RECONSTRUCCIÓN
(18 años en el Opus Dei)
Autora: Aquilina
6. VOLVER A EMPEZAR: PRIMER INTENTO
Volví a Roma, a casa de mi familia de sangre que me
acogió con cariño, pero no muy preparada para
respaldarme en el estado de devastación en que me encontraba.
Entré nuevamente en lo más profundo de la depresión
que se había desatado hacía ya dos años.
Dependía de los psicofármacos y de la terapia
que inicié con un psiquiatra numerario, la única
persona con la que mi escrupulosa conciencia me permitía
hablar de mis problemas.
Me fui de la Obra sin trabajo y con treinta y tres años,
sin ninguna experiencia profesional en el mundo exterior,
en una ciudad que me resultaba completamente extraña
para mí después de diecisiete años de
lejanía. Y sobre todo me fui de la obra completamente
vaciada, como pude experimentar pronto. Ningún trabajo,
ninguna experiencia cotidiana había logrado devolverme
-al menos en el breve y medio período- aquel sentido
de plenitud que había sentido antes, cuando estaba
a punto de salvar al el mundo y salvar a las almas, cuando
tenía continuamente un hilo directo con Dios y la convicción
de conocer detalladamente su voluntad.
La solicitud de dispensa de los votos solemnes que había
hecho de manera perpetua me fue comunicada el día de
viernes santo de 1988. En realidad, durante años todavía,
no me desenganché de la fuerza de gravedad de aquella
mentalidad y aquella aproximación de entender al mundo,
si se puede llamar acercamiento o entender.
Mi experiencia difiere radicalmente de la de otras personas
que han tenido la lucidez y el ánimo de ver y criticar
desde dentro los aspectos negativos del Opus Dei, aunque creo
que muchas otras personas, silenciosas y discretas -como la
obra nos quería-, tengan a sus hombros una historia
parecida a la mía.
A mí me fueron necesarios más dos años,
desde cuando tomé dentro de mí la decisión
de irme, para conseguir la dispensa formal de la incorporación
definitiva a la obra. Pero han sido necesarios después
más de diez, para salir de los condicionamientos mentales
que la formación de la obra me provocó interiormente.
Me fui con la convicción que la obra no podía
ser más que santa y justa, puesto que contó
con la aprobación de la Iglesia. La educación
recibida en mi infancia ha pesado mucho sobre esta imposición
mental: espíritu de obediencia; desconfianza hacia
el propio criterio y hacia la misma capacidad crítica;
desconfianza hacia la capacidad racional; incapacidad para
descifrar los mensajes de alarma que llegan del propio cuerpo
y de la misma psique; huída de los conocimientos que
procedían de los mecanismos psicológicos, temidos
como amenazas contra la visión sobrenatural y cristiana
de la existencia. Todas estas cosas las he respirado en el
entorno familiar de mi infancia y se han visto severamente
reforzadas por la formación recibida en la obra. El
resultado de todo eso ha sido que, antes de dudar de la Iglesia
o de una de sus instituciones, en aquella situación
era normal que dudara sólo de mí misma. El mal
no podía proceder más que de mí y ese
fue un gran error. Me fui pensando que me iba por no estar
a la altura.
Si tuve que luchar para perseverar en mi solicitud de dispensa,
nunca habría sido capaz de hacerlo sino hubiera tenido
aquel profundo malestar y aquella amenaza de desintegración
interior que me urgió y me dio fuerzas. No creí
estar librando una batalla sacrosanta, sólo estaba
tratando de ponerme a salvo.
En todo he sido una persona fácil para la obra: incluso
en mi falta de perseverancia, no he provocado escándalos,
no he criticado el sistema en su conjunto, no he acusado a
nadie. Sólo quise que me dejaran en paz, no oir hablar
de Opus Dei, ni de las normas del plan de vida, ni del Padre,
ni del Fundador, ni de la confidencia, ni de la corrección
fraterna.
En realidad, cuando me fui de la obra, estaba bien lejos
de ser una moribunda, al menos espiritualmente, como me pareció
en aquel entonces. Mi energía vital, mi apego a la
vida, a la salud, a la realidad, sin que yo lejanamente lo
sospechara, iniciaron su reconquista. En aquel período,
a causa de la fuerte depresión, a menudo me imaginaba
que acabaría mis días en un geriátrico.
En realidad -no pude imaginarlo tampoco entonces- estaba iniciando
un camino de madurez y crecimiento, de trabajo sobre mí
misma que me llevaría -algo más de diez años
en un tiempo largo pero razonable- a recobrar mi madurez,
mi equilibrio, la capacidad de construir mi vida, de responsabilizarme
de mis elecciones, de disfrutar de mis pequeños y diarios
logros.
