Carta
de dimisión
-27 años numeraria del Opus Dei-
Autora: Maque
Copia del original que envió a la delegación
y a la Asesoría, que la autora conserva en su poder
y nos autoriza a publicarla
Hace veintisiete años que pedí la admisión
en la Obra. Desde entonces he procurado estar junto al Señor
y entregar mi vida por Él con todas mis fuerzas. Le
quiero con toda mi alma, y espero seguir queriéndole
todos los días de mi vida.
Me entregué al Señor en la Obra porque me di
cuenta que era posible una entrega completa sin dejar de ser
una mujer en el mundo, y el apartamiento del mundo que veía
en las monjas de mi colegio, me resultaba sin duda algo extraño,
contrario a mi modo de ser.
Desde el principio he procurado vivir mi vida con plena coherencia,
actuando siempre en conciencia. Me parece que he sido en todo
momento una persona trasparente, que hacía las cosas
porque estaba convencida de ello. Quizá por esto, durante
algún tiempo fui considerada una persona un poco difícil,
que no adoptaba sin más las pautas de comportamiento
que me dictaban -no fui nunca de las que siguen enseguida
las indicaciones de actuación en cada momento-, sino
que me movía más por mi propio convencimiento
personal y por mi modo natural de ser. Reconozco que no he
sido nunca una "chica ejemplar" en el sentido habitual
de la expresión, pero sí puedo decir que, dentro
de mis defectos, he sido siempre una mujer auténtica.
Estoy convencida de que el Señor no le pide a nadie
que renuncie a su propia visión de la realidad para
que actúe simplemente al dictado de otras personas,
por buenas que sean o por alta que sea su posición
en la Obra. No he sido nunca una mujer que se incrustara sin
más en lo que se me decía en cada momento. Jamás
he renunciado a pensar y ver las cosas por mí misma.
Pero también por esto he puesto toda mi ilusión
y mis fuerzas en poner por obra lo que yo veía como
voluntad de Dios, aunque muchas veces aquello me supusiera
dolor y sacrificio. En concreto, me he entregado sin reservas
a amar a Dios en el mundo, a ayudar a otras personas a encontrar
al Señor en la vida ordinaria y a realizar lo que se
me pedía en cada momento. Tengo muchos defectos, pero
me parece que en esto no me he reservado nada.
He querido y quiero a las personas que han estado a mi lado
y que me han abierto el corazón. Pienso que siempre
he sido leal a quienes me han querido de verdad. En cambio,
siempre me ha resultado repulsiva la actitud de caridad oficial,
y he detectado con frecuencia en la directoras esa actitud,
que por ser un tanto forzada y voluntarista algunas podrían
considerar como más "sobrenatural".
En las directoras he visto con mis propios ojos que muchas
veces se movían, más que por auténtico
amor a Jesucristo o por amor a las personas concretas, por
razones coyunturales de un curioso bien para la Obra o, incluso,
por los números. Esto me ha llevado en no pocas ocasiones
a discrepar de sus criterios en la formación de las
personas de la Obra o en el apostolado y en el proselitismo,
porque no quería actuar contra mi conciencia manipulando
a las personas. Además he comprobado que este modo
mío de hacer era a la larga mucho más eficaz
y fecundo, también en el número de vocaciones.
He amado el espíritu de la Obra y me he sentido movida
a hablar con total libertad de este espíritu y de su
realización con quienes me mostraran una capacidad
mínima de entenderme. Me parece elemental que se pueda
hablar de las cosas que más importan con las personas
a las que se quiere, sobre todo si quienes están en
cargos de gobierno se muestran impermeables e incapaces de
comprender esas manifestaciones. A veces esto se ha considerado
falta de unidad, pero no estoy de acuerdo con esa valoración.
Me parece una equivocación de serias consecuencias
centrar el criterio de la unidad en la relación con
las directoras, olvidando aspectos mucho más fundamentales
del espíritu.
Para muchas personas que se encontraban en una situación
un poco crítica estas conversaciones las han tranquilizado
y me consta que las han ayudado a recuperar la ilusión
por su vida de entrega. En este sentido estoy segura de que
he fomentado la unidad de espíritu, aunque no haya
repetido mecánicamente lo que decían las directoras
que, además, unas veces dicen una cosa y, después,
sobre lo mismo, dicen todo lo contrario.
