4 AÑOS
EN EL OPUS DEI COMO NUMERARIA AUXILIAR
AMAPOLA, 17 de septiembre de 2004
1. Preámbulo
2. La ilusión
de poder seguir estudiando
3. El viaje
4. Las camarillas
5. Los primeros días
6. Las asignaturas
7. Descripción
del internado donde me había metido
8. El pasadizo
9. Ocupaciones
10. Marcar, con aguja
e hilo, la ropa sucia
11. Las añoradas
cartas
12. Las fiestas
de Basape
13. El descanso
de las señoritas
14. Plan de vida
15. Unos días
de ilusión
16. Vuelta a mi
futuro
17. La visita de
mis tíos
18. Excursiones
19. Contradicciones
20. Mentiras
21. Datos de las
empleadas
22. Olvidada
23. Y... PITÉ
24. La primera
y última visita de mi madre
25. El
consentimiento
26. Segunda
convivencia
27. Viaje a Pamplona
para conocer al Padre
28. El centro
de estudios
29. Viaje
a lo desconocido
30. Molinoviejo
31. Viajes de
recreo
32. Cartas abiertas
y leídas
33. Permiso
para lavarse el pelo
34. Agobio
35. Una labor
inútil
36. La hacedora
de cilicios
37. La pulsera
38. La comunión
de Margarita
39. Recibir
y no dar
40. El no regalo
41. Cumpleaños
42. Las flores
43. Deterioro
intelectual
44. El elefante
rosa
45. Pabellón
46. Soledad
47. Me extrañó encontrar
al sacerdote en las camarillas
48. Malestar físico
49. Nadie me echó de menos
y no me trajeron comida
50. A pescar
51. Peor que en una cárcel
52. No me merecía ni el pan
que comía
53. Como un secuestro
54. No se me permitió despedirme
de nadie
FIN
EL PABELLÓN
En la leñera había una bicicleta vieja que nadie
usaba. Y a mí, que jamás había montado
en una, me apetecía aprender a llevarla, así
que una tarde, cuando nos dirigíamos al pabellón
para servir las cenas, la cogí de su rincón
y fui haciendo equilibrios por la bacheada senda del trayecto.
No sabía que el aparato tuviera frenos, nadie me había
explicado el mecanismo de una bicicleta, así que utilizaba
mis pies para frenar. De todas formas, éstos (los pies),
estaban más en el suelo que en los pedales. A los dos
días de haber rescatado la bicicleta de su abandono,
volví a dejarla en su lugar, prefería caminar
junto a mis compañeras, que ir haciendo malabarismos
por el camino sobre aquel trasto.
En la cocina de aquel lugar de retiros y convivencias trabajaban
dos chicas que, como la de los cilicios y la encargada del
oratorio, no pertenecían al grupo de formación.
Por su edad, ya haría algunos años que habían
completado su curso sobre el conocimiento de la Obra.
Las dos tenían la mirada triste. Creo que, como yo,
ya habrían llegado a esa etapa en la que una cae en
la cuenta de que Dios no puede ser un ogro sádico que
disfrute con el sufrimiento de sus hijos. Y apreciar que los
sacrificios de uno son realmente inútiles, comprobando
además de que una vez que se ha caído en la
trampa de aquella "telaraña" no puedes escapar...,
es descorazonador.
No es que me contaran sus impresiones, nadie de nosotras
podíamos intimar con una compañera. Solamente
a la directora de "confidencias" que tuviéramos
designada era la persona con la que podíamos (y debíamos)
hablar sobre nuestra vida interior. Por lo tanto mis deducciones
podían estar erradas, sin embargo, estaba claro que
aquellas chicas no eran felices.
Antes de pasar al comedor a servir las mesas, mi cometido
era ayudar a preparar la cena, así que cuando llegaba
me ponía bajo el mando de las dos chicas citadas.
Uno de aquellos días me hice el firme propósito
de alegrarles un poco la existencia a aquellas dos almas de
Dios, así que cuando se dirigían a mí
para darme instrucciones, les miraba a los ojos cariñosamente
y les sonreía. Estaba segura de que si veían
que alguien se interesaba por ellas, que les tenía
afecto, cambiarían su taciturna mirada.
Poco a poco la cordialidad, el cariño que les daba,
se fue haciendo recíproco, palpaba su amistad. Algunas
noches, cuando regresábamos hacia el internado, volvíamos
cogidas de la mano. Era reconfortante sentir la tibieza de
la piel de otra persona, te daba la certeza de que no estabas
sola en el mundo: en aquel mundo-isla en el que habías
caído donde sólo se hallaban personas de tu
sexo.
Y, ya que nombro el sexo, creo que debo aclarar que aquello
que vivía en esos instantes, no era nada relacionado
con el sexto mandamiento. Ya hacía muchos meses que
(quizás debido a los castigos de más horas de
cilicio cuando tenía un mal pensamiento), mi mente
estaba tranquila de deseos impuros, podría decirse
que, en ese aspecto, me había vuelto "ángel":
no me atraían hombres ni mujeres, ni ningún
otro ser, no vayáis a pensar que me gustara algún
burro, perro, etc... Yo misma estaba asombrada de que no tuviese
que luchar con ese pecado. En mi otra vida, en mi vida normal,
cuando no conocido todavía al Opus, un simple chiste
verde me excitaba placentera y pecaminosamente. Ahora sin
embargo, ni aun los recuerdos de aquellas excitaciones me
excitaban.
