RECONSTRUCCIÓN
(18 años en el Opus Dei)
Autora: Aquilina
5. RENACIMIENTO
Estaban poniéndose intolerables las devociones comunes,
la lectura de las publicaciones internas que ya percibía
como de insoportable autobombo, la visión reiterada
de vídeos de las tertulias con el fundador de la obra,
muerto años antes, o con su sucesor, realizados con
tal culto a la personalidad que, hoy, no logro comprender
cómo se puede aceptar y admitir.
La santidad de la obra me fue inculcada de tal modo que nunca
pude ponerla en tela de juicio, pero cada día se hacía
más evidente que no había sido yo quien la había
elegido, ya no aguantaba más aquella existencia. Siempre
me dijeron, y así siempre lo prediqué a los
demás, que la vocación no se pierde nunca: claramente
no se expresaron así, pero dejaron entender que se
adhiere al alma con la misma persistencia y naturaleza que
el carácter sacramental. Empecé a pensar que
quizás pudiera haber alguna excepción, puesto
que, ahora, me resultaba tan evidente que si hubiera continuado
dentro, me habría vuelto loca del todo y habría
muerto en un estado miserable. Incluso en mi gran confusión
mental, entendía que Dios no podía querer una
cosa así.
Empezó así un tira y afloja que duró
dos años y medio. Por una parte, en la Obra me dijeron
que si me hubiera ido, habría puesto en grave peligro
la salvación de mi alma (entre los libros de lectura
espiritual habituales en la obra y que me dieron a leer en
aquellas circunstancias estaba "Glorias de Maria"
de san Alfonso de Ligorio, un "caramelo" redactado
en el más puro estilo terrorista para quienes se plantean
la perseverancia en la vocación). El Consejero en persona
me dijo que, si no hubiera perseverado, no me habría
podido quedar en Milán, dónde todos me conocían
y dónde mi infidelidad habría supuesto un escándalo
para muchas almas.
Yo por mi parte, siendo todavía totalmente incapaz
de poner en tela de juicio al Opus Dei, que continuaba juzgando
como algo santo puesto que fue aprobado por la Iglesia, empecé
a vislumbrar que, en alguna parte, los argumentos hacían
agua. Mi licenciatura en filosofía y la familiaridad
con el empleo de los silogismos que adquirí gracias
a la formación interior de filosofía, como base
a los estudios de teología, me llevaron a razonar del
siguiente modo: si los estatutos de la obra, que están
aprobados por la Iglesia, sí prevén una forma
para pedir la dispensa de los votos solemnes, no puede haber
implícitamente nada perverso en utilizarla, puesto
que la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, no
podría aprobar nunca y permitir algo malo. Mi crisis
y el nacimiento de una conciencia cada vez más independiente,
me estaban llevando fuera de la obra, aunque con razonamientos
y estereotipos mentales todavía típicamente
clericales, que no llegaron a poner en tela de juicio el sistema
en su totalidad.
Todavía más: aunque generalmente era un argumento
que trataba de evitar, sabía de algunas personas que
se habían ido anteriormente rompiendo "a lo grande"
con el Opus Dei y con la iglesia, exponiendo públicamente
sus razones y causando gran escándalo (escándalo
sólo, -ahora lo veo-, para la gente de la Obra, porque
cada cese se vivía como una grave ruptura y cada crítica
a la Obra, como una calumnia). Casi siempre se daba a entender
que la base de estas "fugas" era un enamoramiento,
sobreentendiendo así que quién se marchaba no
lo hacía basándose en razonamientos y convicciones,
sino sólo porque no había logrado vencer una
tentación carnal. También en esto continué
durante bastante tiempo imitando sus prejuicios y razonando
con sus cabezas. Yo me fui no porque me hubiera enamorado
de alguien: esto lo supieron bien y ni siquiera habrían
podido intentar dudarlo. También afirmé con
convicción que siempre hablaría bien del Opus
Dei, porque me fui convencida (entonces todavía lo
creía sinceramente) que la Obra era santa y que me
había dado todas las cosas válidas que poseía,
pero que me iba porque, cualesquiera que fueran sus argumentos,
todo mi ser se rebelaba ya a la vida que había llevado
hasta entonces, a lo largo de casi dieciocho años,
y que ya no aguantaba más.
Después de tres meses de estancia en Pamplona me comunicaron
que había sido relevada de mi cargo de gobierno en
la obra. Volví a Italia y fui enviada a un centro donde
vivían personas jóvenes, rígidas como
sólo las personas jóvenes saben serlo, y a las
que tenía miedo de dar mal ejemplo, convencida como
estaba de que mi malestar, mi irritación, mi intolerancia,
mi apatía, ya ingobernables pero de las que era consciente,
les escandalizara. Y me sentía humillada porque me
vieran en aquel estado después de haber sido una referencia
para muchas de esas personas en el pasado reciente. Pedí
varias veces ser trasladada a otra ciudad y a un centro de
numerarias mayores, teniendo en cuenta las graves dificultades
por las que atravesaba, pero me volvieron a pedir tajantemente
y con dureza que obedeciera. Dos directoras me hicieron una
admonición a causa de mi insistencia en el traslado.
Con ambas había convivido y tuve con ellas, -y por
lo que me concernía a mí seguía teniendo-,
una relación cordial y confidencial, lo cual volvió
todavía más disonante y desproporcionada aquella
intervención hecha con total autoridad y frialdad.
Pero sobre todo, lo que me afligió en este episodio
fue tomar conciencia de que yo no estaba pretendiendo nada
excepcional, ni arrogarme derechos, sino que sencillamente
sólo pretendía hacer presente y solicitar, -con
la sencillez y la confianza que me inculcaron hacia "la
madre buena, la obra" y con la urgencia y la aflicción
que nacieron de la infelicidad y malestar con la que me sobrecargaron-,
la ayuda que me era lícita esperar de las personas
que tenían la posibilidad de dármela; un auxilio
para mi enfermedad que había sido provocada, según
habían reconocido las directoras, por un agotamiento
excesivo debido a mi entrega a la Obra.
Después de quince meses de luchas pedí y conseguí
la dispensa de la llamada "vida de familia", paso
previo a la solicitud y a la obtención de la dispensa
de los votos contraídos con la obra. En los últimos
tiempos decidieron agradarme y volví a vivir en un
centro de personas mayores, pero ya, en aquel punto, algo
se había roto por dentro definitivamente y ya no era
posible, para mí, volver atrás.
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