Más aún, he podido comprobar, personalmente
y en otras personas, que las cosas que decían en charlas
y tertulias las directoras o los sacerdotes del gobierno,
eran muy dulzonas y forzadamente positivas y, a veces, superficiales
o incluso ridículas, y que se hablaba así porque
las personas de la Obra están educadas para aceptar
cualquier cosa que venga de la autoridad, como si no fueran
capaces de detectar por sí mismas la realidad de la
vida y de las labores apostólicas. Además parece
que esas directoras y sacerdotes cuentan con que no se puede
hablar con claridad de lo que se piensa, pero yo he sido testigo
de esas discrepancias al oír confidencias de otras
en convivencias y cursos anuales. Cuando he insinuado que
tenía una visión algo contrastante con lo que
se decía, se me aconsejaba no dar vueltas al tema,
pues era falta de unidad.
Sé que se me ha considerado una persona frívola
y ligera. Al principio eso me hacía sufrir, pero luego
no me ha importado. Yo he procurado vivir siempre como una
mujer cristiana consecuente que quiere ser santa estando de
verdad en medio del mundo. Me ha repelido siempre el aspecto
externo de algunas mujeres de la Obra que se consideran ejemplares.
Alguna vez he oído a una directora que nuestro porte
externo y nuestro vestido debe manifestar claramente el compromiso
de nuestro celibato apostólico. Eso me parece monjil,
y no puedo aceptarlo: me entregué precisamente para
lo contrario.
Al mismo tiempo, me han extrañado las frecuentes indicaciones
sobre la decencia o sobre las medidas de prudencia en las
lecturas y en la televisión: siempre he tenido el deseo
de estar junto al Señor y no ofenderle nunca, y parecía
que en esas medidas se daba por supuesto que somos unas depravadas
que han de ser atadas en corto porque si no, fácilmente
se desmadrarían. Me parece que en esas indicaciones
hay un prejuicio claro de que las personas de la Obra no están
muy convencidas de hacer lo que quieren y se encuentran un
poco, o un mucho, forzadas; que son muy débiles y que
hay que proteger las demasiado.
Desde hace muchos años me ayudó a entender
mejor el espíritu de la Obra, y a identificarme con
él, un artículo de Don Juan Bautista Torelló
sobre la espiritualidad de los laicos, en el que entre otras
cosas se decía: "El santo es casi siempre paradójico,
pero nunca dividido. Por ejemplo, entra en la ley, pero bien
pronto veremos que se mueve dentro de ella como si la norma
no existiese: la ha convertido en vida. Y, por otra parte,
se podrá observar con frecuencia que el santo, no pudiendo
-a causa de su auténtica vitalidad- soportar mucho
tiempo el encuadramiento artificioso, la estrechez de las
etiquetas, la rigidez de los códigos; se podrá
observar, repito, que cambia el ropaje jurídico, filosofa
alrededor de la "letra muerta", se salta sin vacilaciones
la norma, en un determinado "caso límite",
para refugiarse en el "santuario de la conciencia".
Muchas veces acaba siendo perseguido por juristas que se sienten
ofendidos, ya que no toleran "excepciones" ni permiten
dinamismos "excesivos", a pesar de tener delante
de los ojos -siempre ávidos de claridades practicables-
el espectáculo cotidiano de un formalismo en el que,
bajo la etiqueta más irreprochable, los "sucedáneos"
se multiplican sin fin".
En ese mismo artículo se prevenía ante la actitud
de algunos que agobian a las personas en el "apasionado
empeño por protegerlos. La carrera hacia sanciones
o censuras cada vez más severas, hacia normas cada
vez más particulares, la exasperada búsqueda
de una reglamentación minuciosa de cualquier posible
suceso, parecen darles seguridad en sí mismos: pero
tendrán hijos inhibidos, ignorantes o díscolos.
La "seguridad antes que nada" es un lema antivital
por excelencia". Estas líneas fueron escritas
precisamente para describir algunas posturas desde las que
no se comprendía la espiritualidad laical del Opus
Dei. Desgraciadamente ahora pueden aplicarse literalmente
al modo de funcionar en la Obra.
