LA
FABRICACIÓN DE LOS SANTOS
Autor: Kenneth L. Woodward
CAPÍTULO 6. LA CIENCIA DE LOS MILAGROS Y LOS MILAGROS
DE LA CIENCIA
LOS MILAGROS COMO SEÑALES DIVINAS
En la cripta de los papas, situada debajo del altar de Bernini
en la basílica de San Pedro, yacen los restos mortales
de Inocencio XI (1611-1689, papa desde 1676), un papa reformador
y adversario del monarca absolutista de Francia, el rey Luis
XIV. Aunque su proceso de canonización se inició
en 1741, el Estado francés se oponía a la causa
en tal medida que Inocencia no fue beatificado hasta el 7
de octubre de 1956, más de dos siglos y medio después
de su muerte. Afortunadamente, la creación de santos
no tiene límite de plazos. De todos modos, parece poco
probable que Inocencio consiga obrar el milagro final, posterior
a la beatificación, que se exige para la canonización.
La razón: nadie le tributa ya el culto que produce
los milagros de intercesión.
Inocencio no está solo en este estado de vida procesal.
La lista de gente beatificada por los papas, pero que carece
del milagro final abarca varios centenares de nombres; la
mayoría son, como Inocencio, personajes olvidados que
ya no atraen las oraciones de quienes buscan "favores
divinos". A ellos se agregan centenares de otros venerables,
cuyo ejercicio de las virtudes cristianas ha sido juzgado
heroico, pero que aún están a la espera de que
el juicio de los hacedores de santos sea confirmado por un
milagro. Por el contrario, el papa Juan XXIII, fallecido en
1963, ya tiene en su haber más de veinte curaciones
inexplicables atribuidas a su intercesión, incluidas
dos de las que su postulador está convencido de que
soportarán el riguroso examen del equipo de asesores
médicos de la congregación. Diríase que,
a la hora de otorgar milagros confirmatorio s, Dios tiene
sus favoritos.
En teoría, por supuesto, Dios obra los milagros; pero,
en la creación de santos, son los creyentes quienes
deben tomar la iniciativa, pidiendo Su intervención
en nombre del siervo de Dios. A los asesores médicos
de la congregación les incumbe decidir si las curaciones
insólitas -hoy en día, casi todos los milagros
aceptados son curaciones de enfermedades- pueden o no ser
explicadas por la ciencia. En las palabras de Juan Pablo II,
tales curaciones, debidamente verificadas y reconocidas por
las autoridades eclesiásticas, "son como un sello
divino que confirma la santidad de un siervo de Dios cuya
intercesión ha sido invocada, una señal de Dios
que inspira y legitima el culto rendido [al candidato] y da
certeza a las enseñanzas que la vida, el testimonio
y las acciones [del candidato] encarnan".
Como ya decíamos, ninguna causa puede desarrollarse
sin una demostrable reputación de santidad. Esa reputación
depende en parte de la existencia de pruebas de que hay gente
que reza al siervo de Dios en tiempos de necesidad y que,
en su convicción, algunas de esas oraciones son atendidas.
Una función esencial del promotor local es alentar
la oración al candidato, con la esperanza de que algunos
de los divinos favores recibidos resulten ser milagros demostrables.
En el caso ideal, en el momento en que las "positiones"
sobre la vida y las virtudes del candidato han sido aprobadas,
el postulador tiene una serie de posibles milagros listos
para ser discutidos por los asesores médicos de la
congregación.
Pero no todos los postuladores tienen esa suerte. Algunos
siervos de Dios adquieren una reputación casi instantánea
de obrar milagros. Santa Teresa de Lisieux, por ejemplo, era
casi desconocida fuera de su pequeño convento de carmelitas,
cerca de los Alpes franceses, cuando murió en 1897
a la edad de veinticuatro años. Pero, en cuanto se
divulgó (principalmente, a través de su libro
póstumo y muy popular "Historia de un alma")
la noticia de que había prometido "dedicar mi
tiempo en el Paraíso a hacer el bien en la Tierra",
se refirieron milagros, atribuidos a su intercesión,
desde lugares tan alejados como Alaska o Perú. Por
otro lado, como hemos visto en el caso de la filósofa
Edith Stein, la falta de una tumba o de reliquias puede constituir
un serio obstáculo a la devoción popular que
produce los favores divinos. En resumen, obtener milagros
en apoyo de una causa es un asunto incierto, y los postuladores
de Roma no tienen reparo en admitido.
Obviamente, no hay manera de saber de antemano dónde
o cuándo se producirá un milagro verificable.
Hay, sin embargo, algo como una sociología de lo milagroso.
Dado que la mayoría de los santos canonizados son europeos,
la mayoría de los milagros vienen de Europa. Pero ciertas
regiones de Europa muestran una mayor productividad de milagros
que otras. El sur de Italia tiene entre los postuladores la
reputación de ser un territorio especialmente fértil.
Una razón de ello es que los italianos meridionales
tratan a los personajes sagrados como a miembros de la familia:
recurren a ellos con sus penas y no tienen reparo en pedir
favores divinos cuando un niño está enfermo,
un matrimonio tiene problemas o el marido bebe demasiado.
Otra razón igualmente importante es que los médicos
del sur de Italia creen firmemente en las curaciones milagrosas,
y es notorio que se prestan de buena gana a colaborar en las
causas.
Por el contrario, Europa Oriental es un terreno pedregoso
para la cosecha de milagros. Y no es que los católicos
del este de Europa no recen a los santos, Dios lo sabe, pidiendo
milagros; antes bien, el problema es que, en Checoslovaquia,
en Albania y en otros países comunistas, los médicos
se negaban -y, a veces, se les prohibía- a colaborar
con la Iglesia en la creación de santos, aunque lo
más probable es que esos obstáculos desaparecerán
con la derrota del comunismo. También algunos Gobiernos
marxistas de África prohíben a los médicos
certificar pruebas de milagros.
En otros países del Tercer Mundo el problema principal
suele ser la falta de asistencia médica. Como el noventa
y nueve por ciento de los milagros aceptados son curaciones
inexplicables, la Iglesia depende de informes médicos
que aseguren que la ciencia no es capaz de explicar la recuperación
del paciente.
Hay también, como he mencionado ya, una historia de
lo milagroso. Durante los primeros siglos del cristianismo
y a lo largo de la Edad Media, se veían milagros en
una amplia gama de fenómenos, lo cual suponía
una relación entre Dios, el hombre y el mundo físico
muy diferente del universo de causas y efectos cuya existencia
intelectual comenzó en el siglo XVI. Por citar un ejemplo
bien documentado: en la causa de san Luis de Anjou (1274-1297)5,
el joven obispo de Toulouse, los testigos confirmaron sesenta
y seis curaciones milagrosas; entre los curados, figuraban
ocho personas que habían sido sordas, mudas o ciegas;
seis que tenían miembros torcidos o atrofiados; cinco
enfermos mentales, tres epilépticos y doce que, supuestamente,
habían resucitado de entre los muertos.
No es simplemente que los europeos del siglo XIII fueran
más crédulos que los de ahora; también
tenían una noción diferente de la realidad.
Así, mientras la Iglesia sigue exigiendo milagros como
confirmación divina de la santidad de un candidato,
el tipo de pruebas requeridas ha cambiado, porque el concepto
moderno del milagro, como intervención divina en el
decurso normal de los acontecimientos, es más estrecho
que la noción primitiva de lo milagroso. Huelga decir
que muchos de los supuestos milagros de siglos pasados no
se aceptarían hoy. Aun así, se ha conservado
la preferencia por las curaciones; en parte, porque muchos
de los milagros de Jesucristo fueron de esa naturaleza. La
principal diferencia es que, actualmente, la "ciencia
divina" de la teología depende más que
nunca de la ciencia humana de la medicina.
La ironía es evidente: sin la ciencia moderna y la
tecnología médica es prácticamente imposible
comprobar un milagro; y sin milagros no hay santos verificados.
Los asesores médicos de la congregación, como
veremos, se sienten orgullosos de poder ser útiles
a los hacedores de santos de la Iglesia. Pero también
descubrí que algunos de los hacedores de santos están
insatisfechos con la dependencia en que se halla la Iglesia
frente a la ciencia médica a la hora de discernir la
voluntad de Dios en el proceso de verificación de la
santidad. Así como en lo milagroso hay algo más
que medicina y curación de enfermedades, ellos insisten
en que debería haber más de un método
para interpretar las señales divinas de la santidad
de un candidato.
LA CONSULTA MÉDICA
Desde mediados de octubre hasta mediados de julio, un equipo
de cinco médicos se reúne cada dos semanas en
una sala de la congregación para examinar dos milagros
potenciales. Los equipos se reclutan entre los más
de sesenta médicos residentes en Roma que integran
la Consulta Medica de la congregación. A juzgar por
su reputación y por sus logros profesionales, estos
médicos parecen ser unos exponentes más destacados
en su especialidad de lo que los asesores teológicos
lo son en la suya. Más de la mitad de ellos son profesores
o jefes de departamento de una de las facultades de medicina
de Roma; los demás son, con pocas excepciones, directores
de hospitales. En su conjunto, Consulta Medica representa
todas las especialidades de la medicina, desde la cirugía
hasta las enfermedades tropicales. Todos los miembros son
italianos, varones y católicos romanos; si bien, con
todo y aun hallándonos en Italia, se me aseguró
que a ninguno de ellos se le pregunta por la regularidad de
sus prácticas religiosas. Lo que cuenta es la competencia
profesional.
Una invitación a participar en la Consulta se considera,
entre los médicos católicos romanos, un honor;
algo así como que a uno lo nombren miembro de los Caballeros
de Malta. A los invitados no se les dice quién los
propuso como miembros y, por regla general, los nombres de
los asesores médicos no se publican fuera del Vaticano.
Por cada caso que estudia, el asesor médico cobra un
honorario fijo de quinientas mil liras (unos cuatrocientos
dólares en los tipos de cambio de 1990), que es más
o menos los que un médico de primera categoría
en Roma le cobra a un paciente por dos visitas. Dado que la
documentación sobre un milagro puede abarcar hasta
mil quinientas páginas, lo cual requiere un mes de
lecturas y evaluaciones durante los fines de semana, su trabajo
es prácticamente honorífico y, a menudo, los
asesores donan sus honorarios a la caridad.
Los médicos se declaran a su vez de acuerdo en no
discutir los casos de milagros con personas ajenas a la congregación.
