SER MUJER EN EL OPUS DEI
Autora: Isabel de Armas
CAPÍTULO 1. TIEMPO DE SEDUCCIÓN
-Alegre y despreocupada infancia.
-De prosélita adolescente
a numeraria.
-Una existencia nueva.
-Como "una flor que hay que cuidar
y regar"
Alegre y despreocupada infancia (7
de septiembre, 1998)
Me preguntas sobre mi infancia: cómo transcurrieron
los primeros años de mi vida, cuando conocí
la Obra y me entusiasmé hasta convertirla en el argumento
central de mi vida.
Mi niñez y juventud no creo que tengan ninguna importancia,
sin embargo pienso que a la hora de escribir memorias, es
importante no dejar fuera a quien le ocurren las cosas. Contemos:
"pasó esto o aquello", pero también
es preciso decir cómo era la persona a quién
le pasó. Me parece que los hechos significan más
si conocemos antes, o a la vez, a la persona a quien le ocurren.
¿Quién era yo entonces?
Pienso que si hubiese nacido en un país árabe,
tal vez estaría rezando cinco veces al día mirando
a La Meca, como si hubiese nacido tibetana creería
en el Dalai Lama o si hubiese sido criada en Pakistán
quizá mataría en nombre de Mahoma. Pero nací
en España, concretamente en Madrid, en el seno de una
familia tradicional y bien instalada. Desde mi más
tierna infancia mamé cristianismo, y mi formación
católica se vio reforzada en el transcurso de los doce
años -desde los cuatro a los dieciséis- vividos
en el colegio de la Asunción de Velázquez en
Madrid.
Soy la tercera de una familia de siete hijos, y como tal
no puedo considerarme sino como un número entre otros.
En situación así, cada cual se beneficia de
una solicitud colectiva que no le alienta a creerse alguien
-entre los hermanos muchas veces hemos comentado que la mejor
escuela de humildad la teníamos a domicilio, donde
el comentario irónico y oportuno de alguno, siempre
conseguía bajarte los humos cuando menos lo pensabas-.
Un cierto espíritu de clan; ambiente de orden y de
disciplina; una sólida autoridad paterna y bienestar
y seguridad familiar son algunas otras de las notas dominantes
de mi vida de infancia.
Conocí el Opus Dei cuando comenzaba quinto curso de
bachillerato. Yo tenía inquietud religiosa, y los medios
de formación que la Obra puso a mi alcance -era el
año 1960- supuso para mí un respiro al comparado
con el mundillo de las monjas de entonces. Todo me parecía
más moderno, más abierto, como una bocanada
de aire fresco. Conecté inmediatamente y me volqué
con el entusiasmo, ilusión y generosidad propios de
una quinceañera que cree que ha descubierto algo importante.
Todavía no había cumplido los dieciséis
años, cuando me insinuaron, por primera vez, la vocación
de numeraria; la maravilla de la entrega, la llamada del Señor.
Solía ir a Montelar (Escuela Hogar donde también
podías aprender nociones de decoración, pintura,
guitarra...) los jueves por la tarde, que era la tarde de
la semana que no teníamos colegio. Primero tenía
clase de guitarra, a continuación nos daban una charla
de formación espiritual y, finalmente, quien quería
se confesaba. Y bien, esa fue mi vía de entrada, mi
primera conexión con el Opus, hasta que salí
del colegio dos años más tarde. Entonces fue
cuando me volvieron a plantear la vocación de numeraria
de una manera más firme:
-Es Dios el que elige -me decían-. Nosotras no tenemos
más que responder con generosidad a esa llamada. Recuerda
la parábola del joven rico ("...deja todo cuanto
tienes, ven y sígueme"). Exige, Él exige
mucho, lo exige todo, pero no te arrepentirás porque
el Señor sabe pagar con creces.
Pero a mí, en aquellos momentos, renunciar al amor
humano de por vida me parecía tan insensato como desinteresarme
de mi salvación, creyendo, como creía, en la
eternidad. Vi clara la solución y así lo expuse:
-No, numeraria no. Me haré supernumeraria, pero ahora
tampoco; dentro de unos años, a los diecinueve o a
los veinte, cuando me sienta más madura para decidir,
y mientras me iré formando a través del cumplimiento
de las normas, del plan de vida, de la dirección espiritual,
las convivencias, retiros, etcétera.
