo; iba a cambiar
de dirección. Si la vocación es la que confiere
unidad y unicidad a la persona, eso es lo que quería
precisamente poner a salvo, cambiando de lugar, de entorno,
de situación, alejándome de esas circunstancias
que me ahogaban. Pensaba que al estar más abierta,
más expuesta al azar, a los azares, podía responder
mejor, con mayor autenticidad, a la "llamada", a
la pluralidad de "llamadas" en las que se manifiesta
la vocación. Mi postura no era de huída, de
tirar la toalla, sino de cambio de marco. Mi intención
era la de seguir tomándome en serio ese proyecto que
constituía y constituye el argumento último
y radical de mi vida; a ese proyecto de vocación cristiana
es al que quería seguir siendo fiel.
Por mucho dolor y sufrimiento que me produjera dar el paso,
no tenía más remedio que darlo si no quería
acabar enloqueciendo. ¿No fue algo así el caso
de don Quijote? Su locura consistió en no aceptar la
realidad y proyectar sobre ella la que sería necesaria
para realizar su vocación de caballero andante.
Durante casi nueve años había batallado pensando
que toda aquella costra de rigidez y reglamento, no era ni
mucho menos lo más importante, que el quicio, lo verdaderamente
importante, era la vida interior, el trabajo bien hecho y
el apostolado en el sentido más amplio, y era lo que
me ocupaba y preocupaba. Estaba convencida de que en la medida
en que todo esto funcionara bien, lo demás pasaba a
un plano muy secundario. También creía que en
la medida que fuera creciendo en virtud -y como yo, otras-,
que nos fuéramos haciendo mejores, eso supondría
un tirón hacia arriba de todo aquel mundillo interno
y las cosas del mismo que no me gustaban. Las llamadas "numerarias
del siglo XXI" éramos las que teníamos
que dar ese tirón.
¿Qué ilusa! ¡Qué tonta había
sido creyéndolo! Me había tragado demasiados
cuentos. No, ya no iba a escuchar más cuentos. Estaba
rota.
"Señor, ¿qué quieres que haga?"
Y lo que tenía que hacer estaba cada vez más
claro: cambiar de entorno, de situación, de instalación,
de forma de vida. Con mucho dolor y mucho esfuerzo, decir
adiós a todo eso y asumir la adversidad que tal renuncia
supone, siempre con la esperanza de que la riqueza de la realidad
es ilimitada y que un proyecto vital auténtico no tiene
que ser exclusivista.
Pero todo esto no lo entiendes de repente; la asimilación
lleva tiempo. Primero ha de pasar la tormenta, sólo
después viene la calma.
Dolorosa ceremonia de despedida
(25 de mayo, 1999)
Supones que en el momento de decir adiós a todo eso
uno ha de sentir dolor pero también liberación,
al alejarte de esa situación que te asfixia y te hace
sufrir. Pero a pesar de contar ya con tu respuesta personal,
me planteas el interrogante. ¿Qué se siente
en el momento de la despedida?
De inmediato, dolor, duele mucho: sólo sufres. La
liberación llega luego, cuando eres capaz de poner
distancia y reflexión, y te haces como espectadora
de tu propia historia. Un buen día, de pronto, te preguntas:
¿y todo eso me ha ocurrido a mí?, y hasta te
asombras. Pero no vamos a adelantar acontecimientos, y ahora,
tal como me pides que haga, vaya intentar recordar cómo
se llevó a cabo aquella triste ceremonia del adiós.
A primeros de septiembre de 1974, recién llegadas
de nuestros respectivos cursos de verano, la directora de
la casa me dijo que al día siguiente me vendría
a buscar al trabajo e iríamos a algún lugar
tranquilo para charlar relajadamente pues -me adelantó-,
tenía cosas importantes que contarme. Su tono era de
persona nerviosa y preocupada, algo poco usual en ella, pues
Mercedes B. se solía mostrar tranquila. ¿Estaría
preocupada por mí? Ella estaba perfectamente al tanto
de la situación en la que me encontraba; al borde de
tomar una decisión vital.
Vino muy puntual a buscarme, y enseguida detecté que
el cómo estaba yo o dejara de estar le importaba un
comino y que lo que le alteraba era su caso y en absoluto
el mío. Desde un principio cogió la palabra,
y ya no pude hacer otra cosa que escuchar y permanecer en
silencio. Con tono seguro y firme me dijo que se notaba saturada
de todo, que estaba harta: "No puedo más y estoy
decidida a irme de la Obra ya mismo -afirmó-, creo
que vaya irme antes que tú". Esa misma tarde tenía
que entrevistarse con uno de sus hermanos, en su despacho
de abogado, para ver si podía empezar a trabajar allí.
Si la gestión le salía bien, su marcha sería
inmediata. En aquel encuentro me contó también
que sus discrepancias y malestares venían de lejos,
pero lo que había supuesto la gota de agua que llegó
a colmar el vaso, había sido la última charla
mantenida con don Joaquín L., un sacerdote de la delegación
de Barcelona. Ella le había planteado lo chocante que
le resultaba el hecho de que tantas numerarias que consideraba
especialmente valiosas y con la mente clara, en la Obra fueran
consideradas como personas conflictivas y problemáticas.
La respuesta había sido la siguiente -a pesar de los
años transcurridos la recuerdo bien porque me impresionó-:
-En la Obra lo que queremos es carne; porque la carne se
asimila. Hay personas que son oro, pero el oro no se asimila
nunca: igual que entra, sale. Como te digo, nosotros buscamos
carne que alimente y nutra el organismo vivo que es la Obra,
pero cuando encontramos oro, tampoco lo desechamos, porque
con el oro compramos carne; se puede comprar mucha carne.
