ESPERANZA
REALISTA
El País, 2 de noviembre de 2004
JOSÉ MARÍA VIGIL, teólogo.
Los 25 años del actual pontificado han sido ocasión
para muchos balances. Yo quiero sobre todo mirar al futuro.
¿Hacia dónde vamos? ¿Se acaba ya el invierno
eclesial que anunció y constató Karl Rahner,
o cabe pensar que todo seguirá el mismo rumbo, con
un simple relevo de timonel? Mi hipótesis es que no
hay motivos para una u otra previsión, y que todo está
a merced de la suerte, al albur de un cónclave.
1. Al albur de un cónclave fue elegido hace 25 años
Juan Pablo II, con una buena dosis de suerte y coincidencias.
En el cónclave del mes anterior sólo había
tenido 5 votos. No era ninguna de las figuras discutidas que
simbolizaban los posibles rumbos eclesiales entonces en debate.
No era tampoco papable. Algunos cardenales han reconocido
que prácticamente no conocían a aquel polaco
que, quizá un poco también por la suerte, había
llegado a cardenal a los 47 años en las circunstancias
de una Iglesia enfrentada al régimen comunista. Las
confidencias o indiscreciones de los electores dicen que fue
inesperadamente propuesto como solución al desacuerdo
irreconciliable de los bandos divididos entre el ultraconservador
Siri y el moderado Benelli. Y todo ocurría por la mala
suerte del inesperado infarto (en el mejor de los diagnósticos)
sufrido por Albino Luciani a los 33 días de su elección.
En algún sentido aquel cónclave fue tan inesperado
como la lotería.
2. Y la sorpresa no pudo ser mayor. La elección transformó
al desconocido candidato. Witzinsky lo declaró escogido
por Dios y le profetizó más de 20 años
de gobierno de la Iglesia. El mismo Juan Pablo II se refirió
repetidas veces al misterioso designio divino de la elección
de un Papa eslavo, por primera vez, lo que era una especie
de destino manifiesto para una especial misión a favor
de la Iglesia. Fortalecido con esa conciencia de elección
y predestinación (con cierto tinte fundamentalista,
y tan lejos de aquellas dudas e inseguridades de Pablo VI),
Juan Pablo II no dudó en minusvalorar y recortar más
y más la colegialidad episcopal recuperada por el Concilio,
centralizando, tomando decisiones contrarias al sentir manifestado
de los obispos de la Iglesia (como entre otras la elevación
a categoría de diócesis universal del Opus Dei,
interviniendo autoritariamente por vía de excepción
jurídica sobre grandes congregaciones religiosas y
hasta sobre la Conferencia Latinoamérica de Religiosos.
No dudó tampoco en imponer su visión teológica
y en descalificar y perseguir otras visiones: pasan de 500
los teólogos y teólogas sancionados, silenciados,
perseguidos, incluyendo uno que llegó a ser excomulgado.
Proclamó un Código de Derecho Canónico
sin respaldo colegial de concilio o sínodo, redujo
los sínodos universales a una conversación para
entregar borradores al Papa, e hizo uso, en plenitud de fuerza,
de toda la apabullante concentración de poderes acumulada
en el sucesor de Pedro.
3. Los numerosos balances de estos 25 años están
ahí, y casi todos con saldo contradictorio. Junto a
rasgos espectaculares posibilitados sobre todo por la imagen
promocionada por los medios y las propias capacidades de actor
de Karol Wojtyla, hay otros elementos, de fondo, muy graves
para los observadores entendidos.
Estos 25 años evidencian que la Iglesia sigue siendo
enemiga de la modernidad. El contencioso dura ya siglos. Con
Juan XXIII y el Vaticano II se había llegado a un momento
de encuentro y de diálogo, pero ha sido bruscamente
interrumpido y bloqueado.
Una visceral obsesión anticomunista imposibilitó
el reconocimiento (oficial) de las aspiraciones de los movimientos
populares; los pobres con espíritu, los militantes
latinoamericanos y la izquierda mundial en general volvieron
a percibir que la Iglesia los había abandonado alineándose
con la derecha internacional. Globalmente el cristianismo
occidental se ha consolidado como la religión burguesa,
la justificación del capitalismo, al que le hace a
veces críticas fuertes, pero siempre accidentales:
el capitalismo sería bueno en esencia, no como el socialismo,
considerado oficialmente como "intrínsecamente
malo", aunque pudiera reconocérsele alguna buena
intención. Se opta claramente por el capitalismo y
contra el socialismo.
Media humanidad (las mujeres) ha sido ensalzada hasta el delirio
poético, pero siguen siendo discriminadas. Una mujer
moderna, con dignidad y conciencia de género, no puede
ser miembro de la Iglesia católica sin esquizofrenia
interior. De hecho algún observador dice que el catolicismo
ha perdido ya a la mujer europea, y con ella la posibilidad
de continuidad generacional: las madres modernas ya no educan
en la fe a sus hijos/as.