Se les permite escribir sobre los mismos en revistas de medicina,
pero no antes de que la causa esté concluida y el papa
haya tomado su decisión al respecto. Puesto que eso
puede tardar un año o más, los asesores muy
raras veces llegan a publicar algo. A pesar de estas restricciones,
encontré a varios miembros de la Consulta dispuestos
a hablar de su trabajo.
La Consulta funciona de modo muy parecido a un equipo de
reconocimiento médico. Cuando les llega un caso, las
posibilidades de éxito normalmente han sido evaluadas
ya en un nivel local y a título extraoficial por uno
o por varios expertos médicos elegidos por el postulador
de Roma. La típica "positio super miraculo"
incluye un historial médico del paciente y las declaraciones
de todos los hospitales, médicos y enfermeras que tuvieron
que ver en el tratamiento del paciente. Además están
las declaraciones escritas de los testigos: el personal médico
y el paciente mismo, así como los testimonios de todos
cuantos hayan invocado al siervo de Dios. Los rayos X, las
muestras de biopsia y otras pruebas médicas son de
crucial importancia y, en muchos casos, el equipo exige pruebas
adicionales antes de pronunciar su dictamen.
En cuanto al procedimiento, cada caso se presenta a dos miembros
de la Consulta, que estudian los materiales y redactan sendos
informes de cuatro a cinco páginas. Ninguno de los
dos conoce la identidad del otro. Si uno de los informes o
ambos resultan positivos, se presenta el caso a otros dos
médicos y al presidente de la Consulta, y la decisión
se toma por votación de los cinco miembros del equipo.
Más de la mitad de los casos son rechazados. En un
año normal, por tanto, Consulta Médica examina
unos cuarenta casos; de los cuales, incluidos los que se remiten
al lugar de origen pidiendo informaciones adicionales, sólo
unos quince sobreviven al escrutinio de los médicos.
Es fácil comprender por qué cada asesor ha
de pronunciar un dictamen sobre el diagnóstico, el
pronóstico y la conveniencia de la terapia empleada.
La curación debe ser completa y duradera y, además,
tiene que resultar inexplicable según todos los criterios
científicos conocidos. Se excluyen los linfomas, los
cánceres de células renales, los de piel y los
mamarios, que tienen un elevado índice estadístico
de curación natural. Lo mismo sucede con las enfermedades
mentales, ya que el concepto de curación en tales casos
es difícil de definir. Al final, en el pleno del equipo,
cada médico tiene la opción entre dos votos:
"natural" o "inexplicable". La congregación
prefiere la unanimidad; pero, como puede atestiguar cualquier
paciente que haya consultado a un segundo o a un tercer médico,
alcanzar un acuerdo entre cinco médicos, y aun entre
cinco especialistas diferentes, resulta excesivamente difícil;
de modo que, por lo general, una mayoría simple es
suficiente para que un milagro sea aceptado como tal.
-Es un buen método, pero es muy riguroso -dice el
doctor Franco de Rosa, profesor de medicina interna en la
Universidad de la República Italiana, de Roma, y especialista
en enfermedades infecciosas-. Recuerde que, cuando yo estudio
una causa, no sé qué piensan los otros. Sólo
cuando nos reunimos podemos descubrir que los otros han hecho
un diagnóstico diferente; y, a veces, al escuchar a
los otros cambio de opinión.
Estamos sentados en el despacho de De Rosa, que da a la concurrida
Piazza di Risorgimento, a dos manzanas de la Ciudad del Vaticano.
Hace una tarde soleada de sábado y el resplandor de
la catedral de San Pedro se refleja en las ventanas del cuarto
piso. El doctor De Rosa es un hombre delgado y de baja estatura,
asesor desde 1982. De los treinta milagros potenciales que
ha estudiado hasta ahora -él calcula un promedio de
cinco por año-, la mayoría han sido rechazados.
Insiste en que no hay dos casos iguales. En una ocasión,
a un paciente se le diagnosticó tuberculosis, y la
recuperación se produjo sin antibióticos ni
terapia alguna; pero, en su informe, De Rosa argumentó
que el diagnóstico estaba equivocado y el caso fue
rechazado. En otra ocasión, un paciente se recuperó
de manera inexplicable de algo que los médicos habían
diagnosticado como un cáncer de piel progresivo; al
examinar muestras de tejido, De Rosa logró demostrar
que la piel no estaba carcinomatosa, sino inflamada por otra
enfermedad; y, como el paciente había sido tratado
con esteroides, De Rosa llegó a la conclusión
de que la terapia ofrecía una explicación suficiente
para la inesperada recuperación del paciente.
Luego, me muestra un expediente médico que acaba de
analizar.
-Aquí hay un caso -dice, mientras pasa las páginas-
en que el paciente fue despedido del hospital con una grave
enfermedad del abdomen; parecía seguro que moriría.
Y, sin embargo, en su casa se curó de manera completa
e instantánea.
-En otras palabras -interrumpí-, fue un milagro.
-Eso lo decidirán los teólogos. Nuestra tarea
como médicos es decidir si la curación tiene
una explicación natural o no. En este caso, encontré
que no había ninguna; pero está por ver qué
dice el otro médico.
-¿No es posible que ustedes se equivoquen en su juicio
como médicos?
-En general, los errores son de dos clases: o bien yo no
tengo todos los hechos en que basar mi juicio, o bien hay
un error en el informe del médico que atendió
al paciente. En tales casos, se le pide al postulador que
envíe más información. Los documentos
deben ser muy precisos; de otro modo, no puede haber discusión.
-¿Usted contacta alguna vez con los médicos
originales para aclarar algún punto impreciso?
-Hace poco la congregación trajo a Roma, a expensas
del postulador, a cinco médicos de México para
que contestaran a una serie de preguntas que yo había
planteado. Fue una situación insólita. Pero
no los entrevisté yo personalmente. Los asesores médicos
no vemos nunca a los médicos implicados en los casos
que estamos juzgando, trabajamos exclusivamente sobre los
datos.
-Cuando usted lee esos documentos, ¿se siente alguna
vez impresionado por la talla de la personalidad del venerable
invocado para la curación? ¿Le preocupa el hecho
de que de su juicio puede depender la beatificación
o la canonización de esa persona?
-No, jamás. No quiero saber nada acerca del posible
santo. Por lo general, no conozco más que el nombre,
que las más de las veces no me dice nada. Estudio solamente
el material técnico, y eso es todo lo que quiero ver,
el resto depende de la Iglesia. -Se levanta del escritorio
y echa a caminar por la habitación-es un proceso muy
serio en la Iglesia, eso de la creación de santos;
mucho más serio que el proceso que usan los Estados
para erigir un monumento a un conquistador que mató
a miles de personas. Me muestro de acuerdo.
¿Y ha tenido noticias alguna vez de un médico
cuyo diagnóstico usted encontró equivocado?
¿No tienen ellos ninguna posibilidad de defenderse
de su revisión?
-Bueno, todo lo que le puedo decir es que a mí eso
no me ha pasado nunca. Tenga en cuenta que la congregación
no comunica los resultados de nuestras deliberaciones a los
médicos que trataron al paciente, suponiendo que estén
vivos. Pero, ya sabe, trabajamos con mucha precisión
porque sabemos que nuestro trabajo quedará en los archivos;
y en los archivos del Vaticano no se pierde nada.
En eso no había pensado. Los médicos, obviamente,
sí. Comencé a entender que son muy conscientes
de estar escribiendo no sólo para el momento, sino
para la historia. Saben que sus decisiones pueden ser cuestionadas.
En realidad, muy raras veces un equipo médico ha rechazado
el juicio de otro equipo anterior; y esto, sólo en
casos en que la curación había sido rechazada
inicialmente. Una vez una curación resulta aceptada
por la Iglesia como milagrosa, el asunto se considera zanjado,
no importa lo que la ciencia médica pueda descubrir
después.
-¿Y no le preocupa que los milagros de hoy puedan
ser los conocimientos médicos corrientes de mañana?
-Lo que pasa es que hoy disponemos de métodos más
perfeccionados para estudiar a los pacientes. Pero usted le
da demasiado crédito a la ciencia médica. Incluso
ahora no sabemos siempre por qué alguien se cura, aunque
para algunas enfermedades tenemos más medios de curación.
Y, en comparación con el pasado, tenemos medios mucho
mejores para entender lo que está pasando. En lo que
a mí me concierne, en el futuro habrá siempre,
como las hay ahora, ciertas curaciones que la ciencia no sabrá
explicar.
El doctor Rafaello Cortesini, un hombre que ha sido testigo
de numerosos milagros, tanto de tipo médico como religioso,
es especialista en trasplantes de corazón e hígado,
intervenciones que se consideraban imposibles cuando él
comenzó a realizarlas hace dos décadas. Se graduó
en 1956 en la Facultad de Medicina de la Universidad de Roma,
donde ahora es jefe de cirugía y uno de los pocos especialistas
en trasplantes de corazón que hay en el mundo. Lo que
ignora la mayoría de sus colegas médicos es
que Cortesini es también, desde 1983, presidente de
Consulta Médica y, como tal, el hombre responsable
de estudiar todo milagro potencial que se le presente al equipo
médico de la congregación. Debido a su posición,
el doctor Cortesini puso inicialmente reparos a mi solicitud
de entrevistarlo; pero nos encontramos finalmente en varias
sesiones en su consulta privada, situada en un suburbio de
Roma, enfrente de la casa del embajador de Estados Unidos
en Italia, y en un pequeño despacho dentro del complejo
médico de la universidad. Cortesini es un italiano
alto y afable que conversa fluidamente en varios idiomas.
Como presidente, el doctor Cortesini examina cada proceso
milagroso en sus dimensiones tanto médicas como teológicas.
Es él quien asigna cada caso a los médicos,
preside todos los equipos y firma las decisiones. Dice que,
en cerca de la mitad de las curaciones que se declaran inexplicables,
el voto es unánime. No sorprende que la parte más
ardua de su tarea consista en emitir el voto decisivo cuando
los otros cuatro asesores se hallan divididos con igualdad
de votos.
-A veces, las sesiones se prolongan durante tres o cuatro
horas; otras, necesitamos una sesión extraordinaria,
cuando se tratan casos especialmente difíciles -me
explica-. Estas últimas son decisiones que no tomo
nunca sin haber rezado antes.