¿Has entendido?
Mientras la escuchaba me veía como el mártir
en la jaula de las fieras dejándome despedazar, sin
látigo y sin posibilidad alguna de revolverme. Esa
frase rotunda: "Queremos carne", me producía
espanto, y me imaginaba a aquel sacerdote de aspecto frágil,
lampiño y blando, con una gran cabeza de león,
masticando sin parar, huesos, sangre, cartílagos, tendones
y más y más carne.
Mercedes B. estaba horripilada de tan pragmática comparación.
En lo que a mí respecta, me encontraba tan vapuleada
en aquellos tiempos que corríamos, que el bárbaro
símil de la carne y el oro, sólo consiguió
que me sintiera todavía un poco más triste,
un poco más deprimida, un poco más angustiada...
Todo, todo estaba ya tan patas arriba... Y, para colmo, con
aquella escalofriante frase,¿no quería decir
don Joaquín L. que había que valorar al individuo
solamente como instrumento? El valor del individuo sólo
debía medirse por su utilidad a la Obra, y cuando se
le concede una cierta esfera personal es sólo para
que pueda desarrollarse en interés de la Institución.
Nuestro fin no era otro que el corporativo, tenía que
ser así. Éramos colectivistas ("queremos
carne"), se necesitaban piezas para la maquinaria, no
personas que pensaran y que decidieran por sí mismas.
Había unos pocos que mandaban y los demás lo
que tenían que hacer era "obedecer o marcharse"
(se trataba de una frase que por aquellas fechas se prodigaba
mucho en boca de los directores). En los llamados medios de
formación, se hablaba poco o nada de relaciones interhumanas,
fundadas en la solidaridad y en el amor. Se olvidaba que la
personalización de los individuos aumenta el valor
de la auténtica comunidad y la robustece. Porque el
individuo que desarrolla en sí lo verdaderamente humano,
se inclina hacia los demás y contribuye de este modo
al beneficio del conjunto. Ni oro, ni carne (¡qué
horror!), sino personas de carne y hueso, con corazón
y cabeza; que sienten y piensan, que razonan, rezan, trabajan,
descansan, gozan y sufren y notan el gusto de vivir, comunicarse
y amarse.
La gestión de Mercedes B. con su hermano no dio resultado.
Parece ser que ella insistió y rogó, pero él
le dijo sinceramente que su situación económica
no era tan boyante como para permitirse el lujo de pagar un
nuevo sueldo. A partir de ese momento ella cambió radicalmente
de actitud -pienso que también decidió volverse
"carne"-, y nunca jamás volvió a mencionar
su planeada marcha. Ni que decir tiene que en ningún
momento compartí tan bien colocado instinto de conservación;
lo mío era seguir más aventurados pasos.
La decisión de irme de la Obra, en mi fuero interno
estaba ya tomada, y pensé que debía comunicárselo
a la que había sido mi primera directora en el Centro
de Formación, M. Rosa C., que por aquel entonces -lo
vi clarísimo después de hablar con ella-, atravesaba
por una profunda crisis. No era lo reglamentario pero me sentía
moralmente obligada a informarla de paso tan vital. Recuerdo
que me miró acongojada y dijo: "Admiro tu libertad
de espíritu, yo no podría hacerla. Si me fuera
de la Obra estoy segura de que me condenaría. Yo no
me puedo ir". El silencio fue total, por mi parte no
sabía qué responder a su confidencia, ni tan
siquiera si debía de hacerla. No acababa de entender
aquellas rotundas palabras, pero tampoco deseaba indagar más
allá. Sin embargo, por mi cabeza pasaron a toda velocidad
imágenes que hacían referencia a la total dependencia
con respecto a un objeto o a otra persona: los fetiches del
niño pequeño que, en ocasiones es una manta
desgastada, una sabanita rota o un osito desteñido
y manoseado, pero que sigue siendo la total y exclusiva prenda
que le proporciona seguridad y sensación de estar a
gusto; enfoque exclusivo de las emociones sobre una persona
o una idea y una expectativa utópica de que de tal
fuente ha de proceder una total ganancia, o una expectativa
apocalíptica de una pérdida total en caso de
no ser fiel a tal fuente.
¡"Reza por mí, también yo lo haré
por ti!", fue todo cuanto pude expresar. Lo demás
quedó en mi pensamiento.
La noche del 13 de septiembre escribí la carta de
dimisión.
Como un trámite más, la directora te indicaba
lo que debías decir y la forma exacta de exponerlo
-ella lo había leído previamente en la ficha
elaborada para tales casos-, pues en aquel documento no interesaba
que figurara nada de lo que en el fondo pensabas y sentías;
tenía que ser escueto y aséptico. La disidente
debía comunicar al Padre lo feliz que había
sido durante el tiempo que había permanecido en la
Obra, pero que ya no se sentía capaz de vivir tanta
entrega y que, por tanto, solicitaba la dispensa de lo que
hasta ese momento habían sido sus compromisos.
El siguiente paso consistía en ir a hablar del tema
con la delegada de San Miguel -aquella numeraria de mirada
de gallina, boca sin labios y sonrisa forzada-. Recordaré
siempre con horror a aquella persona teledirigida y pétrea;
una auténtica máquina ejecutando órdenes.
¿En eso consistía ser instrumento en manos de
Dios? En aquel momento pensé, y sigo pensando, que
es preferible equivocarse mil veces, aprender en los errores,
y con el paso de los años, irse haciendo mejor. Conseguir
mejorar es hacer de la vida un triunfo creciente; el único
triunfo.