No obstante, la sensualidad transmitida a través del
tacto de aquella mano en la mía, aunque no afectaba
a mi sexo, sí lo hacía con mi corazón.
Era una sensación cálida en el alma, un estremecimiento,
una caricia. He de confesar que a veces me imaginaba que,
de no haber sido atrapada por el Opus, quizás en esos
momentos aquella mano fuese la de Juan o la de Carlos. Ciertamente
no había dejado de pensar en ellos. El apretado "plan
de vida" con su montón de jaculatorias y demás,
no impedía que en alguna ocasión vinieran a
mi memoria mis dos amores perdidos. Pero ese amor por ellos
continuaba siendo puro, sin deseo carnal.
Necesitaba sentir afecto y lo buscaba también en la
señorita Valentina, mi directora de "confidencias".
Recuerdo que, cuando no había sitio en los asientos
y muchas de nosotras nos acomodábamos en el suelo,
procuraba apoyar mi espalda en sus piernas. Creo que la quería
como a una madre, por eso también apreciaba su cálido
contacto.
Supongo que ella se dio cuenta y movió los hilos que
tuviese que mover para dejar de ser mi directora espiritual.
No recuerdo el nombre de su sustituta, son muchas las cosas
que he olvidado.
Un día llegó un sacerdote eventual que confesaría
a toda aquella que tuviese que confesar algo inusual, aquello
que no se atreviese a decirle al confesor habitual de la casa.
Yo, que sabía que en el Opus no se podían hacer
amistades especiales, pensé
que era el momento de confesar aquella falta. Así que,
ni corta ni perezosa,
pasé a confesarme con aquel cura.
Quizás no me expliqué bien, la verdad es que
me daba algo de vergüenza hablar de aquello y lo hice
con timidez, pero, la alarmada voz del sacerdote y el interrogatorio
que me hizo a continuación, me hizo pensar que había
cometido un pecado terrible. Tal vez cuando le hable de nuestras
manos, él pensara que éstas las habíamos
puesto en algún lugar secreto del cuerpo de la otra.
Intuí que podría estarle pasando por la cabeza
algo así, pero no sabía como sacarlo de su error,
me daba mucha vergüenza tener que hablar de aquellas
cosas. Además, Dios conocía la verdad ¿qué
más daba lo que él cura pensara de mí?
Pero él se quedo escandalizado. Me pidió que,
en el momento en que abandonara el confesionario, subiese
a buscar a la directora de la casa y le contase lo mismo que
le había dicho a él. ¿Para qué
servía un cura especial si no podías mantener
con él un secreto de confesión?
Tal como me recomendó el sacerdote, subí al
instante al despacho de la directora y le conté el,
ridículo, episodio de la mano. Me sentía realmente
culpable pues sabía que en la Obra no se pueden hacer
amistades especiales entre nosotras, pero, por otro lado,
debido a que no sentía deseo carnal por las mujeres,
que no había pecado contra el sexto mandamiento, no
consideraba que mi falta fuese tan grave como para ir a contársela
a la directora. Sin embargo, allí estaba, con un nudo
en la garganta que me impedía hablar, intentando explicarle,
lo que (ni yo misma sabía bien) había pasado
con esas dos chicas del pabellón.
Me hubiese gustado decirle que no pensara mal, que realmente
no había ocurrido nada sucio entre nosotras, pero me
limité a relatarle los hechos algo confusamente, quizás
incoherentemente, últimamente la memoria me estaba
gastando malas jugadas, o quizás fue la timidez o el
azoramiento de la situación. La cuestión es
que me quedó la sensación de que se estaba haciendo
una montaña de un grano de arena.
La directora no opinó, ni me preguntó nada.
Me escuchó atentamente, dando cabezazos afirmativos
y, sin darme un solo consejo, me dijo que volviera a mis ocupaciones.
Aquella misma semana me cambiaron la faena, ya no tuve que
ir más al pabellón.
En cuanto a las chicas implicadas en mi tontería,
no supe a donde las habían mandado, solo sé
que desaparecieron, por unas semanas de la casa. Me imaginé
que a ellas, que tampoco habían cometido pecado alguno,
tras un interrogatorio que quizás no supiesen a qué
se debía, les habría caído una buena
reprimenda y un traslado a..., vaya usted a saber donde.
SOLEDAD
Me sentía desamparadamente sola.
No me bastaba con el cariño que me pudiese tener Dios.
Necesitaba una sonrisa, una palabra de aliento, un abrazo...
Por aquellos días, comencé a notar unos temblores
internos muy desagradables que no podía controlar.
Tuve que ir al despacho de la directora, esta vez, a contarle
mi mal estar físico para el que me entregó (sin
consultar a médico alguno), una diminuta pastilla que...,
quizás me alivió algo.
Luego, comencé a necesitar aquella ayuda que, por
otro lado, a la vez que me calmaba, me impedía la concentración
en las clases, por lo que todavía me sentía
peor.
"Eres una inútil, inútil, inútil..."
hubiera dicho mi padre de poder verme en aquella situación.
Y, sí, era una inútil. ¿Era yo la misma
chica que destacó tanto en su último año
de colegio? No, aquello fue una excepción, yo no era
más que una "buena para nada".
La comida me daba náuseas y, aunque no lo notara, había
empezado a adelgazar.