Tenía absolutamente idealizada la idea de la unión
de dos seres: descubrir juntos el mundo ofreciéndoselo
el uno al otro, y al mismo tiempo encontrando cada uno la
razón de su existencia en la necesidad que el otro
tenía de él. Dos seres unidos, me parecía
maravilloso.
Pasé del idealismo de los libros de Martín
Vigíl y de la colección Escélicer a contenidos
más consistentes (Unamuno, Camus, Bernanos, Guardini...).
Recuerdo que entonces me gustaba especialmente Paul Claudel
porque glorificaba en el cuerpo la presencia maravillosamente
sensible del alma. A Claudel me lo descubrió la madre
Almudena, una monja del colegio que era hija del filósofo
García Morente, quien se convirtió al catolicismo
-o mejor dicho se reconvirtió- con la ayuda de este
escritor francés. La madre Almudena era una auténtica
forofa del mismo y en sus clases nos leía trozos escogidos
de sus obras.
Fui entrando en su lectura y me compenetré durante
un tiempo con su forma de pensar y de sentir. Pero era con
la espiritualidad de Unamuno con la que conectaba más
en profundidad, sin que sea necesario que me recuerdes que
don Miguel no fue un católico ortodoxo y que hasta
algunas de sus obras Roma las puso en el "Índice"
de los libros prohibidos. Ahora bien, el no-católico
Unamuno, y esto es lo que me parece realmente importante,
irrumpió en medio de la monótona piedad recibida
y usual, para hablar con acento nuevo, íntimo, personal,
de la preocupación religiosa que todo hombre lleva
dentro de sí. Unamuno ha aportado un estilo y una sensibilidad,
hasta él inéditos, para los problemas de la
auténtica vida religiosa. Su influencia como despertador
del catolicismo seglar español fue muy grande y positiva.
En el verano de los quince años topé con mi
primer amor. Él tenía veinte años y,
por supuesto, estaba mucho más rodado que yo. Cuando
me oía hablar y expresar lo que pensaba, insistía
en explicarme que los hombres no eran santos; que el amor
no era tan sublime, y que el pequeño o gran universo
del contacto físico, aunque me pareciera un tanto prosaico,
existía, y hasta contaba mucho para todo el mundo.
Con el fin de apoyar sus tesis, me contaba un montón
de casos conocidos. Yo me llegaba a crispar, pero también
me preguntaba y hacía conmigo misma ejercicios de sinceridad:
¿de dónde venían mis resistencias y prevenciones?
¿Es la formación católica la que nos
deja tal aspiración de pureza, que la menor alusión
a las cosas de la carne nos produce desazón? ¿No
había también ahí mucho de orgullo?
Evidentemente, por mi parte tenía claro que no había
que empecinarse, de manera indefinida, en la virginidad, pero
que se podía vivir un auténtico amor sublime
y blanco, y que las relaciones carnales eran para el matrimonio
y con el fin primordial de contribuir a la procreación.
Mis argumentos eran contundentes y, desde la mojigatería
de mis dieciséis años, lo explicaba así:
-Todo anda bien si el cuerpo obedece a la cabeza y al corazón,
pero no debe ocupar el primer plano.
Por su parte, él opinaba que yo ignoraba casi todo
de la realidad e insistía:
-Esos del Opus te están lavando el cerebro. Te evades
por las nubes y tu medio ambiente está lleno de convencionalismos.
Eres un alma, un espíritu puro y claro, sólo
te interesas por los espíritus y por las almas.
¿Mi actitud era angélica, era un espíritu
puro, vivía en un estado etéreo? No sabía
qué responder. Mi forma de pensar y sentir, de ver
el mundo, era producto de una educación conservadora
y tradicional. Ni más, ni menos.
Por hoy tengo que dejarte. Prometo que en cuanto tenga un
rato libre te escribo de nuevo.
De prosélita adolescente
a numeraria (11 de septiembre, 1998)
Cuando finalicé los estudios de bachillerato, salí
del colegio e ingresé en la Escuela Oficial de Periodismo,
y en mi elección de carrera tuvo mucho que ver la Obra.
Eran los tiempos en que funcionaba a plena marcha aquella
máxima de monseñor Escrivá: "Llenaremos
el mundo de letra impresa", y los socios del Opus Dei
se habían puesto a trabajar con todo su empeño,
creando nuevas empresas periodísticas y sacando a la
calle periódicos y revistas con un aire más
moderno que los que por entonces circulaban. Yo había
cursado el bachillerato de Ciencias y pensaba hacer la carrera
de Ciencias Exactas porque se me daban bien las matemáticas,
pero influida por el ambiente que me rodeaba, cambié
de rumbo, al decidir que con la escritura se podía
hacer más bien que con los números.
