RECONSTRUCCIÓN
(18 años en el Opus Dei)
Autora: Aquilina
1. PRESAGIOS
Nací en 1955 y crecí en una familia de clase
media. Mi padre era funcionario y mi madre enseñaba
en la escuela primaria. Yo era la mayor de tres hermanos.
Cuando tenía 19 años nació el cuarto
hermano, pero como yo ya me encontraba fuera de mi familia,
no he convivido con él sino en los últimos años.
Poseo un carácter alegre y extrovertido, que ahora
lo veo reflejado en mi hija y que por lo que dice mi madre,
se me parece mucho (tiene 6 años).
El recuerdo que guardo de mi infancia no es muy sereno ni
tranquilo. Mi padre, aunque fue un hombre básicamente
bueno y recto que creía hacer siempre lo mejor por
sus hijos, me crió oprimida por su posesividad y por
sus altibajos de humor. Siempre se le veía temeroso
a perder el cariño de sus hijos o a que alguien le
robara el lugar principal que quería tener en nuestro
corazón. Nunca nos permitió frecuentar a menudo
a los compañeros de colegio. Cuando era pequeña,
esto era menos frecuente que ahora, pero sí era corriente
entre niños quedar de vez en cuando para jugar o para
hacer juntos los deberes. Se enfadaba si me miraba a menudo
en el espejo; estaba celoso de las hermanas de mi madre que
nos cuidaron una temporada en la que los abuelos se encontraban
enfermos y él tenía que asistirlos.
Ya desde pequeña era yo tan aficionada a la lectura
que, antes de haber acabado la escuela secundaria (11-13 años)
había leído sin que nadie me lo dijera "Los
hermanos Karamazov" y "Los novios prometidos",
además de docenas de otros libros, más o menos
más aptos para mi edad. Mi padre estaba tan preocupado
por mi voracidad intelectual que me prohibió leer sin
su permiso intentando así ponerle límites.
Doy solo unas pinceladas de mis recuerdos infantiles, pero
pueden ayudar a comprender cómo me encontraba yo en
los años de primaria y secundaria. Recuerdo la sensación
de una gran energía interior, que no sabía bien
cómo encauzar, de una ilusión grande pero sin
un objetivo concreto.
Debido al control tan de cerca que mi padre ejercía
sobre mis lecturas, yo intentaba buscar libros que sabía
que él no podía desaprobar, y fue así
como empecé a leer muchas novelas sobre los primeros
cristianos. Como un pequeño don Quijote vivía
en mi propio mundo; yo era la heroína perseguida y
mi padre, con los obstáculos que me tendía para
no tener una experiencia directa del mundo exterior, era un
emperador romano.
Hacia los doce, trece años, hubiera sido lo normal
que hubiera empezado a conocer o a tratar chicos, pero mi
padre era demasiado intransigente sobre este asunto y los
colegios, en los años 60, no eran mixtos. Cualquier
pulsión sexual, aunque fuera la más inocente
y platónica, bajo el influjo de los criterios de mi
padre, me parecía algo impropio y poco correcto. Y
esa situación chocaba con mi manera de ser: cariñosa,
extrovertida, llena de ilusión y de confianza hacia
los demás.
A causa de este contraste entre mi manera de ser y las dificultades
que provenían de mi entorno familiar, creo que en aquellos
años tuvo lugar en mi interior una fuerte sublimación:
se acentuó cierta natural atracción hacia la
dimensión religiosa de la vida, atracción caracterizada
por un fuerte componente estético. Me atraía
la penumbra de las iglesias, la faz y el hábito austero
de las monjas... todo lo que tuviera que ver con el sacrificio
y la abnegación.
Acabé por volcar en el ideal de seguir de cerca a
Cristo todas aquellas energías que si se hubieran encauzado
por sí mismas, se habrían orientado hacia un
objetivo más propio. No creo que todo lo que relato
quite sinceridad a mis sentimientos, pero explica bastante
bien la deformación que ha existido en muchas de mis
elecciones y comportamientos.
Los años 70 eran años de fuego para los jóvenes.
