4 AÑOS
EN EL OPUS DEI COMO NUMERARIA AUXILIAR
AMAPOLA, 17 de septiembre de 2004
1. Preámbulo
2. La ilusión de poder seguir
estudiando
3. El viaje
4. Las camarillas
5. Los primeros días
6. Las asignaturas
7. Descripción del internado
donde me había metido
8. El pasadizo
9. Ocupaciones
10. Marcar, con aguja e hilo, la ropa
sucia
11. Las añoradas cartas
12. Las fiestas de Basape
13. El descanso de las señoritas
14. Plan de vida
15. Unos días de ilusión
16. Vuelta a mi futuro
17. La visita de mis tíos
18. Excursiones
19. Contradicciones
20. Mentiras
21. Datos de las empleadas
22. Olvidada
23. Y... PITÉ
24. La primera
y última visita de mi madre
25. El
consentimiento
26. Segunda
convivencia
27. Viaje
a Pamplona para conocer al Padre
28. El
centro de estudios
29. Viaje
a lo desconocido
30. Molinoviejo
31. Viajes
de recreo
32. Cartas
abiertas y leídas
33. Permiso
para lavarse el pelo
34. Agobio
35. Una
labor inútil
36. La
hacedora de cilicios
37. La
pulsera
38. La
comunión de Margarita
39. Recibir
y no dar
40. El no
regalo
41. Cumpleaños
42. Las
flores
43. Deterioro
intelectual
44. El
elefante rosa
45. Pabellón
46. Soledad
47. Me extrañó
encontrar al sacerdote en las camarillas
48. Malestar
físico
49. Nadie
me echó de menos y no me trajeron comida
50. A
pescar
51. Peor
que en una cárcel
52. No
me merecía ni el pan que comía
53. Como
un secuestro
54. No
se me permitió despedirme de nadie
FIN
Tras escribir "El
día a día de una numeraria auxiliar",
han sido muchas las personas que se han interesado en saber
más cosas sobre mi historia dentro de la Obra, por
lo que he decidido (cambiando mi nombre por el de Amapola;
el del pueblo donde vivía por el de Basape; y el de
algunos amigos y compañeras por el de sus iniciales),
intentar relatar lo que viví.
LA ILUSIÓN DE PODER SEGUIR
ESTUDIANDO.
Cuando cumplí 14 años (justo cuando empezaba
a entender lo que se me enseñaba, cuando prestaba atención,
cuando no me costaba trabajo asistir a la escuela), mis padres
decidieron, por mí, que debía dejar de estudiar
y me colocaron en una tienda de ropa y otros artículos.
Un día, cuando llevaba nueve meses en ese establecimiento,
la cajera me envió a un banco cercano, como otras muchas
veces, a conseguir cambio monetario. Fue allí donde
me encontré a F. U., una vecina mía, un año
menor que yo, que me contó que se iba a Barcelona,
pues la directora de la escuela donde habíamos estudiado
le había conseguido un lugar donde, por limpiar la
residencia de unas señoritas, le darían estudios.
-¿De verdad que no tendrás que pagar nada?
-Claro que no, al contrario, ellas me pagarán a mí.
-¡¿Sí?! -exclamé asombrada. -¿Crees
que me admitirán a mí también en esa
residencia?
-No lo sé, habla con doña M. M. -dijo-, ella
es la que me ha buscado ese trabajo.
Primero convencí a mis padres y luego subí
al colegio con una desmedida ilusión latiéndome
en el pecho. No fue dificil conseguir un puesto en aquel desconocido
y fantaseado lugar. Todo fue fácil. Mis padres no indagaron,
yo, que estaba a punto de cumplir quince años, no indagué,
y doña M. M. no sé si indagó, pero desde
luego no me puso al corriente de que no eran nada corrientes
las personas a las que les iba a confiar mi ignorancia.
Una tarde de aquellas de la ilusión, me encontré
a C. S. (otra vecina y amiga mía), y le transmití
mi entusiasmo de tal forma que, automáticamente, se
apuntó a venir conmigo al "país de jauja".
Así que cuando, Marta Sevilla, la directora del lugar
a donde íbamos a ir, vino a buscar a F. U., nos prometió
que unos días más tarde nos vendría a
recoger. Regresó a por nosotras el 20 de junio de 1966.
Recuerdo la fecha exacta porque sólo hacía cinco
días que había cumplido 15 años.
C. S., dos días antes, se echo para atrás (¡ojalá
hubiese echo yo lo mismo!), por lo que Marta, que venía
a por dos peces, sólo pudo llevarse uno. ¡Que
Dios perdone a esa pescadora ("A mí me gusta
le pesca, pero pesca SUBMARINA, que perseguir a los peces,
es una cosa divina...", con el tiempo me enseñarían
estas estrofas y el resto de la canción), a ella y
a toda su dañina secta!
EL VIAJE
Un autobús nos llevó a Micast y allí
tomamos un tren que nos conduciría a Barcelona. Yo,
hasta entonces, siempre había viajado en ferrocarriles
de duros asientos de madera, pero Marta, sin duda, debía
de ser una mujer rica, pues pudo costearnos unos mullidos
y cómodos pasajes en el Talgo y, en el año 66,
eso era un verdadero lujo. Durante el trayecto me pidió
que cuando fuese a llamarla o mencionarla, dijese SEÑORITA
primero.
Recuerdo que ante ella me sentía cohibida, era mi
superiora y yo no tenía ningún tema de conversación
que compartir con alguien que no era de mi mismo nivel, ni
siquiera con mis padres había mantenido una charla
normal, ellos sólo me hablaban para reñirme,
para criticarme o para darme órdenes.
También viene a mi mente el nudo de mi garganta y
el deseo tan apremiante de llorar por lo que dejaba atrás
(había dos chicos que me gustaban, Carlos y Juan, sobre
todo el primero, y una amiga: Isabel, con la que había
disfrutado de agradables paseos, tardes de cine y alegres
confidencias de nuestra recién estrenada juventud.
Adiós Isabel, adiós Juan, adiós Carlos),
pero necesitaba que ella pensara que yo ya era mayor y no
una mocosa llorona. Sonándome constantemente la nariz
conseguí disimular mi congoja.
Ya oscurecía cuando llegamos a Barcelona.
Primera sorpresa: Antes de salir del tren se me puso al corriente
de que en Barcelona sólo dormiría una noche,
la residencia a la que iríamos al día siguiente,
se hallaba en San Cugat del Vallés.
Segunda: Marta, nada más entrar en el piso donde yo
creía que pasaríamos la noche, fue hasta una
puerta, la abrió y, arrodillándose, hizo la
genuflexión. Desde el lugar donde me hallaba no podía
ver lo que había dentro de aquel cuarto, por otro lado,
lo que ella estaba haciendo sólo lo había visto
hacer ante un Sagrario y, en aquellos momentos, jamás
hubiese imaginado que dentro de un domicilio particular pudiese
encontrar uno.
