VIDA Y MILAGROS DE MONSEÑOR ESCRIVÁ, FUNDADOR
DEL OPUS DEI
"EL CURA MÁS
GUAPO DEL MUNDO"
Don Enrique Gutiérrez Ríos, ex rector de la
universidad de Madrid, devoto opusdeísta y autor de
una biografía del prefesor Albareda, describe en su
libro una visita que su biografiado hizo a don Josemaría
Escrivá hacia 1935 en la vieja residencia de Ferraz.
Descompongo el párrafo en tres fragmentos, porque me
interesa ahora dar la dimensión humana del personaje.
El profesor Albareda esperaba en la salita de la residencia
y
al cabo de unos momentos, apareció don Josemaría
con los brazos abiertos, tendidos hacia abajo, sonriente.
Tras esta impecable salida:
Albareda se sintió abrazado: preguntas por su
padres, por sus hermanos -con sus nombres-, por las Navidades
recientes.
El hecho de recordar los hombres de los hermanos de Albareda,
a quien casi no conocía aún por esa época,
sugiere ya unas nada desdeñables dotes de hombre público.
Y prosigue Gutiérrez Ríos:
Don Josemaría había puesto las manos sobre
los brazos caídos de Albareda y le miraba con cariño,
sonriente: el rostro algo inclinado -la barbilla próxima
al pecho-, la mirada intensa, casi por el borde superior
de las gafas de concha, esa expresión tan personal...
Apenas puede añadirse nada al emocionado retrato que
del padre Escrivá hace aquí el doctor Gutiérrez
Ríos. Personas que han conocido y tratado al fundador
del Opus Dei me han confirmado de palabra esa "cautivadora
impresión" que don Josemaría causa en sus
interlocutores. Se habla de "maneras suaves", "unción
religiosa", "suprema dignidad" y hasta "elegancia".
Se fijan unos en su forma de andar, a la vez firme y pausada,
otros en la manera de sentarse, los de más allá,
en el gesto único con que se frota, sacerdotalmente,
lass manos. "No se puede hacer usted una idea -me decía
un antiguo colaborador suyo- de la distinción con que
don José María baja las escaleras. Jamás
se sujeta la sotana con las dos manos, como muchos curas.
El, con una sola mano, con gesto elegantísimo. Como
un rey." Y añadía con admiración:
"¡Nunca ha visto usted unas escaleras tan bien
bajadas!".
No se crea, sin embargo, que monseñor Escrivá
sea un personaje encopetado con ademanos hieráticos.
Por el contrario. El propio Gutiérrez Ríos da
cuenta en su libro de la "soltura" de sus movimientos
al decir:
Don Josemaría se movía casi sin cesar,
con una naturalidad y soltura que eran elegancia de ademanes;
inclinaba el cuerpo hacia el que estaba dirigiendo entonces
sus palabras -aunque éstas fueran para todos-; se
ponía en pie, daba algunos pasos por la habitación,
volvía a sentarse, a veces en distinto sitio... Daba
a la conversación una hondura humana, un clima de
interés palpitante que lo envolvía todo".
No falta quien, en una atrevidísima comparación,
relacione el atractivo personal, el poder de seducción
del padre Escrivá con el que parecía poseer
en alto grado el escritor francés Malraux. Aunque se
reconoce que el traducidísimo autor de "Camino"
es considerablemente más grueso y de estatura algo
menor que el de "L'Espoir", quiere verse en él,
tanto como en Malraux, ese "charme misterieux",
ese encanto arrebatador que, cualquiera que sea el lugar donde
se encuentre, lo convierte en el centro y norte de todas las
miradas. "Cuando monseñor está presente
-me decía un devotísimo hijo suyo, profesor
del colegio de Gaztelueta de Bilbao-, se esfuman como por
ensalmo todas las demás personas. Sólo se le
ve a él." Un sacerdote de Zaragoza me contaba
que, con ocasión de ser nombrado monseñor Escrivá
de Balaguer doctor Honris Causa de la universidad cesaraugustana,
el entonces arzobispo de la diócesis, don Casimiro
Morcillo, quedó tan en segundo plano en la ceremonia
y en la recepción que posteriormente se ofreció
al nuevo doctor, que comentó al regresar al palacio
episcopal: "Yo no sé para qué he ido. Allí
no pintaba nada". No me han hecho ningún caso".