Pero este escrito no es sólo de mi vida en la obra,
sino también de los años que la han precedido
y de los que la han seguido. Los precedentes son importantes
para entender cómo es posible que me haya ocurrido
todo eso. Lo que pasó después es importantes
para entender cómo se puede salir, incluso en casos
como el mío, en que no se ha mantenido la lucidez para
juzgar correctamente la realidad que se está viviendo.
Unos meses después de mi vuelta a Roma, encontré
un trabajo, insatisfactorio y frustrante, pero que me dio
autonomía económica, como secretaria en un estudio
médico. Mis dos hermanos casados, con hijos pequeños
y con los típicos problemas de las parejas jóvenes,
no me podían ayudar a crearme una red de amistades
y conocimientos. El hermano más joven, que tenía
en aquella época 13 o 14 años, toleró
mal la nueva presencia en la familia de aquella hermana que
nunca había aparecido antes, y todas mis tentativas
por hacerme su amiga, naufragaron frente a su hostilidad juvenil.
Logré sólo conocer a personas más extrañas
e inestables que yo.
Por mi parte, además de la tentativa de incluir entre
mis conocidos a "elementos" masculinos, continué
con un estilo de vida no muy diferente de aquél que
había tenido hasta a entonces. No logré superar
un pudor enfermizo que me hacía imposible ponerme pantalones,
acortar una falda o vestirme de manera más femenina
y atractiva. Dejé de usar el cilicio y las disciplinas
y por fin dormía sobre un colchón, pero me fue
impensable abandonar la misa diaria y permitirme la lectura
de libros no ortodoxos, según mis anteriores esquemas
mentales. Sin embargo, aunque muy lentamente, algo empezó
a moverse. Empecé a experimentar el placer de adquirir
alguna prenda para mi vestuario sin que nadie la supervisara,
a hacer algún regalo, -a menudo exagerado- para compensar
todos los que no hice nunca a ninguno de mis seres queridos,
a mis hermanos y a mis padres. Me acuerdo la primera vez que
volví a poner los pies en un cine, a donde no había
vuelto desde que me llevaban de niña o alguna salida
a cenar con los primeros hombres, algo extraños, que
logré conocer.
Todo este estado de cosas me pesaba y no lograba digerirlo,
a pesar de la terapia que, con grandes sacrificios económicos,
seguí permitiéndome. Mi pasado pesó tanto
sobre mi presente que estaba convencida de que, si nunca hubiera
llegado a casarme, habría estado solamente con una
persona que hubiera pasado por experiencias parecidas a las
mías, con la que hubiera podido compartir aquellas
experiencias sin traicionar, con esas confidencias, aquel
Opus Dei al que me sentía atada por razones de una
lealtad que me invadió silenciosamente, casi como una
complicidad. Aunque empecé a percibir algunas de las
cosas que experimentaba como equivocadas, todavía más
equivocado me habría parecido, entonces, lavar fuera
de casa aquellos trapos sucios.
El trabajo, con un jefe de carácter intratable, siempre
me pesó de más, pero no osé dejarlo porque
era muy importante mi independencia económica. Pero
en el verano de 1989, después de casi año y
medio que trabajar allí, me fue brindada la oportunidad
de partir para Armenia con un programa de cooperación
de ayuda a los devastados.
Desde que salí de la Obra, prácticamente no
volví más a un centro del Opus Dei, salvo a
la casa central de Roma, dónde mi presencia pasaba
más inadvertida por el continuo flujo de peregrinos
que van a rezar a la tumba del Fundador. Fui unas pocas veces,
al principio, para confesarme, pero sabía que con mi
salida, las reglas del juego no permitían que yo fuera
libremente por alguna sede de la Obra, ni yo tuve particular
interés en andar por sus alrededores. Con los ex miembros
se rompen todas las relaciones, al menos con aquellos más
conocidos, pero al mismo tiempo se hace alguna excepción
cuando, como en mi caso, se trata de personas que no se ponen
en plan conflictivo: entonces se acepta que se les proponga
colaborar en proyectos de tipo público, en los que
no se solicita la pertenencia a la obra y que más bien
son utilizados para demostrar que el Opus Dei involucra a
todo tipo de personas en sus apostolados.
Necesitaban personas para un programa de cooperación,
y yo me sentí muy contenta de participar en algo que
se parecía lejanamente a las actividades a las que
tanto me dediqué en los años pasados. En Armenia
estuve seis meses y allí conocí al numerario
que al final se convirtió en mi marido. Todavía
pertenecía a la obra, pero estaba sumido en una gran
crisis, y empezó a cortejarme enseguida. Yo no habría
podido no dejarme implicar en aquel cortejo, necesitaba demasiado
querer a alguien y ser querida y eso me hizo superar todas
las dificultades que tuve desde el principio, puesto que él,
habiendo vivido incluso en el Opus Dei momentos muy difíciles,
no había iniciado todavía su proceso de separación
de la obra. Estaba tan lleno de su problema que era incapaz
de invertir más esfuerzo en construir nuestra vida
en común.