Puesto que la medicina no es igual en todo el mundo, preguntó:
¿por qué la composición de Consulta Médica
no es internacional?
-La medicina moderna es, efectivamente, la misma en todas
partes -contesta Cortesini-. Algunas veces, usamos ordenadores
para cerciorarnos de los últimos descubrimientos en
varios campos; así, nos mantenemos al día. A
través de la congregación, estudiamos casos
de Canadá, de África, de Japón; de todas
partes. Por los documentos que nos llegan sabemos qué
está pasando en medicina en el mundo entero y estamos
en condiciones de aplicar las técnicas científicas
más recientes.
-Pero ¿qué sucede con los casos que no están
relacionados con la medicina moderna? Supongamos que tienen
un caso en que se aplicó medicina popular o en el que
los informes de los hospitales no corresponden a los criterios
clínicos modernos; ¿pueden pronunciar ustedes
un juicio inteligente en esas circunstancias?
-Nosotros recibimos casos no sólo de todas las partes
del mundo, sino también de siglos pasados. Hace poco
hemos estudiado uno del siglo XVII. Es impresionante. Los
médicos no disponían entonces de las avanzadas
técnicas de diagnóstico de que disponemos nosotros;
pero tenían talento, y un talento mucho mayor que los
médicos de hoy para describir lo que veían.
Además, aquí en la Universidad de Roma, contamos
con un gran departamento, muy importante, dedicado a la historia
de la medicina, que abarca hasta los tiempos romanos más
antiguos. Así que ya ve usted que tenemos muchos recursos
para determinar cuál era el problema.
Durante las semanas siguientes, Consulta Médica se
ocupó de un caso de África del Sur, que llegó
a la congregación sin ninguna clase de documentación
científica. La curación se atribuía a
un sacerdote francés, el padre Joseph Gérard,
que vivió durante sesenta años como misionero
entre las tribus zulúes y basoto del actual Lesoto.
Gérard murió en 1914, y como anticipo del viaje
papal a Lesoto en 1988, la congregación estaba revisando
un posible milagro ocurrido en 1928. Según la escueta
"positio" de cuarenta páginas, a una niña
negra de seis años se le desarrolló una costra
en la cabeza, se extendió sobre los ojos y le causó
ceguera; se formaron úlceras en las cuencas de los
ojos, que le colgaban de los párpados como diminutos
anillos deformes. Un misionero protestante y médico
itinerante la examinó cuatro veces y, finalmente, le
dijo a la madre que la infección era incurable. La
madre, desconcertada, acudió a la iglesia católica
local, donde le dieron una reliquia de Gérard -un pedazo
de tierra de su tumba- y la alentaron a pedir su intercesión.
Las hermanas misioneras comenzaron a rezar una novena a Gérard.
Al día siguiente, un sábado, el párroco
le entregó a la madre otra reliquia. Esa noche, la
niña manifestó haber tenido una visión
en la que un anciano sacerdote le aseguró que se curaría.
A la mañana siguiente, las costras habían desaparecido
y la niña podía ver. Lo único que quedó,
según un examen médico realizado cuarenta y
ocho años después, fue una cicatriz en una córnea,
indicativa de una horadación.
Los asesores médicos no tenían nada a que atenerse,
salvo las declaraciones de los testigos; entre ellos, el pastor,
quien dejó constancia escrita de lo que vio. Además,
había un examen del ojo, realizado por un oftalmólogo
cuando la mujer tenía cincuenta y cuatro años.
A partir de tan escasas pruebas, parecía que la niña
había contraído una forma de impétigo;
pero los asesores coincidían en que eso solo no explicaba
la perforación de la córnea. Pese a la escasez
de datos médicos, el doctor Camillo Pasquinangeli,
especialista en enfermedades de los ojos, se empeñó
en estudiar el caso, y finalmente, encontró una enfermedad
llamada "penthius" que correspondía a los
síntomas observados y, en su opinión, podía
explicar la perforación de la córnea. Cuando
se reunió el 1 de septiembre de 1987 el pleno del equipo
de cinco asesores, presidido por Cortesini, el doctor Pasquinangeli
logró convencer a los otros de la plausibilidad de
su diagnóstico.
Dado ese diagnóstico y la gravedad del caso, el equipo
estuvo de acuerdo en que no había ninguna manera científica
de explicar la completa e instantánea recuperación
de la vista que experimentó la niña. Al año
siguiente, el papa Juan Pablo II beatificó a Gérard
ante diez mil católicos en Lesoto.
Cuando volví a visistar al doctor Cortesini, éste
acababa de salir del quirófano y llevaba todavía
la bata blanca de cirujano. Estaba de humor jovial y me invitó
a mirar varias "positiones", encuadernadas en rojo,
que había estudiado él.
-Nos llegan de antes de la guerra, de durante y de después
de la guerra -dijo, refiriéndose a la II Guerra Mundial-.
Vaya hacia atrás en la historia de la cristiandad y
ya verá, siempre ha habido milagros.
-¿No le importa que mucha gente no crea en los milagros?
-Hay un cierto escepticismo, lo sé, incluso dentro
de la Iglesia católica. Yo mismo, si no realizara este
trabajo, jamás creería las cosas que leo. No
se imagina usted lo fantásticos, lo increíbles
que son esos casos; y lo bien documentados que están.
Son más increíbles que las novelas históricas.
La ficción científica no es nada en comparación.
-¿Se siente alguna vez presionado cuando el papa muestra
un interés especial en un caso?
-Sí, se nota cuando se entusiasma. Normalmente es
cuando quiere viajar a alguna parte y hay prisas por completar
una causa. Pero nosotros debemos ser objetivos; y tenemos
el poder de parar una causa.
Cortesini proyecta escribir un libro sobre las curaciones
inexplicables que ha estudiado y juzgado. Espero que lo haga.
Él sabe que, de entre todos los profesionales, no se
espera que sean los científicos quienes crean en milagros;
que se los supone convencidos de que todo cuanto sucede tiene,
en última instancia, una explicación racional.
Pero Cortesini y los otros médicos de la congregación
se hallan en una posición privilegiada: manejan continuamente
unos datos que desafían la explicación científica;
pero, como médicos y científicos, trabajan en
un mundo que se basa en la aplicación rigurosa de los
métodos científicos. Su experiencia, su inteligencia
y su testimonio deben ser respetados; decir que creen en milagros
porque son católicos romanos es probablemente verdad,
pero también está fuera de lugar.
Afirmar que los milagros no pueden ocurrir no es más
racional -ni es menos un acto de fe- que afirmar que pueden
ocurrir y ocurren efectivamente. Todo depende de la actitud
que uno tenga hacia la realidad. Se puede creer en milagros
sin creer en Dios, desde luego, aunque es difícil reconciliar
esos dos puntos de vista; y se puede creer en Dios y no en
los milagros, pero también esta posición es
difícil de sostener: un Dios que no se compromete con
su creación -como el que imaginó James Joyce,
retirado y cortándose las uñas- no es el del
cristianismo.
Como católico romano, no me causa ningún problema
aceptar los milagros porque creo en Dios, "el Padre",
como llegó a entenderlo Jesucristo, y, por tanto, en
la gracia divina. En más de una ocasión he experimentado
instantes de gracia, en mi propia vida y en las de otros,
que venían como regalos. Para creer en milagros, hay
que ser capaz de aceptar regalos, libremente dados y jamás
merecidos. Tampoco encuentro difícil suponer que tales
regalos me han tocado porque alguien -padres, hijos, esposa,
amigo o enemigo- ha rezado a Dios por mí. En un mundo
de gracia, estas cosas suceden continuamente; pese a nuestra
inclinación a atribuimos a nosotros mismos la "suerte"
que hayamos tenido, "la gracia está por doquier".
Pero, si se parte del supuesto de que no hay gracia en el
mundo, entonces, los regalos no tienen sentido y, menos que
nada, los regalos que vienen por oración. Las cosas
simplemente "suceden" y uno atribuye la causa al
hado o al azar, a la naturaleza o a la historia, a nuestros
propios méritos o a nuestros bien calculados planes.
La "comunión de los santos", por el contrario,
presupone que en Dios estamos todos vinculados unos a otros,
que damos y recibimos inesperados e inmerecidos actos de gracia.
En el proceso de creación de santos, sin embargo,
esa comunión no sólo se presupone, sino que
se utiliza para un fin específico. Las "gracias"
recibidas y atribuidas a un siervo de Dios son coleccionadas,
escudriñadas, examinadas y autentificadas como pruebas
de la santidad del candidato ofrecidas por Dios mismo. Es
ese uso sistemático -y el posible abuso- de los regalos
divinos lo que traté de entender.
DOS MILAGROS "MADE IN AMERICA"
Durante los primeros seis meses del año 1987, reinaba
algo más que la prisa habitual en el tercer piso del
número 10 de la Piazza di Pio XII. Estaba previsto
para septiembre el segundo viaje de Juan Pablo II a Estados
Unidos; en vistas de lo cual, le consultó un año
antes al cardenal Palazzini si la congregación tenía
algún siervo de Dios norteamericano al que pudiera
beatificar o canonizar con motivo del viaje. Había
dos causas ya antiguas que solamente requerían de un
milagro confirmador. El tiempo escaseaba y, en los afanosos
trajines que se desataron por cumplir los deseos del papa,
pude observar cómo la congregación trabaja bajo
la presión de un plazo fijado por el sumo pontífice.
El primer caso era una curación inexplicable, atribuida
a la intercesión del principal candidato a la santidad
de California, fray Junípero Serra. El postulador de
Serra había presentado ya en dos ocasiones unos milagros
potenciales a Consulta Médica, y las dos veces fueron
rechazados. Ahora tenía un tercero, y en vista del
inminente viaje papal, Palazzini le otorgó prioridad
absoluta.
