HISTORIA ORAL DEL OPUS DEI
Autor: Alberto Moncada
CAPÍTULO I.
EL OPUS DEI Y EL MUNDO ECLESIÁSTICO
No parece que al joven Escrivá le preocupara demasiado
el mundo eclesiástico. En los años treinta,
cuando reúne a sus primeras docenas de adictos, su
mensaje tiene que ver más con el mundo laico, con la
santificación del trabajo ordinario, con el apostolado
intelectual. Incluso alguno de los primeros cuenta que Escrivá,
a pesar de dirigirse espiritualmente con un jesuita, tenía
un notorio recelo por el clero y hablaba muy despectivamente
de tantas fundaciones de frailes y monjas que "nacen
para hacer cosas evangélicas y terminan dedicándose
a educar niños ricos".
Él habla a sus estudiantes universitarios, unos aún
estudiando la carrera, otros con ella terminada, del papel
que les reserva la historia en la cristianización o
recristianización del mundo, pero sin que ello implique
una utilización de los modos eclesiásticos de
actuar. El mensaje que él confiesa haber recibido de
las alturas -y que cuenta veladamente a los iniciados-, es
un mensaje de influencia de la doctrina cristiana en el mundo
civil. Él no parece que se sintiera muy cómodo
entre clérigos aunque hubiera pasado su primera juventud
en el seminario de Zaragoza y desde que se estableció
en Madrid, en los años treinta, mantuvo una relación
distante con ese mundo, empezando porque él era un
sacerdote de la diócesis de Zaragoza que tenía
permiso para vivir fuera de ella.
Hasta la guerra civil española y durante ella, Escrivá
se dedica principalmente a contactar y seleccionar jóvenes
universitarios aprovechando el clima de tensión que
había en el mundo católico español con
motivo de las confrontaciones de la II República.
"A mí me presentó al padre Escrivá,
en 1935, un compañero de Arquitectura, Pedro Casciaro,
con el que yo había coincidido en 1929, cuando aún
estudiaba bachillerato, en una huelga estudiantil contra
Primo de Rivera -cuenta Miguel Fisac.
"Yo no había sido especialmente piadoso hasta
que los acontecimientos políticos me hicieron reaccionar.
"En mi pueblo, durante la Semana Santa de 1935 hubo
mucha tensión, unos cuantos tiros en una de las procesiones
y otras provocaciones. Aquello me conmocionó bastante.
"Al volver a Madrid, Casciaro me dijo que había
conocido a un sacerdote que le había impresionado,
y más tarde me llevó a la residencia de Ferraz
50 y allí le conocí.
"El padre Escrivá me pareció un hombre
muy simpático y atrayente, por la manera de decir
las cosas con una actitud diferente a la de los curas que
yo conocía, y se rodeaba de un ambiente de espiritualidad
sin ñoñerías. Quedé con él
que volvería por allí con frecuencia."
Como Fisac había en España bastantes jóvenes
católicos militantes que, por una u otra vía,
pensaban oponerse a la descristianización republicana
y aquél era un buen caldo de cultivo para la acción
de Escriva.
"En la residencia de Ferraz no todos los residentes
eran de la Obra. Incluso vivía allí un falangista
que parece que intervino en el atentado contra Jiménez
de Asúa. El padre Escrivá tenía mucho
cuidado de que allí no dominara ninguna ideología
en particular, dentro, naturalmente, de una militancia católica."
Su pretensión de independencia de otros movimientos
católicos laicos le llevó a una cierta confrontación,
desde el primer momento, con la Acción Católica
y en particular con la Asociación de propagandistas,
el grupo de Ángel Herrera, el cual parece que le propuso
unir sus fuerzas cara al apostolado estudiantil, sin que Escrivá
aceptara.
La guerra civil española vino a desbaratar aquel primer
esfuerzo que había conducido a que, en el año
36, algo más de una docena de jóvenes españoles
ya habían prometido obediencia a Escrivá y otro
par de docenas estaban espiritualmente en torno a él
llenando los actos de piedad que, en pequeños grupos,
celebraban en la residencia de Ferraz.