Con una aparente simpatía, más temible de lo
que hubiera sido un sincero distanciamiento, aquella boca
sin labios comenzó a repetir, con idénticas
palabras, lo mismo que mi directora inmediata me había
dicho el 'día antes que debía de poner en el
texto de la carta de dimisión. Mientras dirigía
hacia mí su mirada inquisidora, fija, pensé
que aquella mujer era el segundo de a bordo típico,
que echa sobre sí el carácter odioso de la severidad,
exactamente igual que Mahoma sonríe y el Califa ejecuta.
Lo más asombroso era su insistencia en manifestar una
actitud pseudo amable; espontánea, próxima y
cálida, como si aquello que me estaba diciendo se le
estuviera ocurriendo a ella en aquel preciso momento: "No
te sientes capaz de una entrega total, ¿verdad que
no te sientes capaz?" -su tono me sonaba cada vez más
sibilino-.
Oírla era como una tortura; no quería escuchar
más, y repetía para mis adentros, haciendo por
no ver aquellos desagradables ojos que se me clavaban: "Señor,
que pase ya todo esto; que acabe de una vez, que acabe".
En ella era imposible detectar ni pizca de ese resorte fundamental
de las acciones humanas que es la conmiseración, que
quiere el bien del prójimo, y llega hasta la generosidad,
la grandeza del alma. La conmiseración es ese hecho
misterioso que borra la línea fronteriza que separa
a un ser de otro ser y nos hace sentir compasión, lástima,
piedad de la persona que tenemos ante nosotros; de sus sufrimientos,
sus miserias, sus angustias, sus dolores. Pero en aquella
persona que se consideraba elegida para "dar cariño",
no detecté ni un mínimo rasgo de humanidad,
de conmiseración; sólo encontré, una
vez más, reglamento, lección aprendida y recitada
al pie de la letra.
Y entonces, lo recuerdo como si fuera hoy, me vino a la cabeza
la viva estampa de Himmler, el jefe de policía de Hitler,
el comisario del Reich para el Fortalecimiento del Germanismo,
el que creó las SS y que organizó el asesinato
en masa a unos niveles inimaginables hasta entonces. Aquel
personaje siniestro, al que una de sus víctimas definió
como "la trivialidad de la maldad", porque era la
representación en miniatura de todos los lugares comunes.
Él y sus SS eran como una orden de camaradas consagrados
a la causa, y su código de honor imponía la
obediencia incondicional al servicio de un ideal, el de la
severidad.
Así de siniestra vi a aquella delegada de San Miguel,
mientras daba sus bendiciones a la desoladora ceremonia-funeral
de mi despedida. Ni un gesto de afecto, ni una sola palabra
de ánimo, ni la más mínima expresión
de piedad o compasión. Sólo frases hechas en
cadena, recital de fichas aprendidas de memoria, recordatorio
implacable de los compromisos a los que aún debía
de someterme, hasta que llegara una carta de Roma con la aprobación
de la dispensa.
Para finalizar, con tono melifluo y con cierto aire amenazador,
me advirtió que si nunca hablaba mal de la Obra, ellos
tampoco dirían nada malo de mí.
Su actitud me pareció la misma que la que tenía
en sus pensamientos el Tribunal de la Inquisición,
que cuando los penitentes dejaban la cárcel después
del auto, eran sometidos a los "avisos de cárceles",
y bajo la amenaza de severas penas, se les ordenaba no revelar
nada de lo que habían visto, oído o vivido.
¡Qué frialdad total! ¡Qué absoluta
ausencia de misericordia! Porque misericordia significa, etimológicamente,
poseer un corazón que se compadece de la miseria (miseri)
del otro porque la siente como suya. Es conmoverse ante el
mal del otro porque se siente íntimamente afectado
y por eso, actuar con disposición de ser magnánimo,
clemente y benevolente con él. La misericordia revela
un aspecto esencial de la naturaleza divina: el lado femenino
de Dios.
¿Era aquello una persona o se trataba de un robot?
Ese ser humano que tenía delante había cambiado
la vida -con la generosidad, entusiasmo y espontaneidad que
la propia vida implica- por un reglamento; por el reglamento
puro y duro.¡Qué rigidez!, ¡qué
cosa heladora! Y me vienen a la memoria las palabras del filósofo
Julián Marías, cuando afirma que el olvido o
desconocimiento del carácter personal de hombres y
mujeres, es la tentación más peligrosa y dañina,
origen de la inmoralidad en su sentido más amplio.
"Cuando se deja de considerarlos personas -dice textualmente
Marías-, y se desconoce la peculiaridad de ese modo
de realidad, radialmente distinto a todos los demás,
toda relación humana es inevitablemente inmoral"
[JULIÁN MARIAS, Tratado de lo mejor, p. 160.]
Creo que desconecté del todo de los sermones que continuó
dándome aquella directora-robot, y conseguí
centrarme en lo que era mi presente y lo que habría
de ser mi futuro próximo. Ante mí tenía
dos simbólicas puertas: una la debía cerrar,
la otra la tenía que abrir. No podía permanecer
quieta ni sentada; no podía detener el tiempo y la
vida. La puerta abierta no se cerraría ni la cerrada
se abriría sino me ponía en marcha. Pero sabía
que iba a moverme, que ya apuntaba al porvenir.
Algo estaba acabando de morir, algo estaba acabando de nacer.
Todo volvía a recobrar sentido. Estaba ocurriendo como
en el famoso dicho oriental de Ching Yuan: "Antes de
la conversión, las montañas son montañas
para el hombre, y los árboles son árboles. Durante
el periodo de conversión, las montañas ya no
son montañas y los árboles no son árboles.
Después de la conversión, las montañas
vuelven a ser montañas y los árboles vuelven
a ser árboles" .