La grave disminución de las vocaciones, así
como la contestación generalizada de la prohibición
del acceso al sacerdocio por parte de los casados y de la
mujer... han hecho descender y envejecer notablemente los
efectivos pastorales liberados. En Brasil casi el 80% de las
celebraciones dominicales son sin sacerdote. Los inmensos
barrios periféricos de las grandes ciudades de Latinoamérica
(la mitad de los cristianos) son un espejismo pastoral: el
obispado tiene todo el mapa dividido y asignado, pero en cada
barrio un sacerdote no da abasto para atender a la multitud,
mientras centenares de pastores evangélicos la evangelizan
con un agresivo proselitismo.
No deben llamar a engaño las masas de los viajes papales,
dicen los observadores, porque son millones las personas que
en estos 25 años han huido de la Iglesia o se han retirado
al exilio interior.
El ambiente interior se ha deteriorado gravemente. Hoy es
voz común, opinión pública reconocida,
el ambiente de miedo, sospecha, falta de libertad, silencio,
amenaza, vigilancia y delación, exclusión del
que no se pliegue a la dictadura de la ideología dominante.
Para las personas cultas y de criterio definido catolicismo
es sinónimo de oscurantismo. La animosidad de la opinión
pública y de los medios es a veces alarmante.
El resultado es el nepotismo ideológico: sólo
se da participación directiva a quien renuncia a pensar
libremente. El pensamiento único de la ideología
conservadora ha tomado el poder, de forma que la jerarquía
(episcopado y curias) acaban literalmente ocupados y tomados
literalmente por la fuerza por un pensamiento único
encuadrado disciplinarmente manu militari, y con un espíritu
y unos intereses corporativistas que sofocan enteramente la
libertad. En toda sociedad esto es patológico, pero
en la Iglesia es, además, antievangélico.
Es el saldo contradictorio del que hablábamos. Para
los que miramos la Iglesia desde la opción por los
pobres, esta situación no puede ser más dolorosa.
No nos separan de Juan Pablo II unas opiniones teológicas
personales, sino una forma de creer, una imagen de Dios y
un modelo de Iglesia.
4. Toda esta situación ha sido posible, en parte, por
una conocida patología peculiar de la Iglesia: su estructura
piramidal puntiaguda, como monarquía autoritaria, absoluta
y sacralizada. La más absoluta y sacralizada de la
historia (la única que subsiste). Concentra en una
persona los tres poderes (Montesquieu queda dispensado tanto
en el Estado vaticano como en el derecho canónico),
que fungen como poderes absolutos, sin mecanismos de control
ni de participación. Si esta estructura tan autoritaria
se pone en manos, además, de una persona convencida
de que ha sido elegida por Dios para salvar a la Iglesia,
el rumbo puede llevarnos a una postración inimaginada.
Es una vulnerabilidad particular propia de la Iglesia católica.
5. Pues bien, ahí estamos. Incomprensiblemente, seguimos
en manos de ese mecanismo de elección inventado en
el siglo XIII (recientemente) sin fundamento teológico
ni bíblico, sino sólo costumbrista y local,
y que adolece de graves fallos: es machista (ni una sola mujer),
gerontocrático (formado sobre todo por ancianos), clerical
(prácticamente todos clérigos), no representativo
y cooptado (los electores son nombrados a dedo por aquel a
quien han de buscar sucesor).
Sólo la inercia histórica y la pereza institucional
y el miedo a la participación representativa explican
que no haya sido abolido aún y que la mayor parte de
los cristianos no se escandalicen de su carácter antievangélico
y antitestimonial. Con todas estas limitaciones, estamos de
nuevo, como hace 25 años, a punto de jugarnos una vez
más el destino de la Iglesia casi al azar, fuera de
la responsabilidad de la Iglesia Pueblo de Dios. ¿Qué
pasará? ¿Hacia dónde vamos?
Puede acontecer lo peor: otros 25 años de gobierno
autoritario, unipersonal, impositivo, incontrolado, excluidor.
Un nuevo periodo sin afrontar los problemas secularmente pendientes,
asistiendo impasibles al abandono y al exilio voluntario de
más y más creyentes, así como a la indiferencia
de la juventud. Y esto es, de algún modo, lo más
probable, pues todo está "atado y bien atado".
Y puede sobrevenir una sorpresa, como sorpresa fue la de Juan
XXIII.
Concluyo: en esta situación, ¿en qué
consiste tener esperanza? ¿En repetir voluntarísticamente
que la Iglesia saldrá adelante y que todo irá
a mejor?
En los tiempos del eclesiocentrismo, cuando confundíamos
la Iglesia con lo que pueda querer Dios para la humanidad,
tener esperanza era afirmar intemperantemente que la Iglesia
no podía no salir adelante. Hoy que ya distinguimos,
nuestra esperanza compatible con el realismo de ver y reconocer
que existen posibilidades muy serias de que la actual postración
eclesiástica actual continúe y se profundice.
Negar o cerrar los ojos a esta posibilidad no es tener más
esperanza, sino, simplemente, no tener visión afinada
o no ser capaz de aceptar la verdad de lo que se ve. Porque
la esperanza no tiene como objeto "la figura de esta
Iglesia que pasa", sino la misteriosa voluntad de Dios
sobre la Humanidad, contando con que pueda ser Él el
primero que no se inquiete la posibilidad del deterioro o
hasta de la desaparición de esta Iglesia. Yo me apunto
a esta esperanza realista.
Arriba
Volver
a Recortes de prensa
Ir
a la página principal
|