Durante la guerra, y después de varias peripecias,
que incluyen el paso a Francia por los Pirineos de Escrivá
y siete de los suyos, el estado mayor de la Obra se sitúa
en el "Hotel Sabadell", de Burgos, el mismo lugar
del estado mayor de Franco. -
El monárquico Pradera y el marqués de Embid,
hermano de José María Albareda, habían
sido los valedores políticos de Escrivá y los
suyos, y pronto todos los jóvenes en edad militar se
incorporaron a filas en el bando nacional, logrando dos de
ellos, Casciaro y Botella, quedarse en Burgos, en las oficinas
del general Orgaz. Allí parece que Escrivá conoció
y trató a muchos de los personajes civiles y militares
que serían luego importantes en el primer franquismo,
como el almirante Fontán, que le presentaría
a Carrero Blanco.
Al terminar la guerra, Escrivá asume su capellanía
del Patronato de Santa Isabel de Atocha y allí se refugia
con su gente, recomponiendo poco a poco su labor, ahora facilitada
por el imponente catolicismo oficial de la posguerra. Al poco
tiempo, una residencia en la calle Jenner sustituye a la de
Ferraz.
Su apostolado con universitarios empezó a tropezar
con las envidias de otras organizaciones parecidas y algunos
clérigos, en especial jesuitas, incluso algún
obispo, como Segura, le empezaron a atacar. Fue muy notorio
el caso de un jesuita catalán, el padre Vergés,
dirigente de las Congregaciones marianas de Barcelona, que,
a poco de finalizar la guerra, montó una campaña
muy dura contra Escrivá.
Todo ello le llevó a empezar a darse cuenta de que
necesitaba la aprobación del mundo eclesiástico
para seguir actuando y comenzó a cultivar a monseñor
Morcillo, por entonces vicario de la diócesis de Madrid-Alcalá,
quien le introdujo al obispo, Leopoldo Eijo y Garay. Eijo
era un hombre muy autoritario, muy seguro de sí mismo,
metido en el entramado de la corte franquista y le costó
bastante trabajo aceptar la labor de Escrivá. Cuando
lo hizo, mediante una sencilla aprobación diocesana,
se consideró con derecho a intervenir en los asuntos
internos de la Obra.
"Me acuerdo -cuenta Fisac- que con ocasión
de una ausencia del Padre, de Madrid, Eijo y Garay nos obligó,
a los que habíamos sido alféreces provisionales,
a apuntarnos de voluntarios en la División Azul.
A su regreso, el Padre se indignó cuando lo supo,
porque le parecía que éramos muy pocos y nos
íbamos a exponer a unos riesgos que no teníamos
por qué correr. Menos mal que a los que éramos
oficiales no nos aceptaron."
Las fórmulas de organización vigente para laicos
en aquel momento en el derecho canónico no convencían
a Escrivá, quien, por entonces, era enemigo de escribir
normas, constituciones, reglamentos. El decía que lo
suyo era una familia y que las familias no tienen constituciones
y que, en todo caso, el Opus Dei era algo muy distinto de
una Pía Unión, de una Cofradía, de una
orden tercera, etc. Él tenía, sobre todo, la
obsesión de que no les confundieran con los religiosos.
Pero el proceso de aprobación marcaría el principio
de un cambio en su personalidad.
"El padre Escrivá no era un gran jurista, como
nos lo han querido presentar después -cuenta Antonio
Pérez-. Yo incluso dudo mucho de que hubiera estudiado
derecho. Nunca vi su título de Licenciado y tal como
eran las cosas en la Obra, de haberlo, se le hubiera puesto
en un marco dorado impresionante. Aunque pudo haberse perdido
ese documento, como tantos otros, durante la guerra. Por
otra parte, en los años de la República, era
muy difícil que un seminarista fuera a la Universidad.
Desde luego, por las conversaciones que teníamos,
yo creo que si había estudiado derecho, lo había
olvidado por completo. En cambio, tenía alguna idea
vaga del derecho canónico, producto lógico
de lo que habría estudiado en el seminario. En todo
caso, no era aficionado al derecho y tenía incluso
por él un cierto desprecio, lo cual dice mucho en
su favor porque lo importante para la realización
de la Obra era la gracia, no la justicia."