He visto que quienes que se consideran ejemplares y son oídas,
son en realidad personas que se han sumergido completamente
en el ambiente cerrado de lo interno, y que así se
sienten muy protegidas y seguras. Y he podido comprobar que,
más que moverse por el afán de vivir heroicamente
las virtudes cristianas, se movían por la satisfacción
de una seguridad y, a veces, de privilegios materiales o sociales.
Yo he tratado siempre de presentarme como una mujer honesta
que está en medio del mundo, pero viviendo el desprendimiento
y la pobreza. En los doce años que he sido directora,
especialmente en los dos últimos, he visto personas
que se alzan y son de hecho consideradas como "guardianas
del espíritu", y que, sin embargo, gastan cantidades
notables de dinero en prendas de vestir "de marca"
que seguramente no se pueden permitir la inmensa mayoría
de la mujeres de la clase media. Y he podido ver unas formas
de trato con las demás que se apoyaba siempre sobre
la base de que ellas se encontraban en situación de
superioridad. Esto da lugar a unas relaciones humanas en las
que no hay naturalidad ni es posible la amistad verdadera:
por eso hay tan poca eficacia apostólica. Desde luego
en ese ambiente es imposible un verdadero apostolado de amistad
y confidencia, aunque esta expresión esté siempre
en la boca.
Me choca que personas que afirman vivir el desprendimiento
heroico, acepten tranquilamente el régimen de las administraciones
de nuestros centros, dejándose servir y reclamando
caprichos, sin mover personalmente un dedo. Más aún,
las he visto tratar a las chicas que trabajan en la administración
del último centro con un clasismo irritante. Evidentemente,
esas chicas que las han visto en la vida de cada día,
no las aprecian; todo lo contrario. Aunque sea algo anecdótico,
pienso que esto es una muestra de la idea que las personas
que nos conocen de cerca pueden llegar a hacerse de la Obra.
En mi labor como directora he hablado con claridad a estas
personas, siendo consciente de que les estaba diciendo cosas
que no les había dicho nadie. Pero el resultado ha
sido que se han revuelto con rabia y me han descalificado
ante las directoras de la delegación y de la asesoría
como poco amante de la Obra. Se habían negado a acudir
a esas directoras cuando se les aconsejó por razones
de formación suya personal, pero sí han acudido
presurosas cuando han querido delatar. Lamentablemente han
sido escuchadas con extraordinario interés. Esto me
ha confirmado que en realidad no pretendían vivir la
caridad ni la unidad, sino más bien estar integradas
en una especie de sociología interna segura, y así
ganarse el beneplácito de las directoras. Por eso dan
más importancia a cumplir reglamentos y normas que
atender de verdad a las personas y hacer realidad el espíritu.
Me parece evidente que el simple cumplir las indicaciones
lleva muchas veces a la paradoja de ser muy detallistas con
la frecuencia de las reuniones o la puntualidad de los envíos
y las aportaciones, pero ser insensibles a la situación
de algunas madres de familia.
Sé que también algunas supernumerarias han
sido escuchadas atentamente cuando se han quejado en la delegación
de que en el centro se echaba en falta el cariño de
antes. Me he resistido a permitir que el centro de supernumerarias
se convirtiera en una especie de club para señoras
que huyen de su hogar y de su familia. Les he insistido en
que el lugar donde deben hacer el Opus Dei es precisamente
su familia y en su ambiente social propio, y que del centro
deben esperar formación y ayuda para santificar su
mundo, pero no el mundo afectivo que quizá echan en
falta. Sé que algunas se han dolido por eso, pero sé
también que las más normales y apostólicas
se han visto espoleadas a vivir una entrega más aireada
y verdadera.
Me parece que en la queja de aquellas supernumerarias sobre
la falta de cariño en el centro, hay un fallo de fondo
en el espíritu, a pesar de haber sido aceptada de tan
buen grado por las directoras de la delegación. En
la homilía del campus de la Universidad de Navarra,
en la que expuso rasgos esenciales del espíritu de
la Obra, nuestro Padre rechazó la actitud de aquellos
para los que "el templo se convierte en el lugar por
antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces,
ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse
en una sociología eclesiástica, en una especie
de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como
la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre
su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de
la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado
avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él".