¿Qué estaba pasando? ¿Con qué
extrañas personas había ido a parar?
-Ven Amapola -me dijo-, saluda al Señor.
La habitación era un oratorio y, sí, había
un Sagrario allí dentro.
Tercera: Apareció F. U. vestida con un uniforme de
sirvienta y, en lugar de regocijarse saltando y riendo de
alegría al verme, a mí: a su vecina, a su amiga,
a su paisana, a alguien que hacía casi un mes que no
veía y podía contarle cosas de su pueblo...,
de su familia... En vez de eso, me saludó fríamente
como si fuese la primera vez que nos veíamos.
Cuarta: Después de los saludos se me comunicó
que en aquella vivienda no había cama para mí,
por lo que Marta me acompañó a otra de sus casas,
se llamaba Monterols, y me dejó en manos de la "señorita"
que salió a abrir la puerta, que, evidentemente no
sabía que yo iba a llegar pues ni siquiera me había
preparado cena.
Íbamos, la extraña y yo, en el ascensor que
nos conduciría al piso donde estaba mi cama (¡todo
el bloque era suyo!), cuando me empezaron a hacer ruido las
tripas, y entonces, gracias a Dios, cayó en la cuenta
de que yo no había cenado.
LAS CAMARILLAS
Yo entonces no sabía que Monterols era un Colegio Mayor
de estudiantes (sólo chicos), y que las "señoritas"
se dedicaban desde la administración (se llamaba así
a la parte, aislada del colegio, donde estaba la servidumbre),
a dirigir a las sirvientas de aquella institución.
También desconocía que el colegio y las "señoritas"
pertenecían al Opus Dei, no había oído
hablar nunca de esa secta (ellos niegan ser una secta, pero
lo son), tampoco había oído mencionar a José
María Escrivá de Balaguer, hoy san Josemaría.
En ese colegio y entre esa gente me encontraba en aquellos
momentos, pero yo desconocía totalmente esas circunstancias,
no sabía que aquel edificio era un Colegio Mayor y
jamás hubiese creído que alguien estuviese al
acecho para captar personal que les hiciesen de criados gratuitamente.
-¿No has cenado? -Me preguntó amablemente la
señorita.
-No. -Contesté con timidez.
En este momento no recuerdo si aquel día, al medio
día, había comido, supongo que mi madre me habría
puesto algún bocadillo para tomar en el tren, pero
no me viene a la memoria. Cuando paró el ascensor,
la señorita volvió a presionar un botón
del rectángulo de mandos y éste comenzó
a descender.
-Vayamos a la cocina -comentó la extraña-,
no creo que quede nada hecho pero te prepararé una
tortilla.
Nunca había visto una cocina tan gigantesca, ni unos
fogones tan..., grandes, ni unas ollas tan inmensas.
Me dio vergüenza de que la señorita a quién
se suponía yo debía de hacerle los trabajos,
se molestase en prepararme la cena. Charlamos, no sé
de qué, mientras comía, y a continuación
me acompañó de nuevo al ascensor. Subimos al
piso más alto y, después de un tramo de escaleras,
llegamos a un pasillo donde no encontró el interruptor
de la luz y chocamos con unas escobas y fregonas dejadas a
la vuelta de una esquina. La señorita me mostró
la cama donde dormiría y, dándome las buenas
noches, desapareció por donde habíamos venido.
Me quedé sola en una extraña habitación
con muchos tabiques que no llegaban al techo y que formaban
unos diminutos cubículos donde sólo cabía
un somier empotrado de pared a pared.
En lugar de puerta, cada alcoba estaba flanqueada con una
floreada cortina. Aquella noche descubrí lo que era
una camarilla.
Supongo que mirado desde arriba, aquel lugar (quizás
sí hubiese alguien observado y estudiando por un agujero
-como si fuésemos ratoncitos de laboratorio-, el comportamiento
de las chicas), parecería un laberinto para roedores.
Tardé en conciliar el sueño, tenía ganas
de desandar todo el trayecto y todos los pasos que me habían
conducido hasta aquel lugar. Mis fantaseadas imágenes
sobre aquella casa donde estudiaría para hacerme una
mujer de provecho, no coincidían con lo que estaba
viendo y viviendo. Se empañó mi mirada pero
no quería derramar lágrimas ni chemecar. Sería
valiente. Era necesario evitar que alguien pudiera oírme.
¿Habría alguien detrás de las cortinas
de las otras camarillas? Dejé de tomar aire un momento
para poder escuchar las respiraciones de las posibles compañeras
de alcobas, pero sólo se oía un abrumador silencio.
Estaba sola.
Cerré los ojos permitiendo que dos tibios arroyos
de líquido salado recorrieran mis mejilla y se introdujeran
en mi boca. Pensé en Carlos, en Juan, en Isabel...
Me dormí llorando.
Aún no eran las ocho de la mañana cuando un
desacompasado rumor de perolas y otros enseres me sacó
de los brazos de Morfeo. Salté de la cama.
¡Dios! ¿Qué se suponía que debía
de hacer yo? Nadie había venido a despertarme. ¿Estarían
pensando que yo era una dormilona que no se presentaba a su
hora en su lugar de trabajo? Pero..., ni Marta ni la otra
señorita me habían dicho mis cometidos en aquel
lugar. Me aseé y esperé sentada en la cama.
Nadie me venía a avisar, ni para desayunar, ni para
nada.
Me atreví a salir al pasillo que daba a la escalera.
Desde allí se escuchaba más nítidamente
el ruido de platos. ¿Qué hago?, ¿bajo
aunque no me hayan llamado?, ¿estarán esperando
a que me presente sin ser llamada? Bajé un tramo de
escaleras, luego otro y, donde vi una puerta abierta, entré.
Me encontré a una chica de lánguida mirada
y marchita sonrisa, que estaba cortando lonchas de jamón
de yorck en una máquina. Calculé que tendría
un año o dos más que yo. Me extrañó
su seriedad.
-Buenos días -dije acercándome a ella.
Me devolvió el saludo pero no me preguntó "¿Quién
eres?, ¿qué haces aquí?", o cosas
por el estilo, se suponía que ella no debía
de saber que yo estaba en aquella casa, pero no se inmutó.
Le pregunté si la podía ayudar e, inmediatamente,
me encomendó la tarea de llenar con mermelada unos
pequeños boles. Después hicimos unas bolas de
mantequilla que íbamos poniendo en unos platos, preparamos
tostadas y otros manjares, lo trasladamos todo en un carrito
hasta un gran comedor vacío de personas y lo fuimos
distribuyendo por las enmanteladas mesas ya preparadas con
sus tazas, platos, servilletas y cubiertos.
