CON
S DE SEXO
ANGEL, 6 de agosto de 2004
Cuanta razón tenía esa gran teólogo Edward
Schillebeeckx, cuando escribía que aquello
a lo que muchos creyentes vuelven la espalda es precisamente
a la Iglesia extraña al mundo y supranaturalista,
a la Iglesia del Concilio de Trento y de los tiempos anteriores
al Vaticano II. Abandonan esa Iglesia triunfalista, juridicista
y clerical, que pretende ser interprete irrefutable de la
voluntad de Dios hasta el minúsculo detalle, pero que
distorsiona la verdad contenida en tal pretensión cuando
niega (tácitamente) toda mediación histórica
y a menudo son tan ambiguas esas mediaciones- en su
discurso y su acción eclesial.
De esa Iglesia me acordaba al leer la respuesta que da José
A. Botella a Daniel.
Tal vez consecuencia de la formación que recibe como
cooperador del Opus Dei, ya que ese modelo tridentino triunfalista,
juridicista y clerical, es el que escogió Escrivá
para su Obra.
Afirma José A. Botella que si me acuesto
con una chati (soltera) que me gusta y que le
gusto, no dañamos al prójimo, en principio.
Pero el concubinato es pecado porque nos hacemos daño
mutuamente aunque lo estemos pasando supercalifragilísticoespialidoso.
¿Qué daño se pueden hacer
dos personas que se quieren o se gustan si tienen libremente
relaciones sexuales?. Esa visión negativa del sexo,
sólo la sostienen aquellos que, como el Opus Dei, viven
obsesionados por el tema y encerrados en una concepción
medieval de la vida.
Como bien se pregunta el teólogo Benjamín Forcano:
¿Se puede sostener, hoy en día, científica,
antropológica, filosófica, teológica
y bíblicamente que el matrimonio es un contrato exclusivamente
para procrear; que el goce sexual es, por sí mismo,
antinatural e ilícito; que la relación sexual
cobra razón de ser sólo en su subordinación
a la procreación; que el grado de acercamiento a Dios
depende del grado de apartamiento y renuncia de la sexualidad;
que la masturbación es objetivamente pecado grave;
que la homosexualidad es una desviación y que su actuación
es una perversión; que la indisolubilidad del matrimonio
es un valor absoluto, que nunca y por ningún motivo
se puede derogar; que todo bautizado, que se recasa
civilmente, vive en un estado de concubinato y de pecado público;
que el condón no puede usarse ni siquiera en caso de
sida, etc.?.
No, es la repuesta que da el autor de Nueva ética
sexual; y recuerda que muchas de las normas sexuales
actuales se remontan a los primeros siglos (Patrística),
se prolongan en la Edad Media y se mantienen hasta nuestros
días. Pero hay que tener en cuenta que muchas de esas
normas son expresión de la cultura de entonces y no
precisamente del Evangelio. Esas normas son deudoras de un
contenido cultural específico (platonismo, aristotelismo,
estoicismo, maniqueísmo
) y no sería acertado
darles valor como si procedieran del Evangelio.
Los filósofos estoicos desarrollaron teorías
ascéticas que asimilaron los cristianos. En sus escritos
abogaban por la indiferencia ante toda fuente de placer, comprendido
evidentemente el placer sexual, y recomendaban la renuncia
a cualquier emoción excesiva. Lo mismo sucedía
con algunos de los últimos escritos de Platón.
Así, Epicteto creía en el matrimonio como estabilizador
de la pareja y sólo consideraba el coito en ese marco.
Otro estoico, Musonio Rufo, vinculaba claramente el acto sexual
al matrimonio y éste a la concepción de niños.
Los estoicos plantaron la idea de que la única sexualidad
natural son las relaciones con el propósito
de procrear. Como consecuencia de ello hoy los supernumerarios
están convertidos en fábricas de hijos.
Lo que se proponían estos filósofos era precaver
al hombre contra la agitación pasional de cualquier
tipo; y por tanto contra el amor, a su parecer el sentimiento
más desequilibrante. Sin embargo, estos textos influenciaron
a varios teólogos del medioevo, quienes empezaron a
defender la idea de que todo placer sexual es pecaminoso;
y de que cualquier actividad sexual que no condujese a la
concepción era ilegítima y antinatural. Esta
tesis de que el fin del matrimonio era la generación,
fue establecida con rigurosidad por San Agustín creador
además del pecado original-, para quien
el acto de amor en la pareja es una relación jurídica
y social, con contrato de derecho para contribuir al buen
funcionamiento de la máquina social: yo me debo a ti,
tú a mi y los dos juntos nos debemos al Estado.
Para el platónico Agustín no se traba de amar
a la mujer (o al marido) sino de brindarle lo debido, estar
presente y serle fiel, todo con mucha moderación. Incluso
si el acto conyugal se realiza meramente para satisfacer la
concupiscencia, es por lo menos pecado venial.
