Cuando Escrivá iba a ser beatificado
a principios de la década de los noventa, varios antiguos
miembros del Opus Dei, pidieron comparecer en la Causa para
aportar su testimonio. La Congregación Vaticana a cargo
del proceso de beatificación, -milagrosamente en manos
del Opus Dei-, se negó a escuchar a todo aquel que
tuviera un punto de vista crítico a la supuesta santidad
del protagonista.
Algunos de estos testimonios fueron publicados por la editorial
Libertarias/ Prodhufi en un libro titulado Escrivá
de Balaguer - ¿Mito o Santo? De él extraemos
este testimonio de Miguel Fisac.
NUNCA
LE OÍ HABLAR BIEN DE NADIE
En el programa de televisión «La Clave»
(7-2-92) yo dije refiriéndome al Sr. Escrivá:
-No recuerdo haberle oído hablar bien de nadie.
Reconozco que era una afirmación muy fuerte. Y el periodista
de la Vanguardia, Ricardo Estarriol que había visto
al padre Escrivá sólo en visita o, tal vez,
en horas de trabajo comentó:
-Yo no dudo de lo que dice Fisac. Pero yo en cambio le oí
hablar bien de todo el mundo.
Entonces yo debí explicarle que lo que ocurría
es que yo había tratado a este señor más
de cerca; en la intimidad. Yo había desayunado con
él, almorzado con él, cenado con él y
no un día sino muchos días de muchos años.
Yo había recorrido España entera, mano a mano
con él en coche, habíamos cantado a dúo.
Incluso yo le había cargado a mis espaldas, al cruzar
los ríos, en el paso del Pirineo, y hasta el día
de la famosa rosa de madera que él encontró
en Rialp había dormido con él bajo la misma
manta. Es decir, que yo no había estado con él
en visita.
El periodista, lo mismo que el teólogo Illanes estaban
acostumbrados a oír lo que el padre decía, pero
de cara a la galería, como se ha podido ver en los
vídeos que le grabaron para presentarle al público
en los últimos años de su vida.
Yo fui uno de los 20 o 25 primeros que entraron en el Opus
Dei. Por más señas: el 29 de febrero de 1936.
Durante la República hubo en España persecución
religiosa y eso me creó bastante intranquilidad; lo
mismo que a otros jóvenes como yo. Me acuerdo de la
Semana Santa en que tirotearon las procesiones en mi pueblo,
en Daimiel, resultó desagradabilísimo. Yo volví
muy excitado a Madrid, a la pensión donde también
se hospedaba un amigo, Pedro Casciaro, que estudiaba la carrera
de Arquitectura como yo. Recuerdo que él me dijo:
-Me he encontrado con un sacerdote interesante y querría
presentártelo.
Y me llevó a la residencia DYA, a la calle de Ferraz,
50. Allí conocí a este señor que estuvo
muy amable conmigo. Después, seguí viéndole
de vez en cuando. Èl nos daba unas charlas, nos comentaba
algo sobre el Evangelio y luego asistíamos a la bendición
y reserva del Santísimo.
Aquel ambiente era simpático y todos los de su alrededor
me parecieron muy agradables. Tenía todo aquello un
aspecto de renovación religiosa. Se trataba, según
decían, de volver a vivir la fraternidad de los primeros
cristianos.
Sin embargo, cuando el Sr. Escrivá después de
muchas historias y sin aclararse nunca -pues todo era muy
secreto- me contó que eso tenía más fondo,
me dio miedo y me dije:
-Yo aquí no me meto de ninguna manera.
Yo nunca hubiera dicho que quería entrar en ninguna
parte, lo que sucedía es que yo estaba dispuesto a
ayudar al que me lo pidiera. Y me dijeron que si pondía
pintarles un cuadro para el comedor y se lo pinté y
luego otra cosa y otra. Vamos, que yo estaba en la mejor disposición.
Pero un día ingresaron allí dos de los amigos
que estudiaban conmigo, Pedro Casciaro y Paco Botella y una
vez dentro empezaron a tirar de mí de una manera tremenda.