En mis años de periodismo leí mucho, ensanché
mi mente y me fui haciendo menos rígida; más
abierta y comprensiva con otras formas de ver e interpretar
la vida.
Poco antes de cumplir la veintena creí encontrar ese
ser maravilloso con el que la mayoría de las jóvenes
de mi tiempo soñábamos. Él era navarro,
abogado de profesión, muy atractivo y campeón
de natación, acababa de romper con una novia anterior,
tenía veintisiete años y muchas ganas de casarse
y encauzar su vida adulta. El verano que nos conocimos los
dos pasábamos las vacaciones en Cambrils (Tarragona)
y yo hacía mis primeras prácticas de periodismo
en el "Diario Español de Tarragona", adonde
iba a trabajar todas las tardes. De ahí surgió,
precisamente, nuestra primera fuente de conflictos. Una y
otra vez me manifestaba sus quejas:
-Para un mes que tengo de vacaciones y tú todas las
tardes trabajando, es más, y a veces hasta por la noche.
No entiendo para qué tienes que currar tanto, si dentro
de un tiempo nos casaremos y te dedicarás, supongo,
a tu familia. Limítate a acabar la carrera, y con eso
ya está bien, es más que suficiente.
Me llenaba de dudas. Estuvo a punto de convencerme, porque
estaba muy colada por él, y cuando le tenía
delante podía conmigo; siempre acababa por ceder.
Sin embargo, cuando acabó el verano y él se
fue a su ciudad y yo a la mía, la reflexión
volvió a mí y me preguntaba: ¿Por qué
he de hacer todo lo que él quiera? ¿Es que me
llena tanto como para ver el mundo solamente a través
suyo?
En una larga carta le expuse todas mis dudas, y como él
era de poco escribir, me llamó inmediatamente por teléfono
para quedar en que hablaríamos con calma el fin de
semana siguiente. Pero no quiso despedirse sin hacer un comentario
escueto y contundente de lo que sería el contenido
de nuestra anunciada conversación:
-Tus cartas, más que cartas de amor, parecen ensayos
filosóficos -dijo despidiéndose con todo cariño
y un cierto retintín.
El encuentro acordado fue providencial, o al menos yo lo
entendí así. Llegó a Madrid acompañado
de toda su familia, pues venía a despedir a una de
sus hermanas -numeraria del Opus Dei-, que se iba destinada
a Filipinas (era el otoño de 1965 y la labor apostólica
se acababa de empezar en aquel país). Este hecho me
dio pie -el ambiente de emociones y adioses lo propiciaba-,
para decide con claridad todo lo que estaba pasando por mis
adentros:
-Me atrae enormemente la idea de poner mi vida al servicio
de un ideal grande -dije-. Me estoy planteando muy en serio
el dar yo también ese paso; hay algo que me llama con
mucha fuerza.
Hablamos, discutimos, lloramos, y a medida que avanzábamos
en el diálogo, las dudas eran menos y la decisión
estaba más clara: esperaríamos hasta la próxima
Navidad y, si por entonces nada fundamental había cambiado,
tomaríamos una decisión definitiva y del todo
sincera.
Al despedimos, comentó muy bajo y como con miedo:
-Creo que en tu fuero interno la decisión ya la tienes
tomada -le temblaba la voz, estaba pálido-.
Y así fue. Pasadas las navidades, hice un curso de
retiro y, al finalizarlo, manifesté a la que iba a
ser mi directora y al sacerdote con el que me confesaba, mi
deseo de pedir la admisión como asociada numeraria.
Hubo gran regocijo y también un recordatorio que, de
momento, me dejó preocupada y con un cierto remordimiento:
-Le has robado al Señor cinco años, porque
a los quince ya tenías una vocación clarísima
-me dijo aquella directora que me conocía desde mis
tiempos de colegio-.
El 19 de marzo de 1966, día de San José, llevé
a cabo mi admisión como numeraria adscrita. En mis
deseos de entrega total tenía cuatro objetivos: vida
interior (profundizar, crecer hacia dentro); formarme a fondo
en cultura cristiana (en el papel que debe desempeñar
en la sociedad una auténtica cultura cristiana); caridad
(entrega al prójimo y ayuda a los más pobres
y necesitados); misión de apostolado y proselitismo
(máxima disponibilidad para el mismo y para la expansión
de la Obra).