Una tarde, desesperada por mi continuo temblor, subí
nuevamente al despacho de la directora para que me diese la
consabida píldora, pero no la localicé. Estaría
recibiendo la "confidencia" de alguna de las chicas
o señoritas que tuviese encomendadas, o..., la cuestión
es que no di con ella y, no podía aguantar más
aquel agobiante estado en que me encontraba, así que,
como sabía donde guardaba las pastillas, abrí
el botiquín y cogí la que se me administraba,
ya le daría cuenta de mi acción cuando la viese.
¡Dios, cómo se puso cuando se lo conté!
Prometí, sin entender muy bien el motivo, no volver
a coger ningún medicamento que no viniera directamente
de sus manos o de las de alguna otra señorita.
ME EXTRAÑÓ ENCONTRAR AL
SACERDOTE EN LAS CAMARILLAS
Una mañana, subí corriendo a mi cuartito para
coger la disciplina e ir a azotarme al baño (ya que
la cortina no aislaba lo suficiente del acto que iba a realizar),
y, al entrar en mi camarilla me encontré al sacerdote
y a la directora revisando mi armario. Me quedé de
piedra ¿Qué buscaban allí? No recuerdo
si se me dio alguna explicación. Ese episodio lo había
olvidado, pero hace unos meses, recordando aquellos días,
afloró a mi mente, y me pareció algo tan extraño
que pregunté a los participantes de un foro al que
entraba si a alguien le había pasado algo parecido.
Se me dijo que sí, que se hacían revisiones
periódicas a los armarios de las chicas porque, comprobando
el orden de éstos, adivinaban el orden mental de cada
una de ellas.
MALESTAR FÍSICO
Empeoré y decidieron llevarme a una doctora (del Opus,
naturalmente), que tenía su consulta en Madrid. Se
me dijo que no tenía nada grave, pero que debía
tomarme unas pastillas efervescentes, de sabor a naranja,
con la comida principal (cuyo olor me repugnaba y no digamos
su sabor), y un vaso le leche con galletas a media mañana.
No sé si me sirvió de algo el tratamiento,
yo me sentía fatal.
Una noche, cuando llevaba ya unas horas dormida, me despertó
un terrible dolor en el abdomen. Cambié de postura;
encogí las piernas; las volví a estirar; le
pedí, mil veces, ayuda a mi custodio (para ése
y otros menesteres se nos había puesto a nuestro lado
el invisible ángel, o ¿no?); recé a Dios...,
pero nada, el dolor seguía ahí.
Intenté levantarme para ir al lavabo y..., al incorporarme...,
un súbito chorro de detrito salió disparado
de mi boca yendo a aterrizar en el pavimento de mi alcoba.
¡Qué bochorno, no tenía nada a mano con
qué limpiar el maloliente vómito! Me puse a
llorar de impotencia.
-¿Te encuentras mal? -preguntó una de mis compañeras
de camarilla.
-Sí.
Al momento descorrió un poco mi cortinilla y asomó
la cabeza. -¿Qué ha pasado? -dijo al ver el
desaguiso.
-No me dio tiempo de ir al lavabo -dije llorosa-, ni siquiera
me di cuenta de que fuese a vomitar, fue tan repentino...
-No te preocupes -comentó-, ahora mismo voy a avisar
a una señorita.
Al momento apareció la señorita Valentina y
se hizo cargo de la situación. Yo estaba abrumada.
-Ahora voy a buscar algo para limpiar esto-, le dije incorporándome.
-No, eso lo haré yo. -Dijo desapareciendo y, al momento
llegó con lo necesario para la operación de
limpieza.
-Traiga, señorita -dije avergonzada de que una señorita
tuviese que limpiar algo tan asqueroso-, ya lo hago yo.
-Tú tranquila -comentó mientras limpiaba-, ahora
descansa, y mañana quédate en la cama. Yo tengo
que marcharme a Madrid en el primer tren, pero ya le dejaré
a la directora una nota.
Cuando las demás chicas acudían a sus ocupaciones,
yo respiré tranquila. Ese día podía quedarme
en la cama.
No había estado ni un solo día enferma. Si
tuve algún catarro, e incluso alguna gripe, se la ofrecía
a Dios, como un sacrificio más, y seguí en pie
aguantando como una jabata. Pero hoy la señorita Valentina
me había dicho que permaneciese en la cama. ¡Cuanto
bien me iba hacer aquel reposo! Lo necesitaba, estaba cansada,
agotada, extenuada.
Ahora comprendía por qué mandaban a aquellas
jóvenes señoritas a descansar a Viaró
y otros internados. Quizás me mandasen a mí
también un día de éstos. ¡Que bien
se estaba en la cama!
"Yo tengo que irme a Madrid pero le dejaré una
nota a la directora para que
sepa que estás enferma".
Cuando ésta viera lo que la señorita Valentina
le comunicaba en el papel, me enviaría a alguien con
el desayuno. Me vino a la memoria la escena de la monja trayéndome
chocolate caliente, cuando (en aquellos ejercicios espirituales,
los primeros, que hice, recomendados y en compañía
de doña M. M.), me mareé en la misa.
NADIE ME ECHÓ DE MENOS Y NO
ME TRAJERON LA COMIDA
Fue pasando el tiempo y nadie se acercaba a mi alcoba. Oí
los ruidos de los enseres del desayuno y me dije que cuando
todas acabaran de desayunar, vendrían a traerme el
mío.
Tenía mucho hambre, teniendo en cuenta que la cena
la había arrojado por la boca aquella madrugada, era
de lo más normal estar famélica.