Un despegue tranquilo y sereno
(29 de mayo, 1999)
Me preguntas, me parece que con un cierto morbo folletinesco,
cómo llevé a cabo el despegue. Creo que te voy
a defraudar, porque fue una despedida de lo más vulgar
y corriente, parecida a cuando alguien se va un par de días
o tres a un viaje de trabajo y dice: "Un beso a todos,
llamaré en cualquier momento libre para comunicar que
he llegado bien, pero ya os contaré a la vuelta".
La víspera del día de la Merced, dije adiós
a la Obra. Como en Barcelona esa fecha es festiva, aproveché
para viajar a Madrid y comunicarle a mis padres, cara a cara
y de viva voz, que a partir de entonces había dejado
de ser del Opus Dei, que estaba sana y salva -triste y desconcertada,
eso sí-, pero que había que esperar un poco
para que las cosas volvieran a asentarse. Era importante mostrar
con mi presencia que seguía siendo una persona cuerda,
serena y lo suficientemente madura para asumir mi problema.
Insisto en que era importante que lo comprobaran, ya que la
Institución había conseguido consolidar la imagen
de que el disidente suele ser un desequilibrado o una loca,
que está dominado por asuntos del sexo y que camina
despendolado hacia la perdición. Supongo que de alguna
forma había que ilustrar la sentencia de monseñor
Escrivá: "Fuera de la barca no hay salvación",
y no se andaban con chiquitas a la hora de llevado a cabo.
Mis padres, hermanos y amigos más íntimos pudieron
comprobar, en 48 horas, que me encontraba entera, y aunque
estaba hecha polvo, creo que conseguí dominarme bastante
bien y mostrar, más que ninguna otra, la faceta de
entereza.
"Si crees que para ti es mejor volver a casa -me dijo
mi padre-, vente. Deja tu trabajo, ya encontrarás otro
en Madrid. En Barcelona te vas a encontrar más sola".
Le respondí que hacía ya años que era
económicamente independiente, y que me parecía
importante, como persona adulta que era, seguir siéndolo.
"Regresaré a Madrid cuando encuentre un trabajo
allí -añadí-; mientras tanto seguiré
donde estoy. Es lo más cuerdo".
Y así lo hice. Pero, ¡qué respiro es
notarte amparada! El hecho de encontrar una puerta abierta
se agradece un montón. Tengo que reconocer que mi despegue
no fue de los más duros, ya que hay ex socios para
los que desvincularse de la Obra supone dejar la seguridad
total y lanzarse al vacío: sin profesión, sin
trabajo con el que ganarse la vida, sin familia que los acoja,
o con padres mayores que apenas tienen para mantenerse con
una escasa pensión.
"Soy del todo consciente de que me quedo sin vocación
y sin profesión, pero aun así estoy decidida
a dar el paso", decía una numeraria mayor que
siempre había trabajado en tareas internas de la Obra,
poco antes de despedirse de lo que había sido su vida
durante más de 20 años. A lo largo de las dos
últimas décadas he tenido ocasión de
conocer casos durísimos, aunque luego, gracias a Dios
y con la colaboración de gente buena -que la hay-,
todo el mundo acaba saliendo a flote. Y no lo digo por decir,
sino con conocimiento de causa.
Solamente entre el verano de 1974 y el verano de 1975, tuve
ocasión de vivir de cerca la salida de seis numerarias.
Todas habíamos convivido juntas en algún momento.
La situación de cada una de ellas era muy diferente:
algunas lo tenían todo más fácil, otras
más difícil y una, la mayor, afrontaba un panorama
realmente trágico, pero consiguió superado con
muchísima dignidad, haciendo cierta aquella frase de
que Dios aprieta pero no ahoga.
Aquel mismo año, y también en Barcelona, conocí
de manera próxima la salida de dos sacerdotes numerarios
y, poco después, la de un numerario, todos ellos con
un montón de años en su haber de militancia
en la Obra.
No están perdidos, ni descarriados, ni se han ahogado
fuera de la barca, ni han pactado con tentación diabólica
alguna. Los dos primeros, siguen ejerciendo su ministerio
como curas diocesanos. Eso sí, al salir nadie les ahorró
la dura lucha de enfrentarse con la prosa de la vida diaria,
de "sacarse las castañas del fuego" y de
esforzarse por rehacer una individualidad responsable, más
libre de coacciones y de excesos dogmáticos.
La salida es dura y, a veces, durísima. Pero no conozco
a nadie que, pasado algún tiempo, no esté contento
de haberse atrevido a dar el paso.
Como digo, la salida es especialmente dura para aquellas
personas que no cuentan con un trabajo con el que ganarse
la vida, pues su tarea siempre ha sido interna. En el transcurso
de estos últimos años, he sabido de algunos
casos de mujeres numerarias que han conseguido una módica
cantidad dineraria por parte de la Obra. Esta especie de indemnización
les ha servido para poder recuperar su libertad, es decir,
salir de la Institución y rehacer su vida. Se trataba
de personas que durante el tiempo que habían sido asociadas
siempre habían realizado trabajos internos en la administración
de residencias y, por tanto, les resultaba especialmente complicado
encontrar fuera un trabajo con el que ganarse la vida y conseguir
la necesaria independencia económica.
Recientemente me ha llegado la noticia de dos casos -supongo
que habrá más- que han conseguido una indemnización
por sus años de dedicación plena al instituto
(también es cierto que son casos atípicos, ya
que la idea que se nos dejaba bien clara, desde un principio,
es que cada uno de nosotros iba a darlo todo, pero que ninguno
tenía derecho a nada; no había ni que pensar
en recibir nada a cambio).