Después de dejar listo el comedor para el desayuno
de quienes quiera que fuesen las personas que lo iban a tomar
(hoy sé que eran chicos universitarios residentes de
aquella casa: Colegio Mayor Monterols, pero en aquellos momentos
desconocía para quién era el esmerado trabajo
de la "triste muchacha" a la que había ayudado),
pasamos a otro comedor que había junto al office y
comenzamos a prepararnos el nuestro, de repente, sin saber
de donde, empezaron a aparecer en él unas muchacha
con impecables uniformes a los que no les faltaba su delantal
de sirvienta.
Me extrañó que nadie me preguntará que
de dónde era, o qué hacía yo entre ellas,
o si estaba de paso, o...
Ahora conozco que, en esa institución, aparecen y
desaparecen las asociadas, por órdenes de sus superioras,
sin dar ningún tipo de explicación a las demás
compañeras, por lo que debía de ser muy normal
ver caras nuevas a las que, por discreción, no les
hacían ningún tipo de preguntas.
Estaba desayunando cuando llegó Marta y me llevó
con ella. Nos montamos en un tren de cercanías que
abandonamos en un apeadero (ahora es una estación,
y creo que se llama San Juan), que, con sus influencias, habían
conseguido para el colegio Viaró sito en las afueras
de San Cugat del Vallés. Los profesores de dicho colegio
eran miembros del Opus Dei y moraban en una bonita residencia
a cuya administración estaba siendo conducida.
-La casa es totalmente nueva -me comentaba Marta-, todavía
tenemos a los pintores pululando por algunas dependencias.
Queda mucha tarea que hacer para poner la administración
a punto, así que le aseguro que no se aburrirá.
Me percaté de que me estaba llamando de usted.
-Prefiero que me tutee -le dije-, nadie hasta ahora me había
tratado de usted.
No dijo nada y continuó con el usted diferenciador
de clases. No lo hacía sólo conmigo, sino con
todas las demás chicas que habitábamos aquella
casa. Era una norma: a las que hacían de señoritas
y vestían con bata blanca, teníamos que ponerle
el señorita antes de su nombre y tratarlas de usted.
Y ellas, a las que llevábamos uniforme y delantal de
criada, no nos llamaban señoritas pero tampoco podían
tutearnos. Ellas entre si, sí se tuteaban, y nosotras
entre nosotras, naturalmente que también. Entendí
enseguida que aquello era una especie de parapeto para que
no se mezclaran "las churras con las merinas".
LOS PRIMEROS DÍAS
Los primeros días fueron sólo de trabajo, trabajo
y más trabajo. Éramos muy pocas chicas (luego
fue llegando alguna más), y la tarea era infinita.
Me hacían madrugar como nunca lo había hecho
en mi vida, y acostarme muy tarde.
No tenía día libre y, para lavar mis cosas,
o escribir una carta, o lo que fuese, me concedían
tan solo lo que llamaban "media hora de personales".
Ah, y no tenía SEGURIDAD SOCIAL.
Mis primeras compañeras eran de un pueblo de Gerona,
aunque solo me acuerdo del nombre de una de ellas, se llamaba
Pilar Masmiquel. Recuerdo que a una paisana suya, le sentaba
mal beber leche, o no le gustaba, pero, las "señoritas"
la obligaron a que la bebiera cada día.
De Basape sólo estábamos F. U. (que se portaba
como si no fuese amiga mía), y yo, pero unos días
más tarde llegaron algunas más pero no todas
se quedaban, ya que cuando las tanteaban y veían que
no tenían vocación, o que no estaban sanas...,
no se qué les decían pero se largaban a sus
casas. Así que, unas se iban y venían otras.
También acudían a trabajar unas cuantas chicas
externas, a las que envidiaba porque cada tarde podían
volver a sus hogares y los domingos no tenían que venir.
LOS DOMINGOS, ¡Dios mío, qué tristeza
me entraba, los domingos y días de fiesta, recordando
a mis amigos! Para variar un poco del resto de la semana,
cuando llegaba un día festivo, nos sacaban en grupo
(acompañadas de una señorita), a pasear por
una solitaria carretera. ¡Qué aburrido era dialogar
sólo con chicas!, no veíamos a un muchacho ni
por equivocación.
¡Qué locura había cometido abandonando
mi ciudad precisamente en los momentos en que empezaba a sonreírme
la vida!
Mi alma languidecía pero, ni por un momento me planteé
regresar a mi casa, ¿qué hubieran dicho de mi
comportamiento mis padres?, sin duda me hubiesen llamado "culo
de mal asiento", de ninguna manera podía volverme
atrás. Necesitaba madurar, hacerme fuerte, no podía
comportarme como una mocosa a la que la primera contrariedad
le hace abandonar la empresa comenzada y regresa llorando
a los brazos de su madre. No, no me rendiría, ahora
ya era mayor, ya tenía quince años, ya no era
una niña.
LAS ASIGNATURAS
Cuando comenzaron las esperadas clases, comprendí que
no eran lo que yo andaba buscando. El nivel de las asignaturas
que nos impartían era más bajo que el de los
conocimientos que adquirí en la escuela. Además,
la mayor parte del tiempo dedicado a nuestra formación,
se cubría con clases de religión, de cocina,
de limpieza y mantenimiento de los muebles, de maneras de
colocar apropiadamente los platos y cubiertos en una mesa,
de la forma correcta de presentarle al comensal la bandeja
con la comida, de como retirarle a dicho comensal los platos
usados, etc...
DESCRIPCIÓN DEL INTERNADO
DONDE ME HABÍA METIDO
En el internado de Viaró (que, como he contado, era
de reciente construcción y habíamos inaugurado
nosotras), no dormíamos en camarillas (pero dos años
más tarde me mandarían a Molinoviejo, donde
sí las había). En lugar de éstas, se
habían dispuesto unas mini habitaciones ¡con
ventana!, aunque por supuesto, éstas, no daba a la
calle, sino, unas al jardín, y otras a una luna del
edificio. Dicho edificio se encontraba ubicado en medio de
una gran parcela, y ésta a su vez estaba rodeada por
una tapia lo suficientemente alta como para no poder ver el
exterior (campo y carretera), que lo circundaba.
Además de la ventana, lo que diferenciaba a estas
habitaciones de las camarillas, era su puerta de madera y
su luz individual. Por lo demás, también tenían
como cama un somier, empotrado de pared a pared, con un colchón
encima. No había en ellas más muebles que un
pequeño armario, y, como mesa, un mármol redondeado,
adherido a la pared, debajo de la ventana. Los waters, lavabos,
bidés y duchas estaban en una gran sala al final del
pasillo.