Mi "leitmotiv" parecía bien definido. A
partir de entonces se trataba de desarrollado, de darle vida.
El 19 de marzo de 1966 estaba convencida de que me apuntaba
al colectivo más idóneo para llevarlo a la práctica.
Pero, ¿qué pasó? ¿Por qué
no llegó a ser la Obra un medio válido para
su desarrollo? Esto es precisamente lo que vaya tratar de
contarte en el periodo de tiempo que dure nuestra correspondencia.
Mi historia en el Opus Dei la he dividido en distintos tiempos
que he llamado: tiempo de seducción; de adoctrinamiento;
de exaltación; de desengaño; de lucidez; de
ruptura; de resurgimiento y de reflexiones. El contenido de
esta carta forma parte, como verás, del primer tiempo,
cuando estaba aún completamente convencida de que la
providencia había puesto a mi alcance el mejor medio
para crecer en esos cuatro objetivos que acabo de apuntar.
Tuvieron que pasar muchos sinsabores para irme dando cuenta
de que allí dentro, no solamente no avanzaba, sino
que estaba entrando en una carrera que podía llegar
a ser regresiva. A continuación te avanzo un breve
resumen de lo que me fue ocurriendo.
En el plano de la vida interior, siempre he dado una gran
importancia al desarrollo individual, ya que creo que si no
se cultiva el espíritu, las personas acaban por estar
vacías. Allí dentro nos atiborraban con frases
hechas, consignas, reglamentos, normas, intenciones semanales
y mensuales... Y a medida que esta retahíla iba en
aumento, yo iba creciendo en el convencimiento de que el ser
humano rezador necesita recuperar unos planos profundos de
conciencia que no puede sustituir por simples fórmulas
más utilitarias.
En cuanto a profundizar en cultura cristiana, te explico.
Yo tenía influencias muy recientes de Maritain, Mounier,
Lacroix, Teilhard de Chardin, etcétera, que eran algunos
de mis autores preferidos en mis años jóvenes
y tuve que aparcarlos al llegar a la Obra. Allí, durante
algún tiempo, leí y asimilé muy a gusto
a Guardini, G. Thibon, J. Leclerq, R. Garrigou Lagrange, J.
Pieper, G. Chevrot, en fin, todos aquellos primeros autores
de la colección Patmos, que más tarde fueron
arrinconados o retirados, pues dio comienzo una carrera imparable
de vetos, restricciones y prohibiciones, con posturas cada
vez más rígidas y enrarecidas. Parecía
que todos estaban equivocados y que solamente nosotros estábamos
en posesión de la verdad, lo cual era imposible.
En el terreno de la caridad, echaba en falta la más
mínima inquietud por ayudar directamente a los necesitados.
No se fomentaba para nada entre la gente joven -ni en los
mayores, pero mi campo de apostolado eran las jóvenes-,
que dedicaran parte de su tiempo libre a ayuda social (alfabetización,
atención doméstica, acción sanitaria...).
No existía ni tan siquiera sensibilidad hacia ningún
tipo de marginación.
En cuanto a apostolado y proselitismo, lo segundo sí
estaba absolutamente claro: "¿Cuántas han
pitado? Tienen que pitar... Hay que hacer para que piten...".
El "pitaje" era una especie de droga que tenía
que estar en el ambiente de una forma constante, y contagiaba
y aturdía. El apostolado era algo más profundo,
una tarea que exigía mayor seriedad e implicación
personal.
Te cuento todo esto como un avance de lo que iremos desarrollando
a continuación pues, de momento, estaba viviendo a
tope la etapa primera; un tiempo de seducción.