El Sr. Escrivá comenzó a ser mi director espirtual.
-No te preocupes, me decía.
-Yo estoy dispuesto a ayudar, pero nada más, insitía
yo.
-Bien, no te preocupes, me repetía él.
Un día me llamó Pedro Casciaro y me dijo que
el Padre quería verme.
Yo fui algo preocupado porque unos días antes a mi
hermano le había tocado la lotería y me figuré
que me iba a pedir dinero. Pero al llegar me metió
en su despacho y me dijo:
-Miguel, yo creo que tú tienes vocación.
Y no supe decirle que no. La realidad es que yo no quería
entrar allí y estuve como un imbécil. Y desde
el principio quise salirme o morirme.
Una de las cosas que el Sr. Escrivá repetía
constantemente, como una actitud de lealtad, era que no debíamos
confesarnos fuera de allí: «La ropa sucia en
casa se lava», -nos decía. Y yo me sentía
deseperado. Bien es verdad que no hice nada de proselitismo.
Si yo quiero marcharme, pensaba para mis adentros, ¿cómo
voy a decirle a nadie que entre? Una sola vez lo hice y me
duele. Un día que fuimos a Valencia Alvaro Portillo
y yo, me dijeron que les echara una mano con un chico que
andaba casi convencido para entrar. Aunque yo no estaba por
la labor, le hablé y él dijo que sí.
Luego me sentí mal por haberle coaccionado. Se trataba
de Federico Suárez, el que es ahora capellán
de la Casa Real. Me gustaría poderle pedir perdón
por haberme prestado a aquello.
Permanecí en el Opus durante muchos años. El
ambiente interno era agradable, la gente se ayudaba y se encontraba
uno muy cómodo. Todo teníamos una formación
cultural parecida y de buena educación.
Sin embargo, los actos de piedad eran excesivos. A mí
me agobiaban porque tenían que hacerse continuamente.
el ofrecimiento de obras, media hora de oración, la
Misa y la Comunión, el Angelus, tres partes de rosario,
etc. y cuando terminabas el día y hacías el
recuento de obras te habías saltado varias de ellas.
Pero nunca te preguntabas: ¿qué he hecho yo
por mi prójimo?
En vez de pensar que no había hecho nada por el prójimo,
pensaba en que me había olvidado la lectura espiritual
o el examen o no se qué oración. Todo eso me
hacía sufrir porque yo era muy escrupuloso.
En seguida de terminar la carrera empecé a trabajar.
Esto sí que me gustaba y absorbía mucha parte
de mi tiempo. Nunca tuve ningún cargo interno en la
casa ni quise tenerlo.
En cuanto a lo del sacerdocio era una cosa muy dura. El Sr.
Escrivá llegaba y decía:
-Tú cura y tú no.
Conozco a algunas personas que quisieron ser sacerdotes y
él no lo permitió. Vincente Rodíguez
Casado, catedrático de Historia al que se conoció
después por su cargo de Director General, tenía
vocación de sacerdote y no lo fue. Tampoco el ingeniero
de Caminos Fernando Valenciano, que tenía una gran
vocación, pudo serlo. En cuanto a mí, el Padre
conocía mi postura claramente negativa y me prometió,
como una exceptión, que no me haría ser cura.
-Te prometo que no serás sacerdote, me aseguró.
Yo me quedé más tranquilo. Pero aún así
cuando se planteó el problema de los primeros sacerdotes
(Alvaro Portillo, José Luis Muzquiz, José María
Hernández Garnica, Ricardo Fernández Vallespín)
yo estaba muy violento y temí que me lo propusiera.
En el Proceso de Beatificación del Sr. Escrivá,
varios sacerdotes del Opus Dei me han descalificado, diciendo
que mi conducta era contradictoria, propia de mi inestabilidad
emocional con temperamento desequilibrado con ideas obsesivas
y manía persecutoria. No entiendo por qué, entonces,
el Sr. Escrivá me escribía cartas de cuatro
hojas nombrándome socio elector, categoría que
él daba a muy pocos. En esa carta, escrita a mano por
él, después de elogiar mi labor dentro de la
obra, me obligaba a ser uno de los que votara para elegir
al siguiente Presidente del Opus Dei cuando él muriera.