Entre unos y otros le convencieron, sin embargo, de que tenía
que buscar una fórmula de aprobación eclesiástica,
y la obsesión suya fue dar con algo que le permitiera
no ser confundido con otros y mantener su identidad propia.
La obsesión se iba poco a poco traduciendo en dos
estrategias: por una parte, lograr un régimen jurídico
autónomo, en el sentido de que la jerarquía
ordinaria de la Iglesia no tuviera la posibilidad de intervenir
en la gestión del Opus y, por otra, constituirse en
entidad individual, que no hubiera más que un solo
ejemplar, el suyo, de la nueva modalidad canónica a
establecer. Ambas estrategias eran notoriamente contrarias
a la tradición de la Iglesia.
Respecto a la primera de ellas, Escrivá recurrió
a un procedimiento con cierta tradición en la Iglesia,
que son los privilegíos. Apenas aprobado el Opus, y
en base a ese primer estatuto, Escrivá solicitaba y
solía obtener exenciones de los mil y un trámites
que las organizaciones eclesiásticas deben realizar
con el obispo o el Vaticano. Así, Escrivá fue
consiguiendo licencia para erigir oratorios, para no dar muchas
explicaciones sobre su apostolado a los obispos, etc. Pero
todo este proceso le fue haciendo a él, paradójicamente,
un hombre reglamentarista y una institución como el
Opus, en la que apenas había normas, terminó
por convertirse en algo minuciosamente regulado, con peticiones
de permisos constantes de los socios a sus superiores, que
se ejemplifica en el conocido precepto de que las mujeres
deben pedir permiso incluso para beber agua entre comidas,
una mezcla de mortificación corporal y obediencia.
Sólo después de muerto Escrivá, en el
pontificado de Juan Pablo II, lograría la institución
el deseado régimen autónomo, la condición
de diócesis personal o prelatura personal que hoy tiene
y que efectivamente impide a los obispos ordinarios intervenir
en lo que el Opus tiene o realiza.
Esta idea de independencia incluso explica aquel libro "La
abadesa de las Huelgas", que Escrivá publicó
en 1944 y que contaba la historia de la potestad jurisdiccional
de la citada monja. Años más tarde, presentó
el libro para que le dieran el título de Doctor en
Derecho Canónico. Como es bien sabido, el libro fue
redactado por Escrivá con la ayuda sustancial de otras
personas y en especial del civilista Amadeo de Fuenmayor.
"Entre otras razones porque en el texto hay citas en
alemán, idioma que el Padre no conocía",
opina María del Carmen Tapia.
A mediados de los años cuarenta, cuando había
ya casi un par de centenares de socios numerarios distribuidos
por tres o cuatro ciudades españolas, arreciaron las
contradicciones eclesiásticas y Eijo y Garay persuadió
a Escrivá de que él necesitaba una aprobación
papal, que no era bastante la diocesana para defenderle de
la animosidad y los celos de obispos, curas y frailes que
difundían mensajes acerca de la heterodoxia doctrinal
de Escrivá y que incluso, en el contexto de la situación
española en la Segunda Guerra Mundial, lo tachaban
de anglófilo o germanófilo de acuerdo a la persona
ante quien lo criticaban.
La batalla jurídica, como él gustaba de llamar
a aquella operación, comienza enviando a Roma a dos
socios numerarios, José Orlandis y Salvador Canals,
a explorar el terreno para la posible aprobación. Acababa
de terminar la guerra mundial. El primero era catedrático
de Historia del Derecho. Ambos van llenos de ingenuidad y
de devoción vaticana que Escrivá, ya más
avisado, trata de corregir.
Roma estaba por entonces muy lejos. Se iba en barco y en
su primer viaje marítimo, en 1945, siente precisamente
Escrivá como una premonición de que las cosas
no iban a ser tan sencillas. El barco atraviesa una tormenta
y Escrivá cree que va a naufragar y confiesa a alguno
de sus adictos que aquello le parecía una intervención
del Maligno para impedir el desarrollo de su Obra.