De esas supernumerarias se podría decir siguiendo el
texto anterior, que para ellas el centro se convierte en el
lugar por antonomasia de la vida en la Obra; y ser un buen
miembro de la Obra es, entonces, ir al centro, Participar
en actos internos como tertulias, películas, etc.,
incrustarse en una sociología interna a la Obra, en
una especie de mundo segregado que se presenta a sí
mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común
recorre su propio camino. La Obra pasaría, pues, como
rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin
encontrarse con él, y sin influir realmente en él.
Siempre me ha repugnado la figura de la directora oficial
que está siempre "en el cargo" y se hace
tratar de manera privilegiada por las demás. La directora
solícita a la que se acude constantemente para mil
detalles, me parece una deformación en la que seguramente
se ve muy complacida de ser tan necesitada. Luego resulta
que esas directoras cuando dejan de serlo no saben hacer nada
más y se convierten en figuras patéticas. He
preferido ser como "una más" en el centro,
que ayuda a personas maduras y responsables, especialmente
si son mayores, aunque por esto algunas, que esperaban de
la directora cuidados y atenciones afectivas impropias entre
dos mujeres maduras, me hayan calificado de abandonada y caótica.
Como he dicho antes, he tenido algunas dificultades con las
directoras de la delegación, especialmente en mis años
de directora de un centro. He manifestado claramente mi opinión
sobre la presión incondicionada para lograr la perseverancia
de quienes evidentemente no eran idóneas. Alguna vez
he mostrado mi disconformidad con indicaciones recibidas que
iban contra mi conciencia, y me he resistido a secundarlas.
He comprobado que en algunos modos de actuar de la delegación,
se manipula el lenguaje de lo sobrenatural, y se hace que
muchas personas estén habitualmente en una situación
de tensión y ansiedad de conciencia, que es nefasta
para la salud mental, lo cual es confirmado desgraciadamente
por la gran proporción de enfermas psíquicas
que hay entre las numerarias.
Me parece que he actuado con ilusión apostólica
y con amor a las personas, y muchos hechos lo confirman. Como
he dicho antes, siempre me ha llenado de ilusión dar
a conocer a Jesucristo y enseñar a santificar la vida
ordinaria. Pero no me he sentido nunca inclinada a actuar
desde el puro interés de la Obra.
Debo decir que nunca en este tiempo, tampoco en los últimos
meses, las directoras han sido claras conmigo. Nunca me han
dicho claramente qué se me reprochaba. Me parece que
ellas mismas no lo tenían muy claro, y se limitaban
a sentir un disgusto un tanto vago de mi forma de actuar,
más desde el espíritu que desde la dependencia
material de ellas.
Tampoco hemos sido convocadas las del consejo local para
que se nos dijeran cuáles eran las quejas que tenían
de nosotras. Más aún, cuando a principios de
curso expusimos las metas y las líneas de formación
para las del centro, confirmaron todo lo que dijimos. Y en
esas metas había muchas cosas de las que aquí
se dicen.
Alguna vez he hablado claramente con los vicarios, y he expresado
todo lo que veía. Pero, o he recibido reproches por
mi "vehemencia" y falta de "veneración
rendida", o me han escuchado sin rechistar, comprendiéndome
y apoyándome aparentemente, pero dando al mismo tiempo
la sensación de que no me podrían ayudar. Parece
que lo que importa de hecho no es el espíritu sino
la obediencia material a los modos indicados.
Me consta que se han escuchado, tanto en la delegación
como en la asesoría, delaciones sobre mí, sin
que se me haya llamado para que pudiera exponer serenamente
mi opinión. Cuando se me ha ofrecido la oportunidad
de hablar, ha sido poniéndome previamente en la situación
implícita del acusado y con la sentencia dictada. Sospecho
que esto ha sido así porque esas delaciones caían
sobre el terreno abonado de una desconfianza anterior, que
nunca han reconocido abiertamente con lealtad, y que yo intuía
hace tiempo, como ya hice saber.
Desde hace unos meses se ha insistido a las del último
centro que se debía haber hecho corrección fraterna.
Por supuesto que se ha hecho corrección fraterna. Lo
que sucede es que ese medio de formación se ha utilizado
demasiado frecuentemente como instrumento de reproche en cosas
de visión o de interés personal. En muchas de
las consultas de correcciones fraternas, se manifestaba claramente
que no las movía la caridad y el deseo de ayudar sino
el resentimiento. Personalmente he corregido sin dudar y he
dicho lo que me parecía equivocado, a veces en cosas
que no se les había dicho nunca. Pero me he encontrado
con personas que se sentían detentadoras del espíritu
y que, además, insinuaban tener el apoyo de las instancias
más altas.