He meditado mucho, naturalmente, sobre la ruptura de nuestro
matrimonio, y sé que las responsabilidades fueron de
los dos por igual. Las mías estuvieron en casarme sin
estar dispuesta a aceptarle a él tal como era. Tenía
la convicción de que lograría cambiarlo, que
conseguiría que se adaptara a la vida y de que echaría
el ancla en la realidad. Y pensé que yo tenía
decisión, fuerza y energía suficiente por ambos.
Sólo después aprendí que esto es un error
y que, antes que yo, lo intentaron otras mujeres. Pero cuando
lo comprendí, el daño ya estaba hecho.
Todo fue, desde el primer momento, una gran equivocación.
A pesar de muchos sufrimientos, seguí cometiendo errores.
Mis inseguridades me llevaron a buscar fuera de mí
las soluciones en lugar de buscarlas dentro. Tenía
primero que haber aprendido a sostenerme sobre mis propias
piernas, a ser autónoma, a darme a mí misma
serenidad, seguridad, aprobación y cariño: a
ser de verdad una persona adulta, en una palabra.
A los 35 años llegué completamente desprevenida
al matrimonio. Para mí fue una necesidad, no una libre
elección. Una necesidad para salir de la soledad, para
dar y recibir amor, para tener un hijo, que es una necesidad
a menudo improrrogable para una mujer de esa edad, quizás
aún más en mi caso que sólo veía
a mi alrededor escombros de la vida pasada.
No he sido deshonesta, pero no era todavía capaz,
en mi inexperiencia de vida, de no hacer referencia o comparaciones
a lugares comunes de los que todavía no había
salido. La proximidad y el cariño de una persona necesitada
de mi ayuda, como yo de la suya, me llevaron a infravalorar
las dificultades que incluso vi ya desde el primer momento.
Sucesivamente también tuve la oportunidad de hablar
de mis dudas con un sacerdote consultor de la Sagrada Rota,
que me dijo que seguramente hubiera sido posible una nulidad
de nuestro vínculo matrimonial, debida al hecho que
cuando lo contrajimos todavía estábamos ambos
en una situación de una fuerte inmadurez psicológica
y desestabilización, debida al radical cambio de la
orientación de nuestras vidas.
No quiero pararme, por respeto a mi marido y a su intimidad,
sobre los hechos concretos, en algunos momentos realmente
dramáticos, que nos llevaron a la separación.
Ambos habríamos tenido que cambiar muchas cosas de
nosotros mismos para lograr formar una auténtica pareja.
Yo estaba dispuesta a hacer este trabajo sobre mí misma;
él no tenía madurada esta decisión por
lo que a él le concernía, y en todo caso los
tiempos de evolución de cada uno de nosotros se han
revelado extremadamente diferentes. Durante el tiempo en que
intenté por todos los medios que él cambiara,
nuestro matrimonio continuó entre miles de conflictos.
Hubo un punto en el que comprendí que me era imposible
cambiar a mi marido si él no decidía cambiarse
a sí mismo, y entonces nos separamos.
En este momento, mi historia se sitúa, según
me parece, al principio de mi salida de la órbita de
la mentalidad clerical, y en cierto sentido es una deuda que
tengo con mi marido. Si hubiera encontrado a un compañero
normal y pasablemente centrado, que no hubiera tenido nada
que ver con el Opus Dei, probablemente habría continuado
razonando con mis antiguas categorías mentales y comportándome
según determinados modelos aprendidos en la Obra, aunque
ya hubiera salido de ella. Sólo una persona tan aturdida
y confusa como mi marido pudo provocar el corto circuito que
me hizo cortar con aquel universo interior. La desesperación,
la desestabilización que él tenía y lo
anclado que estaba en la mentalidad y en los valores aprendidos
en la Obra, hizo que se parapetara detrás de aquella
respetabilidad y de aquellos prejuicios pseudo-morales y fundamentalmente
misóginos en los que habíamos sido formados.
Así fue como estallé y me di cuenta dónde
estaba el problema. Y así pude empezar a cortar todos
los lazos interiores que continuaban atándome a aquel
mundo del que yo había renegado, pero del que todavía
no había conseguido salir ni psicológica ni
moralmente.
Tras ocho años más, tampoco había borrado
completamente mi pasado y me encontré de nuevo de pie
entre las ruinas polvorientas de mi vida. Casi a punto de
cumplir 40 años, tenía que volver a empezar
una vez más.
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