Por supuesto, cuando yo salí del Opus Dei, el propio
Padre le mandó a Antonio Pérez para que yo le
devolviera aquella carta, cosa que yo hice en el acto.
También recuerdo que un día me llamó
y me explicó que aunque no fuera sacerdote deseaba
que yo formara parte de la Sociedad Sacerdotal de la Santa
Cruz.
-Quiero que pertenezcas, como excepción, a esta Sociedad,
me dijo.
Como yo lo que pretendía era marcharme de allí
y no atarme más, le contesté:
-¿Puedo decir que no?
-Sí, me dijo él.
-Pues entonces digo que no, le respondí.
Aquella tarde, Alvaro Portillo me comentó que el Padre
le había dicho que yo le había dado un gran
disgusto.
Desgraciadamente yo desempeñé un papel en la
Obra a través de lo que menos me interesaba: el dinero.
Se me ha achacado que yo trabajé mucho porque el Opus
me proporcionó el trabajo. Eso no es verdad. En aquella
época había trabajo de sobra. Salimos diez arquitectos
de la Escuela e inmediatamente a mí me ofrecieron varios
puestos. El Director General, D. Pedro Muguruza me propuso
que me fuera a su despacho y luego, su hermano José
María, también lo intentó.
Por aquellos años había muchas construcciones
por hacer y además éstas producían mucho
dinero. En mi caso concreto yo le daba todo lo que ganaba
a la Obra y era el que ingresaba más, pues los otros
tres o cuatro que estaban conmigo tenían sueldos de
catedráticos que no eran cantidades importantes. Mis
honorarios sí que lo eran. También el dichoso
dinero fue lo que hizo que vinieran a buscarme, precisamente,
a Daimiel. Yo suponía que habían ido a salvarme
la vida y luego comprendí que mi padre tenía
el dinero para pagar el paso a la zona Nacional por el Pirineo.
Durante los años que estuve en el Opus, yo arrastraba
un malestar latente, interior, que hacía que gritara
con frecuencia. A veces me indignaba con el Sr. Escrivá
y luego iba a pedirle perdón. Él me contestaba
quitándole importancia al asunto.
-Pero si no me has dicho nada, me replicaba, no te preocupes.
Yo creía que él y todos los demás me
tenían un gran cariño y por eso me dolía
coger la puerta y marcharme. Yo les quería de verdad
y los sigo queriendo, aunque no he encontrado esa reciprocidad
en ellos. Pues para el que se va de allí, la norma
es que no existe ya, se ha muerto, o como si fuera un enemigo
al que hay que perseguir.
Ahora, he creído en conciencia que tenía la
obligación de dar un testimonio y por eso lo doy. Lo
paso muy mal escribiendo todo esto. Pero creo que tengo la
obligación de hacerlo.
Cuando me planté y dije que me iba de la Obra yo estaba
en Madrid, y el Sr. Escrivá en Roma. Antonio Pérez
me dijo:
-He hablado con el Padre y me ha dicho que te marches, pero
que él quiere hablar contigo antes de que lo hagas.
Cogí el primer avión para Roma y me presenté
allí. En el aeropuerto me estaban esperando y como
eran las once de la noche me dijeron que me acostara, que
durmiera tranquilamente y que al día siguiente oiría
la misa del Padre y él hablaría conmigo.
Lo hicimos así, le expliqué que yo no podía
continuar. No era nada nuevo para él, se lo había
dicho muchas veces. Él me dijo que hablara con Alvaro.
Lo primero que hizo Alvaro, fue comentarme que estaba indignado
por la actitud incorrecta que había tenido Pepe Montañés,
esa última semana, respecto a un asunto de dinero con
mi padre. Yo le contesté que eso que había hecho
me había molestado mucho, pero que no tenía
nada que ver con mi decisión de salirme. Después,
él recordará cuando añadió:
-Miguel, quiero pedirte perdón por las coacciones a
que te hemos sometido para que no te fueras, pero has actuado
durante todos estos años de forma tan generosa que
por eso, hemos creído que tenías vocación.