Según los documentos, el milagro potencial se produjo
en la primavera de 1960 en Saint Louis, y la persona afectada
fue Boniface Dyrda, una monja franciscana que tenía
entonces cuarenta y cinco años. Desde el mes de octubre
del año anterior, Boniface sufría fiebres y
un sarpullido cutáneo. Al principio, los médicos
pensaron que padecía un catarro y le apJicaron los
tratamientos correspondientes. Cuando su estado empeoró,
se la sometió a una intervención quirúrgica
para extirparle un bazo alargado. Durante un tiempo su estado
mejoró, pero en enero del año siguiente volvieron
la fiebre y el sarpullido. Reingresó en el hospital,
donde los médicos le extrajeron muestras de tejido
y las enviaron a un laboratorio de Washington para que las
analizaran. Pero ni siquiera allí supo nadie indicar
la causa de la enfermedad. Tras regresar al convento, la madre
Boniface empeoró aún más, bajó
de peso hasta los cuarenta y dos kilos, y no podía
comer sino pequeñas cantidades de sopa. La víspera
del Domingo de Ramos de 1960, recibió los últimos
sacramentos e ingresó en el hospital. El médico
que la atendió le dijo que no veía ninguna esperanza
de recuperación. Aun sin saber qué era lo que
tenía, la enfermedad le estaba amenazando los riñones;
a menos que se produjera un milagro, no se esperaba que saliese
del hospital con vida.
Ante la perspectiva de la muerte inminente de la religiosa,
el capellán del convento sugirió que las hermanas
comenzasen a rezar una novena al padre Serra; el capellán,
Marion Habig, era un sacerdote franciscano de California y
afecto a la causa de Serra. El Viernes Santo, exactamente
una semana después de su ingreso, Boniface se sintió
mejor de repente. Por primera vez desde hacía semanas,
pidió comida y, un mes después, fue dada de
alta del hospital y la misteriosa enfermedad nunca volvió
a aparecer.
¿Fue un milagro? Para los miembros de Consulta Médica,
el mayor problema estaba en que ni los médicos que
la trataron ni los analistas de Washington lograron ponerse
de acuerdo sobre el diagnóstico. Pero, sin una clara
comprensión de lo que amenazó la vida de la
religiosa, al equipo médico de la congregación
le resultaría difícil estar seguro de que la
recuperación fue inexplicable. Además, el hecho
de que la paciente seguía viva complicaba todavía
más el caso: en teoría, aún era posible
que sufriera una recaída, aunque no se hubiera producido
durante veintisiete años.
En un insólito esfuerzo por aclarar el misterio, los
asesores médicos pidieron que la madre Boniface se
trasladase a Roma para examinarla personalmente. Los dos miembros
primitivos de Consulta Médica a quienes se asignó
el estudio del caso, los doctores De Rosa y Vincenzo Giulio
Bilotta, así como el presidente del equipo, la examinaron
durante tres días y la interrogaron personalmente acerca
de los síntomas y las circunstancias de su recuperación.
También la sometieron a varias pruebas médicas.
Por la descripción de los síntomas, parecía
posible que padeciera "ellupus erythematosus", enfermedad
crónica de los tejidos conectivos que todavía
no tiene curación, causa conocida ni indicador diagnóstico
individual. Otros síntomas sugerían que no era
eso. Los asesores médicos querían estar seguros.
Normalmente, los médicos tardan sólo de seis
a ocho semanas en llegar a una conclusión; pero, en
esta ocasión, las deliberaciones se prolongaron durante
más de seis meses. Mientras tanto, crecía la
presión que pesaba sobre la congregación; los
franciscanos de California abrigaban esperanzas de que la
causa pudiera concluir a tiempo para la visita del papa, y
en los periódicos californianos aparecieron rumores
de que el veredicto era inminente. Sarna, por ser el único
norteamericano en la congregación, se vio asediado
con llamadas telefónicas desde Estados Unidos.
-Nos estamos matando para sacar adelante el milagro de Serra
-me confió una mañana de mayo, en una breve
visita que le hice para felicitarlo por su ascenso a monseñor-.
Y nos falta tiempo, porque el milagro sobre el que estamos
trabajando es muy complicado.
-Quizá deberían intentarlo con otro -sugerí,
suponiendo que el postulador del padre Serra tenía
bastantes para elegir.
-Es que se elige el que más promete -dijo, y me despidió
cortésmente para volver a su trabajo.
La "positio super miraculo" final tenía
cuatrocientas cuarenta y cinco páginas, y el 17 de
junio los dos primeros asesores médicos presentaron
sus informes a la congregación. Al leerla, me di cuenta
de por qué las deliberaciones se habían alargado
tanto. En una decisión insólita, pero no sin
precedentes, los médicos sostuvieron que la ciencia
médica no podía explicar la curación
de Boniface Dyrda, aunque ninguno de ellos sabía decir
exactamente cuál había sido la enfermedad. En
resumen, aprendí que los asesores médicos no
necesitan llegar a- un diagnóstico claro para concluir
que se ha producido una curación inexplicable. En tales
casos, el criterio decisivo es que el estado del paciente
había empeorado tanto que debería haber muerto.
El hecho de que Boniface no muriese, sino que, por el contrario,
experimentó una recuperación completa y relativamente
instantánea que se mantuvo durante veintisiete años,
bastaba para considerar su curación más allá
de toda causalidad natural o explicación científica.
Tres semanas después, se reunió en pleno el
equipo de cinco médicos.
El segundo milagro norteamericano era insólito por
otras razones. Se trataba de una curación atribuida
a la intercesión de Rose- Philippine Duchesne (1769-1852),
una monja francesa que llegó a Missouri con otras cuatro
hermanas de la Congregación del Sagrado Corazón
y se convirtió en líder y pionera de la asistencia
social y la educación católicas. Su sueño
era trabajar con los indios norteamericanos, cosa que logró
realizar finalmente a la edad de setenta y dos años.
Cuando murió, amplios círculos católicos
la consideraban una santa. Las Hermanas del Sagrado Corazón
propugnaron su causa. Fue declarada venerable en 1909 y, con
dos curaciones milagrosas atribuidas a su intercesión,
beatificada por el papa Pío XII en 1940.
Durante los años siguientes, el postulador presentó
otros dos milagros potenciales para la canonización
de la madre Duchesne. Uno fue rechazado con unanimidad por
los dos primeros asesores médicos y el segundo recibió
igualdad de votos. Entonces, las Hermanas del Sagrado Corazón
abandonaron la causa. Era la época del II Concilio
Vaticano y, como otras órdenes religiosas femeninas
de Estados Unidos, las hermanas cuestionaban el sentido -y
el coste- de la canonización. En cuanto a ellas concernía,
la madre Duchesne podía seguir siendo beata.
Aparece el padre Sarna. Como único funcionario norteamericano
de la congregación, aunque de poca antigüedad,
Sarna se mostró especialmente sensible a la alerta
roja declarada por el papa en 1987. Tras revisar las actas
sobre la madre Duchesne, llegó a la conclusión
de que la segunda curación contaba con buenas posibilidades
de ser aprobada. "De mi hermano, que es médico
-me dijo-, sabía lo bastante de medicina para ver que
aquello prometía."
El paso siguiente fue convencer a las Hermanas del Sagrado
Corazón de reabrir la causa. Sarna telefoneó
al arzobispo de Saint Louis, John May, y lo instó a
persuadir a la madre general de las Hermanas del Sagrado Corazón,
Helen MacLaughlin, una norteamericana residente en Roma, para
que reconsiderara la decisión de la orden. Al mismo
tiempo, contactó con las hermanas mismas, poco dispuestas
a hacerle caso, con la argumentación de que las monjas
estadounidenses necesitaban modelos de santidad, y en la madre
Duchesne tenían un gran personaje de un período
muy difícil de la historia de la Iglesia norteamericana.
También apaciguó su preocupación por
los gastos.
Su argumento era: ¿por qué gastar tanto dinero
en el proceso, cuando sería mejor dárselo a
los pobres? -recordó Sarna-. Les dije que respetaba
su principio, pero que no estaba de acuerdo. Calculaba que,
desde el estudio médico del milagro hasta el día
de la canonización, a lo sumo les costaría diez
mil dólares; quizá podrían llegar a ser
quince mil, que tampoco es mucho.
Las ex alumnas graduadas que tenían la orden en Suramérica
se declararon dispuestas a sufragar los gastos, y la causa
se reabrió. Quedaba poco tiempo si se querían
ultimar los preparativos de la canonización antes del
viaje del papa a Estados Unidos.
Dada la urgencia del caso, Molinari consintió en postergar
otras responsabilidades para llevar a buen puerto el milagro.
Su primer paso fue solicitar un peritaje preliminar e informal
a varios especialistas ajenos a Consulta Médica. A
juicio de dichos especialistas, el caso contaba con buenas
posibilidades de pasar.
Se trataba de una misionera del Sagrado Corazón en
Japón; Marie Bernard, de sesenta años, que sufrió
una hinchazón en la nuca y fue enviada a tratamiento
al hospital de San José, de San Francisco, en 1951,
después de que una biopsia demostrara que la hinchazón
era maligna. Los cirujanos declararon que el tumor era demasiado
grande para extirparlo y que estaba demasiado avanzado para
proporcionar algo más que paliativos. Lo más
que podían hacer los doctores era aplicar una terapia
de radiación a bajo nivel, para hacer más lento
el crecimiento del cáncer, y despedida del hospital.
Su pronóstico: le quedaban seis meses de vida; a lo
sumo, quizá dos años.
Mientras tanto, las hermanas ofrecieron una novena de oraciones
a Philippine Duchesne, implorando la curación. La novena
se convirtió en una cruzada que involucró a
la orden entera, así como a las estudiantes del colegio
que las hermanas tenían en San Francisco. Marie Bernard
misma participó hasta donde podía, llevando
un collar con una reliquia de Duchesne. Por lo visto, las
plegarias fueron atendidas. La madre Bernard regresó
a Japón y, en 1960, cuando se inició el proceso
de milagros, el cáncer había desaparecido. Diez
años después, Bernard murió de, un infarto.
En junio de 1987, el doctor De Rosa y otro miembro de Consulta
Médica revisaron el caso y no hallaron ninguna explicación
científica satisfactoria de la curación. Su
diagnóstico fue que la religiosa sufría una
"neoplasia indiferenciada que infiltró la glándula
tiroides y los tejidos adyacentes". Si bien no se podía
decir que la recuperación hubiese sido instantánea,
se conformaron con que fue relativamente rápida, y
también completa e inexplicable. El pleno del equipo
médico se mostró de acuerdo y agregó
el insólito comentario de que la curación debería
haber sido aprobada veinte años antes, cuando se presentó
por primera vez.