Se extinguieron los ruidos del comedor sin que nadie apareciera
por mi cuarto.
Ahora me encontraba más o menos bien. "¿Y
si me atreviese a bajar a desayunar?" No, no podía
hacer semejante cosa, la obediencia era uno de los tres votos
que había que cumplir a rajatabla. Fui al cuarto de
baño y bebí agua, estaba claro que aquello sería
mi único desayuno de aquel día. ¿Se habría
olvidado la señorita Valen de dejar la nota que me
nombró? Nadie venía a interesarse por mí.
Estábamos acostumbradas a no hacer preguntas, si alguna
vez observábamos que faltaba alguien, suponíamos
que estaba en otro lugar que le habían asignado aquel
día, quizás para unas horas, para unos meses,
o para siempre. Me sentí terriblemente sola. Lloré
y le ofrecí mi llanto a Dios.
Llegó la hora de la comida y..., como en el desayuno,
nadie me echó en falta, nadie se acercó a mi
cuarto, nadie me trajo un trozo de pan.
En Viaró, para dejarme pitar, me habían hecho
un concienzudo examen médico. A mí y a todas
las posibles pitantes. En aquellos análisis se descubrió
que M. C. S., por un problema físico ("corazón
grande", me dijo la señorita Marta), nunca podría
pertenecer a la Obra, al menos como numeraria auxiliar, como
agregada podía estudiarse. Pero de momento no le plantearían
la vocación.
En la lectura, que, periódica y gradualmente, nos hacían
de los estatutos, habían llegado al capítulo
donde se dice que no se admiten en la Obra a los homosexuales
ni a los enfermos.
No había duda que todas las chicas estábamos
fuertes y sanas. Ninguna nos quedábamos en cama por
una tontería. Si yo lo estaba ahora, era por obediencia:
"No te muevas de la cama ya avisaré etc..."
Me levante nuevamente para ir a beber agua, tenía la
boca como el estropajo.
Fueron pasando las horas sin que nadie me viniese a ver.
Aquel día la tertulia la hicieron en una parte de
la parcela algo alejada de la casa, y en mi entorno sólo
se oía el silencio. No sabía que era peor, si
aquel silencio o el ruido estremecedor del silbido de los
pinos cuando, en invierno, acostada en una de las mesas del
piso superior (por lo de la mortificación de dormir
un día a la semana en tabla), me impedían dormir
con su quejido.
Tampoco me gustaba el ruido que hacía la disciplina
cuando pegaba en mi espalda.
Pero el silencio de aquel día de soledad, era abrumador.
Estaba empachada de silencio y hambrienta de comida.
No sé en qué momento se percataron de mi ausencia,
tal vez hubiese llegado ya la señorita Valentina de
Madrid, no lo recuerdo. La cuestión es, que una auxiliar
me trajo un vaso lleno de zumo de naranja, que me supo a gloria
bendita. Nunca en la vida había tomado algo tan bueno,
aunque..., quizás se le podría comparar el bocadillo
de jamón que desayuné en aquella visita relámpago
a Pamplona, sí, aquel también había sido
vivificante.
La naranjada me devolvió al mundo de los vivos. Me
pidieron que me vistiera y, algo tambaleante, bajé
a reunirme con las chicas de la tertulia.
Nadie preguntó por mi salud. A nadie le habían
informado de la causa de mi ausencia. Escuché callada
sus diálogos y risas. Dejé que el sol besara
mis mejillas. Y, después de la tertulia, me reintegré
a mis obligaciones en el planchero. Mientras veía hacer
cilicios, pase la plancha por la prenda que tenía en
la mesa. Había muchas batas y delantales que planchar.
A PESCAR
Me llamó la directora a su despacho y me encomendó
una nueva tarea. A partir de aquel día iría,
dos días a la semana, con otras dos auxiliares, a Segovia.
Cogeríamos el tren en el apeadero que había
al otro lado de la carretera, y nos presentaríamos
en una escuela dedicada a manualidades y cocina que, con el
fin de hacer proselitismo, habían montado en la capital
segoviana. Intento recordar el nombre de la casa pero no me
viene a la memoria, era algo así como Pedraza, o Pedralves,
o... ¿Pedrosa?, desde luego algo relacionado con piedra.
Nuestro cometido era presentarnos en el aula como si fuésemos
unas alumnas más. Y, ni debíamos decir que pertenecíamos
al Opus, ni ponernos juntas en la clase. Íbamos allí
de cebo. Ha hacer amigas a quienes, poco a poco, iríamos
poniendo un progresivo plan de vida, y acercaríamos
a la Obra.
Teníamos una canción que cantábamos en
las tertulias que decía:
En el mar hay peces GORDOS a millares,
tú lo sabes, tú lo sabes,
hay que hundirse entre las aguas sin pesares,
y meterse por las cuevas sin temor.
Cuando ves un pez te pones a su altura,
con soltura, con finura,
le disparas el arpón con puntería,
lo atrapas luego y se acabó.
A mí me gusta la pesca,
pero pesca SUBMARINA,
que perseguir a los peces,
es una cosa divina.
A mí me gusta la pesca,
sin anzuelo y sin sedal,
que eso de esperar que piquen,
no me va, que no me va,
que eso de esperar que piquen,
no me va, que no me va.
Ésa era ahora una de mis labores, atrapar personas
para el Opus Dei: "No tiene buen espíritu de la
Obra quien no trae , al menos, tres vocaciones al año".
Las alumnas eran chicas humildes, posibles numerarias auxiliares.