San Jerónimo, contemporáneo de Agustín,
también condenaba el amor como olvido de la razón,
casi una locura, un vicio horrible que poco conviene a un
espíritu santo. Más aún en uno
de los textos más opuestos al amor que se han escrito
nunca, y después de haber tratado de probar que estar
enamorado es caer en la condición más baja,
precisa: Nada más infame que amar a una esposa
como una amante.
No es cierto, por tanto, como afirma José
A. Botella que las cosas son como dice la Iglesia,
aunque a veces no alcancemos a ver la razón última.
La razón última si se comprende, al revisar
la historia. Pero esta fijación en la procreación
como finalidad del acto sexual, constreñido de manera
exclusiva al matrimonio, conduce a la condena de la homosexualidad,
porque supone amor y relaciones entre dos personas pero sin
generación.
El problema de la homosexualidad se le planteó muy
pronto a la Iglesia en sus propias filas. En las comunidades
de monjes, que vivían aislados y célibes, que
así daban un muy mal ejemplo. De allí la dureza
con la que califican la homosexualidad, como un pecado contra
natura y de los más graves. La misma actitud, como
se ha puesto de relieve en esta web, con la que reacciona
el Opus Dei cuando encuentra homosexuales en su seno,
Para tratar de cohonestar esta actitud eclesiástica
no es lícito tratar de pasar como biología lo
que es simple dogma moral. Como indica el profesor de Medicina
de la Universidad de Carolina del Norte y siquiatra, Francis
Mark Monddimore, en el ser humano, la conexión
entre el vínculo interpersonal y la reproducción
parece mucho más vaga y sujeta a variaciones, resultado
quizás también de la superposición entre
la organización nerviosa masculina y femenina. En el
cerebro humano hay menos conexiones fijas que
en el cerebro de los animales inferiores. Quizá, como
se discutía más arriba, este sea un prerrequisito
para nuestra inteligencia y nuestra enorme capacidad de aprender.
No es dar un gran salto teórico imaginar que las variaciones
genéticas en el control hormonal del cerebro producen
en algunos individuos una mayor vaguedad en la
relación entre la conducta reproductora y el vínculo
emocional. Estos individuos tendrían la misma capacidad
(y necesidad) de vínculo emocional, pero estarían
menos conectados de forma fija a miembros del
sexo opuesto que sus homólogos, y más abiertos
en su capacidad de enamorarse. Las misteriosas
señales psicológicas y evolutivas de la infancia
que conducen a la atracción sexual pueden dirigirles
a esa atracción respecto a personas de su propio sexo,
o de ambos sexos, porque están menos predeterminados
en su orientación a parejas reproductoras.
De la misma forma, el también médico y además
sacerdote, Marc Oraison, enfatiza que es indispensable
subrayar fuertemente que el hecho de ser homosexual no pertenece
al orden moral. No es ni una falta ni un pecado,
ni un vicio: es un hecho.
Los teólogos morales tradicionales al hablar de conductas
o actos contra natura, no hacen sino repetir una
afirmación estoica de que son contrarios a la
razón. Realizan una lectura de la sexualidad
humana, como biológicamente condicionada por el instinto
sexual orientado a la reproducción. Olvidando el reino
de lo personal y la libertad del individuo. Además,
de que hoy ya no se habla de instinto que
implica una serie estereotipada de actos innatos, hereditarios,
que son dictados desde el interior- sino de controles fisiológicos
específicos.
En los mamíferos inferiores, la actividad sexual está
rigurosamente regulada por estos controles. Pero
en los niveles más elevados de la evolución,
los patrones sexuales ya no están estereotipados ni
se guían por señales específicas. Por
tanto, lo antinatural es tratar de limitar esta
libertad y crear otro tipo de controles por razones
morales.
Además, conceptos como el de naturaleza
son pura metafísica. La naturaleza actúa
casi como una entidad que sabe lo que hace, aunque
sobre determinados asuntos es poco o nada vigilante, que desea
principalmente que se procree o que en relación a la
generación establece prohibiciones que afectan a las
especies.
Tampoco se sostiene el concepto de pecado, como
una ruptura de un supuesto orden natural establecido
por Dios, sobre el que la Iglesia trata de establecer control
vigilando conductas y conciencias. Los que afirman la posición
contraria, si fueran consecuentes, deberían reconocer
que es antinatural y por tanto pecado- tocar
piano. Las manos tiene la función biológica
de ayudarnos a comer o servir para agarrarnos de los árboles,
no para crear música. Esta última es fruto de
la libertad del hombre, capaz de superar con su inteligencia
y sensibilidad los controles biológicos predeterminados.
Concluyamos también con Schillebeeckx, quien sostiene
que el verdero amor a la Iglesia significa "fe verdadera,
tal como experimentamos en el evangelio, y no un amor opresivo,
únicamente orientado a la conservación de una
institución surgida históricamente"
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