RECONSTRUCCIÓN
(18 años en el Opus Dei)
Autora: Aquilina
4. CRISIS DE VOCACIÓN
Cuándo antes he señalado al trabajo de alistamiento
de nuevas vocaciones para el Opus Dei, he tocado un tema que
ahora, después de muchos años, me parece percibir
como la cosa más inmoral de todo aquel sistema: el
proselitismo incansable que persigue -por la táctica
de hacer creer que la voluntad de Dios se manifiesta a través
de la voluntad de los que pertenecen a la organización-,
implicar y captar al mayor número posible de personas,
olvidándose y pasando por alto las circunstancias personales,
las necesidades familiares o las aptitudes o el carácter.
Sólo experiencias sexuales anteriores o una forma de
ser demasiada insulsa y ningún atractivo personal puede
librar de caer en las redes, a la persona objeto de nuestras
persecuciones proselitistas (hablo respecto a las mujeres
porque en el Opus Dei existe una rígida separación
entre la parte femenina y masculina de la asociación).
Yo creía en lo que hacía, y por lo tanto lo
hacía con pasión, sin ahorrar horas de sueño,
ni viajes, ofreciendo las penitencias más pintorescas
y todo lo que la imaginación y el entusiasmo me sugerían
para lograr vocaciones.
Pero, incluso haciéndolo con entusiasmo, no tenía
siempre paz dentro de mí: se alternaron momentos de
depresión, -que entonces no fui capaz de reconocer
como tales-, y crisis terribles de escrúpulos, que
si hubiera estado más segura de mí misma, hubiera
sido capaz de interpretarlas como señales que mi cuerpo
y mi psique me enviaban una alarma, y me habrían puesto
sobre el aviso acerca del hecho de que las cosas no iban tan
bien como yo pretendía.
Cuando miro atrás en mis recuerdos, creo recordar
la primera vez que experimenté la sensación
de la angustia de la depresión, ese malestar del alma
y del cuerpo que crecía dentro de mí hasta devastarme
y que se volvió, por muchos años, el compañero
de mi existencia. Fue alrededor de un año y medio después
de pedir la admisión en la obra.
Todavía no había empezado a hacer vida de familia
en un centro. En mi primer curso anual, el verano anterior,
experimenté la convivencia durante unos 20 días
sin que transcurrieran incidentes a destacar. En Semana Santa,
me encontré de nuevo entre gente de la obra en la convivencia
de Pascua, una ocasión en la que miembros de la obra
y simpatizante de todo el mundo se reúnen en Roma por
un acontecimiento que, para el exterior, aparece como un mega
congreso universitario, pero que en realidad tiene como objetivo
principal provocar la crisis vocacional en las personas más
dispuestas o influenciables. En aquellos días todos
los aspectos de la vida del Opus Dei se vivían, si
fuera posible, con tintes aún más cargados de
lo usual: los encuentros con el Fundador, con todo lo que
esas tertulias llevaron consigo de adhesión incondicional
a cada palabra que pronunció, de demostración
exagerada de cariño, de alegría, de la preparación
de cada intervención (preguntas que se le hacían
al Fundador) para evitar todo lo improcedente o negativo;
la preocupación y el empeño para que nuestras
amigas se decidieran a pedir la admisión en la obra
o se convirtieran al catolicismo. Además cada una de
nosotras tenía que hacer un esfuerzo aún mayor
para vivir, además del plan de vida habitual, un apostolado
más cerrado y constante con las amigas de las que era
responsable sin olvidar las prácticas de mortificación
y penitencia habituales en medio de las condiciones nada fáciles
de un tour turístico.
Además de los encuentros con el Fundador, aquellos
días se establecieron visitas guiadas a las casas centrales
de la organización -villa Sachetti y Villa de la Rose
- tertulias con las directoras centrales que se basaron exclusivamente
sobre el Padre y sobre el apostolado en los distintos países
del mundo, visitas a basílicas y a las catacumbas romanas,
los oficios de la Semana Santa celebrados de modo solemne
y en las formas litúrgicas más ortodoxas y,
por tanto, más prolongadas. Psicológicamente,
nos encontrábamos en un ambiente de gran tensión
interior por las posibles vocaciones: la preparación
de la pregunta, quizás decisiva para el sí definitivo,
que una amiga debía dirigirle al Padre en la próxima
tertulia con él, el coloquio prolongado y a menudo
nocturno -ya que durante el día había demasiados
encargos y actividades que dificultaban la conversación
privada- con la chica con crisis de vocación, la espera
a ser invitadas a participar en los oficios de Villa Sachetti
-una de las señales más grandes de distinción
para las numerarias-...