Poco después, Alvaro del Portillo, ya ingeniero de
Caminos y vestido con el uniforme de gala del cuerpo, presenta
por primera vez a Pío XII un proyecto de Institutos
seculares y de Constituciones del Opus Dei. "El proyecto
iba preparado con el mismo formato con que se preparan en
España los proyectos de los ingenieros de Caminos y
había una cierta sensación de que aquello impresionaría
allí -comenta Antonio Pérez-, esperando que
en la Curia romana estuvieran menos adelantados en materia
de métodos y sistemas." Un monseñor agregado
a la Embajada de España en Roma, llamado Ussia, preparo
la entrevista y ayudó en ese primer contacto oficial,
que a Portillo no le satisfizo mucho. A su vuelta a Madrid
explicó a Escrivá que era necesaria su presencia
personal para hacer caminar el proyecto.
Así, empezó en 1946 la estancia de Escrivá
en Roma, que de una gestión eclesiástica se
transformaría en asiento de la sede central de la Obra,
con su fundador y presidente al frente.
"La historia de aquel primer viaje ha entrado en la
leyenda de la Obra -relata Antonio Pérez-. Por lo
visto, el Padre en aquel entonces no estaba muy seguro del
éxito. En la capilla de la casa de Barcelona, en
la que se alojó hasta embarcar, hizo poner una frase
evangélica: Señor, mira que lo hemos dejado
todo y te hemos seguido, ¿qué va a ser de
nosotros? Luego está el relato del viaje y finalmente,
para subrayar su carácter histórico, los miembros
del Opus compraron parte del mobiliario de ese barco, el
J. J. Sister, cuando fue desguazado, para custodiarlo como
hito de la historia interna."
"El Padre -recuerda Fisac-, solía decir que
seríamos tontos si no procuráramos conservar
los vestigios de los primeros tiempos. No hagáis
como los jesuitas, que ahora lamentan haber destruido las
huellas de san Ignacio."
El mundo eclesiástico romano, con sus intrigas y prepotencias
en el pontificado autoritario de Pío XII, parece que
impresionó profundamente a Escrivá que aseguraba
a sus hijos que había que tener fe en la Iglesia "a
pesar de los pesares".
Poco a poco, con el auxilio de los pocos amigos que se iba
haciendo, llegó a los umbrales de la Secretaría
de Estado. De los dos funcionarios importantes de la Secretaría,
cuyo cargo principal tenía vacante el Papa, Monseñor
Montini y Monseñor Tardini, los dos sustitutos, Escrivá
eligió el patronazgo del segundo a quien le encaminó
un monseñor español de quien se hizo amigo,
Fernández Conde, que trabajaba en la Secretaría
y que llegaría luego a ser obispo de Córdoba.
"Tardini era hombre tradicional. El padre Escrivá
nos conto -recuerda Miguel Fisac-, que Tardini le había
dicho que él había hecho el sacrificio de
renunciar a ser cardenal para que Pío XII no nombrara
tampoco a Montini, pues podía ser muy peligroso para
la Iglesia por su progresismo teológico.
"El que una persona de la categoría de Montini
no hubiese llegado al cardenalato, chocaba mucho en los
medios vaticanos. Cuando Juan XXIII fue elegido Papa, en
seguida lo hizo cardenal. Y como supuso el mismo Juan XXIII,
le sucedió como Papa en un cónclave claro
y rápido."
A Tardini le contó Escrivá sus proyectos y
esperanzas y poco a poco le hizo, si no comprender, al menos
aceptar la conveniencia de encontrar un cauce para su fundación.
Parece que el Papa no estaba excesivamente interesado en modificar
la situación de los laicos en la Iglesia y que si dio
su visto bueno a la nueva normativa, ello se debió
al aval del episcopado español para la aprobación
del Opus Dei.
A tal efecto, Antonio Pérez, durante el curso 49-50,
realizó un recorrido en automóvil por España,
visitando obispos, a los que requirió para que le firmasen
las llamadas cartas comendaticias, cartas de recomendación,
para Roma. Todos los obispos españoles, salvo el cardenal
Segura, las firmaron. Unos por convicción, los otros
por no impedir lo que parecía una buena obra, entre
tantas de las que se consolidaban en aquella fervorosa España
de la posguerra.