¡Claro que no iban solo tras los peces gordos, necesitaban
también criadas!
Una tarde, cuando se sortearon los platos que se habían
enseñado a hacer y cocinado aquel día, resultó
que uno de ellos, un apetitoso guiso hecho en cazuela, fue
a parar a las manos de la chica que se sentaba a mi lado.
No recuerdo su nombre (¡cuantas cosas he olvidado!),
solo sé que aproveché la circunstancia para
comenzar la (interesada) amistad que le condujera, cuando
estuviese preparada, a pedir la admisión en la Obra.
Todo lo que hablaba con ella debía de transmitírselo
a mi directora, la cual me orientaba en como llevar a cabo
el proselitismo. La chica, en cuestión, prometía,
iba cumpliendo las (en principio), pequeñas normas
que le dictaba.
No sé que idea se hacía del Opus Dei, ni siquiera
conozco si sabía que la escuela a la que asistía
pertenecía a la Obra, por lo que a veces me pregunto
por qué me permitía a mí (una chica normal
y corriente), que me metiese en su vida espiritual dándole
pautas a seguir de índole religioso.
Yo no estaba convencida de lo que estaba haciendo, me parecía
un engaño eso de ir introduciendo poco a poco, a aquellas
inocentes chicas, en la boca del lobo. Nunca sabrían
(hasta que no estuviesen dentro), nada sobre el cilicio; ni
la disciplina; ni la tabla; ni el alejamiento de la familia
carnal; ni de la soledad; ni de la obediencia ciega; ni de...,
tantas otras mortificaciones.
El cebo tapaba el afilado anzuelo que las atraparía
en el primer descuido. Recuerdo que se nos dio una charla,
referente al proselitismo, en la que se nos instaba a transmitir
la ilusión que "sentíamos" de pertenecer
a la Obra.
"Si se os ve felices, si trasmitís alegría,
muchas querrán pasar a formar parte de vuestra manera
de vivir". Lo malo era que para obedecer esa norma, tenía
que fingir. Yo no era feliz, no estaba contenta, pero lo disimulaba
muy bien a la hora de hablar con mi posible pitante.
Mi directora y yo estábamos tejiendo la tela de araña
destinada a la segovianita. Pobre chica, no sabía lo
que le esperaba.
PEOR QUE EN UNA CÁRCEL
En mi camarilla, en un lugar inaccesible, estaba la única
y diminuta ventana de toda la inmensa habitación. Era,
más o menos, como de un metro de ancho, por medio metro
de alto; tenía el cristal opaco y sus bisagras estaban
en la parte horizontal de la parte de abajo, por lo que (para
mantenerla entornada, en invierno y en verano, nadie la cerraba),
de las esquinas de la parte superior, salían dos tirantes
que se sujetaban a la pared. Su ventilación llegaba
a todas las alcobas, ya que, como he contado, los tabiques
de las mismas no llegaban al techo. No obstante en la mía,
al tenerla justo encima de mi cabecera, era verdaderamente
molesta en invierno.
Algunos días, para entrar en calor, debía introducir
mi cabeza bajo las mantas. Aquel lugar tan cerrado, me recordaba
a una cárcel. No había visto ninguna pero, sin
duda, debían de ser algo como el sitio donde me encontraba.
Siempre me había asustado el significado de la palabra
cárcel, encierro. Sin embargo ahora pensaba que era
mejor estar en una cárcel que en aquella "prisión
voluntaria".
De una cárcel, cuando se ha cumplido los años
de condena, uno puede salir.
Pero, de esa "entrega voluntaria" nadie puede escapar,
en caso contrario "Dios le castigaría con el fuego
eterno".
En una cárcel uno podía resistirse a obedecer
los mandatos injustos, allí había que cumplirlos,
a ciegas, sin hacer preguntas.
Y, lo que era peor, en la cárcel tal vez te castigaran
pero nunca te harían llevar cilicio, ni azotarte con
las disciplinas; pero en este lugar, no sólo debías
sentir el castigo del cilicio y la disciplina, encima, para
mayor inri, era una misma la que debía aplicarse el
castigo; una misma la que, aunque no quisiera (una parte de
tu mente te decía: "no lo hagas", y la otra:
"debes obedecer"), se lastimaba sin piedad.
Cuando es otra la persona que te hace daño (te pega,
te lastima, te ofende), una puede protestar, o llorar, por
el dolor físico, o por el daño moral, pero,
¿cómo protestar por el dolor que se inflige
uno mismo? ¿cómo llorar? Esas preguntas fueron
haciendo mella en mi interior. Cada vez me sentía más
triste, más cansada, más apocada y con menos
ilusiones. Y creo que comenzó a notárseme.
No sé qué les hizo pensar que tenía que
marcharme (nadie me aclaró nada), pero lo decidieron
y pusieron la maquinaria en marcha: mi directora de "confidencias"
debió hablar con la directora de la casa, ésta
con su directora, la otra con la directora de la delegación...
Leerían mi (vida y milagros) expediente unos ojos,
otros, otros... (¿cuantos folios serían?), y,
una vez puesta en marcha, la tarea de la despedida, no tenía
vuelta atrás.
Sé que fue en otoño, porque cuando mi señorita
de "confidencias" se sentó frente a mí
en la salita del hogar, éste estaba encendido y crepitaba
su leña cuando me dio la noticia: "Lo siento Amapola,
pero usted no tiene vocación".