También sé que se ha dicho, a otras y no a
mí, que ha faltado sentido sobrenatural. Esto es algo
que, naturalmente, siempre se puede decir. Pero, si no se
concreta en qué ha consistido esa falta de sentido
sobrenatural, eso es como no decir nada. Parece que se identifica
el sentido sobrenatural con la ausencia de sentido común
y de conocimiento de las personas. Yo, sobre todo si soy la
directora, no puedo dejar de confiar en mi sentido común,
en mi conocimiento de la fe cristiana y del espíritu
de la Obra, y en las evidencias que tengo delante de los ojos.
Renunciar a esto sería contrario a lo más elemental
humano y cristiano, y estoy convencida de que Dios no lo pide
a nadie que esté en sus cabales.
Todo esto me ha llevado en los últimos meses a pensar
que el mensaje que me enamoró de la Obra, se ha diluido,
y ahora parece interesar solamente la ejecución a ultranza
de la propia dinámica interna, y el puro automantenimiento
de la Obra. Esto ha hecho que yo me sienta interiormente muy
distanciada de la Obra. Por esto pido que se me conceda la
dispensa de los compromisos que contraje cuando hice la fidelidad.
No me voy por el hecho de haber sido cesada como directora.
Sé bien que esta será la interpretación
más facilona. Puedo asegurar que sería una explicación
precipitada. Pido la dispensa porque estoy convencida de que
no puedo soportar este ambiente, y este modo de tratar a las
personas. No estoy dispuesta a envejecer según los
ejemplos vigentes. Pienso que la realidad de las cosas acabará
imponiéndose, y que mucho de todo esto cambiará
con los años, pero yo no tengo el temple necesario
para esperar a que llegue ese momento.
Es evidente que todo esto supone un desgarro fuerte en mi
vida: el próximo nueve de mayo cumpliré cuarenta
y tres años y he vivido en la Obra desde los quince.
Además me he dedicado desde hace mucho a tareas internas,
no tengo una situación profesional de la que vivir,
y soy lo suficientemente realista como saber que la vida es
muy dura. Me apena profundamente que la ilusión de
mi vida en la Obra se haya desvanecido de una forma tan triste.
Pero debo advertir que este desgarro no supone ninguna separación
del Señor. No me arrepiento de haberle dedicado los
mejores años de mi vida. En esos años he rezado
mucho, he amado a Jesucristo con toda mi alma y espero seguir
haciéndolo durante el resto de mi vida. En estos últimos
meses Él ha sido mi refugio y mi seguridad, y he estado
siempre cerca de Él, aunque a veces pareciera que las
directoras pretendían identificarse con el mismo Dios,
de forma que discrepar de ellas fuera apartarse del Señor.
Este desgarro no es, pues, una ruptura en mi vida que seguirá
siendo, con la gracia de Dios, la vida de una mujer cristiana
que espera gastar todas sus energías en hacer el bien
a los demás y en ayudarles a conocer y amar a Nuestro
Señor.
Sé que esta decisión causará dolor a
algunas personas a las que quiero con toda mi alma, especialmente
a mis padres ya otras a las que he tratado en los últimos
años. Sólo me queda esperar que me comprendan,
o, al menos, que confíen en la rectitud de mi conciencia.
Envío este escrito a la delegación a la que
ahora pertenezco, y a la asesoría regional. Me parece
que son las instancias que han intervenido ya las que compete
este asunto. Suplico que el proceso de mi salida de la Obra
se lleve a cabo con la mayor discreción y sin difamarme.
Ruego también que no se me persiga ni se me insista
para que hable con nadie: me parece que este escrito es suficientemente
claro sobre mis razones maduradas durante largo tiempo. Además,
esta decisión, que he tomado en las últimas
semanas después de rezar mucho, es irreversible. Por
mi parte, aseguro que pediré siempre al Señor
por la que fue mi familia durante tantos años.
España, año 2000
Arriba
Volver
a libros silenciados
Ir a la página
principal
|