Probablemente fue por la presión a que fui sometida
por todos estos factores que, a pesar del placer que me suponía
encontrarme lejos e independiente de mis padres, de no tener
que pedir continuamente permiso para salir o para verme con
alguien, el poder rezar y hacer apostolado a mi gusto, en
algún momento me encontré extraviada: con la
sensación de una gran soledad, presa de un malestar
interior que no entendía y que se manifestó
físicamente haciéndome sentir amargada, confusa,
como decepcionada por algo indefinido, atascada y ralentizada
en mis movimientos, infeliz sin un porqué concreto.
Gracias a la educación familiar recibida, que veía
en la fuerza de voluntad la panacea para todos los males,
reaccioné a aquellas sensaciones y me las quité
de encima con relativa facilidad volviendo a meterme de lleno
en lo que estaba convencida de que era mi sueño realizado:
ser del Opus Dei, saberme hija de Dios y haber sido llamada
a entregar toda mi vida para salvar almas.
Desde aquel día, aquel extraño estado de ánimo
volvió de vez en cuando, esporádicamente, a
asomarse dentro de mí. En un primer momento pensé
que dependía de los altibajos fisiológicos de
la vida de cada uno. En los años del Centro de Estudios
lo atribuí a la fatiga por compaginar al mismo tiempo
el bachillerato con el esfuerzo de la formación intensa
de aquel curso y en general a las condiciones exigentes y
muy duras de la obra. Me pareció que el encontrar la
causa sería suficiente para justificar ese malestar
tan desagradable, sin sospechar nunca que pudiera ser la señal
de que había algo que no iba bien a un nivel más
profundo y más grave. Al final, me acostumbré
a pensar que era normal encontrarme combatiendo periódicamente
una molestia que se presentó con el transcurrir de
los años de una forma cada vez más pesada, más
dura y frecuente.
Toda la formación que recibí en el curso de
los años y que fue reforzada diaria, semanal, mensual
y anualmente por los más variados medios de formación,
me enseñó que la santidad pedía lucha
y esfuerzo, que la naturaleza humana quería rebelarse,
y por tanto interpreté mis dificultades interiores,
mis bajones y mis cambios de humor, al peso que advertía
cada mañana cuando me despertaba y tomaba conciencia
de mí. A la luz de los tratados de ascética,
empecé a pensar que me encontraba en la noche oscura
descrita por santa Teresa de Ávila y por san Juan de
la Cruz.
Vivía con deseo y rechazo al mismo tiempo la charla
semanal de dirección espiritual: por una parte sentía
un deseo urgente y de diálogo íntimo realmente
espontáneo y sin reservas con un ser humano. Con las
amigas que trataba con fines apostólicos y proselitistas
no habría sido de "buen espíritu"
tener confidencias personales si no en la medida en que mis
posibles gestos de confianza tuvieran el fin de atraerlas.
Estaba censurado y considerado como de pésimo mal espíritu,
contar dificultades, dudas, insatisfacciones, temores o nostalgias
a alguien que no fuera la directora impuesta. Estaba censurado
también que habláramos de esto en nuestro centro:
que habláramos entre nosotras mismas, -con otra numeraria
que no fuera mi directora espiritual-. Cada pensamiento de
este tipo había que catalogarlo como tentación
y por tanto descartarlo lo más pronto posible, informar
de él en la próxima dirección espiritual,
pero también allí sin buscar entender ni que
me entendieran, sólo las palabras necesarias para pedir
perdón y pasar a otra cosa.