Estas dos numerarias, una de Vitoria y otra de Valladolid,
llevaron a cabo sus respectivas reclamaciones con el asesoramiento
y la cooperación de la Federación de Curas y
Monjas Secularizados. La primera consiguió dos millones
de pesetas, y la segunda, cuatro. Ni qué decir tiene
que ni una ni otra se hicieron millonarias, ni tan siquiera
salieron de pobres -tampoco se trataba de eso-, pero lo que
sí está claro es que, gracias a esa indemnización,
pudieron cambiar el rumbo y tirar hacia delante sin tener
que mendigar ni ser una carga para nadie.
De la numeraria de Valladolid, sé que había
entrado en la Obra a los quince años, y cuando decidió
salir de la misma tenía treinta y cinco. En el transcurso
de estos 20 años, su madre había fallecido y
su padre se había vuelto a casar, con lo cual consideraba
que su casa ya no era su casa. Sólo contaba con el
apoyo incondicional de una hermana casada pero con una situación
económica muy justa. Gracias a la cantidad que consiguió,
tras ardua batalla, pudo rehacer su vida con dignidad.
Por hoy ya me despido, pues se me ha hecho tardísimo
y mañana he de madrugar. En mi próxima carta
prometo contarte la historia del despegue de cada una de las
siete numerarias que, como un goteo, fuimos yéndonos
en el transcurso del curso 1974-1975. Tú misma comprobarás
que los disidentes no tienen por qué ser monstruos;
es más: no lo son. A pesar de los comentarios peyorativos
y las leyendas negras que hayas podido oír.
La lucidez que se comunica (1
de junio, 1999)
No creo que sea corriente que una comunidad prácticamente
entera se disuelva. En la Obra, concretamente, es muy difícil
que ocurran cosas de este tipo, ya que la comunicación
entre iguales está no sólo prohibida sino también
abiertamente perseguida, Y para que se dé una coincidencia
de este calibre es preciso un intercambio previo de ideas.
De lo contrario, es casi imposible que suceda. En los casi
nueve años que permanecí allí dentro,
en la sección de mujeres, conocí tres casos,
y en los tres hubo un denominador común: entre las
numerarias había habido comunicación; un intercambio
de ideas abierto y sincero. El primer caso que conocí
se dio en Islabe (Bilbao); el segundo, en Zafra (Madrid);
el tercero, en Infanta (Barcelona), la última casa
en la que viví, de la que nos fuimos -como ya te he
contado en mi última carta- siete personas en el transcurso
de un año.
En cierta ocasión, hablando de este tema con un ex
numerario que durante muchos años había ejercido
cargos de responsabilidad en la Obra, al oírme contar
aquella diáspora, lo primero que se le ocurrió
fue exclamar: "¡Caray! Eso sí que es lucidez
que se comunica". "Con razón -añadió-
había aquel miedo espantoso a que las personas hablasen
entre ellas abiertamente e intercambiaran puntos de vista,
dudas y discrepancias" A la comunicación entre
iguales se le tenía auténtico pavor, y en cuanto
se sospechaba que existía, se ponían todos los
medios para cortarla de raíz. Y es que es del todo
cierto que de la discusión, del debate, del diálogo,
nace la luz.
La primera en marcharse de la casa de Infanta, fue Montse
C., de veintinueve años, médico especialista
en Neurología y numeraria desde que cursaba Preuniversitario.
Había sido premio extraordinario de fin de carrera,
acababa de finalizar su especialidad y, con tal motivo, le
concedieron una beca para ampliar estudios en La Salpetriere
de París. Al informar a sus superiores, muy ilusionada,
de lo que acababa de conseguir -galardón, meta, conquista,
perspectiva de futuro profesional y vocacional-, le propusieron
que renunciara a su beca y que se integrara en las tareas
de una administración, es decir, que se ocupara de
las tareas del hogar en una casa cualquiera que se le asignara.
Ella alegó que no sabía ni freír un huevo
y que tampoco le interesaba saberlo; que el trabajo de la
casa le horrorizaba y que además, allí dentro
ya había demasiadas mujeres fregando, lavando, haciendo
camas, planchando, encerando y poniendo florecitas. En fin,
que pensaba que lo suyo era santificarse en el ejercicio de
su profesión y que su profesión era la medicina.
No aceptó la propuesta -que también es cierto
que formaba parte de las reglas del juego, ya que las numerarias
debíamos ir gustosas donde se nos mandara-, y en un
visto y no visto, "colgó los hábitos"
y se fue a París con su beca y como ciudadana de a
pie, dispuesta a seguir estudiando y a trabajar en serio.
De inmediato encajó en su nueva vida, es más,
se sintió liberada, porque hacía ya tiempo que
las estrecheces doctrinarias y de disciplina le ahogaban.
También -y siempre siguiendo su versión-, se
planteaba serias dudas acerca de la necesidad de la vida célibe
y comunitaria para ser mejor y hacer el bien.
La segunda en salir fui yo. También tenía veintinueve
años y hacía siete que ejercía mi profesión.
No voy a volver a contarte todo lo que ya conoces bien a través
de nuestra abultada correspondencia, sólo quiero hacer
hincapié en que mi caso fue del todo distinto al anterior.
A mí me gustaba el trabajo de la casa -sobre todo la
cocina y la decoración-, tenía sentido de la
economía doméstica, también de la organización,
y la disciplina y el orden formaban parte de mí desde
mi más tierna infancia. Ya en los tiempos del Centro
de Formación manifesté mi disposición
a que echaran mano de mí para el trabajo doméstico,
si se veía que era necesario. La respuesta siempre
fue que no, que todo lo contrario; lo que hacía falta
era más numerarias preparadas para ejercer su profesión
en la calle. Y así fue como lo hice siempre, haciendo
un poco de pionera (los pioneros son aquellos que se desgarran
las manos con las espinas, avanzan y no dejan huellas).