No todo el mundo sabe apreciar por igual, sin embargo, esa
elegancia, misterioso encanto y suaves maneras que, según
sus admiradores, son virtudes innatas de monseñor Escrivá
de Balaguer. Sus compañeros del seminario de Zaragoza,
por ejemplo, tienden a infravalorar esas virtudes.
-Era un vanidosillo- me decía, en tono cariñoso,
el vicario general de la diócesis, don Luis Borraz,
aclarando que, en aquella época, la inmensa mayoría
de los seminaristas eran muchachos de pueblo, de familia humilde,
que difícilmente podían comprender "las
elegancias que se traía" ya entonces el futuro
fundador del Opus Dei.
Otro compañero de carrera de Escrivá me aseguraba:
-Se dejaba el pelo entero, mientras nosotros
lo llevábamos entero.
Y un tercero:
-Era muy presumido. Usaba calcetines de
seda. [Viéndole tan remilgado, sus compañeros
de seminario le aplicaban un calificativo aragonés:
"pijaíto"]
Don Antonio Mainar, el raigal y comunicativo
párroco de la iglesia de San Miguel, que tenía
colgado en la pared detrás de su mesa de despacho un
grabado del Sagrado Corazón adornado con una bandera
española, me decía:
-Mire, Escrivá era, ¿cómo
voy a decirle?, de la "nueva ola".
La firmación que más me impresionó de
cuantas me hicieron los compañeros de monseñor
fue la de que, de seminarista, "llevaba siempre el bonete
ladeado". Cuando les preguntaba si conservaban alguna
fotografía de la época de estudios, en que pudiera
aparecer don Josemaría Escrivá me decían:
-En esa época no se acostumbraba a sacar fotografías.
Y es una pena porque si tuviéramos una fotografía,
distinguiríamos en seguida a Escribá por el
bonete ladeado.
Todos los compañeros parecían coincidir en
el hecho de que el seminarista Escrivá era hombre bien
parecido. Ya en Barbastro, varias personas me habían
asegurado que la madre de monseñor, doña Dolores,
era de joven "una de las mujeres más guapas de
Barbastro" y que monseñor "había salido
claramente a su madre". Que así debía ser
lo ratifica la anécdota sucedida a raíz de ser
nombrado Escrivá, recién ordenado sacerdote,
sustituto del párroco del pueblo de Perdiguera, un
cargo que ocupó solamente durante algunas semanas.
El mencionado párroco de San Miguel, don Antonio Mainar,
se encontró en Zaragoza con unos del pueblo de Perdiguera
y, sabiendo que a los de aquel pueblo les gustaba ser los
primeros en todo, les dijo:
-Maños, ¡que os han nombrado
al cura más guapo del mundo"
Otra anécdota, esta vez de la época en que
Escrivá era estudiante de los últimos cursos
del teologado, confirma todavía ese extremo. Me la
contó un cartujo con quien me fue concedido hablar,
haciendo con ello una excepción en la severísima
orden de san Bruno. Este cartujo, el padre Hugo, lleva cuarenta
años en la Orden y, para que se vea el rigor con que
el silencio y discreción se imponen en ella diré
que, cuando le expuse al padre prior el motivo que allí
me llevaba y le dije que el padre Hugo había sido en
el siglo compañero de monseñor Escrivá,
el prior contestó:"no lo sabía".
Me autorizó en seguida a hablar con el padre Hugo,
con quien tuve el gusto de departir durante más de
una hora no sólo del tema que a mí me interesaba,
sino de otras muchas cuestiones. Me habló del régimen
de la vida de la Cartuja, del silencio y aislamiento de toda
la semana, interrumpidos sólo durante las horas de
paseo de los domingos. Y de cómo, a fuerza de años
de soledad y recogimiento, se llegaba a perser absolutamente
el interés por las cosas del mundo.
-Si me preguntara usted quiénes son los ministros
actuales, no se lo sabría decir- me decía
el buen cartujo.
Sus recuerdos del padre Escrivá eran mucho más
precisos que los que conservaba de sus compañeros.