Con las otras asociadas las censuras aún eran más
tajantes: los argumentos y las confianzas personales eran
tabú fuera de la charla de la dirección espiritual
porque, entre nosotras ya miembros de la Obra, no teníamos
la excusa de decir que estábamos haciendo apostolado.
Los consejos que recibía en las charlas de dirección
espiritual me decepcionaban intensamente y me dejaban con
una insatisfacción cada vez más profunda. Además,
obedecer también supone en la Obra hacer la charla
con quien te digan, no con quien tú elijas, así
que tenía que sincerarme con personas que en algunas
ocasiones me resultaban antipáticas y repelentes. Eso
era también un esfuerzo añadido porque ese sentimiento
tan natural y tan elemental de que una persona te inspire
más confianza que otra, no está admitido en
la obra.
Nadie advertía mi problema ni sabía encauzar
mis sentimientos o sensaciones. Mi rigidez mental y mi esmero,
como ya he contado, me obligaban a hablar en estas charlas
abriéndome completamente, sin permitirme la mínima
reserva mental o el mínimo atisbo de discreción.
Por otro lado, quién me escuchó no se tomó
con demasiada seriedad mis dificultades interiores y exteriores
y hasta tuve la sensación que minimizaba o veía
como un fastidio mis interpretaciones místicas antes
las dificultades que sentía.
De este modo siguió creciendo mi ignorancia y mi incapacidad
para poner remedio a mi malestar interior: sentía que
la parte más íntima de mí se estaba desmoronando
ruinosamente, pero no tuve ni las palabras ni las categorías
mentales para hablar de ello ni para conseguir la ayuda de
que necesitaba. A pesar de eso, confiándome en lo que
siempre me enseñaron, y que yo había enseñado
a las demás, seguí creyendo con confianza en
el valor de la sinceridad, de la humildad y en el amor de
la obra hacia mí: "Habla, y se solucionará
cada dificultad interior"... "Abrid completamente
vuestras almas al buen Pastor, si queréis perseverar"..."El
buen Pastor (el Padre, las directoras en su nombre) toma sobre
sus hombros a la oveja que está perdida"... "En
la obra existe toda la farmacopea necesaria"...
Yo hablaba, siempre con mayor dificultad y cada vez más
a contrapelo y desorientada y no lograba recibir las respuestas
adecuadas, ni orientaciones precisas ni diagnósticos
para saber cómo actuar. La vida en la obra, que quise
durante años, empezó a disgustarme. Mi "buen
espíritu" todavía se negaba a sumar dos
más dos, a conectar las causas con los efectos, a remontar
la saturación a la que había llegado por aquel
estilo de vida tan poco auténtico, tan contra natura,
tan inhumano y por lo tanto, tan poco sobrenatural.
Inicialmente pensé que Dios me enviaba esa insatisfacción
porque quería de mí una entrega más profunda.
En algunos momentos incluso pensé en pedir ser numeraria
auxiliar: ocultación total, olvido, abnegación
en una vida de humildad y sumisión radicales. Pero
no había oído nunca que se hubiera permitido
una cosa parecida y el sexto sentido que ya había adquirido
con respecto de los criterios de la obra me sugirió
abandonar la idea porque no era una posibilidad real.
Ya me daba cuenta de que sentía repulsa por las excesivas
manifestaciones de filiación al Padre; me chocaban
las demostraciones explícitas de cariño y sumisión
que a las demás les parecían totalmente normales.
Me cansaban ver con mucha frecuencia las proyecciones de los
tertulias multitudinarias de varios países con el Fundador
o con el Prelado de la época. Me sentía incapaz
de participar en la organización de los encuentros
que don Álvaro tuvo en Italia con muchos grupos de
personas de la obra y con nuestras amigas. Los preparativos
minuciosos y llenos de detalles de cariño y respeto
superlativo, la preparación selectiva de las preguntas
que las chicas tenían que dirigir al Prelado, la alegría
exagerada y con alguna punto de histeria que estos encuentros
despertaban en la mayor parte de las otras asociadas despertó
en mí una creciente reacción de intolerancia,
de rechazo y de crítica.