La contestación y la rebeldía empezaba a surgir
en la Universidad, donde había nacido en el famoso
mayo francés del 68. Cuando empecé el bachillerato
superior por primera vez entraba en un ambiente mixto de chicas
y chicos. Tenía un profesor de letras muy fascinante,
extraparlamentario de izquierdas y fuertemente anticlerical
que encontró en mí a la única en toda
la clase que tenía el valor (y la satisfacción
secreta, porque continuaba metida en mis juegos mentales de
"los primeros cristianos") de replicarle y contradecirle.
Si conseguía ponerle en algún aprieto, era un
éxito; si no lo conseguía, me sentía
una heroína perseguida y también me sentía
complacida.
Chicos y chicas estrenaban sus primeros amores, pero yo quedaba
excluida de ellos por la severidad de mi padre, que me seguía
prohibiendo quedar con los compañeros fuera de clase.
Todo era postergado siempre "a cuando fuera mayor",
y aún hoy, a mi edad, en lugar de seguir esa especie
de costumbre de esconder mi edad verdadera o disimularla,
necesito gritarla casi con orgullo, como para exigir el derecho
de ser considerada adulta. Al deformar mi aspecto afectivo
y sentimental, empecé a hacer hincapié en mis
dotes intelectuales para así ganar la aprobación
de los demás, de la que me encontraba hambrienta.
Uno de los temores de mi padre, creo yo, era "perder
el control" de sus hijos. Con el paso del tiempo he comprendido
que estaba satisfecho y orgulloso de mí y de mis hermanos,
pero que no quería hacerlo ver demasiado por miedo
a que, haciéndolo, perdiera la capacidad de exigirnos
todavía más. Este miedo a perder el control
y su desbordante personalidad, hicieron de mí una persona
insegura. Aunque consiguiera resultados más que discretos
en el colegio y pudiera con facilidad hacer nuevas relaciones
con mis compañeros, siempre tenía miedo de no
estar a la altura de las circunstancias, a no ser bastante
valiente, o bastante mayor, o bastante educada o culta. Tenía
para cada una de esas circunstancias, la inteligencia suficiente
para construir mis defensas y, hacia el exterior, creo haber
conseguido dar la sensación de ser una chica segura
de sí misma y, a su manera, bastante anticonformista.
Desgraciadamente, cuando a una chica de doce, trece o catorce
años, su padre continúa exigiendo que obedezca
a ciegas sus criterios morales, sociales y de comportamiento,
sin intentar fomentar su capacidad de escuchar su propia rectitud
interior (cultivada por una educación prudente y esmerada
en los años de la primera infancia); cuando un padre
incluso con la mejor intención de preservar a su hija
de experiencias negativas o dolorosas, quiere siempre tener
la última palabra sobre cada decisión sin aceptar
el riesgo de algún pequeño error en la hija
para permitirle también aprender de la experiencia,
muy probablemente -junto a un creciente sentimiento de rebelión-
se instala en el ánimo de la joven la convicción
inconsciente de que las verdades con respecto a ella misma,
a la vida, a su futuro, deben proceder del exterior. Cree
que no puede, y tampoco debe, buscarlos dentro de ella misma
ni de su conciencia porque ésta no está suficientemente
formada. Siente el temor de que sus propias ideas sean una
fuente de engaño, ya que el pecado original -a ello
se hacía frecuente alusión en una determinada
pastoral en aquellos años antes de que las enseñanzas
del Concilio fueran divulgadas- puede convertirnos en víctimas
fáciles de espejismos y engaños, y que la certeza
de la objetividad y la honestidad sólo puede venir
a través del consejo prudente de terceras personas.
Eso me pasó a mí. Mis referencias morales provenían
prácticamente todas del exterior. Sin saberlo, incluso
pensando durante mucho tiempo que era lo justo y lo sacrosanto,
he pasado la mayor parte de mi vida basándome completamente
en una moral dependiente. El fantasma de la aprobación
o la desaprobación de mi padre siempre estuvo presente
de manera inconsciente, y luego he comprendido con claridad
meridiana que ya cuando tenía trece años, mi
"yo" exigente fue atrofiado, por lo que mi sentido
de responsabilidad se encontraba tan desmesurado, que no me
permitió casi nunca estar en paz conmigo misma.