Una existencia nueva (15 de
septiembre, 1998)
Tienes un gran interés por saber si duele mucho el
despegue; el decir adiós a tu familia, a tu medio,
así como el hacerte a una forma de convivencia muy
distinta a la que dejas. Una nueva vida de búsqueda
de santidad personal y entrega; otra vida en la que había
de dominar la responsabilidad de querer ser consecuente con
un serio compromiso. Creo que estaba emocionada y aturdida
despidiéndome de todo mientras me repetía interiormente
palabras austeras: "Cambio amor por Amor, posesión
por entrega, dar, darse, generosidad..." Palabras de
impulso, de ánimo, con las que todas las vallas, todos
los muros se esfumaban. Mi vida sería una hermosa historia
que se iría haciendo verdadera a medida que la fuera
viviendo. Todo era así de simple, idealista, hermoso
y "light", aunque yo en aquel entonces me encontraba
hasta un poco heroína. Nuestro libro de cabecera, Camino,
reforzaba el argumento al decimos que nosotros éramos
los elegidos y los demás "la clase de tropa".
Inauguré mi nueva existencia en Montelar (Madrid),
donde fui muy bien recibida con una acogida calurosa, lo que
agradecí profundamente. Acababa de regresar de Alemania,
donde había ido de viaje de fin de carrera, y después
de pasar un par de días con mis padres en la playa,
casi para decides ola y adiós, regresé al horno
de la capital para estrenarme en mi vida de numeraria, y también
para empezar a trabajar, en régimen de prácticas,
en el periódico "Informaciones".
Era finales de julio y lo normal en esas fechas es alcanzar
los cuarenta grados cada día. En mi nueva casa estaban
entonces seis numerarias -el resto de la plantilla se encontraba
en cursos de verano-, y otras tantas numerarias auxiliares
o sirvientas que se ocupaban de la cocina y de las limpiezas,
no sólo de la Escuela Hogar en la que residíamos
sino también de Torreta, una casa que estaba pegada
a la nuestra y en la que residían todas las superioras
mayores del Opus Dei en España. Era una silenciosa
y cuidadísima vivienda en la que todo relucía
-porque decir que brillaba es poco-, gracias al cotidiano
esfuerzo de aquellas entregadas sirvientas.
De todas las mujeres que vivíamos allí, yo
era la única que tenía un trabajo externo. Enseguida
tuve ocasión de detectar que este hecho creaba una
distancia grande en cuanto a intereses, que los ratos que
pasábamos en común se llenaban con conversaciones
muy superficiales y hasta huecas; la convivencia estaba llena
de cumplidos y sonrisas que la mayor parte de las veces no
respondían a nada, o simplemente a la oquedad que tapaban.
En un principio, pensé que aquella ausencia de contenido
generalizada, que notaba como un peso, era un precio que había
que pagar, ya que lo único que realmente nos tenía
que ligar era la meta común: crecer en vida espiritual
y hacer apostolado.
-Ahora es el momento de crecer para adentro -me decía
repitiéndome esta frase que, a su vez, me decían
mis superiores. Y me conformaba fácilmente, a pesar
de sentirme algo enjaulada.
Tenía el convencimiento de que un día no lejano
esas rejas se romperían, que la sensación de
agobio desaparecería; que cuando creciera en vida interior
me saldrían alas. Era tiempo de sembrar, más
tarde recogería los frutos. Había que trabajar,
obedecer, amar al prójimo que es el próximo,
vivir las normas y volcarse en todo para no dejar ni el más
mínimo cabo suelto.
De los meses transcurridos en Montelar, recuerdo con especial
emoción la oración de la tarde. El oratorio
tenía, en aquella hora, una luz preciosa y el silencio
era casi total. Sólo la ventana abierta dejaba oír
los pájaros y las hojas de los árboles del jardín
mecidas por el viento. El olor a verano era intenso y mis
manifestaciones eran hondas y sinceras: "Si esto que
estoy haciendo es lo que Tú quieres para mí,
Señor, también es lo que yo quiero".
Y ya todo me parecía bien. Así de simple era
la cosa.
Por las noches, acostada en la dura mesa del planchero -la
clase de plancha era mi habitación de dormir y la mesa
de plancha mi sólida cama-, rendida y con la cabeza
hundida en la almohada, a menudo sentía que los ojos
se me llenaban de lágrimas, y me decía algo
así como: "Lloro, luego amo". Y era asombroso
porque me dormía deslumbrada por mi descubrimiento.
Al día siguiente me despertaba con los ojos pegados,
la cara tirante y acartonada, y contenta por estar respondiendo
a la llamada divina. ¡Qué maravilla!, no podía
ser de otra forma.
Mi jornada diaria transcurría así: a las siete,
en pie, media hora de oración, misa, acción
de gracias, desayuno y, a las nueve, comienzo de jornada laboral
en el periódico hasta las tres de mediodía.