Empecé a sentir alergia por las palabras estereotipadas
y frases hechas que en la obra se usan continuamente, a propósito
o sin él, para indicar cada manifestación de
"buen espíritu". Comencé a intuir
que, como miembro de la obra, era víctima de una manipulación
semántica. Por un lado se dice "nosotros no pedimos
permiso" pero consultamos todo con las directoras; "aquí
no se dan órdenes: todo se pide con un por favor"
y al mismo tiempo la obediencia debe ser ciega y rápida
y rindiendo el juicio propio; "no tenemos que dar cuenta
de nuestros desplazamientos" pero antes de salir del
centro vamos al despacho de la directora para decirle dónde
vamos, con quién y a qué y dónde nos
pueden localizar"; "no disponemos de dinero"
pero se hace caja; Y así podría poner miles
de ejemplos. Siendo -en teoría- libres de vestirnos
como quisiéramos, cada adquisición de vestuario
era supervisada por una segunda numeraria que acompaña
siempre a la que tiene que comprarse algo para dar el visto
bueno; "se vive el "dulce precepto" -se alude
así al cuarto mandamiento- rezando por nuestras familias
de sangre, pero sin poderte implicar nunca en sus necesidades
ni en sus situaciones. La cosa más inocente del mundo,
como felicitar por teléfono a un pariente o tomar una
aspirina para que se te pase el dolor de cabeza, si no se
le pidió autorización a la directora y fue aprobado
por ella, se convertía en un acto de soberbia y en
una pequeña falta de "buen espíritu".
De esta manera, también en vocaciones consolidadas
y probadas, se fomentaban comportamientos que en otras instituciones
de la Iglesia se ponían en ridículo al enseñarnos
que, por ejemplo, las novicias eran excesivamente escrupulosas.
En lugar de dar doctrina y luego dejar volar a las personas
con alas de libertad y de amor, haciéndoles adquirir
autonomía sin entrometerse en sus elecciones más
insignificantes, las directoras estaban empujadas continuamente
a difundir indicaciones concretas sobre detalles nimios. Así
la numeraria ejemplar acaba siendo una campeona en ir contracorriente
en el entorno externo a la obra, pero no se atrevería
nunca a ir contracorriente dentro de ella, tampoco sobre los
aspectos que a lo mejor en un principio, la "descolocan"
o sobre otros muchos muy discutibles y que al final se acaban
aceptando.
A pesar de la calidad humana y sobre todo intelectual de
mucha gente de la obra, al repetirse el mecanismo de la utilización
semántica (el doble lenguaje) hace que se pierda el
contacto con la verdadera naturaleza de las mismas acciones,
impidiendo sobre todo la capacidad de comprender lo que se
está realmente haciendo. Y luego, con la repetición
y el automatismo se llega a perder la noción de responsabilidad
y se la hace una cosa concreta llamándola con el nombre
exactamente opuesto. Análogamente, se acaba viviendo
un infantilismo humano y sobrenatural, que lleva a simplificar
la realidad, adoptándose además una actitud
de arrogancia, de superioridad y de ausencia de dudas.
Empezaron a despertarse dentro de mí las primeras
rebeliones contra las indicaciones continuas y minuciosas
que concernían a cada comportamiento y a cada juicio
que teníamos que tener como miembros de la obra. Fueron
los primeros años después de la muerte del Fundador,
y, creo que, el Prelado de la época, don Álvaro
del Portillo, tenía miedo que la obra perdiera el "buen
espíritu" originario. Así, basándose
en una elemental ley de balística, disparó más
alto y empezó a mandar indicaciones todavía
más estrechas y severas de las ya muy rígidas,
que regulaban la obra hasta a entonces.
Mi malestar y mi insatisfacción siguieron creciendo.
Hablaba, pero no me entendían y hasta el final no fui
relevada de mis encargos y de mis responsabilidades. Mi emotividad
siempre me fue difícil de gestionar desde los años
de la infancia: aunque normalmente era una persona jovial
y positiva, cuando me asaltaban las ganas de llorar no podía
retenerme ni disimularlo, fuera cual fuera el contexto donde
me encontrara; y me venían cada vez más a menudo
la necesidad de llorar, de manera cada vez más incontenible
e irrefrenable, incluso cuando me encontraba en público.