También reconozco que para desempeñar un trabajo
interno en la administración, y a dedicación
completa, era demasiado crítica con todo el montaje,
y podía haber causado estragos pensando que lo hacía
estupendamente. Mi gran fallo estaba en que nunca capté
del todo mientras estuve allí dentro, que la llamada
"obediencia inteligente" -el calificativo "inteligente"
era lo que provocaba la confusión-, era la misma que
la de los frailes y la de los soldados, que no conocen los
tormentos de los conflictos de deberes. Sean dóciles
o sean rebeldes, están libres del tormento de elegir,
pues el que ha hecho un voto de obediencia siempre sabe lo
que tiene que hacer, bien por la letra de su regla, bien por
un mandato de su superior; así ocurre en todas las
sociedades que se basan en la disciplina. La esencia de la
vida del claustro es la obediencia, como la disciplina en
el ejército; una y otra son el vínculo de la
perfección.
Dos semanas después de haberme desvinculado de la
Obra, me llamó por teléfono la que iba a ser
el tercer caso de la dimisión en cadena. Ana C. era
licenciada en Historia y periodista. Una mujer de treinta
y pocos años -hacía catorce que era numeraria-,
inteligente y activa, trabajaba como directiva en una conocida
editorial. Tras su llamada, vino a verme a mi trabajo y me
contó que había tomado la decisión de
irse de la Obra, cosa que no me sorprendió lo más
mínimo, porque desde hacía ya tiempo arrastraba
conflictos con los superiores por su mentalidad abierta, independiente
y progresista. El problema no era su marcha sino que se encontraba
en una situación angustiosa. Me contó que había
dado ya el primer paso imprescindible de buscar un apartamento
donde alojarse, y lo había encontrado. Pero para que
le dieran las llaves y poder entrar a vivir en él,
tenía que pagar dos mensualidades adelantadas. Para
reunir esa cantidad, necesitaba cobrar su sueldo del mes en
curso y el siguiente -para no quedarse sin un duro en el bolsillo-,
por lo tanto, no se podía ir de la Obra hasta esa fecha.
Pero eso tampoco era lo tremendo del caso, sino que la jerarquía
interna se había enterado de los pasos que estaba dando,
y su directora inmediata le acababa de transmitir la orden
de que hiciera su equipaje y se fuera ya mismo. Ella no estaba
dispuesta a dejarse amedrentar.
¿Cómo podía ayudarla a no tener que
pasar por lo que llevaba trazas de llegar a ser un infierno?
Yo acababa de cobrar el primer sueldo propio, y era todo lo
que tenía para vivir hasta final de mes. Me podía
mover para pedir un préstamo o un adelanto... Se lo
dije, y se negó en rotundo. No le parecía ningún
gorroneo vivir dos meses sin aportar su sueldo en un lugar
donde había prestado 14 años de servicio a dedicación
completa. No, no quería ser una carga para otros por
evitarse ella un mes y pico de sufrimiento.
Así lo hizo, y aguantó con la cabeza bien alta
hasta llegar al final que se había propuesto. Supongo
que la procesión iría por dentro, pero demostró
ser una mujer de rompe y rasga.
La cuarta disidente fue Nuria P., de cuarenta y ocho años,
profesora de EGB que trabajaba de decoradora. Hacía
20 años que era numeraria. Sus problemas con la Institución
siempre tuvieron su origen en que era implacable con la estupidez
y el artificio que en muchas ocasiones se respiraba allí
dentro. En sus golpes de ironía y sarcasmo para combatir
una y otro no respetaba ni a las más altas jerarquías
(le daba igual que la estupidez viniera de Roma o de Valladolid,
ella la fulminaba con su sentido el humor, y punto). Una persona
profunda, rezadora, con una importante vena mística,
no toleraba la estupidez, y cuando ésta se combinaba
con el irracionalismo, entonces la ironía, el sarcasmo
-que ya te he citado líneas arriba- y el desprecio
brotaban de ella como lava ardiente. Funcionaba segura, siempre
confiada en su buena fe, hasta que un día fue llamada
por la directora de la delegación de Barcelona para
plantearle un ultimátum: o cambiaba radicalmente su
actitud volviéndose muda y sumisa en todo, o la echaban
a la calle. Se quedó patidifusa, pues aquello no se
lo esperaba, y sufrió mucho hasta tomar la decisión
de que era ella la que iba a irse antes de que nadie la echara:
lo hizo sin perder su sentido del humor. Cuando se despidió
de su vida de numeraria -con lo puesto y una reducida maleta-,
comentó: "Me siento como una viuda de guerra,
pero sin pensión".
M. Luisa P., profesora de Arqueología de la Universidad
de Barcelona, fue la quinta numeraria que dijo adiós.
Tenía cuarenta y tres años, y hacía dieciocho
que era de la Obra. Una mujer de espíritu abierto,
culta, muy crítica y reflexiva, escéptica en
casi todo y, como tal, pasiva. Ella misma decía que
tenía que haber dejado el Opus Dei mucho antes que
cuando lo hizo. "Tenía muchos datos -contaba-,
pero me faltaba el plano. Y haciendo el plano que necesitaba
para encontrar la puerta de salida, se me pasaron 18 años".
(Entusiasta de la Historia y, sobre todo de la Arqueología;
le gustaba indagar hasta llegar al fondo de las cosas. M.
Luisa P. falleció hace 10 años, repentinamente,
de un infarto, en la entrada del Museo Arqueológico
de Montpellier, en el transcurso de un viaje de trabajo).
La sexta dimisión sí que fue para mí
del todo inesperada. A mediados de marzo, recibí una
llamada telefónica en la que me comunicaron que M.