LOS MÉDICOS Y LOS TEÓLOGOS
La tarea de Consulta Médica es decidir si una curación
es científicamente inexplicable o no. Los médicos
no pueden decidir si se trata de un milagro; ese juicio queda
reservado a los asesores teológicos, cuyas opiniones
deben luego ser secundadas por los cardenales de la congregación
y, al final, por el papa. La teoría es que el reconocimiento
de los milagros es materia del entendimiento teológico
y eclesiástico; dejar esa decisión al cuidado
de los médicos sería ceder a la medicina una
prerrogativa que la Iglesia siempre ha reclamado para sí
misma.
Tras haber estudiado varias "positiones" sobre
milagros, sin embargo, me dio la impresión de que el
papel de los teólogos es esencialmente secundario.
Hay en la congregación sesenta y seis asesores teológicos,
de los que sólo unos cuantos son convocados con regularidad
a reunirse, en equipos de siete miembros, para revisar los
procesos de milagros y determinar que la curación se
produjo únicamente mediante la intercesión del
siervo de Dios. Las pruebas principales las constituyen las
declaraciones de los testigos. ¿Quién invocó
al siervo de Dios? ¿Fue mediante oraciones, uso de
reliquias, etcétera? Los elementos clave son el tiempo
y la causalidad. Debe quedar claro que la recuperación
del paciente no se produjo sino después de que se invocara
la ayuda del siervo de Dios, e igualmente claro que la curación
se consiguió por medio de la intercesión del
siervo de Dios y de nadie más.
Esas decisiones, obviamente, no requieren mucha pericia teológica,
pero sí una cierta familiaridad con la teología
de la intercesión operativa en la congregación.
Si un paciente reza, por ejemplo, simultáneamente a
Jesucristo y al siervo de Dios, el milagro puede atribuirse
a este último por la razón de que Jesucristo
está necesariamente presente en todas las gracias otorgadas
por Dios. Por otra parte, cuando se invoca simultáneamente
a más de un santo o siervo de Dios, la curación
será rechazada porque no hay manera de saber a quién
atribuir la intercesión divina.
En el caso del milagro atribuido al padre Serra, por ejemplo,
la madre Boniface declaró que había buscado
ayuda a través de la intercesión de varios de
sus santos favoritos: san Judas, patrono tradicional de los
casos desesperados; santa Frances Cabrini, la primera santa
estadounidense; y san Martín de Porres, un mulato peruano
del siglo XVII, conocido por su trabajo en favor de los enfermos
y canonizado en 1962. Sin embargo, y aquí está
lo decisivo, fue sólo después de que esas invocaciones
resultaran infructuosas cuando la religiosa se dirigió,
siguiendo la sugerencia del capellán, al padre Serra.
En ese momento, Boniface Dyrda no sabía prácticamente
nada del siervo de Dios franciscano; pero, después
de su curación, escribió: "Parece que ellos
[los otros santos, ya convalidados] estaban esperando para
darle una oportunidad al padre Junípero Serra."
Dadas las exigencias de la congregación, ese ejercicio
de demostrar que el milagro se produjo únicamente mediante
la intercesión del candidato es plenamente necesario
y lógico. En el caso ideal, la prueba refleja la bien
establecida reputación del candidato como intercesor
ante Dios; pero, en la práctica, la entera concepción
de atribuir los milagros a una vía de intercesión
en detrimento de otra plantea serios interrogantes teológicos.
¿Es que Dios realmente espera con sus milagros hasta
que se invoque a la persona adecuada? ¿Qué importa
más, la curación o la intercesión? Además,
desde un punto de vista práctico, el sistema alienta
la oración como forma de manipulación espiritual
e, incluso, de rivalidad por los milagros. La principal forma
de abuso, implicada en todo el sistema de creación
de santos, es la de fomentar las oraciones hacia un candidato
con el fin exclusivo de obtener un milagro, necesario para
continuar o concluir un proceso.
-Uno oye historias -me dijo el padre Valabek, postulador
general de los carmelitas- de monjas apostadas ante las salas
de emergencia de los hospitales y rezando a sus madres fundadoras
para conseguir un milagro cada vez que llega una ambulancia.
-Se rió entre dientes-. Es puro cuento, no lo olvide,
pero ya ve usted que podría suceder y hasta es posible
que haya sucedido. Dios no es tonto, desde luego; pero, de
todas formas, al insistir nosotros en que los milagros pueden
atribuirse claramente a tal persona y no a tal otra, no hay
nada que prevenga esa clase de prácticas supersticiosas.
Y nada, podría agregarse, demuestra más claramente
el papel secundario de los teólogos, en comparación
con el juicio de los médicos.
ALTERNATIVAS A LOS MILAGROS MÉDICOS
El 19 de noviembre de 1988, la Congregación para la
Causa de los Santos abrió un simposio, sobre la convalidación
de las curaciones milagrosas, que unió a miembros de
Consulta Médica con integrantes del Comité Médico
internacional de Lourdes, que investiga los testimonios de
las curaciones milagrosas que se producen en el célebre
santuario mariano del sur de Francia. Los visitantes eran
quienes más larga experiencia tenían en la ciencia
de verificar las curaciones milagrosas, ya que su comité
-el primero de su género dentro de la Iglesia- se fundó
en 1882, mientras que Consulta Médica no llegó
a instituirse hasta el 22 de octubre de 1948.
Los médicos de Lourdes afirmaron con bastante franqueza
que los avances de la medicina científica hacían
cada vez más difícil la comprobación
de los milagros.
Más notables aún fueron las palabras que Juan
Pablo II dirigió a los participantes:
"Desde hace mucho tiempo, la colaboración de
los médicos ha sido de un valor inapreciable por los
conocimientos que aportan conforme a su propio nivel de competencia.
A medida que la ciencia progresa, ciertos casos se comprenden
mejor; y, sin embargo, sigue siendo cierto que numerosas curaciones
constituyen hechos que hallan su explicación únicamente
en el orden de la fe, hechos que el examen científico
más riguroso no puede negar a priori y que debe respetar,
en el orden preciso que le es propio."
Dicho esto, el papa continuó, insinuando que tal vez
estén cambiando las manifestaciones de lo milagroso.
"Hoy en día, hay indicios de que la pedagogía
divina ilumina a la humanidad mediante revelaciones más
espirituales y más íntimas, y de que "los
casos de curaciones físicas son cada vez más
raros". Sigue siendo verdad que Dios concede todavía
dones inesperados y profundos, respondiendo a las súplicas
elevadas con fe y caridad, con confianza en el poder de su
amor que es lo más grande de todo." (El subrayado
es mío, K. L. W.)
Era la primera vez que un papa reconocía que la Iglesia
encontraba dificultades a la hora de satisfacer las exigencias
de los médicos para los milagros de curación.
Pero la tendencia ya se hacía notar. La reforma de
1983 redujo a la mitad el número de milagros requeridos,
de modo que ahora hace falta sólo uno para la beatificación
de los no mártires y uno más para la canonización.
Pero, incluso antes de la reforma, los papas anteriores se
habían mostrado ya cada vez más dispuestos a
eximir a los candidatos de alguno de los cuatro milagros requeridos.
Además, en 1980, Juan Pablo II beatificó a la
iroquesa conversa Kateri Tekakwitha (1656-1680) sin ninguna
prueba de milagros. Aunque a Kateri se le atribuían
numerosos milagros, la incipiente Iglesia norteamericana del
siglo XVII carecía de medios para llevar a cabo un
proceso formal de investigación y corroborar así
su validez. El papa decidió que bastaba con la reputación
que Kateri tenía de haber obrado muchos milagros mediante
su intercesión.
En teoría, este o cualquier otro papa tiene el poder
jurídico de abolir el requerimiento de milagros para
la creación de santos; pero ¿debería
hacerlo? Poco a poco descubrí que ésa era una
cuestión que llevaba tiempo hirviendo a fuego lento
en las cocinas de la congregación y que los hacedores
de santos se mostraban reacios a discutir, pues ellos mismos
estaban profundamente divididos. Gumpel fue el primero que
me habló sobre el tema: "La cuestión de
los milagros se está discutiendo en la congregación;
e incluso en el más alto nivel." Tal como planteó
inicialmente el asunto, se trataba de una cuestión
de conveniencia práctica y de justicia. Había
una gravedad insólita en su voz cuando reflexionó,
una tarde, sobre lo que él veía como la indecorosa
dependencia en que se hallaba la Iglesia frente a la profesión
médica:
"Por un lado, la exigencia de alguna señal divina
es muy razonable. Aunque nuestras investigaciones sobre el
martirio o el heroísmo de las virtudes se lleven a
cabo con toda la seriedad humana posible y nosotros tratemos
sinceramente de alcanzar la certeza moral sobre la santidad
del candidato, todas esas investigaciones no dejan de ser
humanas y, por consiguiente, falibles. Es comprensible, pues,
que el Santo Padre, antes de hacer uso de su poder supremo
como doctor de la Iglesia, desee disponer de una confirmación
que vaya más allá del nivel puramente humano.
Eso es lo que está en la raíz de aquella exigencia,
que sigue vigente en la legislación de la Iglesia:
antes de que pueda tener lugar una solemne canonización,
se requiere alguna clase de señal divina.
Sin embargo, uno puede preguntarse si esas señales
deben ser milagros en el sentido teológico estricto
o si deberíamos buscarlas en un nivel distinto. Por
ahora, cerca del noventa y nueve por ciento de las señales
que se piden son milagros de índole médica.
Respecto a ese tema, han surgido una serie de interrogantes."
Esos interrogantes, tal como los resumió Gumpel, eran
cuestiones por las que él y su cofrade jesuita Molinari
han estado presionando durante más de una década
dentro de la congregación.
En primer lugar, a medida que progresan los conocimientos
en medicina, mengua el terreno de lo que la medicina no sabe
explicar. Así, podría ocurrir que algunas curaciones
que hoy no tienen explicación la tengan algún
día. Como dice Gumpel, "se está haciendo
cada vez más difícil asegurar con precisión
qué es un hecho que va más allá de las
.leyes de la naturaleza".
En segundo lugar, la creciente medicación de las sociedades
occidentales hace más difícil juzgar con certeza
que ninguna de las terapias, aplicadas en un caso determinado,
ha sido la responsable de la curación. Si un paciente
ha tomado varias clases de medicamentos, se debe demostrar
que todos han fracasado en el intento de sanar al paciente.
De modo análogo, en los casos en que han intervenido
varios especialistas, cada uno de ellos debe atestiguar que
no fue su intervención lo que produjo el imprevisto
resultado. Valabek está trabajando en un potencial
milagro de Holanda, atribuido a Titus Brandsma; pero el proceso
se ha detenido en el nivel local porque uno de los médicos
involucrados no se adhirió a la opinión de los
otros, en el sentido de que la curación sea efectivamente
inexplicable por la medicina.