Este comportamiento me empeoró drásticamente,
y ya no pude con él. Me asaltó un creciente
sentido de repulsa hacia mi trabajo de todos los días.
El espíritu crítico, un campo de lucha interior
siempre a enterrar para un miembro de la obra y por la enorme
cantidad de pretextos que pudieron suscitarlo, casi se volvió
constante.
La tristeza acabó convirtiéndose en la compañera
principal de mis días, y ya no logré aceptar
y ni tolerar todas las reglas que hasta a entonces habían
marcado mi vida y no logré participar de manera activa
y voluntariosa, como siempre hice, en los momentos de formación
y ejercicios espirituales.
Al principio del verano de 1985 esta situación estalló
y no se pudo ignorar más: me trataron, durante el curso
de formación anual, con mayor respeto, me permitieron
-dado que también las horas de sueño están
reguladas rígidamente- dormir más, fui exonerada
de algunas de las actividades de formación importantes,
pero siguieron atormentándome con otras tonterías,
entre las que recuerdo con particular sufrimiento una corrección
fraterna que me hicieron porque "no cantaba con las demás
en las excursiones y en las tertulias"... Este reproche
se me quedó grabado por la enorme rebelión que
me provocó, pero sólo después de muchos
años he comprendido que no me revelé solamente
contra una mortificación gratuita que pudieron hacerme,
sino que fue el principio de una rebelión total. ¿Cómo
iba a cantar si toda mi vida afectiva estaba paralizada por
el esfuerzo de controlarla durante años, si mis sentimientos
y convicciones no eran míos sino que me habían
sido impuestos desde el exterior, sin que yo ni las personas
que se comprometieron delante de Dios sobre la responsabilidad
de mi alma ni siquiera nos había rozado la duda de
que no fueran auténticos?. Sin que yo lo supiera, dentro
de mí fueron madurando los anticuerpos que ahora comenzaban,
con gran esfuerzo, a rechazar todo aquel sistema de vida que
no fue nunca mío y que ahora estaba descubriendo la
verdad, después de tanto sufrimiento.
A la vuelta de esas vacaciones de verano, a pesar de que
también había tomado algún fármaco
antidepresivo prescrito por una numeraria neuropsiquiatra,
no me encontré mejor. Fui exonerada hasta diciembre
de la mayor parte de mis obligaciones, salvo aquellas en las
que mi presencia era necesaria para hacer jurídicamente
válidos los actos de gobierno. Hacia Navidad, viendo
que no salía adelante y que ya supimos claramente que
se trataba de una depresión, me dijeron que habían
decidido mandarme a España, a Pamplona, donde el Opus
Dei tiene la universidad de Navarra y la clínica universitaria.
Fui acompañada en aquel viaje, que tampoco era capaz
de hacerlo sola, de una numeraria de mi centro. Cuando ésta,
después de un par de días, tuvo que partir,
le dije que no quería quedarme allí dónde
me sentía aislada en un entorno de personas desconocidas,
pero me trató con una dureza y con una impaciencia
que todavía recuerdo con angustia.
En Pamplona no fui hospitalizada en la clínica: vivía
en un pequeño centro que existía a propósito
para alojar a las numerarias que venían de todo el
mundo por problemas de salud. Por la mañana iba a echar
una mano en las tareas domésticas a una residencia
universitaria algo lejana, y por la tarde, dos o tres veces
la semana, iba a hacer terapia psiquiátrica en la clínica
universitaria. Me hicieron una montaña de análisis,
y empecé a tomar psicofármacos que probablemente
aumentaron mis molestias, pero de los que indudablemente no
habría podido prescindir de ellos, dada la importancia
que alcanzaron mis síntomas depresivos. Una persona
exuberante y llena de recursos como yo, que había viajado
infinitas veces al extranjero acompañando a grupos
de chicas de sólo doce, trece años, ingeniándomelas
entre documentos, lenguas extranjeras, horarios y retrasos
y la indisciplina del grupo correspondiente a aquellas edades,
estaba reducida a ser prisionera de tantas formas de ansiedad
que subir ahora a un autobús o a un tren sola, se convirtió
en una empresa atormentadora.
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