Hice la maleta y cuando me iba Alvaro me dijo:
-El Padre tiene ahora que ir a Viena y me ha dicho que le
haría ilusión que lo llevaras tú en el
coche.
-Alvaro, le contesté, muchas gracias por el ofrecimiento,
pero a donde tengo que irme es a Madrid.
Ellos continuaban actuando con ese vicio que quieren ahora
canonizar: La Santa Coacción.
Por fin me vi en la calle. Y respiré. Ese ambiente
de secretismo y ese mentir, durante todos los años
que estuve en la Obra, siempre me habían agobiado.
(Hace unas semanas, yo veía en el programa «La
Clave» a esos dos sacerdotes mintiendo). Yo sé
que estaban mintiendo y ellos saben que estaban mintiendo.
Por eso cuando ¡ya en la calle!, con una maletita, ligero
de equipaje, sin un céntimo en el bolsillo, me vi camino
de casa de mis padres pensé:
-Bueno, Miguel, aquí hay una cosa clara, primero vas
a decir siempre la verdad, que es lo tuyo. Y luego vas a ser
bueno en vez de tanta monserga.
Porque, ¿qué es ser bueno? Pues querer a los
demás. Nada más.
Desde entonces he procurado documentarme y reeducar mi formación
religiosa. O mejor dicho, mi sentir profundo religioso. Y
creo que ahora estoy en mejores condiciones que en las que
estaba. En el Opus sólo hay piedad. ¿Es mala
la piedad? No, si sirve y ayuda a la fe. Sí es mala
si se la presenta como solución para todo.
Los conocimientos sobre los que estaba fundada toda la estructura
espiritual del Opus Dei se basan en la percepción,
no aclarada nunca, del Sr. Escrivá, de que un día
y en un lugar determinado, Dios le había dado a conocer
la labor que tinía que realizar: la santificación
del trabajo ordinario, poner a Jesucristo en la cúspide
de las actividades humanas, etc., etc. Esto se lo oí
referir al Sr. Escrivá muchas veces. Una de ellas cuando
él y yo pasábamos por la acera de delante del
convento de los P.P. Paules de la calle de García de
Paredes, en donde él había tenido esta experiencia.
Consideraba de la máxima trascendencia sobrenatural
el fenómeno, pero no se aclaraba ni tampoco daba ninguna
clase de detalles. Yo supongo que esta cuestión tiene
que haber sido analizada por especialistas y debería
darse a conocer a los fieles sin seguir dejándolo como
un misterio, pues es la clave de la fundación del Opus
Dei.
Esta actitud del Sr. Escrivá de presentar el supuesto
misterio, como sobrenatural, la fomentó él para
que se hiciera extensiva a todo lo que él hacía
y decía aunque en algunos casos lo que hacía
y decía estuviera en contradicción. Y después
todo lo que dice y lo que hace el Padre aunque este decir
y hacer esté en contradicción, será recibido
por sus hijos como palabra de Dios.
Cuando yo le escribí al Cardenal Tarancón, diciéndole
que quería declarar en el Proceso que se estaba llevando
a cabo le explicaba que no era fácil describir la figura
de este señor. Pues era una persona muy compleja porque
él jugaba con dos barajas. Es decir que corrientemente
jugaba con la baraja con la que jugamos todos al realizar
nuestros actos. Pero él tanía además
la baraja sobrenatural y de vez en cuando echaba una carta
de esta baraja y creaba una visión equivocada.
Por ejemplo yo, que durante los últimos tiempos, viví
en la casa de Diego de León, 14 con Alvaro Portillo,
Antonio Pérez, Luis Valls, Florentino Pérez
Embid y alguno más, recuerdo que el Padre comía
y cenaba en el comedor principal con nosotros y no había
ninguna fiesta importante en el Opus que él no aguara,
ya fuera Nochebuena o cualquier otra. De pronto se enfadaba,
no sabíamos por qué, y se metía en su
cuarto dejándonos allí tirados. Eso era algo
habitual en él. No sabíamos nunca cómo
iba a reaccionar ni nos daba ninguna explicación. Supongo
que él creía que tenía que hacerlo así
por una razón de tipo ascético.