Teresa A. -la primera numeraria de Cataluña-, quería
reunirse con las cinco recientes ex numerarias (la cuarta
dimisión había tenido lugar a finales de febrero
de 1975, y la quinta, una semana después).
-¿Alguna sabe el motivo del encuentro? -pregunté.
Sí, el motivo era que M. Teresa estaba decidida a
abandonar el Opus Dei.
Me quedé estupefacta. Pero si tenía más
de sesenta años; estaba delicada de salud; no ejercía
profesión alguna; siempre había funcionado en
tareas internas; no tenía padres, ni fortuna personal
ni familiar, ni hermanos bien instalados que estuvieran dispuestos
a echarle un cable... ¿No iba a ser una especie de
suicidio? ¿Se lo había pensado bien? Era un
caso límite; había que ser muy realista.
Aquella misma tarde nos encontramos todas las convocadas,
rodeadas de un mar de fondo de preocupación que nadie
podía disimular. La "numeraria histórica"
-pequeñita, frágil y de aspecto enfermizo-,
sin apenas preámbulos, tomó la palabra y su
exposición fue tan sobria, escueta, seria y sincera
que vi claro que lo suyo no iba de suicidio sino de testimonio
(tardío, pero testimonio): no quería seguir
engordando un sistema con el que no comulgaba. Hacía
años que le daba vueltas a la idea de salir de allí,
pero el panorama que se le presentaba fuera lo veía
negrísimo y no se sentía con fuerzas para dar
el paso. En aquel momento, no sabía exactamente por
qué, sí se notaba capaz (el hecho de que otras
hubiéramos sido capaces de hacerla sin perecer en el
empeño también le daba una cierta garantía).
Había hablado ya con una de sus hermanas, y tanto
ella como su marido estaban encantados de que fuera a vivir
con ellos. Los hijos se habían casado y disponían
de una habitación libre en la que podía instalarse,
pero su economía iba muy, muy justa, y la única
condición que le ponían era el pago de su manutención.
Quería saber, por tanto, si estábamos dispuestas
a ayudarla a buscar un trabajo.
Le dimos vueltas al asunto. Pensamos en alto, comentamos,
hicimos distintas propuestas y, de pronto, se me ocurrió
la idea de ir a hablar con un matrimonio riquísimo,
amigo de mis padres, con el que seguía manteniendo
una estrecha relación -hasta el punto de que cuando
me fui de la Obra me propusieron que me fuera a vivir a su
casa-. De inmediato me puse en contacto y nos reunimos con
ellos. De forma resumida les expuse el caso, y la respuesta
fue incondicional: "¿Cuánto hay que pagarle
cada mes? -dijo el marido-. ¿Empezamos ya este mismo
mes, para que esta pobre mujer pueda cambiar de marco, sin
alargar más esa situación estresante?".
La ex numeraria que me acompañaba en esta gestión
me miró pensativa, y yo le devolví la mirada
como si estuviéramos pensando lo mismo, y así
era: no acabábamos de ver clara la forma de dar esa
ayuda que, por otra parte, era vital.
-¿No crees -dije- que puede resultar humillante recibir
todos los meses un dinero que no te has ganado de ninguna
forma?
¿No te parece que sería más gratificante
que esa remuneración respondiera a un sueldo justamente
ganado?
-Es que esto que me planteas me complica mucho más
-respondió el marido benefactor-. ¿En qué
tipo de trabajo puedo encajar a esta persona, con la historia
que me habéis contado? Insistimos en la importancia
del tema. Delicadamente, pero insistimos. También intervino,
apoyando nuestro argumento, su mujer, que hasta entonces había
permanecido en silencio -ella había sido supernumeraria
durante bastante tiempo y se encontraba más próxima
a entender el problema-. Con los pies muy en el suelo, propuso
que nos diéramos un margen de 24 horas para ver si
se nos ocurría algo.
Al día siguiente, la idea luminosa llegó y
se puso en marcha. Antonio A. -es el nombre del mencionado
benefactor- era propietario de un montón de pisos que
alquilaba, y el administrador de los mismos desde hacía
tiempo se quejaba de lo que le complicaba la vida revisar
las viviendas cada vez que quedaban vacías y ocuparse
de perseguir operarios para que subsanaran todos los desperfectos
antes de que los nuevos inquilinos entraran a vivir: ése
era el trabajo que podía ofrecer.
Sin esperar un momento, pusimos en contacto a la interesada
con el administrador de las fincas, y antes del fin de semana,
esa mujer madura y frágil -que se había empeñado
en ser valiente-, ya estaba funcionando en su nueva vida:
había dejado de ser numeraria, acababa de trasladarse
a casa de su hermana y, responsable e ilusionada, se disponía
a poner a punto el primer piso vacío para poder alquilarlo
de nuevo.
Pasados algunos días, quedamos para que me contara
qué tal marchaba su estreno, y como era de suponer,
también surgió el tema de si le dolía
mucho aún su largo pasado. Me quedé sorprendida
al escuchar sus palabras: "El estreno bien, todo bien.
De lo demás -añadió-, si quieres que
te diga la verdad, no me acuerdo de nada".
-Supongo que querrás decir -maticé- que no
quieres acordarte de nada, ¿no? Una persona sin memoria
es una persona sin historia, y tú, historia tienes
para rato -añadí.
Sonrió con gesto de abandono -de no querer seguir
la conversación-, y no respondió ni una sola
palabra. Su silencio, sin embargo, era elocuente: estaba deseosa
de un futuro armonioso, porque se encontraba cansada, muy
cansada de un largo y tortuoso pasado. Su intencionado olvido
merecía todo el respeto.