No sé si fueron ésas u otras sus palabras,
el resultado era el mismo: O yo era una inútil, buena
para nada y no servía para el fin que ellas me propusieron
en su día; o, estaba muy, muy, pero que muy enferma,
pues con lo que costaba conseguir una vocación...,
no iban a desperdiciar la mía por una noñería;
o, habían interpretado mal aquel asunto que llevé
a la confesión extraordinaria...
¡Dios!, que injustas estaban siendo conmigo. Si era
una inútil, ya me espabilaría, si una enferma,
podrían curarme, en cuanto a lo que confesé...
¡Claro!, si pensaban que podrían gustarme las
personas de mi sexo..., eso sí que no tendría
remedio. ¡Pero no era así!, ¡a mí
no me gustaban las mujeres!
"Esto será una prueba por las que todas debemos
pasar en su momento, seguro que dentro de unos días,
me llama la directora y me dice que ya la he superado, que
no tengo que marcharme". Es verdad que le pedía
a Dios que apartara de mí este cáliz, pero...,
así no, desechándome por inútil no.
Unos días antes, había estado escuchando llorar
hipando, noche tras noche, a una de mis compañeras
de camarilla. Nadie se atrevió a ir a consolarla, nadie
le preguntó nada, y, una mañana no apareció
en el desayuno, ni en la comida, ni en la cena, simplemente,
no apareció más.
Ahora era yo la que lloraba, pero en silencio, no quería
que nadie supiese de mi dolor. Le ofrecía cada noche,
aquella nueva pena a Dios, y, sin poder evitarlo lloraba mansamente
hasta quedar dormida. "Eres una inútil, una buena
para nada".
¿Cómo podía estarme pasando eso a mí..?
¡Si cumplía todas las normas..! ¡Si había
veces que por no tener pecados no sabía de que hablar
con el sacerdote, en mi confesión semanal "obligatoria"!
"Mañana me llamaran y me dirán que era
una prueba. Se reirán y me dirán que no pasa
nada, que siga con mi vida normal".
Cuando vinieron a avisarme para que fuese al despacho de
la directora, fui esperanzada. Seguro que me reclamaba para
decirme que había pasado la prueba. Seguro.
Llamé a su puerta y ella me hizo entrar. -Siéntese
-me dijo, en sus manos tenía un sobre abierto y una
carta-.
-¿Su abuela Dolores era muy mayor verdad?
-¿Mi abuela? -Pregunté temiendo lo peor.
-En esta carta -dijo blandiendo el papel-, cuenta su madre
que su abuela ha muerto, la enterraron hace cuatro días.
En la carta me explicaba mi madre que mi abuela Dolores había
muerto de repente: había ido al aseo y, sentada en
el inodoro, dejo de vivir y se cayó al suelo. Decía
también que no me avisaron para el entierro porque
no hubiese llegado a tiempo para asistir al sepelio.
Al hacerme cargo de la noticia, el velo de tristeza que cubría
mi alma, se hizo más tupido, más denso.
Precisamente aquel día, había una celebración
en casa, puede que fuese la de la festividad de los ángeles
custodios u otra, solo sé que, a la hora de la tertulia
nocturna (para celebrar lo que fuese), se saco vino del destinado
a la misa, "vino de consagrar" le llamaba la señorita
Marta en Viaró. Creo recordar que también se
ofrecieron pastas. Mas..., yo no estaba para celebraciones.
Mi directora de "confidencias" se percató
y, poniéndome una pastilla en la mano y, diciéndome
que me la tomara porque me ayudaría a dormir, me mandó
a la cama.
NO ME MERECIA NI EL PAN QUE COMÍA
Como me habían comunicado que no tenía vocación
empecé a considerarme una extraña entre las
que sí la tenían, una usurpadora de sus alimentos,
una no merecedora de los asientos en las tertulias (decidí
ponerme siempre en el suelo), una buena para nada, la inferior
de todas ellas.
Por esos días llegó la fecha en la que, a las
que habían pitado en el año en que yo le hice,
les tocaba hacer la Oblación, así que las prepararon
y, una tarde-noche, reunidas todas en el oratorio, fueron
leyendo (una por una) ante el sacerdote, su renovada promesa
de Pobreza, Castidad y Obediencia.
Yo, que sabía que no podría evitar llorar,
me había colocado en el primer banco para que nadie
me viera la cara, ni adivinara mi sufrimiento. Y, tal como
imaginé, se apoderó de mí tal congoja,
que aun no sé como pude aguantar el permanecer en mi
sitio sin salir corriendo a gritar mi desamparo, mi soledad,
mi aborrecimiento de mi misma.
COMO UN SECUESTRO
Fueron muchos los días en que presentándome
ante la directora le pedía que me dejara marchar a
mi casa. "Si no tengo vocación, quiero irme ya.
Por favor déjeme marchar". Y otros tantos los
que ella me decía que hasta que no me dijeran el día
en cuestión, debía permanecer en mi puesto cumpliendo
lo que se me ordenase.
Pero no podía más, un continuo nudo me oprimía
la garganta y, otro más fuerte, me estrangulaba el
corazón.
Volví a subir al despacho de la directora, deshecha
en lágrimas, y le dije que si no me daba permiso para
irme, me marcharía sin más, que ya no aguantaba
más aquella presión, que me iba a morir de pena.
