Manuel Atienza
Catedrático de la Filosofía del Derecho de la
Universidad de Alicante
Periódico Información 18-11-1998
El viernes pasado asistí en la Universidad Miguel
Hernández de Elche, como parte del público,
al concurso para proveer una plaza de profesor titular de
Filosofía del Derecho. Algunos amigos me han reprochado
mi comportamiento en aquel acto, pues en algunos momentos
increpé a los miembros del tribunal por considerar
que actuaban con falta de imparcialidad y con desvergüenza
profesional. He de reconocer, además, que mi vocabulario,
en momentos de cólera, no es distinto al del resto
de mis conciudadanos, de manera que el lector podrá
hacerse una idea de la forma lingüística que asumió
la expresión de mi indignación. No voy a tratar
aquí de justificar mi conducta, pero sí aspiro
a cierto grado de comprensión por parte del lector,
que quizá se haya visto alguna vez ante una situación
semejante a la que voy a describir.
Al concurso optaban tres candidatos. Dos eran miembros (profesores
titulares) del departamento de Filosofía del Derecho
de la Universidad de Alicante a la que también pertenezco.
El otro era profesor titular de la Universidad de Valencia
y decano de la Universidad Miguel Hernández, nombrado
para ese cargo por el rector Rodríguez Marín
que, como se sabe, fue nombrado a su vez por la Generalitat
Valenciana, no mucho después de haber perdido las elecciones
a rector de la Universidad de Alicante. Dado que los tres
eran ya profesores titulares de la disciplina y que -como
los miembros de tribunal repitieron en muchas ocasiones- habían
mostrado con anterioridad su capacidad para desempeñar
ese puesto, se trataba de elegir no solamente a un candidato
apto, sino al mejor, al que tuviera más méritos.
Algún ingenuo podrá pensar que lo que un tribunal
debe considerar en tales casos son factores tales como la
calidad de las publicaciones de los candidatos, su experiencia
profesional -por ejemplo, el tiempo que lleva como profesor
titular- o la acreditación oficial de su actividad
investigadora (mediante el reconocimiento de los correspondientes
tramos. Pero no. El tribunal no mostró ninguna duda
sobre la capacidad investigadora y docente de los candidatos
procedentes de la Universidad de Alicante, pero encontró
en ellos dos grandes defectos: por un lado, los programas
de las asignaturas que presentaban eran insuficientemente
pluralistas; por otro lado, los programas resultaban sospechosamente
parecidos e incluso coincidían en gran medida.
Pues bien, el primer reproche era simplemente falso, como
cualquier persona competente en la materia -y honesta- puede
constatar con toda facilidad. Y el segundo denota -o denotaría
si fuera sincero- una concepción más que preocupante
del trabajo intelectual, y en particular, del universitario:
si el tribunal tuviera razón, resaltaría que
la labor de equipo y la confección de programas comunes
"de la misma asignatura" habría que verlo
como deméritos para obtener una plaza de profesor.
Como era de esperar, el otro candidato no incurría
en tales defectos. Sus méritos, en términos
objetivos, podrían ser inferiores pero, al parecer,
merecía la plaza -así los determinaron los otros
cinco miembros del tribunal- dada su mayor originalidad y
su mayor pluralismo. Y aquí, amigo lector, es donde
la virtud de la templanza me abandonó. No fui capaz
de escuchar sin irritación que era original un candidato
cuya investigación -según la presentación
que él mismo hizo de su obra- se sintetiza en estas
dos afirmaciones: 1) la paz es mejor que la guerra y 2) el
legislador debe respetar el contenido esencial de los derechos
fundamentales, según la interpretación que él
-Martínez Pujalde- hace de un artículo de la
Constitución que dice ni más ni menos que eso.
¡Y qué les parece que a alguien le den una plaza
por su mayor grado de pluralismo, cuando resulta que él,
el vencedor, es hermano de un diputado del Partido Popular
y miembro del Opus Dei y el tribunal está formado -mejor
dicho, lo formó el rector de la Universidad Miguel
Hernández- por cinco miembros vinculados al Partido
Popular y/o al Opus Dei.
Como decía, con lo anterior no pretendo justificar
el tono desairado -o, para decirlo todo, más que desairado-
empleado con mis colegas. Podría haber optado simplemente
por la ironía y festejar el buen humor del presidente
del tribunal que ha titulado uno de sus últimos libros
"El Derecho como no descriminación". Pero
no fue así, y la explicación de que no lo fuera
es que me dejé arrastrar por el sentimiento de indignación
ante la injusticia más allá, al parecer, de
lo que resultaba razonable. Por el contrario, los miembros
del tribunal parecen haber seguido el consejo del fundador
del Opus Dei que, para ocasiones como ésta, animaba
a actuar con santa desvergüenza, una actitud que por
lo que se ve, lleva camino de convertirse en lema de la nueva
Facultad de Derecho. ¡Quién le hubiese dicho
al buen Miguel Hernández que su nombre acabaría
unido nada más y nada menos que al del beato Monseñor
Escrivá de Balaguer!
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