En tercer lugar, la propia Consulta Médica se está
volviendo más exigente en sus criterios. Sus exigencias
en cuanto a equipos médicos, técnicas e informes
exceden a menudo las posibilidades de los profesionales médicos
de los países en vías de desarrollo. Así,
como ya mencionamos antes, la Iglesia del Tercer Mundo se
encuentra en desventaja a la hora de ofrecer unos milagros
de curación verificables.
¿Qué debería hacer, entonces, la Iglesia?
Una solución parcial, propugnada desde hace tiempo
por Molinari y Gumpel, es la de hacer extensivo el concepto
de lo milagroso a los milagros físicos de naturaleza
no médica. Un milagro de esa índole fue aprobado
en 1975 para la canonización de Juan Macías
(1585-1645), un fraile español de la Orden de los Dominicos,
que murió en el Perú y fue beatificado en 1837.
El milagro se produjo 309 años después de su
muerte en su localidad natal, Ribera del Fresno, donde Macías
era conocido como el Beato y considerado el santo patrono
del lugar.
Las circunstancias fueron las siguientes: en la sala de la
parroquia se servía cada noche la cena a los niños
de un orfanato cercano y se invitaba también a las
familias pobres a recibir una comida en la puerta; pero, la
noche del 25 de enero de 1949, la cocinera descubrió
que le quedaban sólo arroz y carne (setecientos cincuenta
gramos de cada cosa) suficientes para la cena de los niños,
aunque no para dar de comer a los pobres, y, ante esta situación,
imploró ayuda al Beato y siguió cumpliendo con
sus deberes.
De repente, advirtió que el arroz hirviendo se salía
de la olla, de modo que puso una parte en una segunda olla
y, luego, en una tercera. Durante cuatro horas siguió
allado de la cocina, mientras la olla continuaba multiplicando
el arroz. Se llamó a la madre del cura y también
al cura mismo para que fueran testigos del fenómeno.
Por la noche, hubo arroz y carne en cantidad más que
suficiente para dar de comer a todos los cincuenta y nueve
niños y aún quedaron sobras abundantes para
los pobres. En total, veintidós personas presenciaron
la milagrosa multiplicación; y, a pesar de haber estado
hirviendo durante horas, la última cucharada de arroz
estaba tan buena como la primera. Como la bíblica multiplicación
de los panes y los peces, todos comieron cuanto quisieron.
Afortunadamente para la causa, algunos de los convidados guardaron
una parte del arroz, de modo que la congregación pudo
examinado once años después. Los asesores no
hallaron ninguna explicación natural del insólito
fenómeno; lo cual, unido al tradicional milagro de
curación, fue suficiente para canonizar a Macías.
Una dificultad obvia de los milagros no médicos es
de orden técnico: el postulador debe encontrar en cada
caso los expertos que confirmen a la congregación que
se produjo un suceso extraordinario e inexplicable. Ésa
fue la situación a la que se enfrentó Molinari
en la causa de Victoria Rasoamanarvio (1848-1894), una mujer
casada, venerada en Madagascar por haber conservado y enseñado
el catolicismo en un período en que todos los misioneros
habían sido expulsados del país. El milagro
atribuido a su intercesión ocurrió en 1934 durante
la estación seca. Una mujer incendió por descuido
la alta hierba que crecía en los alrededores de su
aldea; el fuerte viento propagó las llamas y ocasionó
un incendio que amenazaba con destruir la comunidad entera.
Un techo de paja estaba ya ardiendo cuando salió un
joven catequista, alzando una imagen de Victoria e implorándola
que salvara del fuego la aldea. En ese instante, cambió
el viento y el incendio se extinguió.
Se hicieron fotografías del episodio, se recogieron
los testimonios y, medio siglo después, se presentó
la documentación a Molinari como prueba de un posible
milagro. Molinari aprovechó la oportunidad como un
experimento para demostrar un milagro físico de tipo
no médico. Su mayor preocupación era la de encontrar
a un experto que le proporcionara una opinión científica
preliminar sobre la cuestión de si el cambio repentino
de la dirección del viento contravenía las leyes
de la naturaleza. Finalmente, se decidió por el jefe
del cuerpo de bomberos italiano, un meteorólogo, que
llegó a la conclusión de que, en su opinión,
no había explicación natural de lo sucedido
y presentó a su vez los documentos, en un encuentro
internacional de bomberos, a un comité de expertos
africanos y europeos. Ellos también consideraron que
no existía ninguna explicación científica
del incidente. Pero en la congregación no había
ningún precedente de algo como la creación de
un comité de bomberos y meteorólogos que pudiera
funcionar de modo análogo a Consulta Médica.
Más tarde, resultó que tampoco se necesitaba
el milagro; desde la reforma de 1983, bastaba con un solo
milagro, y Molinari, cuya principal responsabilidad era garantizar
el éxito de la causa, propuso otro más convencional,
de tipo médico. El 30 de abril de 1989, Victoria Rasoamanarvio
fue beatificada en Madagascar por el papa Juan Pablo II.
En teoría, cualquier suceso inexplicable puede servir
de material para un milagro no médico. El padre Eszer,
por ejemplo, me llamó la atención sobre un milagro
potencial atribuido a la beata Maria Crescentia Hoss (1682-1744),
una monja franciscana de Kaufbeuren (Alemania Occidental)
que tenía reputación de mística y sirvió
de consejera espiritual tanto a los humildes como a los poderosos,
incluidos el káiser Carlos VII y su esposa, María
Teresa. Crescentia fue declarada venerable en 1801 y beatificada
en 1900 por el papa León XIII. Habría de transcurrir,
sin embargo, medio siglo más hasta que su postulador
pudo presentar otro supuesto milagro para la canonización.
El milagro fue el siguiente:
Durante la II Guerra Mundial, unos bombarderos aliados sobrevolaron
en misión de guerra la ciudad de Kaufbeuren, una pequeña
localidad al sur de Augsburgo. Su objetivo era trazar una
línea de destrucción que incluía varias
ciudades e instalaciones militares; entre éstas, una
fábrica de dinamita y una pista de aterrizaje en los
alrededores de Kaufbeuren. Hacía un día claro
y sin nubes. Los ciudadanos podían ver las bombas asomando
de los vientres de las fortalezas volantes. Rezaron a la beata
Crescentia, cuyo cuerpo yace en un ataúd de vidrio
bajo el altar mayor de la iglesia del convento, por la salvación
de la ciudad. Sor Ancilla Hinterberger, sucesora lejana de
Crescentia como madre superiora, me describió lo que
ella y otros presenciaron:
"Los bombarderos sobrevolaban la ciudad con los portillos
abiertos. Intentaban bombardear Kaufbeuren, pero no lo lograron.
No podían ver la ciudad a pesar de estar directamente
encima de ella. Desde abajo se veían claramente las
bombas colgando de los aviones. Pero ninguna cayó.
No sucedió nada. Kaufbeuren se salvó."
Se recogieron las declaraciones de los testigos, aunque no
se pudo reunir la documentación necesaria hasta 1983,
cuando se abrieron los archivos militares de Estados Unidos
y de Alemania Occidental. De los americanos, el postulador
recogió los informes de pilotos y tripulantes y verificó
la finalidad de la misión; de los alemanes obtuvo informes
que corroboraron aquellos. Esa información se presentó
a su vez por separado a la sección histórica
del Ministerio de Defensa alemán y a expertos de las
fuerzas aéreas alemanas. Entre otras cosas, estos expertos
recabaron opiniones de meteorólogos sobre la posibilidad
de un espejismo, y de militares sobre la posibilidad de que
los giroscopios funcionasen mal. Entrevistaron incluso a algunos
de los pilotos supervivientes de bombarderos estadounidenses.
En el otoño de 1988, Wilhelm Imcamp, el vicepostulador
local, recibió la respuesta. "Hicimos investigar
ese hecho y no es ningún milagro -dijo-. Los expertos
nos dijeron que puede explicarse por causas naturales, así
que no se lo tiene ya en consideración."
Eszer quedó decepcionado. Pero tenía otro milagro
prometedor de tipo no médico, relacionado con una causa
suiza. El milagro potencial le había sucedido a un
montañista que sobrevivió a una caída
en la que todos sus camaradas perecieron. Se rompieron todas
las cuerdas, menos la suya tras invocar al siervo de Dios.
El postulador ha solicitado opiniones de geólogos y
de expertos guías de montaña: "Si ellos
están de acuerdo en que fue algo milagroso, tal vez
tengamos un proceso de milagros."
El milagro ¿debe ser de naturaleza física?
Sobre ese punto, los hacedores de santos se encuentran divididos.
Molinari opina que, en la búsqueda de señales
divinas en apoyo de beatificaciones y canonizaciones, la Iglesia
debería aceptar también los "milagros morales",
es decir, las gracias extraordinarias que producen una transformación
moral o espiritual.
El argumento en favor de los milagros morales es particularmente
adecuado para el caso de Matt Talbot (1856-1925), personaje
muy conocido entre los católicos irlandeses y los estadounidenses
de origen irlandés. Talbot era un obrero portuario
iletrado de Dublín que, antes de cumplir los treinta
años, se liberó del alcoholismo y se convirtió
a continuación en una especie de asceta obrero; ayunaba,
rezaba y -cosa que ignoraban incluso los pocos amigos que
tenía- llevaba cilicios debajo de la ropa de trabajo.
Cuando murió, era un desconocido; pero su historia
cautivó la imaginación irlandesa (excepto lo
de los cilicios, que los irlandeses siguen considerando un
poco excesivo) y, en 1975, el papa Pablo VI lo declaró
heroicamente virtuoso.
Al igual que Pablo VI, el papa polaco ha declarado que desea
beatificar a Talbot como santo de la clase obrera y, lo que
no es menos importante, como un ejemplo de cómo la
oración y la mortificación de la carne pueden
vencer la dependencia del alcohol. Talbot es un personaje
popular en Irlanda y en Polonia, donde el alcoholismo es un
problema social importante. En Estados Unidos existen varios
clubes de Matt Talbot y centros de rehabilitación de
alcohólicos. El postulador romano de Talbot, Dermot
Martin, me dijo que tiene más de mil testimonios; según
los cuales, la intercesión de Talbot logró ayudar
a maridos alcohólicos a renunciar a la bebida, salvando
así familias y matrimonios.