Entonces ella, mirándome severamente, me dijo que
como yo no tenía dinero no podría ir a ninguna
parte. Así que, comprendiendo esa limitación,
humillada y sin fuerzas para protestar, asumí mi derrota,
le ofrecí a Dios mi sufrimiento y continué siendo:
("Hijas mías tenéis que ser el felpudo
donde todo el mundo pise"): UN FELPUDO, ("Hijas
mías tenéis que llegar a la cama exprimidas
como un limón"): UN LIMÓN EXPRIMIDO, ("Hijas
mías el burro de noria siempre hace lo mismo, gira
y gira para sacar agua, vosotras también tenéis
que dar vueltas y vueltas, aunque no entendáis lo que
hacéis. Haced vuestra labor un día y otro y
otro..., girad y girad como un burro de noria"): UN BURRO
DE NORIA, ("Hijas mías, no podéis fallar
porque sois el eslabón de una cadena y, si en una cadena
falla un sólo eslabón, ésta se rompe
sin llegar a completar su cometido") continué
siendo el "ESLABÓN DE LA CADENA" que, aunque
defectuoso, parecía ser que aún les servía.
Recibí otra carta de mi madre en la que me decía
que, por las noches, tenía calambres en las piernas
y se le dormían las manos. Ella sabía por qué,
pero no me lo quería decir abiertamente.
Un mes más tarde, me comunicó que, a pesar
de su edad (tenía 42 años), estaba embarazada.
No recuerdo mi reacción ante aquella noticia, supongo
que me alegraría todo lo que me permitiera mi profunda
tristeza.
Llegó la Navidad y cantamos un villancico muy triste
que decía así:
Soy una mula mi niño, mi niño,
pero te quiero, te quiero,
cógeme de las orejas,
dame un beso y otro beso,
que yo no puedo besarte,
que tendrás miedo...
Mi madre me mandó un paquete con un disco de jotas;
alguna otra cosa; y una bufanda que había tejido ella
misma. Naturalmente, abrieron "mi" paquete y su
contenido pasó a manos de otras personas. No tardé
en ver la bufanda de mi madre en el cuello de una compañera.
"Eso forma parte del espíritu de la
Pobreza, nadie puede tener nada suyo".
Era curioso el espíritu de la Obra: se podían
recibir regalos, pero no se podía regalar nada (aun
no había estrenado la pulsera que se me impidió
regalarle a mi hermana).
Estuve a punto de protestar por el asunto de la bufanda,
al fin y al cabo, yo ya no tenía vocación, o
sea, ya no tenía que cumplir las normas de Pobreza
y Obediencia, pero..., le ofrecí a Dios mi sacrificio
y no dije ni esta boca es mía. Seguí acudiendo
a las clases de manualidades-captación, de Segovia.
La chica que conquisté como amiga, cumplía a
la perfección su "plan de vida", estaba entrando
en la cadena, le faltaba un pequeño empujón
que..., por cierto, no llegué a saber quién
se lo daría ya que, en mayo me dijeron que preparara
las maletas para marcharme.
NO SE ME PERMITIÓ DESPEDIRME
DE NADIE
Quise ir al maletero para recuperar las maletas que había
traído que eran completamente nuevas, pero se me impidió
hacerlo, en lugar de las mías, me entregaron las más
viejas que pudieron encontrar.
La víspera de mi marcha se me pidió que escondiera
el equipaje bajo la cama, para que nadie lo viera. Y, al día
siguiente, impidiéndome despedirme de mis compañeras,
salí acompañada por la señorita Valentina
en dirección a la estación de tren que nos llevaría
a Madrid, donde cogeríamos un tren hasta Micast y allí
un autobús hacía Basape.
El tren, como aquel otro que me apartó de mi familia
y me condujo a Barcelona, era muy cómodo, seguramente
se tratase de un Talgo. No sé si los billetes iban
numerados, pero a la señorita Valen estaba sentada
en un lateral y yo en el otro, así que decidí
arreglar aquella contrariedad preguntándole amablemente,
al hombre que estaba a mi lado, si le molestaría mucho
cambiar su asiento por el de aquella señorita. Me dijo
que no le molestaba en absoluto y fue así como pudimos
hacer el trayecto juntas.
Ella, que llevaba un periódico, se puso a resolver
el crucigrama de la sección de ocio, y, en ese momento
descubrí que era la primera vez que yo reparaba en
esa especie de juego.
-¿Como se rellena? -pregunté, viéndola
escribir letras en las casilla.
-Es fácil -contestó, señalando con el
bolígrafo el casillero-, primero se intentan colocar
todas las palabras horizontales que se piden en las definiciones
y, estas palabras te sirven hacen de pistas para resolver
las verticales, que, como puede ver, también tienen
sus propias definiciones.
En un momento del trayecto me preguntó que si me había
llevado conmigo el cilicio, le contesté que no, y ella
me dijo que, si lo deseaba, podría mandarme uno. Negué
con la cabeza, tenía claro que si Dios no me quería
en su Obra, no iba a llevar más tiempo aquel instrumento
de tortura. Estaba decidida a volver a ser una persona normal.
Luego me dijo que si me habían planteado ser agregada
o supernumeraria. Dije que no me ofrecieron esa posibilidad.
Entonces me comentó que lo estudiara, pero le dije
abiertamente que no necesitaba hacerlo, que tenía claro
que ya no quería tener nada que ver con la Obra.
En otro instante me preguntó que si llevaba en mi
maleta un libro de "Camino". No, no lo llevaba,
lo había dejado a propósito junto al cilicio
y las disciplinas. Prometió mandarme uno.