Lo mismo ocurría con las chicas. Él las tenía
muy lejanas y les hablaba siempre en plan de padre. Pues bien,
de repente echaba una carta de esas y a las pobres las descomponía.
Por ejemplo, les obligaba a hacer una tortilla francesa una
y otra y otra vez, porque decía que no estaban en su
punto.
Alguien se figurará que el Sr. Escrivá tenía
un paladar exquisto, pero yo creo que les provocaba para que
ellas tuvieran paciencia, como ocurre en esas historias de
conventos en donde el superior incordia e incordia para dar
más lustre e esta virtud. Por eso querer conocerle
a fondo resultaba dificilísimo porque nos enredaba
sin saber por qué.
Me acuerdo que un día vino a Madrid un cura de Barcelona,
que dirigía a muchos chicos jóvenes. Yo creo
que alguna vez se habían escrito los dos. Y el Padre,
al saber que venía este señor a conocerle me
comentó:
-Ha venido a ver al bicho. Vamos a darle un paseo en coche.
Y desde el primer momento él procuró comportarse
de una manera absurda para escandalizarlo. Me dijo que cantara
unas canciones de Conchita Piquer que él tarareó,
tuvo una conversación intrascendente, nos llevó
a cenar a un restaurante de lujo y cuando volvimos y dejamos
a aquel pobre cura todo asustado, él se echó
a reír viendo el desconcierto que le había producido.
Desde luego, él creía que era un elegido por
Dios y que estaba condenado a ser un santo.
Es extraño que con el paso de los años se dejara
llevar de una serie de vanidades que siempre le habían
parecido mal y que yo le oí reprobarlas.
Curiosamente, había una serie de hechos en su vida
más o menos parapsicológicos que él procuraba
no comunicar a nadie o a casi nadie. Yo fui testigo de excepción
en alguno de ellos.
Durante la guerra, un día, al llegar a Burgos me contaron
que un señor importante de allí se había
dado cuenta de que el padre de Pedro Casciaro era uno de los
jefes socialistas de Albacete y a pesar de ello, éste
tenía un buen enchufe en la oficina de reclutamiento
del General Orgaz, mientras que su hijo estaba en primera
línea en el frente. Había que ir a visitarlo
y tranquilizarle para que no hiciese ninguna denuncia. Y como
yo iba con mi uniforme de oficial recién estrenado,
me pidieron que fuera yo a hablar con su mujer y el Sr. Escrivá
iría a verle e este señor y a convencerle para
que no denunciara a Pedro. Y cuando yo llegué a ver
a aquella señora, ella se puso histérica, dijo
que Pedro era un rojo y que lo iba a pagar y nos echó
de mala manera.
Cuando nos encontramos de nuevo en el hotel Sabadell con el
Padre, yo le conté que me había descompuesto
y que lo había hecho muy mal y él nos comentó:
-Pues si os sirve de consuelo yo lo he hecho peor. Este señor
se ha puesto como un basilisco y hemos terminado a farolazos.
Después de comer, Pedro Casciaro y Paco Botella se
marcharon a su oficina, Albareda se fue también y yo
me quedé solo con el Sr. Escrivá. Entonces él,
puesto en el mirador de la habitación del hotel, murmuró:
-Mañana morirá el hijo de este señor.
Aquella frase me dejó estupefacto y estuve en silencio.
Nos pusimos a escribir y a hacer nuestras cosas hasta que
hacia las siete de la tarde él me propuso dar una vuelta:
-Si quieres podemos ir a la catedral a hacer la visita al
Santísimo.
Así lo hicimos, y al salir de la catedral, en una esquina
donde se pegaban las esquelas, vimos que estaba apuntado el
nombre del señor con el que él había
estado discutiendo por la mañana. (El Sr. Escrivá
había dicho que moriría el hijo y allí
ponía que era el padre).