Eran, por decirlo así, más recientes, en el
sentido de que, habiendo entrado en la Cartuja a los pocos
años de haberse ordenado, junto con Escrivá,
como sacerdote, esos recuerdos de la época del seminario
eran prácticamente los últimos de su vida en
el mundo. Sus cuarenta años de meditación, lejos
de borrarlos, parecían haberlos fijado. Hablando de
monseñor Escrivá, yo le dije que había
sacado la impresión, por lo que me habían contado
en Zaragoza, de que monseñor era en su juventud un
tanto presumido y mundano. Negó el cartujo con vehemencia
estas afirmaciones y aseguró que "era bueno".
Fue entonces cuando me contó el incidente que, a su
manera de ver, demostraba las rectísimas intenciones
que se albergan en el alma del joven Escrivá.
Por lo que el padre Hugo me dijo, tanto él como Escrivá
vivían en la residencia de san Francisco de Paula,
que estaba apartada del seminario de san Carlos y marchaban
a pie todos los días por las calles de Zaragoza en
fila de a dos para asistir a clase en el seminario. Aquí
hay un detalle que es interesante anotar en este análisis
de la personalidad de Escrivá de Balaguer y es que,
según me dijo el padre Hugo, Escrivá marchaba
siempre "un poquito separado de la fila", como si
no quidiera confundirse con los demás. Describía
el cartujo, con no disimulada admiración, la forma
de andar de su compañero, pausada y majestuosa, el
manteo soberbiamente recogido con una mano, la cabeza erguida
y los ojos inclinados hacia el suelo. Añadía
yo mentalmente a esta imagen los detalles que me habían
dado los demás compañeros, a saber, que, lejos
de llevar la cabeza rapada como los otros muchachos aldeados,
Escrivá se dejaba el pelo entero y se colocaba siempre
el boneto de cuatro picos ligeramente ladeado. Sucedió,
pues, que una mañana, cuando marchaban juntos al final
de la fila el seminarista "de la nueva ola" y el
hoy cartujo padre Hugo, hacia el seminario de san Carlos,
al llegar a la plaza de san Pedro Nolasco, dos chicas se quedaron
paradas al borde de la acera contemplado la apuesta figura
de José María Escrivá. "El no volvió
la cabeza ni les hizo caso", me decía el padre
Hugo con la extrema modestia de quien lleva cuarenta años
de rigurosa clausura. Al día siguiente, a la misma
hora, las chicas estaban de nuevo en la acera de la plaza
de san Pedro Nolasco, en idéntica actitud provocativa.
Al tercer día, otro tanto. Por fin, al cuarto día,
las dos muchachas se metieron en el portal y, cuando los seminaristas
pasaron, les dijeron por lo bajo al futuro fundador:
-¿Tan feas somos que ni siquiera
nos haces el menor caso?
Y él, así me lo contaba el padre Hugo, contestó
con cajas destempladas:
-¡Unas sinvergüenza es lo que
sois!
El cartujo pronunciaba estas palabras con la misma santa
ira con que debió pronunciarlas su compañero,
como el "vade retro" con que los anacoretas de la
antigüedad cristiana ahuyentaban al demonio que les tentaba.
En este momento, sin embargo, no nos interesa la significación
espiritual que pudiera tener la actitud honesta y reservada
del joven seminarista, bien fuera debida a una cierta timidez
de su carácter, bien a que ya despuntaba en él
la ardorosa vocación que andando el tiempo le llevaría
a acometer grandes empresas espirituales. Lo que nos interesa
aquí es el hecho mismo de que unas chicas zaragozanas
vieran en la persona del seminarista tales atractivos que
no vacilaran en abordarle en medio de la calle. Este aspecto
de la personalidad del fundador, por trivial que pudiera parecer,
tiene importantes repercusiones en la forma de ser de la Obra
por él creada. El hecho de que a la madre de monseñor,
a "la abuela", se la considerara una mujer guapa
y de que monseñor lo fuera hasta el extremo de recibir
de las mujeres apasionadas proposiciones en su desfile diario
por las calles de Zaragoza, no es absoluto ajeno a la arraigada
preocupación esteticista que se observa todavía
hoy en el Opus Dei. Es fama, por ejemplo, que no se ve en
el Instituto con buenos ojos el ingreso de personas notoriamente
feas y aunque, naturalmente, no existe en esto una norma rígida,
pues se tienen en cuenta otras condiciones, es indudable que
la españolísima supervaloración de la
guapura, con su regusto lejanamente racista, tiene en la elección
de candidatos del Opus Dei la misma importancia que ha venido
teniendo en la familia espñola de clase media tenerr
"hijos buenos, inteligentes, despiertos, bien educados...