Las señoritas, cuyas habitaciones estaban en la planta
baja, no carecían de baño completo, ni de mesa
escritorio, ni de cama, aunque he de decir que (para mortificarse),
ésta no tenía colchón sino una simple
tabla de madera. Ya hablaré de las mortificaciones,
rezos y otras excentridades de aquellas personas que, aunque
presumían de ser gente corriente, LO ÚNICO CORRIENTE
QUE TENÍAN ERA EL AGUA QUE SALÍA POR LOS GRIFOS,
"dime de qué te alabas y te diré de que
careces".
Aquella casa (administración) era descomunal, recuerdo
que en la segunda planta había un pasillo embaldosado
con gressite en tonos blancos, tan inmenso, que cuando lo
fregábamos -de rodillas, con cepillo y jabón-,
nos colocábamos tres chicas en hilera horizontal, para
abarcar su anchura.
Me llamaba la atención que en la puerta del despacho
de la directora hubiese un semáforo para indicar cuando
estaba ocupada charlando con otras señoritas, o con
alguna chica. También me admiró el almacén
de suministros de aquella casa, había allí más
alimentos que en algunas tiendas de mi barrio. Y lo que más
me sorprendió fue descubrir que, aunque la vivienda
era de reciente construcción, tuviese un pasadizo secreto.
EL PASADIZO
Durante mucho tiempo, me intrigó saber qué habría
tras la bien cerrada puerta de aquel sótano, hasta
que un día, sin que se lo hubiésemos pedido,
la señorita Marta nos condujo (a las que ya habíamos
pitado), hasta aquel lugar y abrió el acceso a un pasillo,
de tierra, largo, largo, largo..., tan largo que nos dimos
la vuelta sin llegar al final del mismo. Se trataba de un
pasadizo secreto.
Yo me pregunté que para qué necesitarían
unas "personas normales" un pasadizo como aquel.
¿Tantos enemigos tenían?
OCUPACIONES
No recuerdo la hora, pero me imagino que nos levantaban a
las 7 de la mañana, ya que a las 8 teníamos
la santa misa diaria y, antes de asistir a ella, ya nos habíamos
hecho la cama, nos habíamos duchado y aseado, y, mientras
unas preparaban los desayunos de los numerarios, otras, pasábamos
a limpiarles las dependencias de la parte inferior (durante
este tiempo, ellos tenían prohibido bajar a esta planta).
Luego acudíamos "voluntariamente" a misa,
comulgábamos y, por fin (qué hambre tenía
a esas horas), íbamos a nuestro comedor a desayunar.
A continuación comenzábamos los trabajos que
se nos habían encomendado.
Yo, por ejemplo, debía asear las habitaciones de las
señoritas y, luego, con una enceradora, sacarle brillo
al vestíbulo (no sabía el lujo que era disponer
de aquella máquina, me enteré de ello -dos años
más tarde-, en Molinoviejo cuando, para sacarle brillo
a las baldosas, tenía que utilizar dos bayetas de lana
y la fuerza de mis pies). Naturalmente, antes de pulirlo,
previamente lo había encerado de rodillas (la enceradora,
que también podía realizar esa tarea, no les
gustaba a las señoritas, pues, debido a que sus cepillos
eran circulares, no llegaba bien a los rincones). Suerte que
la cera no tenía que extenderla diariamente, me bastaba
pasar la enceradora para mantener el suelo brillante durante...,
por lo menos una semana. Menos mal, porque el vestíbulo
era más grande que todo el piso de mis padres.
Después ayudaba en la cocina, comíamos, y,
como la tarea de servirles la mesa a los numerarios se me
había encargado a mí, iba a mi habitación
a cambiar mi uniforme por otro de color negro, al que le añadía
un delantal blanco con puntillas, y una cofia.
Por la tarde se nos daba alguna clase, y luego acudíamos
al planchero, o al lavadero.
A la hora de la cena volvía a servirle la mesa a los
señores. Y, después de recoger, teníamos
que asistir a una tertulia con las señoritas, donde,
en alguna ocasión, encendían la televisión.
Entre unas cosas y otras, creo que nos acostábamos
alrededor de las 12 de la noche. Así que por las mañanas,
cuando sonaba el artilugio-timbre que habían colocado
en todas nuestras habitaciones, me levantaba más zumbada
que un zombi.
Las tareas encomendadas eran rotatorias. De vez en cuando
se nos reunía y se nos leían los cambios de
ocupación. Recuerdo que una de las mías fue,
durante mucho tiempo, el mantener limpios los sótanos,
asear y reponer de productos los cuartitos de la limpieza,
y fregar los cubos de basura, los cuales, por cierto, debía
de forrar con papeles de periódico.
Pasaba mucho tiempo en solitario fregando las alargadas baldosas
rojas de los pasillos de aquel sótano, pero me entretenía
cantando a grito pelado. Me gustaba cantar, en mi periodo
escolar gané un troféo con un Villancico, por
eso en alguna ocasión pensaba: "Quizás
entre los señores del otro lado haya alguno que se
dedique a buscar artistas y, si me escucha, igual me propone
hacer una película del estilo de las de Rocío
Durcal o Marisol". Qué ignorante era.
Cierto es que todavía no me había dado cuenta
de donde me había metido. Ana, la subdirectora, se
hartaba de decirme que no cantara, pero yo, obedecía
su petición hasta que ésta se me olvidaba por
completo. Había tantas cosas que no quería recordar...,
y cantando, simplemente no pensaba en ellas.
En uno de aquellos cambios de tarea, se me trasladó
al planchero. Había allí un tocadiscos y alguien
trajo un disco con el Tema de Lara de Doctor Zibago ¡Cómo
me hubiese gustado poder escuchar aquel tema en compañía
de Carlos o de Juan! ¡Qué romántica era
aquella melodía! ¡Qué bonita!
MARCAR, CON AGUJA E HILO, LA ROPA
SUCIA
En el lavadero, había una tarea que todas odiábamos,
pero que hacíamos sin protestar: Cuando llegaban tandas
de numerarios (solía ser en verano), para hacer ejercicios
espirituales o convivencias, su ropa sucia que acompañaban
con un papel con las iniciales, teníamos que semibordarlas,
para reconocer las prendas de cada cual una vez limpias. No
podéis imaginar lo duro que era introducir, varias
veces, la aguja y el hilo en aquellos calcetines, o slip sudados.
LAS AÑORADAS CARTAS
El único contacto que tenía con mi familia y
mi amiga Isabel era la correspondencia (jamás me llamaron
por teléfono). Pero ello, debido a que no había
cambiado su modo de vivir, su día a día. Desconocían
la urgencia, la ansiedad con que esperaba sus cartas y se
demoraban demasiado en contestar las mías, no sabían
que sus letras eran mi mayor ilusión de aquellos momentos.