"Con algunos numerarios que no interveníamos
en aquellas gestiones -recuerda Fisac-, Escrivá se
ufanaba de la impresión que en la Curia romana había
producido el que él hubiera dicho con claridad baturra,
que a él no le daba la gana de ser persona sagrada,
como los frailes y las monjas, porque no quería que
se perdiera la esencia laical del Opus. Canónicamente
menor que la de un nazareno de una cofradía, creo
que le oí decir alguna vez."
Paralelamente a la gestión de aprobación, iba
la de documentación. Se trataba de hacer, por una parte,
el diseño de una nueva forma de perfección,
los Institutos Seculares y por otra, de redactar unas Constituciones
del Opus acomodadas a ese diseño.
En esa tarea intervinieron dos claretianos, uno que llegaría
a cardenal prefecto de la Congregación de religiosos,
Monseñor Larraona, y Monseñor Bachi, el oficial
de cartas latinas del Vaticano, que pondría todos los
textos en el inevitable latín eclesiástico.
La sustancia de los textos era, naturalmente, el pensamiento
de Escrivá, quien trató de volcar en ellos la
teoría y la praxis de su fundación, aunque aquellos
hombres de Iglesia le fueron aconsejando sobre lo que era
más o menos aceptable a la Curia.
"En esa época -recuerda Fisac-, el padre Escrivá
cultivaba mucho la amistad de Larraona. Un día, estando
yo en Roma, les llevé en coche, a los dos, a visitar
Orbieto; porque el claretiano había mostrado interés
en conocerlo."
El final del expediente se produjo en los últimos
meses del pontificado de Pío XII y para entonces Escrivá
y sus hombres se conocían bastante bien los pasillos
del Vaticano y se ufanaban de haber hecho algunas trampillas
burocráticas para el mejor fin de sus planes. La última
firma de Pío XII se consiguió literalmente en
su lecho de muerte. Parece que incluso el documento original
conserva las huellas de esa circunstancia.
La aprobación definitiva lleva la fecha de 16 de junio
de 1950 y al padre Escrivá se le llenaba la boca con
sus recién aprobadas Constituciones, que él
calificaba de "santas, perpetuas e inviolables",
de las que, por otra parte, hizo contadísimos ejemplares,
accesibles sólo a los superiores de la Obra. ¡Quién
le iba a decir que apenas diez años después
de su muerte, sus hijos las modificarían para acomodarse
a la negociación con el Vaticano y que ambas versiones,
la secreta y la nueva, terminarían vendiéndose
en los quioscos de periódicos!
"El padre Escrivá no se entendió bien
con los hombres de curia -comenta Antonio Pérez-.
Para él, en el fondo, poseído como estaba
de su verdad, aquello le parecía un obstáculo
a la voluntad de Dios, instrumentado por los que deberían
tener más interés en cumplirla. Para su mentalidad
y su talante, aquellos monseñores eran unos burócratas
sin espíritu. La verdad es que con el tiempo él
se fue convirtiendo en otro reglamentarista, poseído
de su autoridad, inflexible y despectivo, justo lo que él
criticaba a los curiales. Pío XII, por otra parte,
nunca entendió a Escrivá, al que sólo
vio una vez y aquel espontaneísmo español
casaba mal con el ambiente vaticano. El Padre, sin embargo,
fue poco a poco tratando de ganar la confianza de esas gentes
por el viejo procedimiento de halagarlos, invitarlos a comer,
hacerles regalos, en una época en que los curiales
eran gente modesta, sin excesivos lujos. Llegó incluso
a introducir en la burocracia curial a dos o tres numerarios
que fueron componiendo la tela de araña de la influencia.
Pero como el objetivo era la aprobación, una vez
conseguida ésta, el Padre perdió interés
por el mundo eclesiástico hasta aquel otro acontecimiento
que le sacaría de quicio, el Vaticano II."
El mundo eclesiástico siguió, sin embargo,
afectando a la dinámica apostólica de Escrivá
y los suyos.
Por una parte, a medida que el Opus se expandía, los
obispos territoriales, con sus peculiares preferencias o ideologías,
tomaban contacto con la Obra y en algún caso, sobre
todo en América, no estaban muy satisfechos con los
secreteos y la autonomía de la institución y,
en especial, con los modos de reclutamiento. Otros, por el
contrario, se convirtieron en aliados y colaboradores de los
hijos de Escrivá, a los que incluso querían
dar tareas eclesiásticas, de corte tradicional, que
generalmente ellos rehusaban.