¡y guapos!" Monseñor Escrivá de Balaguer
extendía al campo de la espiritualdad esta preocupación
familiar española al decir, en un coloquio, hace unos
años, que "necesitamos que suban a los altares
jóvenes atléticos y chicas guapas". Y añadía
con su característico humor de clárigo: "Y
no sólo por guapas".
Un ex miembro del Opus Dei me dijo en una ocasión
que él había oído decir, sin sin que
hubiera podido comprobarlo, que en los primeros tiempos de
la historia de la Obra, al padre le gustaba que sus discípulos
se vistieran con túnicas blancas para la celebración
de determinadas ceremonias religiosas. No sé si esto
es cierto o se trata de una pura leyenda. Lo que sí
sé es que está muy en la línea del esteticismo
litúrgico del padre Escrivá tal como aparece
en sus escritos y especialmente en algunas máximas
de "Camino". Indudablemente, el estudio de lo que
llamaríamos la Estética escrivaniana es de gran
importancia para comprender el fenómeno sociológico
del Opus Dei. El gusto personal de fundador, en efecto, impregna
todas las construcciones religiosas del Instituto y, a mi
manera de ver, influye también decisivamente en la
decoración de sus edificio civiles. Pero esa ocurrencia
litúrgica de vestir a los discítulos con túnicas
está sobre todo en línea con la concepción
angelológica de Escrivá de Balaguer. En los
oratorios e iglesias del Opus Dei no faltan nunca representaciones
pictóricas y escultóricas de los ángeles
y arcágeles, jóvenes bellísimos que aparecen
triunfantes dando muerte con su espada a hombrones sudorosos
y carnales en cuyos ojos brilla el fuego de la concupiscencia.
San Miguel, San Rafael, San Gabriel presiden la vida del Instituto
Secular, dan vida a sus "Obras" o secciones. Históricamente,
la fundación misma del Opus Dei tiene lugar un 2 de
octubre, día de los santos Angeles Custodios. A lo
largo de las páginas de "Camino" se escucha
un constante batir de alas; y el padre Escrivá, tras
recomendar al lector: "Sé recio. Sé viril.
Sé hombres", añade: "Y después...
sé ángel." [En uno de los retratos que
están en la Casa Generalicia del Opus Dei en Roma,
monseñor aparece entre dos ángeles]
Que el esteticista Escrivá de Balaguer, por tanto,
huiera inducido en algún momento a sus hijos a vestir
la túnica de los ángeles tiene menos importancia
que el hecho mismo de que los quisiera ángeles. A veces
me he preguntado qué resultado daría el experimento
de ilustrar una por una las máximas de "Camino".
El resultado sería un tremendo relato de aventuras,
un tebeo de guerra entre el bien y el mal, entre el ángel
y el demonio, entre la voluntad y la desidia, entre la carne
y el espíritu, entre la pulcritud y el desaliño.
¡Qué excelentes "bocadillos" harían
las frases cortantes del editadísimo libro! Y tras
esta lucha a muerte en la que interviene toda una teoría
de personajes, desde los más soeces e inmundos hasta
los más sublimes, resplandecería la victoria
del ángel, un ángel que posiblemente no vestiría
de blanca túnica de raso como en los viejos tiempos,
sino una buena chaqueta cuidadosamente elegida por sus superiores
para que estuviera a tono con esa elegancia ue ya despuntaba
en el seminarista incomprendido por su rurales condiscípulos.
"Conviene vestir bien", es una frase que se oye
a menudo en los centros del Opus Dei y que a veces se incluye
como recomendación en esas pequeñas "notas"
que llegan de cuando en cuando a las residencias firmadas
por "Mariano". El propio fundador se refería
hace muy poco tiempo en una entrevista a la necesidad de que
sus hijos prestaran atención al "arreglo personal".
