RECONSTRUCCIÓN
(18 años en el Opus Dei)
Autora: Aquilina
3. MADUREZ Y LIBERTAD INTERIOR
En aquellos años aprendí a meditar y a rezar,
y un día bello e inolvidable, de aquellas inciertas
tentativas, algo nació dentro de mí completamente
nuevo, aunque, probablemente, no completamente sobrenatural:
estaba en la ribera de un lago, rodeada por un paisaje sereno
y tranquilo; me transporté a dos mil años antes
y casi veía al Maestro rodeado de sus amigos, hablándoles
de su doctrina y llevando adelante la obra de la redención.
A raíz de esa "experiencia" hice trabajar
mi fantasía sobre el evangelio para mostrar en sugestivas
historias a los oídos jóvenes que me escuchaban,
la doctrina cristiana. Al hacer extremadamente asequibles
y fascinantes las duras exigencias morales que quería
transmitir a los que me escuchaban, esperaba que pudieran
seguir a Cristo mediante la entrega total en el Opus Dei.
Creo que lograba ser muy convincente porque creía firmemente
en lo que decía, más que en las exigencias desmesuradas
e injustificables, que otros quizá más preparados
que yo, ponían alegremente sobre los hombros de los
demás. Mi esfuerzo de racionalización resultó
irresistible para muchos.
La fuerte propensión al racionalismo cristiano, cimentado
por la apologética y sobre la dialéctica teológica
que existen en el Opus Dei, acentuó mi tendencia a
valorar mi dimensión intelectual en perjuicio de una
afectividad cada vez más oprimida e inmadura, que durante
mucho tiempo me creó grandes problemas. El apostolado
de amistad y confianza se convirtió para mí
una verdadera especialidad, puesto que, libre ya de las trabas
paternales y justificada por una mayor gloria de Dios, podía
y debía tratar y cultivar las más amistades
posibles, naturalmente solo femeninas, para acercar a través
de mi amistad, el mayor número de personas a Dios.
En suma, el Opus Dei resultó ser perfecto para hacer
trabajar mi imaginación y tuve éxito: me dieron
encargos cada vez más importantes y llegué muy
joven a tener responsabilidades de gobierno a nivel nacional.
En los 80, con veinticinco años recién cumplidos,
terminada la licenciatura con mención de honor en Filosofía,
me dieron el encargo de responsable nacional de las actividades
apostólicas de la Obra con las chicas jóvenes.
Por mi padre había sido educada en la obediencia -a
él y a la moral católica que me había
inculcado-, como a una de las mayores virtudes cristianas,
y sobre todo a ver en la desobediencia la raíz de cada
desorden y de la imposibilidad de construir algo bueno en
la sociedad. De la obediencia a él pasé a obedecer
en nombre de un bien mayor, lo que supuso que seguía
obedeciendo a otra entidad superior, pero obedeciendo y seguí
creyendo que obedecer era lo mejor para aplacar mi 'yo' exigente.
Sobre esos criterio se ha basado durante años mi moral.
El Opus Dei acentuó esta deformación, y en la
formación que recibí, como todas las otras personas
de la institución, se enfatizó desmedidamente
la importancia doctrinal y ascética de la obediencia,
la sumisión total y sin crítica al magisterio
eclesiástico (interpretado por el Padre y las indicaciones
que éste hacía a los directores y que se basaban
principalmente en una doctrina tridentina), la importancia
de identificarse con el "buen espíritu" entendido
como una jerarquía de valores, un conjunto de normas
y de reacciones a las situaciones que acaban por ejercitarse
de una manera instintiva.
En el Opus Dei se habla mucho de la libertad de la que gozan
los miembros de la asociación. Yo debo reconocer que
no he recibido nunca una indicación explícita
respeto al partido político a quien votar y la carrera
universitaria que estudié tuvo la aprobación
de las directoras. Por lo que concierne el trabajo profesional,
no lo ejercí nunca exteriormente durante los años
que fui numeraria. Y como directora espiritual, evité
siempre dar indicaciones concretas sobre el trabajo de las
demás. Pero esto no significa que haya sido realmente
libre en otros aspectos ni en otros ámbitos, porque
los medios que se usan en la obra para controlar las decisiones
y los comportamientos de los socios y los simpatizante es
otro: el llamado "buen espíritu".