Pero a finales de los años cincuenta, surgiría
una circunstancia, que volvió a afectar la relación
de Escrivá con el Vaticano y fue la aprobación
como Instituto secular, de otras organizaciones, como las
teresianas del español padre Poveda. Escrivá
había tratado de conseguir un ropaje jurídico
exclusivo y no vio con buenos ojos que fuera utilizado en
estos casos. Cuando se dio cuenta de que no conseguía
nada oponiéndose a esas otras aprobaciones, empezó
a diseñar una estrategia conducente hacia otro ropaje,
el que finalmente aprobó Juan Pablo II, ya después
de muerto Escrivá.
La historia de esta segunda aprobación es también
la historia de la creciente confrontación entre Escrivá
y los dos papas del Concilio Vaticano II.
Apenas elegido Juan XXIII ya se vislumbraba en Roma que el
anciano pontífice transitorio tenía en su mente
reformas importantes. Su política de nombramientos
y sus relaciones con el mundo civil iniciaba una apertura
que finalmente se tradujo en la convocatoria del Concilio.
Aquello puso nervioso a .Escrivá, quien no se recataba
de decir en privado y de insinuar en público que la
Iglesia estaba entrando en una peligrosa vía, llegando
a confiar a alguno de sus hijos que él pensaba que
el mismo diablo se había instalado en la cabeza de
la Iglesia.
La confrontación entre los nuevos vientos eclesiales
y la fundación de Escrivá se puso de manifiesto
a lo largo de todo el Concilio al que asistieron algunos miembros
de la Obra sin que sus puntos de vista, alineados con la facción
más conservadora de la reunión, sirviera de
mucho para impedir el triunfo de las tesis progresistas. Pero
la principal consecuencia fue la paulatina insistencia de
.Escrivá en negar vigencia a la doctrina del Concilio
dentro de la Obra. No sólo se prohibía internamente
la lectura y el comentario de los documentos conciliares,
sino que se tomaron disposiciones en su contra. Por ejemplo,
mientras el Concilio hizo énfasis en las lenguas vernáculas
para las celebraciones litúrgicas, Escrivá dispuso
una intensificación del latín.
Paralelamente, tuvo algunos incidentes con clérigos
eminentes. Uno de los que no gozaba de su predilección
era Monseñor Montini, a quien había conocido
de joven sustituto en la Secretaría de Estado de Pío
XII. Montini no apreciaba la fogosidad y el talante de Escrivá
y tenía serias dudas respecto al apostolado de la Obra.
Por aquellos años, 1956 y 57, ya se había producido
la entrada de las gentes del Opus en la política española
y algunos obispos italianos tenían un gran temor de
que se produjera una comparación, siquiera fuera simbólica,
entre los movimientos católicos democráticos,
como la democracia cristiana y los grupos confesionales que
apoyaran las dictaduras. Para ellos, el Opus estaba sosteniendo
el franquismo, odiado en Europa, y eso perjudicaba su reconocimiento
canónico. A tal extremo llegó la confrontación
que cuando Montini fue nombrado arzobispo de Milán
negó a Escrivá los permisos oportunos para abrir
una residencia. Como contrapartida, Escrivá le dedicaba
sus más duros dicterios, que subieron de tono cuando
Montini protestó al gobierno español por la
condena a muerte de Grimau. Escrivá, desde su patriotismo
visceral, le reprochaba una injerencia intolerable en los
asuntos españoles.
Lo cierto es que la confrontación se mantuvo durante
el resto de la vida de Escrivá, más aún
cuanto que fue precisamente Montini el llamado a sustituir
en el pontificado a Juan XXIII.