No hagas ningún juicio -me advirtió- vamos a
pedir por él.
Después el Sr. Escrivá me explicó sin
aclararse muy bien, que él lo que había entendido
era: «Mañana entierro» y que por eso, se
había figurado que el que estaba en el frente era el
que iba a morir.
¿Aquello fue una premonición? No lo sé,
premoniciones de esa clase las tiene mucha gente. Pero en
su fuero interno el Sr. Escrivá tenía la idea
de que era un predestinado.
Recuerdo que me hicieron escribir esta experiencia para la
posteridad como si se tratara de algo sobrenatural, y hubiera
que demostrar, en un futuro, los poderes del Padre.
En los primeros tiempos el Sr. Escrivá había
dicho que se le tueara; pero más tarde comprobó
que sus hijos le perdían un poco el respeto y retrocedió,
empezó a ponerse más distante. Cuando yo llegué
ya era un hecho el llamarle Padre.
Desde pequeño él había tenido un gran
complejo de inferioridad, al ver despreciada a su familia
y, por ello, perdió el control. Los títulos,
los marquesados, los escudos nobiliarios le pirriaban. Cuando
logró trabar amistad con la marquesa de Macmaon, hizo
grandes proyectos. Allí aprendió a poner bien
una mesa, a que las sirvientas fueran con cofia almidonada
y con guantes, a que todo estuviera perfectamente elegante.
Realmente, los grandes de España le impactaban.
Lo de solicitar el título de Marqués
de Peralta, yo me figuro -porque algún comentario
le oí- que fue para poder aspirar a presidir la Orden
de Malta que creo que exige, por estatutos, que el presidente
(maestre o como se llame) sea aristócrata.
Su apellido era «Escrivá» a secas. A él
le escuché alguna vez, que cuando era presentado a
algún aristócrata con ocasión de su cargo
de Rector del Real Colegio de Santa Isabel, le preguntaban:
¿Escrivá de Romani? y él tenía
que decir que no, lo cual producía en el auditorio
cierta actitud de desprecio. Así que le añadió
lo de Balaguer. Por esa misma razón a Alvaro Portillo
le hizo ponerse el «del» para darle más
tono aristocrático.
A mí me parece que el Sr. Escrivá se justificaba
dentro de él, de estas vanidades y grandezas de las
que hacía gala, pensando que tenía que aparecer
siempre como una persona importante, porque así se
le tendría respeto a su Obra. Por consiguiente él
no podía ir a un hotel de mala muerte sino a uno lujoso.
No podía llevar gemelos baratos sino de oro. Y siempre
que hacía ostentacíon de algo procuraba jugar
con la carta sobrenatural porque, si no, no se hubiera encontrado
a gusto. Él tranquilizaba su conciencia asegurando
que lo hacía por el bien de la Obra.
Él tenía una visión crítica muy
dura y hacía juicios negativos de la gente, incluso
de su gente. A mí me molestaban su comentarios nada
agradables. La crítica de curas, frailes y monjas era
constante. A los Jesuitas no los quería. Él
se proclamaba ingenuamente anticlerical.
Y fui a Roma muchas veces con él. Le gustaba ir a la
Basílica de San Pedro. Se ponía delante de la
estatua de San Pedro y decía:
-Creo en la Iglesia a pesar de los pesares.
Y golpeaba su cabeza contra los pies de la imagen y jugaba
con la frase: «Aquí yace un español que
vivió diez años en Roma y no perdió la
fe».
Poco antes de morirse, Tardini le dijo al Sr. Escrivá
que Pío XII había pensado hacerles Cardenales
a él y a Montini y que él había rechazado
ese honor para no dar lugar a que nombrara a Montini; pues
éste era un peligro para la Iglesia, y el Sr. Escrivá
estaba muy de acuerdo.
Había mucho de contradictorio en el padre Escrivá.