Recuerdo que también me preguntó (¡qué
raro que todo lo hubiesen dejado para tan tarde! ¿por
qué no me lo plantearon antes?), que si hubiese preferido
ir a trabajar a una casa de supernumerarios en lugar de regresar
con mis padres.
¡No, no deseaba ir a trabajar de criada en ninguna
casa del Opus, lo que quería era cortar por completo
con ellos!
Más tarde me dijo que en Basape me confesara únicamente
en la iglesia de los misioneros (creo que son Benedictinos),
porque ellos eran afines a la Obra. "La ropa sucia se
lava en casa" y, en aquellas fechas todavía no
había casa de ellos en mi pueblo.
No le prometí nada, así que jamás me
confesé en esa iglesia.
El autobús que teníamos que coger en Micast,
no pasaba hasta la tarde, así que tuvimos que quedarnos
a comer en un bar-restaurante del lugar. Nadie nos esperaba
en la estación de autobuses. Cogí las maletas
y nos encaminamos hasta mi barrio. Cuando llegamos y llamé
a la puerta, nadie contestó, por lo que decidí
llamar a la puerta de la vecina de a lado. Pili, que así
se llamaba ésta, me abrió y, amablemente, nos
hizo pasar a su piso.
Poco después llegó mi hermana Margarita que
se alegró de verme, se sentó en mis piernas
y comenzó a llamarme de usted. Tuve que pedirle que
me tutease. Estaba guapísima, la recordaba con una
larga melena, pero ahora llevaba el pelo cortado al estilo
paje, y le sentaba muy bien.
No sé cuanto rato estuvimos en aquella casa, finalmente
decidimos bajar a la calle y fue entonces cuando vimos a mi
madre. Llegaba de trabajar en la finca que se habían
comprado unos meses antes de que falleciera mi abuela. Llevaba
un vestido negro, por lo del luto de mi abuela, y un abultado
vientre, le faltaban solo dos meses para dar aluz. Se la veía
cansada.
-¡Dios mío -dijo con extrañeza, quizás
no esperara que viniera nadie conmigo- pero si creía
que vendrías mañana!
En casa de mis padres no había lujos, ni televisión,
ni sofás, ni comodidades. Era una casa demasiado humilde
y yo me avergoncé de no poderle ofrecer algo más
adecuado a aquella señorita. Al día siguiente
le enseñé a Valentina la catedral y otros lugares
de mi ciudad.
Mientras pasábamos junto a las tiendas me preguntó
que si necesitaba alguna prenda de vestir, le dije que no,
pero ella insistió. Me compró unos zapatos (lo
primeros que tendría de tacón) y una blusa.
También me dió quinientas pesetas para mis primeros
gastos en casa de mis padres. Entonce yo, aprovechando que
tenía dinero, la llevé a una pastelería
para que se pudiera llevar unos dulces de mi pueblo.
Aún recuerdo la cara que puso cuando le dije a dependienta:
"Póngame unas flores de Basape". Debió
pensar que me había vuelto loca ¡Mira que pedir
flores en una pastelería! o, tal vez le recordó
a las flores que nunca debería haberles puesto a las
señoritas en sus cuartos unos meses antes.
La chica que nos atendía, sin extrañarse en
absoluto de mi petición, cogió una caja en la
que se leía "Flores de Basape" y, envolviéndola
para regalo, me la entregó a cambio de su coste.
En la madrugada del siguiente día, la acompañé
en el autobús hasta Micast donde cogió el tren
de vuelta.
Fue en vano que me quedara en la estación para decirle
adiós desde el andén, ella no se asomó
por la ventanilla.
Con un nudo en la garganta e imagen distorsionada por las
lágrimas, vi pasar todos los vagones. Después...,
cuando desapareció el tren, comprendí que la
vida de mis últimos cuatro años se alejaba también
con aquella locomotora. "Si lloras por haber perdido
el Sol, las lágrimas no te dejarán ver las estrellas".
Luego, sentada en el autobús que me regresaría
a Basape, una terrible sensación de desamparo me hizo
estremecer.
El futuro que me esperaba tras la puerta de aquel coche, era
totalmente distinto al que se había planeado para mí,
cuatro años antes. Para éste no estaba preparada.
Hay una canción que cantaba Conchita Piquer, en "Nobleza
baturra", que dice en unas estrofas:
La paloma que en sus alas
lleva la señal del plomo que la hirió...,
lanza al viento su quejido de dolor...
Así me sentía yo: un pajarillo con las alas
rotas.
No fue fácil salir adelante, pues mis padres, al comprobar
que llegaba con las manos vacías de dinero, no me recibieron,
precisamente, como a un hijo pródigo.
También me fue sumamente difícil adaptarme
a la vida que llevaban las chicas de mi edad ya que yo estaba
totalmente desfasada.
En cuanto al amor...
Ésa es otra historia que no encaja en estas páginas.
FIN
He dejado ver lo más profundo de mi alma en esta narración,
incluso he relatado algunos sucesos (como el del elefante
rosa), que me ridiculizan y otros que me hacen parecer
egocéntrica ya que parece que los expreso con la única
intención de dar lástima.
Pero, lo que he contado, ha sido para que sirva de referencia
a quienes todavía estén a tiempo de poder elegir
su camino ¡Ojalá! llegue hasta sus ojos y puedan
entender el mensaje.
Un abrazo para todos los que hayáis tenido la paciencia
de leerme.
Amapola
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