Cuando llegaba a casa, comía sola y corriendo para
llegar a incorporarme a un rato de tertulia, que generalmente
hacíamos con las numerarias auxiliares, llamadas también
sirvientas o "nuestras hermanas pequeñas"
-y, efectivamente, como a menores de edad las trataban, pero
sólo en sus ratos libres, ya que a la hora de trabajar,
curraban más tiempo y con mayor intensidad que cualquier
empleada del hogar en una casa normal-.
De "nuestras hermanas pequeñas" llamaba
la atención su aparente infantilismo -siendo como eran,
mujeres hechas y derechas-, y en algunos casos, una sutil
mala "milk". Supongo que una y otra actitud eran
una reacción lógica, pura consecuencia del tipo
de trato que recibían. Se ponían todos los medios
para mantenerlas en una conveniente minoría de edad
mental. Un ilustrativo ejemplo de los muchos que podría
traer a colación es el de una canción que les
había compuesto, para animadas al "curre",
una numeraria de la casa central de Roma, lugar donde el servicio
de limpieza se vivía hasta la extenuación y
como una virtud máxima. Ni que decir tiene que la parte
más dura del trabajo corría a cargo de "nuestras
hermanas pequeñas", y para animar la marcha y
que nadie decayera les hacían cantar la siguiente letra:
"...con mi bata, delantal y gorro, salto, brinco y corro
más feliz que un rey...". (Pasado algún
tiempo, esta canción dejó de cantarse y además
se dijo que ya no era canción oficial y que no tenía
que considerarse "una canción de casa").
Creo que es preciso señalar que ésta fue mi
primera y única experiencia próxima de convivencia
con las numerarias auxiliares.
En el transcurso de las tertulias todas nos sonreíamos
mucho y nos decíamos naderías. A veces, me hacían
contar alguna anécdota del periódico, o tocar
la guitarra para cantar, sobre todo, "canciones de casa"
(canciones compuestas por algún asociado, cuyas letras
hacían alusión al espíritu que nos animaba
y al proselitismo). Con frecuencia se sumaban a aquellas reuniones
diarias algunas de las superioras mayores de la casa de al
lado, y entonces ellas contaban cosas de Roma, del Padre y
de los primeros tiempos de la Obra.
El hecho de que fuera verano y, por tanto, el ritmo de trabajo
atípico, era lo que favorecía la asistencia
casi continua de las superdirectoras en nuestras tertulias
(se hacían después de comer y después
de cenar y eran los ratos comunes de relax). Las tardes, largas
y calurosas tardes de verano, transcurrían en hacer
los encargos que me adjudicaban, en cumplir las normas -oración,
rosario, lectura espiritual y, si podía, dedicaba un
rato a leer y tomar notas de mi bibliografía sobre
la Europa del siglo XX y, en especial, la reciente historia
de Alemania; el fenómeno nazi y su padre Hitler. Como
ya te he dicho, acababa de venir de ese país y me había
quedado impresionada del machacamiento general y de su rápido
resurgir. Tenía que documentarme bien acerca de todo
lo que había visto para escribir una serie de artículos
en el periódico donde trabajaba.
En aquella etapa de estreno vivía obsesionada con
la idea de aprovechar el tiempo a tope, consideraba que esto
formaba parte fundamental de mi vocación: "Es
necesario que tu vida sirva" -me decía repitiendo
las frases que me decían-. Estaba llena de máximas
que me movilizaban y llenaban de esperanza y optimismo.
Contábamos con máximas para cualquier situación
y colaboraban, de forma eficaz, a mantener la moral muy alta,
por las nubes.
Como "una flor que hay que regar
y cuidar" (21 de septiembre, 1998)
Te intriga saber cómo, por parte de la Obra, me dejaron
ir a un viaje de estudios con compañeros de carrera,
siendo ya numeraria.
Efectivamente, hacía cinco meses que había
pedido la admisión como asociada numeraria, pero todavía
vivía en casa de mis padres. Los detalles de mi planteamiento
no los recuerdo con exactitud, me parece que lo expuse como
un hecho consumado, es decir, dando por supuesto que no tenía
más remedio que hacer ese viaje.