Siempre seleccionaba a las personas: decia que los peces había
que pescarlos por la cabeza. Escogía a los más
listos y deseschaba a los otros. Cuando comprendió
que no era fácil apoderarse de la Universidad, lo hizo
con el Gobierno.
Del milagroso paso por Andorra, yo puedo contar que fue durísimo,
pero no milagroso.
Cuando el Padre estuvo con los suyos, refugiado en la Embajada
de Honduras de Madrid, acordaron entre todos los que allí
estaban, que él debía pasarse a la otra zona.
Y como no había nadie que les pudiera ayudar en la
zona nacional, decidieron cruzar el Pirineo con la ayuda de
unos guías, a los que había que pagar bastante
dinero.
Yo, hacía tres meses que había ingresado en
el Opus, estaba escondido en la buhardilla de mi casa de Daimiel.
Y primero tuve noticias de Paco Botella. Más tarde
se presentó Juan Jiménez Vargas a buscarme.
Aquel era un acto heroico que me emocionó, él
estaba jugándose la vida por mí. Luego, mucho
más tarde, comprendí que le habían mandado
a Madrid para que consiguiera el dinero necesario para poder
pagar a los guías, y debió de decirle Isidoro
Zorzano que yo posiblemente lo podría tener. Por eso,
Juan fue a Daimiel. A mí me impresionó su valentía.
Mi padre sacó, de donde pudo, creo que treinta y siete
mil pesetas, que nosotros llevamos a Barcelona. Desde allí,
después de más de un mes sin documentación
y un peligro tremendo, pudimos escapar hacia Francia.
El grupo estaba constituido por el Sr. Escirvá, Paco
Botella, Pedro Casciaro, José M.ª Albareda, Tomás
Alvira, Juan Jiménez Vargas, Manuel Saiz de los Terreros
y yo. En total éramos ocho. Pero como éste último
y yo nos salimos más tarde de la Obra, los biógrafos
nos suprimieron y desde entones se dijo que habían
sido seis.
Escrivá no era franquista, cuando le convernía
ver a Franco, decia unas amabilidades y cuando le pidieron
que le diera unos Ejercicios Espirtuales a él y a Dña.
Carmen, lo hizo. Y lo hacía bien. En aquellas primeras
épocas sabía llegar a la gente. Cuando estaba
delante de una mesita en el oratorio, lo hacía bien.
Eso no tiene nada que ver con esas grabaciones teatrales que
nos han dado después en la televisión y que
producen vergüenza. No se cómo pudo cambiar y
engreirse tanto.
Era de un exclusivismo tremendo. Por eso ha hecho de la Obra,
una secta. La última vez que yo vi a Paco Botella le
dije:
-Mira, Paco, sois una mafia.
-Pero Miguel, ¡qué cosas me dices!, me contestó
él.
Yo creo que el pobre tenía el dolor de comprender que
sí, que en efecto lo era.
Nos dimos un abrazo y se despidió. Al mes siguiente
murió. En la esquela del periódico ponía
catedrático, pero no sacerdote, me extrañó.
Cuando en el año 1955 salí de la Obra, fue como
si me hubieran quitado un peso de encima. ¡Al fin liberado!
Pero como el Padre no quería que me fuera, le escribió
una carta a mi confesor, Paco Botella, para que él
me la leyera, en la que decía: «Siento que Miguel
quiera marcharse porque va a sufrir mucho y va a ser un desgraciado»
El camino estaba inexorablemente trazado: Miguel sufriría
mucho y sería un desgraciado. Y aunque la realidad
de los hechos haya dicho lo contrario, porque a mi, además
de casarme un año y medio después de mi salida,
y tener una mujer y unos hijos estupendos, (a ella me la presentaron
tres meses después de estar ya fuera de la Obra) todo
me fue perfectamente y mi trabajo profesional se desenvolvió
con gran éxito.
Pero el Sr. Escrivá nunca quiso darse por enterado
de mi buena suerte y aunque me escribía cartas muy
amables, nunca quiso enterarse de mi matrimonio ni de que
existían mis hijos. Porque yo, según sus predicciones
no podía ser más que un desgraciado. Y los seguidores
de Escrivá, como buenos seguidores, eso sí,
hicieron lo posible para que la profecía se cumpliera.