Recuerdo que cuando el cartero entregaba el correo, hubiese
deseado dejar la tarea que estuviese realizando para ir corriendo
a ver si, entre el montón recibido, había una
carta para mí. Pero eso lo teníamos rigurosamente
prohibido. Las cartas se nos daban durante la tertulia de
la tarde o (lo que era peor), la de la noche.
¡Cuántas desilusiones! Me pasaba la mañana
pensando: "hoy me escribirá Isabel, seguro que
recibo noticias suyas", o "ya hace más de
un mes que escribí a mis padres, así que hoy
tengo que tener una carta suya, seguro, seguro que hoy dirán
mi nombre a la hora de repartir el correo". Sin embargo,
casi siempre obviaban mi nombre en la distribución
de aquellos tesoros.
Pero un día me llevé una grata sorpresa. La
señorita Marta estaba leyendo los nombres de las destinatarias:
Conchita..., Pilar..., Mari Carmen..., Amapola... "¡Dios,
alguien me ha escrito!", pensé dando un bote y
alargando la mano hasta alcanzar el premio. Miré automáticamente
el remite: Juana. Mi madre se llama Juana, pero nunca ponía
su nombre en el remite sino el de mi padre, el cabeza de familia,
por otro lado, aquella no era su letra.
Rasgué nerviosa el sobre y me deleité con la
bonita caligrafía de la remitente, mejor dicho, del
remitente, ya me había dado cuenta de quién
era el tal "Juana". Mi corazón rebosaba alegría.
Estaba allí aislada, encerrada, forzada a trabajar
duramente, pero, en esos momentos, aquel pedazo de papel en
el que Juan me había transmitido sus pensamientos,
me hacía la mujer más feliz del mundo. Me contaba
que me echaba de menos, que se acordaba mucho de mí,
y..., las suficientes cosas como para llenar cuatro carillas.
Fueron muchos los días en que leí aquella misiva,
quizás hasta que recibí su segunda y última
carta (que también releí infinitamente), tras
ésta, no hubieron otras de "Juana". El mundo
en el exterior no se detenía y Juan era un apuesto
joven, y había cantidad de chicas a su alcance. Lo
dicho: ¡Cuántas desilusiones! Isabel me mandó
una foto acompañada de sus nuevas amigas.
LAS FIESTAS DE BASAPE
En Basape se celebran las fiestas patronales del 4 al 8 de
septiembre. Mi añoranza, a esas alturas, ocupaba toda
la cavidad de mi pecho. No se podía sentir más
dolor. Era como si se me hubiese introducido un roedor en
el estómago. Por aquellos días me puse a recordar
las fiestas del año en que había conocido a
Juan. En esa época aún no sabía su nombre
y entre mis amistades me refería a él por su
apellido, que una compañera me había comunicado:
Gil.
Bien, pues una tarde, me encontraba en la carpa de los coches
de choque, viendo como se divertían los muchachos que
disponían de dinero para montarse en un coche de aquellos,
cuando de pronto vi venir a Gil hacia aquella feria. Subió
el escalón metálico de la atracción donde
me encontraba y me miró sin decir nada. Me percaté
de que llevaba un descomunal helado de los que se les llamaba
'corte' porque los cortaban de una barra de nata, de chocolate,
de vainilla, etc., y te los daban emparedados en dos galletas
cuadradas. Podía ser éste del tamaño
de un corte, de dos o de diversos cortes, según el
dinero que quisieras o pudieras gastar. El de Gil, de ser
más grande, no lo hubiese podido abarcar con su gran
mano.
Vi que aquello era una buena excusa para iniciar un diálogo
con el muchacho, así que me acerqué a él
-¡No había visto un helado así, tan inmenso!,
-dije señalando su manjar.
-¿Quieres un poco? -Dijo él.
-Oh, no, no gracias.
Creo que ya no hablamos más. Después, no sé
si se fue él o si me fui yo, aunque sospecho que ninguno
de los dos quería hacerlo. Pero así eran las
cosas en aquella época: "los chicos con los chicos,
y las chicas con las chicas".
Aquel día había sido muy feliz: ¡Lo había
visto!, ¡Él se había percatado de mi presencia!,
¡Nos habíamos dirigido la palabra! ¿Estaría
pensando él en mí como yo estaba pensando en
él? ¿Habría dibujado algún corazón
con nuestras iniciales?: G x A. ¿Conocía mi
nombre para poder hacerlo?
Ahora, mientras recordaba aquellas fiestas y aquellas sensaciones,
me entraban ganas de llorar. Este año todo iba a ser
distinto, no vería a Juan, ni a su prima y amiga mía
Isabel, ni a mi añorado Carlos. Cuatro, cinco, seis,
siete y ocho de septiembre, cuatro días de morriña.
No, no sólo cuatro, la pena se extendió, todos
los días rojos del calendario se habían vuelto
negros. Daba igual un día que otro, ninguno era festivo,
había que trabajar diariamente. Alguien había
manipulado los mandatos de Dios: "Y el domingo se hizo
para descansar".
Es verdad que un poco se variaba en los días de fiesta.
En éstos paseábamos por una aburrida carretera,
vigiladas y acompañadas por una señorita. Tampoco
se nos daba clases. Pero igual había que limpiar, hacer
la comida, fregar los platos, asistir a misa y comulgar como
todos los días.
EL DESCANSO DE LAS SEÑORITAS
No recuero cuantas señoritas había en la casa.
Sé que estaban: el triunvirato compuesto por la directora,
la subdirectora y la secretaria, pero, a parte de éstas
y una que se llamaba Marisol, no consigo recordar quienes
eran las otras, ni su número. Claro que teniendo en
cuenta que algunas venían solo a descansar y después
de unos días regresaban a su residencia..., es dificil,
después de tantos años, precisar ese dato.
Había una cosa que me chocaba extraordinariamente:
¿Cómo podía ser que siendo, la mayoría
de las señoritas, unas chicas tan jóvenes (y,
teniendo en cuenta que la faena dura la realizábamos
nosotras, sus criadas), pudieran cansarse tanto como para
necesitar venir a reposar por unos días?
También me llamaba la atención observar que
en su comedor hubiese un casillero para sus medicinas; cada
cual tenía su dosis de pastillas ¿Es que estaban
todas enfermas?