Me sentía, también, terriblemente anulada en
comparación con mis compañeras que disponían
de más dinero para vestirse, que tenían permiso
para usar medias de nailon, para maquillarse un poco o ponerse
un jersey algo ajustado, que sabían lo que estaba de
moda y vestían de acuerdo con ella. Recuerdo que para
mí fue un verdadero misterio entender cómo se
sabía lo que se llevaba, o saber dónde encontrar
los jerséis al estilo americano que con un kilt o con
unos vaqueros, hacían furor en aquellos años
entre mis compañeras: yo no llegué nunca a tener
ninguno.
Sociológicamente fui una auténtica marginada,
pero a pesar de eso mi personalidad tuvo algo que atrajo a
los demás y que me buscaban a menudo para desahogarse
cuando tenían algún problema. Esto me deprimía
un poco, me habría gustado mucho más ser objeto
de otro tipo de interés, pero no lo admití claramente
porque incluso constituyó siempre una alternativa a
un posible aislamiento total.
Esta situación interior puede ser bastante normal
en una adolescente, pero sería lo mismo de normal superarla
y adquirir confianza porque, en la medida que se tienen experiencias,
se aprende tanto de los aciertos como de lo errores y tarde
o temprano, por uno mismo, se consigue salir adelante. Pero
las cosas que estaban a punto de sucederme me mantendrían
enclavada largo tiempo en esta situación de inseguridad
e inmadurez emotiva que estoy tratando de describir. La única
facultad que se me había desarrollado de manera hipertrófica
fue la racionalidad y, en cierto sentido, el intelecto. Ambos
me proporcionaron una capacidad casi aritmética de
alinear silogismos pero sin capacidad de averiguar si la validez
de las premisas y conclusiones se ajustaban a la realidad.
Durante el primer año de bachillerato, además
del profesor marxista, me dio clase también otro profesor
-para mí extremadamente intrigante - que con su consideración
y respeto hacia mis deducciones y preguntas, me conquistó
rápida y completamente. Fue el profesor de religión
y aparte del hecho de que fuera laico, -cosa que en aquellos
tiempos no era muy frecuente-, se trataba de una persona con
un particular atractivo: discretamente elegante, líder,
licenciado en Economía y Comercio además de
en Teología... en fin una figura que no lograba encuadrar,
que me atrajo y que, sobre todo, pareció darse cuenta
de mis aptitudes, y se comportó conmigo con extrema
corrección. Se convirtió en mi baluarte psicológico
en las luchas dialécticas contra el profesor marxista.
También me atrajo porque yo iba a la búsqueda
de un guía y de una orientación. Desde hacía
tiempo, mis confesiones con el sacerdote eran banales e infantiles.
Sentía necesidad de hablar de otros pensamientos, de
los deseos de heroísmo y dedicación a los demás
que se agitaban dentro de mí pero temía confesarlos
por miedo al ridículo o de que me siguieran considerando
demasiado pequeña. Deseaba encontrar un director espiritual
como tenían algunas de mis compañeras, pero
no sabía dónde buscarlo y pensé que aquel
profesor me podría aconsejar. En todo caso estaba decidida
a no confesarme más hasta que no hubiera encontrado
a un confesor estable.
Aquel verano tuve una historia, hermosa y delicada, con un
chico dos años mayor que yo. Estudiaba en un seminario
y se encontraba en plena crisis vocacional. Estaba meditando
dejar el seminario y con él, sus proyectos de vida
sacerdotal por la intolerancia que encontraba en ese mundo.
Estuve maravillosamente bien junto a él, hablamos de
nuestros problemas, hubo entre nosotros una gran compenetración
y una gran ternura, pero fue un sentimiento tan sublime que
no llegó nunca a traducirse en palabras ni en declaraciones
explícitas: cada uno conocía el sentimiento
del otro, era algo tan real que no había necesidad
de hablarlo, y en nuestro romanticismo juvenil, quizás,
aquel silencio añadía valor a nuestro cariño.
Yo no quise influirle en sus decisiones bajo ningún
aspecto. En todo caso se trató de una cosa tan evidente
que se dieron cuenta todos. Mi padre, naturalmente, empezó
su guerra, y cuando comenzaron las clases nos escribíamos
de manera semiclandestina.
Arriba
Anterior - Siguiente
Volver
a Libros silenciados
Ir a la página
principal
|