El "buen espíritu" es una especie de ley
no escrita que se graba en lo más íntimo de
cada uno por la formación impartida incesantemente
en la obra. Es transmitida lentamente, de mil pequeñas
maneras y detalles que se estratifican dentro de la persona
llegando a formar una especie de segunda naturaleza y de una
segunda conciencia. Se cultiva con métodos que son
muy difíciles de definir: innumerables detalles que
tienden a cambiar la forma de ser y de actuar para ser coherentes
con el "buen espíritu" e igualmente innumerables,
minúsculas (o no tan minúsculas) frustraciones
y castigos para cuando no vives esa coherencia con el "buen
espíritu". De este modo no hay necesidad de ponerlo
por escrito para transmitirlo, y en efecto, los mil criterios
y comportamientos de "buen espíritu", en
su mayor parte, no están escritos en los documentos
oficiales de la obra pero su existencia se mantiene en una
especie de tradición oral: son ejemplos que se citan
en las lecciones de formación, que practican adecuadamente
las personas más integradas en el sistema y que se
ponen de ejemplo a las otras. Hay todo un anecdotario de recuerdos,
de comportamientos del fundador o de los más antiguos
de la obra que se utilizan, dando por implícito, que
aquellos comportamientos, aquellas orientaciones mentales,
aquellos criterios y aquellos juicios son de "buen espíritu":
los que satisfacen al Padre, los que hacen que la obra sea
fecunda en sus apostolados, los que llevan a la santidad a
la persona que los practica...
Reglas de este tipo, probablemente, se pueden encontrar en
muchas otras organizaciones de la Iglesia. Lo que las convierte
en criticables es la exagerada intolerancia, más silenciosa
e implícita pero drástica, que lleva en el Opus
Dei a la inexorable marginación de cualquiera que se
aleje de los criterios del "buen espíritu"
y esto se hace, paradójicamente, en una organización
que tiene en la libertad y en el pluralismo, su estandarte.
De este modo, en la obra, se es prisionero y guardián
de la misma prisión. Las personas, si tienen "buen
espíritu", ejercen sobre ellos mismos una vigilancia
estrecha, son censores despiadados de sus faltas y se convierten
en sus propios delatores delante del tribunal de la dirección
espiritual con el director laico.
Los directores son, normalmente, las personas que mejor encarnan
los criterios del "buen espíritu", operándose
así una especie de selección anti natural que
hace crecer y prosperar la tipología del numerario
que vive y exalta el "buen espíritu": una
persona que no se hace nunca preguntas con respecto a la obra;
que calla cada duda como si se tratara de una tentación;
que rechaza como una infidelidad las individualidades de cada
persona... porque lo más importante es la fidelidad
al espíritu de la obra.
Estos comportamientos también están muy lejos
de la virtud de la sinceridad. Cada virtud -cristiana o humana-
para serlo realmente, tiene que estar sustentada en la libertad,
no sólo en la libertad de los condicionamientos externos
sino también y sobre todo en la misma libertad interior.
En el Opus Dei, si se tiene "buen espíritu",
esto no sucede así. No se puede prescindir de contar
al director o a la directora, en la charla semanal de dirección
espiritual, el más mínimo pensamiento que pueda
suponer un atentado contra la fe o la pureza o la vocación
o una crítica o una intolerancia hacia lo que hacen
o dicen los directores o el Prelado.
No es posible ninguna mediación de sentido común
en todo ello; los criterios predeterminados están demasiado
claros. Cuando a veces he intentado administrar de manera
más autónoma mi conciencia, no logré
nunca superar un gran remordimiento que nacía a continuación,
y al final tenía que volver, de manera compulsiva a
la que se llama "la madre buena", a la obra, para
encontrar así una especie de momentánea serenidad
y paz interior.
Arriba
Anterior - Siguiente
Volver
a Libros silenciados
Ir a la página
principal
|