EL PLAN DE VIDA
Una tarde estábamos en el lavadero, unas cuantas chicas,
marcando iniciales en la ropa sucia, cuando llegó Marta
y le dijo a P. que se fuese con ella. La muchacha estuvo ausente
al rededor de medía hora. Otro día vi que otra
señorita se llevaba a M. C. Yo estaba intrigada, pero
si les preguntaba solo me decían que habían
estado charlando con las señoritas. ¿Por qué
se las llevaban si durante ese tiempo no podían realizar
sus tareas que, por cierto, recaían en el resto de
nosotras? ¿De qué podrían hablar? Estaba
deseando que me llamaran a mí para esas extrañas
charlas. "Cuidado con lo que deseas que puede hacerse
realidad".
-Amapola, deje lo que está haciendo -me ordenó
Marta-, y véngase conmigo.
Todo cambió para mí desde ese instante.
-"Yo no quiero ser monja".
-"Nosotras no somos monjas, somos gente corriente que
nos santificamos con el trabajo bien hecho".
Recuerdo que nunca encontraba las palabras adecuadas para
replicar las suyas. Además las señoritas me
pagaban (sí, ganaba 1.300 pesetas, trescientas más
que en el comercio de Basape, pero aquí no tenía
seguridad social, ni me daban el sueldo, ellas me lo guardaban,
descontando de él las cosas de uso personal que les
compraba) y , como eran mis patronas, creía que debía
obedecerlas en todo, me intimidaban.
Marta me preparó un "plan de vida", así
le llamaban a una lista de normas espirituales que había
que cumplir puntualmente: Hasta la hora de la misa, rezar
el mayor número posible de jaculatorias. A las 8, la
misa y la comunión. Luego más jaculatorias.
A las 12, el ángelus. A la 1 menos cuarto, un cuarto
de hora de lectura piadosa. Más jaculatorias. Por la
tarde el rezo del santo rosario. Más jaculatorias.
Mortificaciones, como la de no comerse la pieza de fruta que
te gusta, eligiendo la que menos te apetece, ducharse con
agua fría... Cuidar los detalles pequeños, por
ejemplo, agacharse a recoger un papelito del suelo. Ofrecer
a Dios el trabajo de cada día. Y ofrecerle también
cada dolor o sufrimiento, evitando quejarse de las molestias.
Una vez a la semana nos daban una charla, en el oratorio
o en una salita, de cualquier modo cerraban todas las ventanas
y apagaban todas las luces, dejando encendida únicamente
la del flexo que había en la mesa de la oradora. Cada
mes nos preparaban un retiro espiritual.
Debía de confesarme todas las semanas con el sacerdote
de la casa y, a la vez, volverme a "confesar", igualmente
cada semana (en el día y hora que me habían
asignado), con mi directora espiritual.
Una de mis directoras, durante un tiempo, fue la señorita
Marisol, hasta que enfermó. Permanecía en la
cama durante todo el día. Me dijeron que tenía
hepatitis. Quizás sí tuviese esa enfermedad,
pero también tenía alguna relacionada con los
nervios, porque... Un día, cuando fui a limpiar el
despacho de la directora, encontré un boquete en el
armario donde guardaba con llave los papeles importantes.
Me llamó la atención, pero, por discreción,
jamás hubiese preguntado nada al respecto, sin embargo,
fue la propia señorita Marta la que me explicó
que "Anoche la señorita Marisol se puso nerviosa
y me tiró un zapato a la cabeza, me aparté y
fue a impactar contra el armario".
Mi dormitorio estaba justo encima de dicho despacho y, ahora
que mencionaba aquello, caí en la cuenta de que había
oído mucha bulla la noche anterior, pero nunca me hubiese
imaginado que aquellas personas que pretendían ser
santas, llegaran a perder la cabeza de aquella manera. Por
otro lado, ¿como podía un zapato hacer un agujero
en un armario? Pienso que a lo sumo, hubiese dejado la marca
del impacto antes de rebotar hacia otro lugar. Pero..., ¿por
qué iba a mentirme Marta?
Con el tiempo, la señorita Marisol empeoró
y la cambiaron de residencia. No obstante, le permitían
que viniese a confesarse con el cura de Viaró. Me llamaba
mucho la atención aquella venia. Decían que
eran pobres y sin embargo, a pesar de que en todas las residencias
tienen a un sacerdote, le permitían gastar en los viajes
de ida y vuelta, tan solo para confesarse en nuestra casa.
No fue la única cosa que me chocó.
UNOS DÍAS DE ILUSIÓN
Antes de la Navidad se me concedieron unos días para
viajar a casa de mis padres y la alegría volvió
a mi corazón. Planeé el viaje con mucho entusiasmo.
Compré un cuento para mi hermanita Margarita, recuerdo
que era una historia sobre un conejo que vivía en un
hoyo subterráneo y que, de repente, le cayó
dentro de su hogar el huevo de una gallina descuidada que
había permitido que éste rodara hasta su agujero
y..., en fin, una bonita historieta, sabía que le gustaría
tanto como el regalo que le mandé, por su sexto cumpleaños,
el cuatro septiembre. Si no recuerdo mal creo que fue una
balanza con sus pesas y todo.
Como todavía no había pitado, las señoritas
me dieron el dinero que había ganado con mi trabajo,
que resultaron ser siete mil y pico pesetas. Ese fue todo
el capital que me pagaron durante los 4 años que permanecí
con ellos, ya que (como contaré), consiguieron que
me hiciese del Opus y, a partir de entonces, no me dieron
ni un céntimo más. Tampoco pude hacer ningún
regalo más, ya que éramos pobres.
En el tren estaba segura de ser la mujer más feliz
de todos los vagones, por fin podría ver a mis padres
y a mis tres amores: Isabel, Juan y Carlos. ¡Qué
ganas tenía de llegar! Cuando me apeé en Micast,
desde donde un autobús me llevaría a mi pueblo,
el corazón no me cabía en el pecho.
Mis padres se alegraron de verme, sobre todo cuando les entregué
todo mi dinero. Pero luego..., hubieron momentos en que pensé
que ya se habían acostumbrado a estar sin mí
y que casi les molestaba mi presencia. Era un piso muy pequeño
para tantas personas. Sesenta metros cuadrados para: mi padre,
mi madre, mi abuela, mi hermanita y yo. A mí (después
de vivir en la gigantesca casa de Viaró), se me antojaba
diminuto.
Durante mi ausencia de allí, había olvidado
sus continuas disputas, pero éstas existían,
eran el acíbar que amargaba todos los otros dulzores.
Fui a casa de Isabel y le di la sorpresa de mi llegada. Cuando
salió de su asombro, nos abrazamos ilusionadas. Luego
le conté algunas cosas de mi nueva vida y, por último,
quedamos para vernos y salir el domingo. Recuerdo que ese
día, paseábamos por el coso en compañía
de su cuñada Rufina y de Juan, cuando acertó
a pasar por allí Carlos. El corazón me dio un
vuelco. Recordaba que Juan había trabajado con él
en un taller, así que le sugerí que lo invitara
a ir con nosotros a casa de Rufina, ya que, estábamos
planeando ir a bailar allí. Pienso ahora que a Juan
no le gustó mucho mi petición, pero, de todas
formas, se acercó al muchacho y le pidió que
nos acompañara.