"Recuerdo -cuenta Antonio Pérez- lo que pasó
el día de la elección del que luego sería
Pablo VI. Yo estaba en Roma porque me había invitado
Antoniutti a acompañarle. Incluso me había
invitado a entrar con él en el cónclave, lo
que no gustó demasiado al padre Escrivá. Se
hablaba de Antoniutti como uno de los papables y eso nos
confortaba porque él era cardenal protector de la
Obra y uno de los eclesiásticos más cercanos
a nosotros. Yo, que por fin no entré en el cónclave,
volví a casa después de ver la fumata en San
Pedro y al entrar, el Padre, en presencia de chicos jóvenes
de la Obra, me echó una gran bronca, como si yo hubiera
sido el culpable de que fuera elegido Montini. En el fondo
se desahogó conmigo de su frustración y puso
verde a Montini, acusándole de masón y otras
lindezas. Estaba muy excitado y previno que todos los que
habían cooperado en esa elección se iban a
condenar al infierno."
La cuestión del cambio de régimen jurídico
se convirtió así en un contencioso duradero,
que no se saldaría hasta la muerte de Escrivá
y que éste convirtió en lo que él llamaba
la intención especial de la Obra, es decir, un asunto
por el que los socios del Opus se comprometían a rezar
y ofrecer sacrificios de manera prioritaria.
Ello era fundamental para la suerte del proyecto de Escrivá
que, a medida que se hacía más intolerante,
no soportaba que la organización eclesiástica,
y en especial algunos obispos progresistas, dejaran de prestar
su apoyo a la Obra, a medida que se extendía por el
mundo, o incluso participaran en las críticas contra
ella.
Escrivá, desde su peculiar manera de entender la fe
católica, estaba asistiendo a la crisis de la Iglesia
que se fraguó en los tiempos anteriores al Concilio
y se desencadenó más vigorosamente a partir
de él. Ni las discusiones teológicas, ni las
estrategias apostólicas de unos y otros le eran inteligibles
y pasó más de un mal rato con todo aquel zafarrancho
que duraría hasta su muerte. él, por otra parte,
poco podía hacer al respecto.
" El problema -cuenta Antonio Pérez-, es que
el padre Escrivá nunca tuvo una buena relación
con el Vaticano y apenas influencia, de modo que carecía
de cauces para participar en todo aquello."
Indudablemente él se entendía sólo con
los eclesiásticos conservadores y por ello apoyó
cuantas iniciativas tenían como meta el ataque o la
censura a las corrientes progresistas. Hay muchas anécdotas
al respecto, pero destaca la forma en que los hombres de Escrivá
en el Vaticano participaron en una Asamblea eclesiástica
española en que algunos obispos y sacerdotes, ya en
los finales del régimen, revisaron la estrecha relación
de la Iglesia con el franquismo, preparándose o curándose
en salud para un futuro menos comprometido.
Los últimos años de Escrivá están
llenos de desconcierto, enfado e invectivas contra las novedades
y los conflictos eclesiásticos. En sus notas, en sus
conversaciones, afloraba la preocupación por una Iglesia
que no era la que él entendía. Por ello su obsesión
por preservar a la Obra del contagio.
"Somos ese resto de Israel, elegido por Dios para iniciar
la conversión", solía decir, parafraseando
una frase de la Biblia.
Y como deseaba mantener a ese resto fuera de la intervención
de los malos pastores, era imprescindible que se cumpliera
su propósito de ver erigida la prelatura personal.
Aquello ocurrió, e incluso en un contexto eclesiástico
y con un Papa mucho más cercano a sus ideas, pero él
no lo pudo ver.
"El padre Escrivá -cuenta Antonio Pérez-
consideraba que, como fundador del Opus Dei, él tenía,
debía tener, ante sus hijos, más carisma, más
importancia que obispos, cardenales e incluso Papas. Por eso
diseñó una curiosa legislación para cuando
hubiera personalidades eclesiásticas en la Obra, que
se basaba sustancialmente en cancelar la libertad personal
que los religiosos logran respecto a sus instituciones cuando
llegan a ser obispos u otros cargos en el mundo eclesiástico
ordinario. En el Opus, por el contrario, se acentuaba la subordinación
al Padre e incluso había una peculiar simbología
al respecto. Yo recuerdo una vez en Roma, cuando me encontré
en la casa central a Lucho Sánchez Moreno, un peruano
numerario, que había trabajado conmigo en la secretaría
general, y que resultó ser el primer obispo del Opus.
Al verle, yo me acerqué a saludarle y muy sinceramente
le besé el anillo pastoral. Al Padre aquello le sentó
muy mal porque "en casa sólo se le besa la mano
al Padre".
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