Hay, por tanto, pruebas abundantes de los poderes intercesorios
de Talbot. Pero, hasta ahora, Martin no ha logrado convencer
a la congregación de que acepte tales pruebas como
milagrosas. El problema es, desde luego, que el alcoholismo
es cuestión de perseverancia y fuerza de voluntad más
que de curación física. "Suponga que los
consideramos milagros -le argumentó a Martin uno de
los más altos funcionarios de la congregación-
y suponga que invitamos a la ceremonia de beatificación
a uno de esos alcohólicos rehabilitados, y suponga
luego que, la noche después, emocionado de tanta atención,
el hombre sale por ahí y se emborracha; ¿dónde
queda, entonces, el milagro?"
Eszer comparte la misma opinión.
-Si hay una recaída no hay curación. Es sabido
que un alcohólico puede emborracharse con un solo vaso
de cerveza o con una copa de coñac. Pero, si un hombre
se curase de tal manera que pudiera tomar un vaso de vino
o de cerveza sin emborracharse, eso sí que sería
un milagro.
-Sí, pero no sería un milagro moral, sino físico
-objeté.
-Por supuesto. En ese punto somos muy rigurosos, pero es
necesario. Incluso ahora los críticos de la congregación
dicen que somos una fábrica de milagros. ¿Qué
dirían si admitiésemos los llamados milagros
morales?
-o sea que está usted en contra de los milagros morales.
-Por varios motivos. Primero, en los milagros morales no
hay más que un testigo, el individuo que afirma que
ha experimentado un cambio. ¿Y si miente? No conozco
ningún sistema legal en el mundo que acepte como prueba
conclusiva la declaración de un solo testigo. Segundo,
estoy en contra de los milagros morales porque los que realizó
Jesucristo no son solamente morales, sino milagros físicos.
No encontrará ni un solo milagro, en todo el Nuevo
Testamento, que pueda llamarse un milagro moral. El verdadero
milagro es que una persona recupere la salud, o cualquier
otra señal física.
También los asesores médicos están en
contra de los milagros morales; se sienten muy orgullosos
de suministrar a la Iglesia pruebas de lo milagroso y creen
firmemente que los milagros de curación no cesarán
nunca de producirse, no importa cuán lejos lleguen
los avances de la ciencia. En particular, el doctor Cortesini
ve las curaciones milagrosas como una continuación
en los santos de los milagros de curación obrados por
Jesucristo mismo: "Lo que vemos son los mismos milagros
que los que leemos en el Nuevo Testamento; la gente se cura
de padecimientos físicos. Yo siempre recuerdo esos
precedentes bíblicos cuando estoy juzgando una causa.
Hay que remontarse a la Biblia para encontrar algo comparable."
El padre Gumpel admite que el sistema actual tiene ciertos
méritos, y reconoce: "En el nivel puramente jurídico
y administrativo, es más fácil obtener un juicio
de expertos, en los campos de la medicina o de otras ciencias
naturales, que puedan declarar que un determinado fenómeno
atribuido a un candidato no tiene explicación natural.
Confirmar la existencia de los llamados milagros morales,
en cambio, es muy difícil."
Insiste, sin embargo, en que la Iglesia "podría
y debería abandonar las pruebas de milagros físicos
y confiar más en la ciencia divina, expresada en la
opinión de que muchas gracias se conceden a través
de la intercesión del siervo de Dios. Si los obispos
de un país declarasen que hay docenas o centenares
de testimonios de personas serias que afirman que, tras invocar
al siervo de Dios, sus oraciones han sido atendidas, una declaración
tal sería directamente de la competencia de la Iglesia
y podría considerarse una señal de la obra divina,
suficiente para permitirnos beatificar o canonizar al candidato".
En suma, para Gumpel lo fundamental es más una cuestión
de principios que de conveniencia práctica. Limitando
la noción de milagro a las curaciones inexplicables,
la Iglesia permite efectivamente que la medicina científica
usurpe su propia competencia de interpretar las señales
divinas; y, con ello, pierde de vista las dimensiones morales
y espirituales de lo milagroso, que son mucho más amplias
que las de los milagros físicos. La solución
que propone Gumpel es, en consecuencia, reafirmar las prerrogativas
de la Iglesia revitalizando la noción de "ciencia
divina".
LA NECESIDAD DE LOS MILAGROS: EL DEBATE INTERNO
Más de setecientos cincuenta años han transcurrido
desde que el papa Gregorio IX estableciera, con motivo de
la canonización de san Antonio de Padua, el principio
de que ni las virtudes sin milagros ni los milagros sin virtudes
representan una base suficiente para canonizar; y la Iglesia
había de ser juez de ambos. Pero, en los debates internos
que condujeron a la reforma de 1983, se volvió a plantear
la cuestión de la necesidad de los milagros.
Para Molinari, la cuestión inmediata estaba en si
la Iglesia retrasaba innecesariamente el acabamiento de las
causas, privando así a los creyentes de ejemplos contemporáneos
de santidad cristiana, al insistir en la exigencia de varios
milagros demostrables. "Esos asesores médicos
y especialistas que ofrecen sus servicios profesionales se
asombran igualmente cuando han alcanzado, tras el examen más
exigente y riguroso, un veredicto favorable y se les dice
luego que aún hacen falta pruebas semejantes de otras
curaciones." Parece que este argumento de Molinari fue
convincente, dado que la reforma redujo a la mitad el número
de milagros requeridos.
Pero Molinari y Gumpel quieren ir más lejos: no ven
ningún motivo de por qué la Iglesia ha de continuar
exigiendo milagros médicos o tan siquiera físicos
para beatificar o canonizar a un siervo de Dios. Ellos creen
que sería suficiente que el candidato goce de una sólida
reputación de santidad, debidamente investigada por
la congregación, verificada por pruebas de martirio
o de virtudes heroicas y ratificada por una solemne declaración
papal.
Esa posición se halla desarrollada en un largo y apasionado
ensayo, en el cual Molinari revisa la historia y la teología
de la creación de santos, con vistas a la posibilidad
de acabar con la dependencia de los milagros como señales
divinas confirmatorias para la beatificación y la canonización.
En la Iglesia primitiva, arguye Molinari, los milagros "no
estaban relacionados de ninguna manera con el culto de los
santos". Sólo en la época de los merovingios
y carolingios (415-928), cuando "todos, tanto los clérigos
como los creyentes ordinarios, mostraban una notoria credulidad
y avidez de historias milagrosas", comenzó la
Iglesia a dar importancia a lo milagroso. "Era, por lo
demás, una época en que la historiografía
no se regía en absoluto por criterios críticos
ni científicos; mientras que la calidad de la investigación
médica no sólo era rudimentaria, sino que apenas
podría decirse que existiese." Pero, incluso entonces,
y a lo largo de los siglos siguientes, insiste Molinari, lo
que más interesaba "no eran, de hecho, los milagros
como tales, sino la reputación de obrar milagros".
Sólo en los últimos cuatro siglos, con la evolución
de los procedimientos formales de canonización, el
criterio de los milagros demostrados llegó a formar
parte del proceso de creación de santos.
Sólo que no es necesario que se continúe así,
arguye Molinari. Desde el punto de vista teológico,
la verdadera "señal divina" es, en cada causa,
la reputación de santidad implantada en los creyentes
y manifiesta en la admiración, devoción e invocación
al santo en solicitud de favores. Molinari se apresura a añadir
que no se trata de un fenómeno meramente natural. Una
vez que la "investigación científica"
haya establecido el hecho del martirio o de la virtud heroica,
el siervo de Dios debería ser beatificado o canonizado
sin exigir adicionales intervenciones de Dios en forma de
milagros. Si pueden presentarse milagros obrados por la intercesión
del candidato, muy bien, habrá que investigados y verificados;
pero exigir tales milagros es "excesivo y carente de
justificación", sobre todo a la luz del "desarrollo
de la historia como ciencia a lo largo de los dos últimos
siglos". Así pues, concluye, la congregación
debería volver a la actitud de la Iglesia primitiva
hacia los milagros y reformar sus procedimientos en consecuencia:
"No creemos que sea necesario ni conveniente exigir
una señal divina especial aparte de la reputación
de santidad de un siervo de Dios (...). Una reputación
de santidad verdaderamente extraordinaria debería ser
también prueba suficiente de la intervención
divina en favor de la beatificación o la canonización
de un siervo de Dios cuyo martirio o virtudes heroicas están
ya lo suficientemente demostradas."
En otras palabras, las únicas ciencias necesarias
para la creación de santos son la teología y
la historia, y la reputación de santidad es la única
confirmación que se necesita de parte de Dios.
Dado que Molinari es uno de los más influyentes entre
los hacedores de santos, su ensayo, publicado por primera
vez en 1978, causó profunda impresión; en especial,
entre su cofrades jesuitas. La publicación del artículo
coadyuvó a un malentendido ampliamente difundido, según
el cual por lo menos "los jesuitas" no consideran
ya necesaria la prueba de milagros para concluir un proceso;
malentendido que, en cierta ocasión, estuvo a punto
de impedir la beatificación de uno de los héroes
jesuitas más populares de los tiempos de la guerra.
Rupert Mayer (1897-1945) podría haber muerto como
mártir si los nazis se lo hubieran permitido. En su
juventud se hizo jesuita, en un período en que la orden
había sido puesta fuera de la ley por el Estado anticlerical
prusiano. Participó como capellán en la I Guerra
Mundial, perdió la pierna izquierda y fue el primer
sacerdote católico romano condecorado con la Cruz de
Hierro. En los años veinte y treinta, trabajó
en Munich como párroco del centro urbano, predicando,
bautizando y ocupándose del Movimiento de Vida Cristiana,
enormemente popular en la ciudad. Extendió su labor
también a las cervecerías, encontró una
vez a Adolf Hitler y, de ahí en adelante, denunció
el movimiento nazi como anticristiano, en parte, según
decía, por su carácter antisemita; fue detenido
dos veces por sus sermones subversivos y, finalmente, lo internaron
en el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca
de Berlín. Sin embargo, cuando empezó a declinar
su salud, los nazis lo confinaron en un convento benedictino
de Baviera y le ordenaron guardar silencio: preferían
un adversario silencioso a un mártir molesto. Mayer
vivió aún lo bastante para encabezar la primera
procesión de Corpus Christi de la posguerra por las
calles de Munich. "Así, un jesuita abatido y exhausto,
un viejo jesuita de una sola pierna, ha sobrevivido al milenio
nazi", comentó.