Hacía demasiado tiempo que yo no hablaba con él,
creo que desde el día en que le reclamé un anillo
de plata que le había prestado, con la romántica
intención de que me lo devolviese después de
haber estado una temporada en su poder, y, cuando se lo pedí
me dijo que ya no lo tenía, por lo que me enfadé
bastante. Ni siquiera me despedí de él cuando
me fui a "estudiar". Cierto que no tuve oportunidad
de hacerlo, el chico ya no trabajaba en mi calle y, nuestra
falta de comunicación, impedía que fuera a buscarlo
para comunicarle lo del viaje. Ya en casa de la cuñada
de mi amiga, comprendí que había cometido un
error al invitarlo. No le vi ningún interés
por sacarme a bailar, creo que ni siquiera hablamos. Lo achaqué
a su timidez. Y Juan..., si no hubiese estado Carlos tal vez
se hubiera atrevido a bailar conmigo alguna pieza, pero...,
¿había herido sus sentimientos? Quizás
fuera por mi forma de vestir, por mi recatamiento, por mi
ñoñería... Suerte que en aquel guateque
había otro chico. Fue él el que me acompañó
a casa cuando decidí marcharme.
¡Todos aquellos meses pensando en mis amores...! ¿Tanto
había cambiado? ¿En qué se habían
convertido aquellos sueños míos tan románticos?
LA VUELTA A MI FUTURO
Antes de regresar a Viaró, aproveché para ir
a la peluquería y arreglarme el pelo. Sin embargo,
la peluquera no logró, con aquel moderno y bonito peinado,
iluminarme el rostro. Mis ojos estaban tristes, algo dentro
de mí minaba mi alegría.
Al día siguiente, el tren me devolvió a mi
futuro.
Llegué la víspera de año Nuevo y pude
celebrar con mis compañeras el cambio de año.
Recuerdo que aquella noche, durante la cena, bebimos champán
y, no sé por qué, Rosa vertió su copa
en mi cabello arruinándome el peinado. "Hay que
poner la otra mejilla", pensé, y no derramé
la mía en el suyo. "Tienes sangre de horchata",
hubiese dicho mi padre.
Debía pasar a servirles la cena a los numerarios,
por lo que no me daba tiempo de lavarme la cabeza, aún
así hice lo que pude para salir airosa de aquel trance.
Pero, aquella noche, me compadecí muchísimo
de mi misma. No sería la primera vez. Hasta hoy, recordándome,
me compadezco de aquella niña que fui.
A las 12 comenzó el año 1967. Nada que celebrar.
¿Habría alguien en ese instante que estuviese
pensando en mí? ¿Me quería alguna persona?
¿Dios sí lo estaba haciendo? "Dios sí
me quiere, así que qué más da si los
demás me olvidan".
Me dormí llorando.
Sin saberlo, aquellos acontecimientos estaban siendo el arado
y la semilla de mi vocación.
LA VISITA DE MIS TÍOS
Una hermana de mi madre, vivía en Granollers, población
cercana a San Cugat del Vallés, así que una
tarde, ella, su esposo y mis primos: Rosa Mari y Jesús,
vinieron a verme.
Por la expresión de la cara de Ana, la subdirectora,
cuando me comunicó que mis tíos habían
llegado sorpresíbamente a verme, interpreté
que éstos no eran bien recibidos. No era habitual que
alguien de nosotras recibiese visitas de sus familiares.
Se me permitió verlos en la salita que hay junto a
la puerta de entrada, y, desde luego, ellos no pudieron pasar
de allí. Yo, por mi parte, al creer que mis tíos
eran un incordio para las señoritas, mis jefas, me
porté con ellos algo distante. De todas formas, no
tenía muchos temas de conversación con los que
entretenerlos, así que no les quedaron ganas de volver
a visitarme.
EXCURSIONES
Aquel encierro de internado sólo se interrumpía
con los paseos dominicales por la carretera y con, eso sí
que era divertido, alguna excursión como la que hicimos
a la montaña de Montserrat. Recuerdo que, gran parte
del camino de ascenso, lo realizamos a pie por una escalera
que no tenía fin. Suerte que, una vez arriba, repusimos
nuestras extenuadas fuerzas con un queso tierno empapado en
miel, que nos vendió una mujer que había allí.
También nos llevaron, en alguna ocasión (creo
que no pasaron de dos), a Llar, una casa de..., como la llamaría,
de caza y captura de chicas estudiantes; donde disponían
de un salón de proyección de películas.
A mí me parecía abusivo el precio que nos cobraban
por ver una peli, sobre todo porque no nos daban opción
a asistir a otros cines, tampoco podíamos elegir el
día: "Hoy como es domingo me voy a Llar a ver
una película", no, eran ellas las que nos decían:
"Esta tarde iremos a Llar a ver tal película".
Acostumbrada como estaba a no pagar más de un duro
por ver una sesión doble en un cine de Basape, me parecía
un robo el pase para aquella sala. En estos momentos no recuerdo
cuanto era el importe, pero sí que me parecía
carísimo, por lo que creo que costaría mucho.
Además, en una ocasión... Nos habían
llevado a ver una película sobre la muerte de Jesucristo,
no recuerdo el título, sólo sé que era
en blanco y negro; no por que fuese antigua, sino porque el
director había tomado esa opción para darle
más..., he olvidado lo que argumentaron, más
realismo o algo así. Se habían rodado las escenas
en lugares resecos y pedregosos, y el argumento me parecía
poco atractivo, por lo que, como tenía a la señorita
Marta sentada junto a mí, le comenté, varias
veces, que no valía la pena haberse gastado el dinero
de la entrada para ver semejante rollo. Ella se molestó,
se molestó tanto que me pidió que abandonase
el cine; cogiese el tren de cercanías con el dinero
que me puso en la mano; me presentara en Viaró; y comenzase
a preparar la cena.
Totalmente injusto. Yo había pagado mi entrada, así
que nadie tenía derecho a (aunque protestara), impedirme
permanecer en el salón, como mucho, se me podía
haber pedido que no hiciese comentarios. Además, si
el resto de las chicas disfrutaban de aquellas horas libres
¿por qué se me mandaba a mí a trabajar?
Sencillamente se me estaba dando una lección de hipocresía,
tendría que haber dicho que la película era
maravillosa.