La séptima y última baja de aquel año
terribilis se dio a principios del verano. Era una chica de
Zamora de cuarenta y cuatro años, que hacía
algo más de veinte que era numeraria. Había
estado destinada mucho tiempo en Colombia, luego la mandaron,
enferma, a Pamplona y, más tarde, ya recuperada de
sus males, fue a vivir a Barcelona para hacer un curso de
corte y diseño de moda en el taller del modisto Pedro
Rodríguez. Manola C., así se llamaba, no tenía
estudios superiores, ni tan siquiera el título de bachillerato,
y siempre había trabajado en tareas internas, pero
era una mujer optimista, con voluntad y empuje, y cuando vio
que su crisis dentro de la Obra era irreversible, cogió
el diario La Vanguardia y, un día, otro y otro, fue
seleccionando solicitudes de trabajo, hasta que dio con la
adecuada. Empezó a trabajar en el almacén de
una marca de ropa deportiva y, poco tiempo después,
cuando tuvo su economía básicamente resuelta,
se desvinculó de la Obra.
Como verás, se trataba de personas ya puestas a prueba
por la institución; algunas de ellas muy puestas a
prueba. Ninguna tenía nada que ver con casos como el
de aquel joven numerario, que me contaba que dejó de
serlo el día que su director le dijo que entregara
al secretario de la casa su primer sueldo. Era un chico de
Onteniente (Valencia), que realizaba sus estudios de Periodismo
con una beca en la Universidad de Navarra. El último
verano lo había pasado, también becado, en el
lago de Como (Italia), haciendo un curso de periodismo internacional.
Al finalizar dicho curso, José M. G., regresó
a España, y con su carrera recién acabada, comenzó
a trabajar. Transcurrido el primer mes de "curre",
cobró su salario correspondiente, y muy contento, se
fue directo a comprar una buena máquina fotográfica
y, seguidamente, celebró con sus amiguetes tan fausto
acontecimiento. Al regresar a casa, Contento y dicharachero
y esperando ser felicitado por todos, el director le llamó
y le dijo que de inmediato entregara su sueldo -lo que le
quedaba- y la máquina de fotos al secretario del Consejo
local, ya que él no era dueño de nada. La respuesta
no se hizo esperar, y en menos de 24 horas, el joven numerario
de Onteniente dejó de serlo, al decir adiós,
maleta en mano, con su primer sueldo -todavía calentito-
en el bolsillo y la cámara foto grafica -sin estrenar-,
colgada al cuello.
Como te decía líneas arriba, ninguno de los
siete casos que te cuento tiene nada que ver con éste
del numerario valenciano. Además, en la sección
femenina de la Obra era poco probable que se dieran este tipo
de historias, ya que las ayudas, las becas de estudios y las
promociones profesionales eran casi exclusivas del mundo de
los varones. Entre nosotras, lo más corriente, es que
tu destino fuera una Escuela Hogar, un office o una cocina
de una Administración, quitar el polvo o dar cera y
sacar mucho, mucho brillo.
¿Y fuera de la barca -como decía Escrivá-,
no hay salvación? Pero si, dentro o fuera, los móviles
vocacionales, de aproximación a Dios y a los seres
que nos rodean, siguen siendo los mismos: oración,
sacramentos, honradez en el trabajo, honestidad en la actuación
personal y en las relaciones con los otros, competencia profesional,
afán de contribuir a que la sociedad pueda ser un poco
más justa, más sincera, más amorosa.
Una vez más, me sorprendo al comprobar, que los mismos
principios que un día te movieron a vincularte al Opus
Dei, son los mismos que años después te llevan
a desvincularte por no estar dispuesta a comulgar con ruedas
de molino; porque, poco a poco, te vas haciendo consciente
de que, hacia fuera, predicas una teoría que, hacia
dentro, muchas veces no se vive. Predicas amor, sentido de
responsabilidad, libertad, confianza, desprendimiento, y con
frecuencia eres consciente de que a tu alrededor se masca
demasiada incomunicación, obediencia ciega, artificio,
envidiejas, fanatismo, instalación y seguridad.
En un principio, pensaba que asociarse tenía por finalidad,
el potenciar los valores de todos y cada uno de los asociados
-en mi caso, asociadas-, con vistas a un objetivo común,
pero con el paso del tiempo me fui dando cuenta de que aquella
convivencia -en ocasiones asfixiante- no favorecía
para hacer a las personas mejores; que en aquel mundo tan
cerrado, abundaban las personas que se pasaban la vida enzarzadas
en pequeñísimos conflictos, y esos conflictos
mínimos devoraban todas las energías. Era algo
así como lo que ocurre a aquel que va a una excursión
maravillosa pero que no consigue disfrutarla -paisaje, vista,
colores, delicioso almuerzo, charla- porque tiene una piedrecita
en el zapato. La chinita hace sufrir; se clava en un dedo
o en el talón, y quien la sufre se siente incomprendido
en su sufrimiento. Pero, ¿por qué nunca se le
ocurrirá quitarse, de una vez por todas, la piedra
de zapato? Si se liberara de esa piedra, en alguna ocasión
tropezaría, o se torcería un tobillo, o sufriría
dolor de cabeza por el solo cansancio por la fuerte caminata,
pero también se haría capaz de ver más
allá de su propio sufrimiento, dándose cuenta
de lo variopinto que es su alrededor; que existen muchas cosas
más interesantes que el argumento de su chinita. Sin
embargo, resultaba asombroso comprobar que, la vida comunitaria
de las mujeres de la Obra estaba montada, especialmente, para
las de la china en el zapato, y quienes se la quitaban, de
inmediato se daban cuenta de que necesitaban un espacio mayor
y más abierto para seguir caminando.
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