A pesar de que en el Opus Dei se ha prescindido de cualesquiera
hábitos o distintivos como los que se utilizan en las
órdenes y congregaciones religiosas más antiguas,
y la elección del traje o vestido se deja a la libertad
de cada uno, puede apreciarse una cierta uniformidad en la
manera de vestir de los miembros de la Obra. Favorece esta
uniformidad el régimen económico a que están
sometidos los socios, especialmente los numerarios, que suelen
vivir en común en casas o, como se dice en el Opus
Dei, en "familias", compuestas por lo general de
ocho o diez miembros. A fin de mes, los numerarios entregan
sus sueldos o ganancias al secretario y cuando necesitan hacerse
un traje o comprarse unos zapatos, consultan con el director
para que les autorice a realizar ese gasto extraordinario.
Aunque el director no tiene atribuciones para decidir cómo
tiene que ser ese traje, no cabe duda de que su consejo pesa
decisivamente en este aspecto. Según antiguos miembros,
hubo una época en que, en cada ciudad, había
una persona que se ocupaba de "orientar" a los socios
cuando necesitaban renovar su vestuario y les dirigía
a determinados establecimientos más o menos ligados
a la Obra.
Es probable que en esta materia de la elegancia, la disciplina
de la Obra se haya relajado un poco en los últimos
tiempos, tal vez por el temor de que el atildamiento que se
venía recomendando pudiera chocar en determinados ambientes,
sobre todo entre los intelectuales y jóvenes universitarios.
De todas maneras, la Obra tiene en eso, como en otros muchos
aspectos, una especie de "techo" que difícilmente
puede rebasar y ue viene impuesto por el mismo tono aristocratizante
que se respira en las enseñanzas del fundador. Por
lo que se refiere a la mujer, la moda que el Opus Dei prefiere,
por no decir propone, puede estudiarte muy claramente, al
menos en España, en una revista femenina dirigida por
mujeres miembros de la Obrs: "Telva", cuya divisa
podría ser muy bien ser la de una modernización
de la ñoñería tradicional española.
En cuanto a la moda masculina, no poseemos que yo sepa material
impreso que nos ayude en este punto. No es una moda distinta
de la impuesta por la sociedad de consumo. Más bien
podría decirse que la forma de llevar esa moda es lo
que le da su carácter distintivo. Ante la dificultad
de explicarle al lector lo inexplicable, recurriré
a una anécdota que le pasó a un amigo mío
el cual, por cuestiones profesionales, se citó en un
bar elegante al que él solía acudir por las
noches, con una persona que era miembro del Opus Dei. Cuando
el del Opus Dei entró en el local, mi amigo estaba
sentado con un famoso actor y otras personas. Excusándose,
se levantó de la mesa del actor y fue a sentarse en
otra mesa con el de la Obra. Hablaron del asunto que tenían
que tratar y, cuando terminaron, mi amigo acompañó
al de la Obra a la puerta del local y volvió a la mesa
del actor y sus acompañantes. Pues bien, nada más
sentarse mi amigo, el actor le preguntó por lo bajo:
"Oye, ese tío es del Opus, ¿no?"
Y así es como visten los del Opus.
Visten de forma que no puedan contradecir, en ningún
momento, el "Manual de urbanidad" que a veces es
"Camino"; como cuando dice:
-Si no corriges las maneras bruscas de tu carácter,
si haces incompatibles tu celo y tu ciencia con la buena
educación, no entiendo que puedas ser santo. -Y si
eres sabio, aunque lo seas, deberías estar amarrado
a un pesebre, como un mulo.
El ideal del Opus Dei no es ser un mulo, es ser un ángel.
Y un ángel es, por definición, intachable. Se
concibe un ángel sin túnica, tal como están
los tiempos. Pero no se concibe un ángel con los pantalones
arrugados. Y así se cuenta que monseñor Escrivá
de Balaguer, cuando se reúne con sus discípulos,
recibe gran alegría al verlos tan impecables, tan impolutos,
tan a la imagen y semejanza de lo que él soñó
desde su lejana juventud aragonesa. Y dicen que se los queda
mirando y exclama satisfecho: "¡Qué guapos
son mis hijos!".
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