En la charlas, confesiones, homilías, retiros, tertulias,
etc., se exponían unos ideales que a veces veía
como contradecían ellas mismas.
CONTRADICCIONES
Recuerdo que en una ocasión, llegaron a nuestra parte
de la casa, un grupo de chicas (desconozco si eran numerarias,
criadas, o posibles pitantes), para hacer un día de
retiro. Cuando llegó la hora de la comida, ésta
se les sirvió en el aula donde se nos daba las clases.
Bien, pues a la hora de saldar el gasto alimenticio, hubo
un rifirrafe entre la directora de Viaró y la encargada
de aquel retiro espiritual, increíble de encajar en
el espíritu de la Obra. ¿No se suponía
que eran "hermanas"? ¿No estaba ya estipulado
en cada casa el gasto del cubierto? ¿Por qué
se quejaban las visitantes de precio excesivo?
Para colmo, cuando ya se habían marchado, la señorita
Marta comentó conmigo aquel desacuerdo con las del
retiro. ¿Dónde estaba su discreción?
¿Dónde su caridad? ¿Por qué una
persona como ella criticaba a sus correligionarias? Si yo,
una persona que todavía no pertenecía a la Obra,
cuidaba con especial esmero todas sus enseñanzas piadosas
¿por qué ella, una directora del Opus Dei, no
ponía en practica sus propias lecciones?
MENTIRAS
Había otra cosa que me intrigaba: la chica de la centralita
tenía permitido mentir.
En muchas ocasiones, aún sabiendo que la persona (por
la que venían a preguntar, o requerían por teléfono),
estaba en casa, debía de coraborar la mentira de dicha
persona, diciendo que se encontraba ausente. ¿Dónde
estaba la "sinceridad salvaje" de la que hacían
gala?, ¿dónde la honradez?
Otra cosa chocante, para mí, era la hoguera que me
hacían hacer, en la parcela destinada a un futuro jardín.
En dicha hoguera, además de quemar el contenido de
los contenedores de los cuartos de aseo de las señoritas,
se incineraban también unos papeles que, previamente,
había hecho añicos la directora.
¿Qué habría escrito en aquellos documentos?
¿Por qué se deshacían de ellos de aquella
manera?
DATOS DE LAS EMPLEADAS
Un día, cuando fui a hacer la limpieza de la habitación
de la subdirectora, me llamó la atención ver
la foto de una de las cocinera del pabellón del comedor
autoservicio del colegio. Dicho comedor, destinado a los alumnos,
no era de nuestra incumbencia, lo atendían personas
externas, pero, en alguna ocasión me habían
mandado a llevar o traer alguna cosa, y conocía a las
cocineras. La foto que menciono estaba sujeta con un clip
a unos folios en los que se detallaba la vida y milagros de
la persona del retrato. ¿Para qué necesitaban
tantos datos de una empleada?
OLVIDADA
A medida que pasaban los días me iba sintiendo más
y más sola, las cartas de mis padres se espaciaban
más de lo deseado, y mi amiga Isabel..., bueno, ella
seguro que se acordaba de mí pero seguramente tendría
muchas cosas que hacer.
Ahora era mi directora espiritual mi única confidente,
no en vano se le llamaba "confidencias" a ese rato
de diálogo semanal que se me había "impuesto",
con mi consentimiento, naturalmente.
Necesitaba sentirme apreciada, así que pensé
que si me hacía de la Obra, todas ellas me considerarían
su hermana y me darían ese afecto que estaba necesitando.
Era muy triste sentirse olvidada por todos tus seres queridos.
Sin saberlo, desde la primera "confidencia", habían
estado sembrando en mí la vocación. Con el tiempo
descubrí que aquella casa, como todas las suyas, estaba
destinada para hacer proselitismo. Pero entonces desconocía
muchas cosas, demasiadas.
Y..., PITÉ
Una mañana (después de uno de aquellos retiros
espirituales mensual, en el que se nos había insistido
que, ya que Jesucristo había dado la vida por nosotros,
nuestro deber era hacer otro tanto por Él), decidí
que ya era hora de pedir mi admisión en la Obra.
Además del sacerdote, mi directora de "confidencias"
me había estado presionando lo indecible para conseguir
aquel resultado y, por fin podrían conglaturarse por
su pesca.
Yo soy una persona de palabra, me puede costar dar el sí,
pero una vez que sale de mi boca, cumplo con lo prometido
aunque me deje la vida el ello.
Creo que aquello fue pera mí como una especie de suicidio,
sabía que a partir de aquel día no tendría
que pensar jamás en los chicos, ni en formar una familia,
ni ser libre para decidir, bueno, esto último todavía
no había tenido oportunidad de experimentarlo. Nunca
había sido libre, primero debía hacer lo que
mis padres querían y ahora debería hacer lo
que los del Opus quisieran. En cuanto a los chicos..., nadie
me había dado un beso de amor, si he de decir la verdad,
como en el cine cortaban esas escenas y en la vida real nadie
se besaba por la calle, los besos en la boca eran totalmente
desconocidos para mí, no me había percatado
de que existieran.
Era un suicidio porque sabía que aquello no tenía
vuelta atrás, había dado mi palabra y ya no
me podría arrepentir.
F. U., C. B. y Pilar Masmiquel, vinieron a abrazarme llenas
de alegría. Fue entonces cuando me enteré de
que (aunque lo llevaban en secreto, cosa que a mí también
se me había pedido), ellas eran igualmente de la Obra.
"Ahora llevas el farolillo rojo", me dijo la señorita
Marta. "¿Qué es eso?", pregunté.
"Es el recordatorio de que tenemos que vigilarte constantemente
porque tu vocación es recién nacida y necesita
de nuestros cuidados. Pero también es una carga que
debes pasar cuanto antes a la vocación nueva que tú
consigas para la Obra. El Padre pide que cada una de sus hijas
le consiga, por lo menos, tres vocaciones anuales".
Una vez escrita la carta al Padre, pidiéndole que
me admitiera en su Obra, mi "plan de vida" fue aumentado
considerablemente. Ahora tenía que rezar diariamente
unas preces en latín que leía en una octavilla
doblada, de color amarillo, que me dieron; rezar más
jaculatorias; asistir a una reunión a la que llamaban
"Circulo"; hacer la "corrección fraternal"
a mis hermanas, etc., y lo más doloroso: llevar dos
horas al día el cilicio. "La disciplina"
te las darán en tu centro de estudios², me dijo
mi directora.
CILICIO: Cadenillas de hierro con puntas, ceñida al
cuerpo junto a la carne, que para mortificación usan
algunas personas.
DISCIPLINA: Instrumento, hecho ordinariamente de cáñamo,
con varios ramales, cuyos extremos o canelones son más
gruesos, y sirve para azotar.
continuación
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