Durante los años siguientes a su muerte, la grey de
Mayer no lo olvidó. Cada día, entre seis mil
y diez mil personas visitaban su tumba en el centro de Munich,
y tal afluencia no menguó a lo largo de cuarenta años.
Fue declarado venerable en 1983 y, en 1985, la causa de Mayer
contaba con una lista de ciento cuatro milagros potenciales
atribuidos a su intercesión. Y al menos uno iba a hacerle
falta: Juan Pablo II tenía previsto para dos años
después un viaje a Alemania, el mismo que lo llevaría
a Colonia para beatificar a Edith Stein. Pero, cuando Molinari
le pidió al vicepostulador jesuita de Munich los documentos
comprobatorios de alguno de los milagros de Mayer, resultó
que no existían. El vicepostulador había pensado
que el debate sobre la necesidad de los milagros era algo
más que eso; así que supuso que sólo
se necesitaría ya la reputación de obrar milagros,
y a sabiendas de que ésa era también la opinión
del propio Molinari, decidió que no hacía falta
investigar los casos prometedores. "Yo le había
dicho muchas veces que la ley que exige milagros seguía
aún en vigor -recordó Molinari-, pero él
se basó en la suposición de que el cambio era
inminente. O sea que no teníamos milagro."
Había, sin embargo, unas veinte mil plegarias atendidas;
¿no podían considerarse éstas, se pensó,
prueba suficiente de la intervención divina? En otras
palabras, ¿no podía el papa dispensar a Mayer
de la exigencia de un milagro demostrado, como ocurrió
con Kateri Tekakwitha? Eszer, entre otros, se opuso resueltamente
a toda dispensación. "La gente diría que
los alemanes compraron la beatificación con su dinero",
argumentó.
Se envió a Gumpel a Munich para ver qué se
podía hacer. Un médico italiano revisó
los posibles milagros y halló uno de Alemania del que
se podía conseguir la documentación médica.
Dado que se trataba de un prominente ciudadano de una región
protestante en su mayoría, lo trasladaron en avión
a Roma, por petición propia, para someterlo a una investigación
médica confidencial. Como el tiempo escaseaba, se formó
una comisión de emergencia, integrada por tres teólogos
-entre ellos, Eszer-, para juzgar el milagro. Finalmente,
éste fue aceptado, y el 3 de mayo de 1987, cien mil
alemanes asistieron en el Estadio Olímpico de Munich
a la beatificación de Mayer por el papa.
Para Eszer, el incidente no es más que otra confirmación
de que los milagros médicos no sólo son posibles,
sino necesarios para la creación de santos. Eszer rechaza
el argumento de que los asesores teológicos han llegado
a depender excesivamente de Consulta Médica. "El
problema es que muchos católicos no creen ya en la
posibilidad de obtener favores de los santos o de los siervos
de Dios; los milagros se han convertido en un estorbo para
los católicos de muchos países, como Alemania
o Francia y, también, Estados Unidos, de donde viene
usted. Pero yo creo que el verdadero problema está
en que muchos teólogos no creen ya en los milagros
de Jesucristo. Siempre andan escribiendo esas sandeces."
En 1987, Eszer entró oficialmente en el debate sobre
los milagros con un no menos apasionado ensayo suyo, publicado
en un volumen colectivo recopilatorio de artículos
y ensayos en honor del cardenal Palazzini y editado, casualmente,
por Gumpel. Su propósito no sólo era refutar
a Gumpel y a Molinari, sino defender la idea misma del milagro
contra cualquier tipo de incredulidad.
Poner en cuestión los milagros, argumenta en el texto,
no es sólo poner en cuestión a los santos, sino
a Jesucristo mismo. Ciertos exegetas bíblicos (a quienes
no nombra) quisieran reducirlo a "una especie de psicoanalista
que se dedicaba exclusivamente a curar afecciones psicogénicas";
¿hemos de concluir, por tanto, que Jesucristo "pretendía
poseer unos poderes que no existían y que en épocas
posteriores no se considerarían extraordinarios"?
Eszer, a continuación, cita el dicho de que "Dios
hace milagros para ayudar a los hombres, no para ofrecer pruebas
en las causas de beatificación y de canonización",
y añade: "Es un comentario ingenioso. Pero Dios
Todopoderoso puede muy bien conciliar el fin primario de un
milagro con el secundario, considerando el hecho de que Él
es también infinitamente sabio. La Divina Providencia
no se limita en su acción a un solo fin."
En relación con los testimonios de la ciencia, dice
que quienes afirman que, a la luz de la ciencia moderna, los
milagros son imposibles, sólo se hacen eco de las opiniones
desfasadas de Newton y de Karl Marx. La física moderna
ha demostrado que las leyes de la naturaleza no son deterministas,
sino que funcionan conforme a las leyes de la probabilidad
matemática. En la nueva física, desde Max Planck
en adelante, la indeterminación del universo deja un
amplísimo margen tanto a la libertad humana como a
la intervención divina.
Como contestación a los argumentos históricos
del Molinari, Eszer argumenta que san Agustín, entre
otros cristianos notables de los últimos años
de la antigüedad romana, desconfiaba de los milagros
sin pruebas. Además, los médicos de los siglos
III y IV "eran perfectamente capaces de distinguir entre
una curación normal y un verdadero gran milagro".
Más adecuadamente, arguye que los no mártires
no habrían gozado de una veneración duradera
por parte de los creyentes si no hubiera sido por los milagros
producidos gracias a las plegarias oradas ante sus tumbas.
Si la Iglesia ha de volver a sus orígenes, debe reafirmar
la necesidad de los milagros como señales divinas de
los poderes intercesorios del candidato.
En apoyo de sus argumentaciones, cita a Benedicto XIV sobre
la necesidad de los milagros, especialmente para los no mártires.
Reitera que los testigos contemporáneos que atestiguan
las virtudes del candidato pueden desconocer el relajamiento
de éste en lo privado. Es precisa, por tanto, la confirmación
en forma de milagros, porque "únicamente a Dios
no engaña nadie".
Eszer no se deja impresionar por el argumento de Molinari
respecto a que la Iglesia debería conformarse con que
el candidato tenga reputación de haber obrado muchos
milagros. Tal reputación puede efectivamente revelar
la mano de Dios, pues, sin tal fama de divinos favores, "un
creyente en grave peligro no recurriría a la intercesión
del siervo de Dios"; pero la reputación por sí
sola no es prueba suficiente de santidad, ya que lo que se
comprueba en cada caso es meramente un favor divino otorgado
al individuo y los milagros, en cambio, añade Eszer,
son señales divinas destinadas a toda la comunidad
de la Iglesia y no al beneficio de particulares, por lo que
deben ser "confirmados por la autoridad que guía
a la comunidad [el papa] y disfruta de la protección
del Espíritu Santo, que lo salva de incurrir en error".
En cualquier otra institución, un desacuerdo de esta
magnitud sobre cuestiones fundamentales de teoría y
práctica se trataría de manera oficial, se estudiaría
y se resolvería; pero la Congregación para la
Causa de los Santos no dispone de ningún comité
permanente de estudios, de modo que el debate sobre los milagros
continúa sin resolver. Gumpel vaticina que, tarde o
temprano, los cardenales y obispos de la congregación
llamarán a una revisión formal, y es probable
que recaben las opiniones de las conferencias nacionales de
obispos del mundo entero. Pero sólo el papa puede autorizar
tal revisión, y a juicio de los hacedores de santos,
Juan Pablo II no está muy inclinado personalmente a
iniciar ese referéndum histórico. El papa ha
autorizado ya una reducción del número de milagros
exigidos, y en parte es gracias a ello que ahora está
beatificando y canonizando a un ritmo de récord.
También está la cuestión de los precedentes.
La creencia en los milagros de intercesión -"los
milagros fingidos de los papistas"- fue uno de los principales
blancos de los ataques de los reformadores protestantes, en
tal grado que la Contrarreforma anatemizó, en el Concilio
de Trento, a cualquiera que osara negar que los milagros existen
y que "pueden verificarse con toda certeza". Como
hemos apuntado en el capítulo anterior, los milagros
fueron una importante arma apologética de la Iglesia
católica en el siglo XIX y, a principios del siglo
XX, el papa Pío X, canonizado él mismo en 1954,
incluyó la incredulidad ante los milagros entre los
males de las ideas que denunciaba colectivamente como "modernismo".
El problema al que deberá enfrentarse cualquier papa
será, pues, el de hallar la manera de reafirmar lo
milagroso, decretando al mismo tiempo que los milagros dejen
de exigirse para la creación de santos. Desde el punto
de vista teológico, eso no sería difícil;
pero la creación de santos no es un ejercicio de teología,
sino que depende de la respuesta de los creyentes y, sobre
todo, de su disposición a solicitar la intercesión
del candidato ante Dios. ¿Rezarían los católicos,
incluidos los de la Italia meridional, a los siervos de Dios
en tiempos de necesidad si no esperasen milagros?
Plantear ese interrogante equivale a darse cuenta de que
el debate sobre los milagros, en último análisis,
no tiene nada que ver con la ciencia ni con la naturaleza
de las señales divinas. El problema es más fundamental:
los santos ¿son principalmente intercesores ante Dios,
en cuyo caso la capacidad de obrar milagros sería parte
de su función; o son esencialmente ejemplos de virtud
cristiana, y se podría así prescindir fácilmente
de la exigencia de milagros?
Acude a mi mente Inocencio XI, enterrado debajo del altar
de Bernini. En otros tiempos, ese papa gozaba de una viva
reputación de santidad y tenía en su haber,
efectivamente, dos milagros atribuidos a su intercesión.
Pero ¿quién invoca hoy su ayuda? Con tantos
otros santos entre los que elegir, ¿a quién
le importa Inocencio XI? ¿En qué sentido puede
afirmarse que conserva, al cabo de dos siglos y medio, una
reputación de santidad? Y si alguien invocase su nombre
y se curase, ¿qué significaría esa "señal
divina" para los cristianos contemporáneos? Por
otra parte, ¿es el oficio del historiador realmente
lo bastante "científico", como afirma Molinari,
para demostrar que una reputación de santidad se basa
verdaderamente en una vida de virtud heroica?
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