Mi argumento se encontraba lleno de lógica: el mencionado
viaje estaba programado para el mes de julio, y yo me iba
a ir a vivir a una casa de la Obra a finales de ese mes, que
era cuando mi familia comenzaba su veraneo. Iría, por
tanto, a Alemania, y al regreso realizaría mi cambio
de domicilio. La directora, que no estaba de acuerdo con este
planteamiento tan lleno de sentido común, me advirtió
de que lo que pensaba hacer le parecía arriesgado:
-Pones en peligro tu vocación -dijo con tono trascendente-
que es como una flor recién nacida a la que es preciso
regar y cuidar para que crezca y se haga grande y fuerte.
La comparación no me gustó demasiado, me parecía
excesivamente blanda. Entonces, tal y como pensaba que debía
hacer, llevé el conflictivo tema a mi oración
y, seguidamente, llegué a la conclusión que
expuse:
-Si mi vocación se va a ir a pique por ir a un viaje
de estudios, ¡qué poca vocación! -argumenté-.
Si resulta que nos definimos como personas corrientes que
nos santificamos en medio del mundo y a través del
trabajo ordinario, ¿qué sentido tiene el exceso
de protección y la actitud de huida?
Y me fui. Eso sí, con la idea clarísima de
que, pasara lo que pasara, y a pesar de todas las dificultades
que me encontrara en ruta, tenía que cumplir la totalidad
de las normas -el llamado plan de vida-, pues consideraba
-siempre lo consideré en los casi nueve años
que permanecí en la Obra- que su cumplimiento sí
que era clave para ser fiel al desarrollo de mi vocación.
Pude sortear los obstáculos y todas las normas fueron
cumplidas, a excepción de la confesión y la
confidencia semanal que tuvieron que esperar unos días.
Aunque han pasado muchos años, recuerdo perfectamente
que, a veces, resultó dificilísimo el conseguir
lo de la misa diaria, ya que el encontrar iglesias católicas
no es nada corriente en depende qué ciudades alemanas.
En la tarea de búsqueda fue vital la ayuda de un compañero
y amigo alemán, que en los lugares donde hacíamos
escala se iba informando de dónde se encontraba la
iglesia católica más próxima, y hasta
me acompañaba. Aparte de esta importante colaboración,
también me encontré con ciertas posturas de
hostilidad por parte de otros miembros del grupo que criticaban
mi impasible idealismo y mi empeño de no mirar la realidad
de frente.
La postura de compromiso que voluntariamente había
elegido, comprendía que no era fácil de entender
por parte de los que me rodeaban y, por tanto, entendía
también que en sus conversaciones hicieran todo lo
posible para que supiera de sus desacuerdos.
Ni que decir tiene que en sus agresivas charlas no me sentía
integrada, pero a pesar de la hostilidad, las seguía
con interés, ya que aquello formaba parte de la realidad
plural que había de conocer y reconocer.
El lenguaje de algunos compañeros era de abierto ataque;
sus pensamientos eran categóricos y sus juicios fulminantes.
Se burlaban, sobre todo, de lo que consideraban el orden burgués,
y me provocaban para poder demostrar que vivía engañada
por las sublimaciones burguesas. Ellos deshacían implacablemente
todos los idealismos, se burlaban de las almas hermosas como
palomas blancas; de la vida interior, lo maravilloso, el misterio.
Aprovechaban cualquier oportunidad para manifestar que los
hombres no eran espíritus sino cuerpos presas de necesidades
y arrojados al universo en una aventura brutal, tal y como
decía Sartre, que en aquella segunda mitad de los años
sesenta estaba tan de moda -a mi Sartre siempre me produjo
cierto rechazo, tal vez por aquella seguridad suya en negar
cualquier rastro de la faz de Dios-. El mundo era así
de rudo y lo demás eran disfraces; ellos habían
tirado todos los disfraces y se atrevían a mirar la
realidad de frente.
Antirreligiosos, anticlericales; el ascetismo cristiano les
repugnaba. Eran posturas muy comunes entre los jóvenes
universitarios de mi generación, y al advertir en mí
los efluvios de un catolicismo y de un romanticismo que les
enervaba, ponían un especial empeño en liberarme
-aunque no les había pedido ningún tipo de ayuda-,
de las mentiras de lo maravilloso, de las complicaciones católicas,
de los problemas espirituales sin salida. Tenía, en
definitiva y según ellos, que tocar tierra.
No voy a decir que en aquellas batallas me encontraba como
pez en el agua -en algún momento ya he dicho que, hasta
cierto punto, me alteraban-, pero tampoco me afectaban demasiado.
