Verdadero
marqués y santo sin canonización
Por Antonio Duato
Acepto este hecho ya inevitable de la canonización
el próximo domingo de Don José María
Escrivá de Balaguer, como un símbolo de lo que
ha sido el papado de Juan Pablo II, que en octubre de 1978,
antes de entrar en el Cónclave, fue a orar ante la
tumba del discutido fundador el Opus Dei, en el barrio más
elegante de Roma, el Parioli. Con la elección del amigo
Wojtyla los miembros del Opus ya podían descansar.
No se volverían a topar con las manifiestas reservas
que hacia ellos tenía Pablo VI y, con él, gran
parte del episcopado y de los teólogos (Véase
el texto de Urs Von Balthasar
que hace poco ha recordado Iglesia Viva).
María Angustias Moreno, ex-numeraria destacada del
Opus y víctima posteriormente de sus ataques, ha escrito
recientemente, también en Iglesia Viva, sobre la extraña
manera con que fueron seleccionados los testigos en el proceso
canónico sobre sus virtudes, excluyendo sistemáticamente
a cuantos pudieran objetar algo. ¿Pero es que el famoso
"Abogado del diablo" sólo existe en la novela
de Morris West?
Acepto, digo, que en mi iglesia haya ya un santo llamado
"San Josemaría", con esa caprichosa y tardía
unión de sus dos nombres, símbolo del esnobismo
que le caracterizó en su vida, a él y a tantos
de sus seguidores. Pero nadie me obligará ni a rezarle
ni tomarle como modelo de virtudes o doctrina. Otros son para
mí los santos válidos que venero, aunque algunos
no hayan sido canonizados.
El 25 de enero de 1968, el Boletín Oficial del Estado
publicaba en la página 1088 dos únicos anuncios
oficiales que el Ministerio de Justicia hacía, como
se acostumbra, cuando alguien quiere solicitar un título.
Se unían así en esta página dos apellidos:
Escrivá de Balaguer y Urbina de la Quintana.
Santiago y José María Escrivá de Balaguer
solicitaban sendos títulos. Santiago el de Barón
de San Felipe y José María el de Marqués
de Peralta, título en el que desde luego no hubiera
podido ni siquiera soñar el buen tendero de Barbastro
que fue su padre. No se exponen los motivos de esta solicitud
a un título que, concedido por primera vez por el Archiduque
Carlos VII en 1738, ostentó luego, por concesión
de la Santa Sede, como heredera del Sacro Imperio Romano,
un famoso diplomático costarricense muerto en 1930,
Don Manuel María de Peralta y Alfaro, tataranieto del
primer marqués, del que se puede disponer de una biografía
en PDF publicada por el Ministerio de Asuntos Exteriores de
Costa Rica. Sus herederos directos viven en EEUU y no debieron
conocer el anuncio del BOE o no les interesó pagar
la fuerte suma de dinero que se necesitaba para recuperar
el título.
Un Urbina de la Quintana, solicitaba el título de
Marqués de Vado, uno de los títulos que tenía
su padre recién fallecido, Antonio Urbina y Melgarejo,
Marqués de Rozalejo y de Vado, Grande de España,
por renuncia tácita del hermano mayor, Fernando, que
al hacerse sacerdote daba por supuesto que dejaba para sus
hermanos estos títulos.
No necesitó Fernando Urbina títulos para manifestar
durante toda su vida una extraordinaria nobleza de espíritu.
Como tampoco necesita una canonización en la Plaza
de San Pedro para ser considerado verdadero santo por muchos
de los que le conocimos y tratamos hasta su muerte en 1992.
De él ha escrito recientemente el teólogo José
María Rovira Belloso, en Iglesia Viva, estas hermosas
palabras:
"Fernando era un hombre ejemplar en su transparencia
y en su profunda ingenuidad. Fernando es un santo de otro
tipo que el de la hagiografía corriente... ¿Por
qué uno la figura de Fernando con la santidad? Porque
merecería que se canonizara de una vez para siempre
al hombre pobre y anhelante al cual una cuestión puramente
teórica le hacía sufrir vitalmente, le abría
las carnes. Eso para mí tiene un mérito extraordinario.
Fernando sufrió como sufre un mártir."
Para el que quiera saber más de su vida recomiendo
la introducción al número que publicó
en la revista Pastoral Misionera (hoy FRONTERA) Antonio Albarrán,
Editor y Director de la Feria del Libro de Madrid, con el
título "Apuntes biográficos".
Fernando hubiera sufrido hoy con esta canonización
mucho más que cualquiera. Precisamente por el amor
profundo a su Iglesia, por su fe apasionada en Jesús,
por la especial lucidez que tenía para analizar profundamente
y sin tapujos todas los acontecimientos en su contexto histórico.
La involución de la Iglesia, potenciada por el Papa
Wojtyla, tras el esperanzador período postconciliar,
se le iba haciendo insoportable. Recuerdo aquella primera
y única audiencia papal a la que acudimos los dos un
13 de Noviembre de 1978, recién nombrado papa Juan
Pablo II. En su manera de hablar de San Estanislao de Kostka,
el novicio polaco de la Compañía de Jesús,
descubrió ya lo que iba a ser este pontificado. Y no
se equivocó.
En ese viaje le había presentado en Florencia a otro
santo profeta, el escolapio Ernesto Balducci. Por cierto que
a Balducci le "daban escalofríos" al recordar
lo que de San Estanilao decían sus hagiógrafos:
"nunca miró a su madre a la cara porque era demasiado
bella". Urbina y Balducci mantuvieron desde entonces
una buena amistad de la que yo me honraba de ser intermediario.
Soñaban los dos con otro cristianismo y otra mentalidad
planetaria para los nuevos tiempos.
A los dos se los llevó el Padre inesperadamente en
los primeros meses de 1992. La ventaja es que al vivir este
día desde tanta altura, más allá de la
historia, ya no les llegará la angustia y la incertidumbre.
Para los que quedamos yo repito la oración con que
acababa la nota necrológica conjunta de Iglesia Viva
hace diez años: "Ernesto y Fernando, ¡vivid
en paz y alimentad nuestra esperanza!"
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