Pero a pesar de todo no lo consiguieron. Ni tampoco pudieron
borrar mi nombre de entre los vivos.
Todo hombre tiene en esta vida contratiempos y horas de dolor.
Yo los tuve también al morir mi hija de seis años
y medio. Esta desgracia sirvió para que el día
de su entierro aparecieran por mi casa dos sacerdotes del
Opus Dei que, en lugar de rezar algún responso y decirme
unas palabras de consuelo, hicieron unos aspavientos extraños
y en voz baja me dieron a entender que aquella muerte era
un castigo de Dios. De Roma donde estaban entonces el Sr.
Escrivá y Alvaro Portillo no me llegó nada;
ni una carta ni un recuerdo.
Monseñor Echevarría dice en el Proceso de Beatificación
que a mí hay que rechazarme porque me obstino en ver
persecución donde no hay más que caridad.
Cuando a lo largo de mi ya larga vida profesional, me fui
tropezando con actitudes que no comprendía, siempre
al indagar a fondo, me encontraba con algo o alguien que estaba
relacionado con el Opus Dei.
Primero, intentaron repescarme y como me negué a ello,
se dedicaron a perseguirme. Me han hecho tantas faenas, que
puedo parecer que cuento todo esto por venganza, pero yo no
tengo ni he tenido ningún resentimiento.
Ante esta molestísima situación, pensé
que la correcta posición de un católico era
la de decirlo a la Iglesia. Busqué alguna autoridad
eclesiástica de Roma a la que yo conociera y a la que
pudiera pedir consejo. Y en 1977 me puse en comunicación
con el Obispo D. Maximino Romero de Lema, le fui a visitar,
y me recibió.
Le conté la situación en la que me hallaba,
le entrequé una lista con los nombres y las faenas
que me habían hecho los señores del Opus Dei.
El las estudió con todo detenimiento y me dijo que
aquello había que arreglarlo inmediatamente y que la
mejor manera de hacerlo era que yo llamara a Alvaro Portillo
y que pidiera verle diciéndole que me lo había
indicado el Sr. Obispo, al que él conocía mucho;
puesto que los dos fomaban parte de comisiones de la curia
romana. Entonces le telefoneé a Alvaro y se lo dije
y él me contestó:
-Por Dios, Miguel, para hablar conmigo no necesitas que te
recomiende nadie. ¡Ven ahora mismo!
Aquella misma tarde estuve con él y le expliqué
que el Opus Dei me estaba persiguiendo y le di una serie de
pruebas y de nombres. Como él necesitaba habla de este
asumto con D. Florencio Sánchez Bella, consiliario
entones de España, le iba a mandar que fuera enseguida
a Roma, por lo que me pidió que volviera a la mañana
siguiente, y así lo hice. Al otro día, seguimos
hablando y al despedirme me dijo:
-Miguel, vete tranquilo, que yo daré orden de que no
se te persiga.
¡Y decían que y tenía manía persecutoria!
Todas estas cuestiones de persecución o de comportamientos
que con cierto eufemismo podríamos llamar «más
bien poco cristianos» se hacen no solamente a mi por
supuesto, responde a una actitud general en la Prelatura del
Opus Dei.
En este momento el que beatifiquen o no al padre Escrivá
me parece que no tiene mucha importancia. Estoy dispuesto
a aceptar el tristísimo argumento que utilizó
Benito Bardinas en «La Clave» al decir que, cada
día el santoral nos presenta catorce o más santos
desconocidos y que contar con uno más, no parece que
sea motivo de tanta preocupación. Pero lo que sí
es muy peligroso, a mi manera de ver, es que aparejada a esa
beatificación va unida la canonización de dos
grandes vicios humanos que son la intransigencia y la coacción
que el padre Escrivá canoniza elevándolos a
la categoría de la Santa Intransigencia y la Santa
Coacción.
Miguel Fisac
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