_Cuando en soledad repensaba todos aquellos argumentos tan
racionales, tan a ras de tierra, y los comparaba con los míos,
tan espirituales, tan de fe, esperanza y amor, llegaba a la
conclusión de que estos segundos argumentos podían
traducirse en una realidad diaria más rica, solidaria
y animante que los primeros, lo que me daba una gran paz.
Desde el punto de vista profesional, aquel conflictivo viaje
de fin de carrera fue plenamente satisfactorio. El Gobierno
alemán había invitado a los veinte primeros
puestos de mi promoción para que conociéramos
sus mejores medios de comunicación (prensa escrita,
radio y televisión) y lo organizaron todo con la seriedad
y el buen sentido racional que les caracteriza.
Sentía y siento por los alemanes una admiración
que probablemente procede de la ley de la complementariedad.
El español admira en el alemán virtudes de las
más de las cuales él carece: orden, disciplina
y perfecta organización, tesón y trabajo, elevado
nivel científico, técnico e industrial; asimismo
la profundidad espiritual y la seriedad moral. También
me parecía admirable su sorprendente y rápido
resurgimiento económico y su alto nivel medio de vida.
Pero no todo son virtudes, y entre sus defectos cabe destacar
su torpeza para la comunicación con el prójimo,
la dificultad para reaccionar ante lo imprevisto, la carencia
de intuición, falta de flexibilidad y menor capacidad
que nosotros para la distensión. Frente a ellos, los
españoles parecen más humanos, menos superhombres,
menos robots...
La base de nuestro recorrido, sin contar las pequeñas
excursiones, fue: vuelo Madrid-Frankfort -con escala en esta
ciudad-, y desde allí seguimos en tren la cuenca del
Rhin hasta hacer nueva parada en Bonn y Colonia. Resultaba
impresionante comprobar el todavía reciente machacamiento
generalizado que había sufrido aquel país y
su rápido resurgir. Desde Bonn volamos a la preciosa
ciudad de Hamburgo, y desde allí lo hicimos a Berlín,
que me impresionó especialmente, porque en 1966 seguía
pareciendo una ciudad en guerra, a pesar del gran despliegue
de luminosidad y vida nocturna que había en sus calles.
Nos contaron que el gobierno alemán estaba dando a
la gente joven todo tipo de facilidades -mejores sueldos,
menos impuestos-, pero aun así, eran pocos los que
se decidían a ir a vivir allí, y se entendía
perfectamente, ya que el famoso muro de Berlín y los
militares de las distintas fuerzas de ocupación protagonizaban
la vida de toda la ciudad, lo que resultaba un tanto angustioso.
La proximidad del Berlín Este, con sus despampanantes
y ruinosos palacios y sus monumentales edificios abandonados
en contraste con los nuevos bloques de casas baratas y uniformes,
acababan por hacer todo aún menos atractivo.
Aquel viaje -creo que ya te lo he comentado en otra carta-,
despertó mi interés por la historia del siglo
XX europeo y sus protagonistas, y desde entonces no he parado
de leer muchos de los libros que se han ido publicando. Pero
en aquel viaje a Alemania, ¡qué lejos estaba
de encontrar paralelismo alguno entre el fenómeno nazi
y la institución a la que me acababa de afiliar! Fue
muy poco a poco como me fui dando cuenta de los enormes parecidos
existentes entre los creadores de ambos sistemas y sus obras:
liderazgo, carisma, régimen autocrático, obediencia
ciega, fin corporativo, organización, misioneros con
misión, movimiento de masas...
Ahora, contemplando el fenómeno con la perspectiva
que dan los años y la distancia, pienso que el paralelismo
tampoco tiene por qué ser tan extraño, ya que
se trata de personajes contemporáneos e hijos de su
tiempo y circunstancias. De hecho, el Führer no ha sido
el único "enviado" de nuestro siglo, también
fue líder carismático el Duce, en Italia, y
el padrecito Stalin, en Rusia. Todos ellos triunfaron en su
momento con formas de hacer similares, aunque cada uno con
su. ideología y peculiaridades propias. También
en nuestro país estuvo al frente, durante cuatro décadas,
el Caudillo Franco, un personaje de la misma cuerda de elegido,
y para él, "los chicos de monseñor Escrivá"
llegaron a ser un puntal fundamental en sus formas de gobierno.
Eran hombres disciplinados, sobre todo, y con una formación
técnica que a él le faltaba.
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