ENTRE
EL CAMELLO Y EL LEÓN
O sea, de
cómo el Opus Dei y menda, siendo incompatibles, se
soportaron mutuamente durante seis años cruciales en
la vida del menda
Autor: EPI
11-8-2004
1. De las razones del menda para contar
todo esto
2. De cómo me convertí en
inquisodorcito
3. De lo mal que me sentaban algunas
prendas
4. Del apóstol y el bañador
5. De tipos de miembros
6. De consultismos y normismos
7. De playas y estrabismos
8. De cómo me acojonaba oir
hablar de perseverancia
9. De cómo el león se
comió al camello
10. Fin del rollo o canto del cisne
1. De las razones del menda para contar
todo esto
No tengo ni puñetera idea de por qué me encantaban
las personas que me rodeaban en la Obra, pero no los medios
que la Obra me ofrecía para llegar a ese resultado.
Este divorcio entre medios y resultados, entre numerariedad
y numerarios, no lo percibo en las demás cosas. Es
más, con algunas es justo al revés: más
que el resultado de los niños, me gustan los medios
de hacerlos (muy bien recogidos, por cierto, en el Kamasutra).
Sin embargo, este sentimiento contradictorio explica por
qué abracé la causa de la Obra al conocer a
sus magníficos miembros viriles (digo viriles, porque
a los femeniles no los conocí; sólo los miraba
de reojo cada vez que podía), pero que luego, al conocer
algunos medios y métodos y prótesis en mi propia
carne, la acabara desabrazando e incluso no quisiera saber
ya nada de sus miembros.
Así pues, grito en voz alta mi admiración por
casi todas las personas de la Obra: nunca he encontrado tantas
buenas personas juntas. Pero me permito la libertad de decir
por qué me fui de allí por patas. Aquí
encarta contarlo. No creo que esas personas se ofendan, porque
a casi todas las recuerdo con sentido del humor, como tampoco
se ofenden los curas que conozco cuando les cuentan chistes
verdes o anticlericales, si es que no los cuentan ellos mismos
y así les quitan hierro a las críticas. Tampoco
se ofenden los venerables militares cuando la gente echa pestes
de su mili. No todo el que cuente las historias negativas
de su mili, es indiscreto o resentido o pretende ofender o
lamerse heridas y mucho menos reformar el ejército
o alertar a los jóvenes para que no se hagan soldados.
Simplemente las cuenta porque son más interesantes
que, por ejemplo, su soporífero trabajo. La Obra, en
efecto, es interesante. Y en ella pasé más buenos
ratos que malos y aprendí muchas cosas buenas; y si
me dedico en este escrito a hablar más bien de los
malos ratos, es porque la felicidad de uno es más divertida
e interesante para uno que para los demás. Y si encima
cuento con un público que me entiende, el placer es
mutuo y doble.
2. De cómo me convertí
en inquisodorcito
Algunas enseñanzas de la Obra las conseguía
yo deglutir agitando y estirando el pescuezo para arriba,
con los ojos fuera de las órbitas, como las águilas
cuando se tragan una presa más grande que ellas. Luego
me venían las cagaleras. Pero en esa operación
ponía yo mucho entusiasmo. Nadie me metió la
comida por la fuerza.
Ilustraré estas voluntarias indigestiones con dos
anécdotas: una simpaticona y otra que aún me
deprime.
Un buen día vino a mi centro de adscritos un numerario
mayor, que, no sé por qué, iba mucho por allí.
Y, lo que son las cosas, con mis dieciséis años,
era yo el de mayor rango en aquel momento (supongo que los
directores estarían reunidísimos). Me preguntó
por horarios y labores y yo, que me esforzaba por presentar
como mías las cosas de Casa, contestaba siempre con
un "nosotros solemos", "nosotros hemos organizado",
"nosotros" (sí, así de repelente era
yo). Y él me espetó: "¿Tú
siempre hablas en plural mayestático, como el Papa?"
Era como decirme: "Vive el espíritu de la Obra
con naturalidad".
La otra anécdota es un terrible pecado mío
que me sigue abriendo las carnes. En mi centro de adscritos
nos habían prevenido contra un programa de televisión
(creo recordar que era La clave) donde se verían imágenes
procaces en una película, tras la cual habría
un debate. Para mi indignación, mi padre, por entonces
escamado ya del Opus, se disponía a verlo; y yo me
enfrenté a él, en su propia casa, y lo conminé
a apagar la tele. Mi padre, al principio, no se enfadó,
sino que con buenas palabras se enfrentó al inquisidorcito
que tenía enfrente y me intentó explicar que
él era ya mayor, tenía buen criterio, simplemente
quería saber más sobre ese asunto y que
Yo no lo dejaba terminar, sino que repetía como ante
un hereje: "Lo que mancha a un niño mancha a un
viejo", una frase que impresiona por lo rotunda, pero
que, al menos en asuntos de metesaca, es sencillamente mentira.
Mi hermana, más sensata y humana y también de
la Obra, me rogaba con gestos que me callara, pero yo dale
que dale excomulgándolo y escandalizado de que en casa
tan opusina se viesen tales indecencias. Sólo me faltaba
girar el cuello como la niña de El Exorcista. Ay, mi
padre tendría que haberme cruzado la cara a bofetadas
para sacar de mí al demonio del fanatismo y demostrar
que él mandaba en su casa, y no la Obra, y que la voluntad
de Dios no era lo que mi eventual director me decía,
sino algo que cada cual interpreta como buenamente puede.
Pero no, mi padre apagó la tele y se fue a su cuarto
dando un portazo. Creo recordar que al día siguiente
el cura me desaconsejó tales excesos con mis ancestros.
Pero la verdad era que, en mi caso, el adoctrinamiento que
yo allí recibía en vena producía esos
efectos secundarios.
De todas mis voluntarias transformaciones en el Opus Dei,
la que más lamento, la que más asco me da, fue
ese fanatismo sin caridad. Es algo que me perdono a duras
penas. ¿Cómo pude convertirme en eso? ¿Qué
parte de mi persona, al aparearse con las enseñanzas
de la Obra, paría semejante aborto?
No voy a caer en la trampa maniquea, como muy bien advierte
Lapso, de culpar de todas mis estupideces y penas de entonces
al Opus Dei, porque no todos hicieron las mismas estupideces
que yo; tampoco en la trampa de pensar que yo era una inocente
víctima en las garras de una secta o de una mafia,
porque, si el Opus Dei fuera eso, no se saldría de
él tantísima gente y ya habríamos muerto
todos los ex en misteriosos accidentes. Ni el Opus Dei es
tan poderoso ni los ex fuimos simplemente unos tontos embaucados.
Y si firmo con pseudónimo, no es por miedo a nadie,
sino porque no quiero que por mi culpa se identifique a las
personas que cito y porque el pseudónimo me da más
libertad para contar cosas tan personales en las que, como
veréis, no quedo nada bien.
Es cierto que el Opus Dei no jugó limpio captándome
cuando apenas me apuntaba el bozo, pero también es
verdad que es bueno espabilarse pronto y que, en vez de mandarlos
a todos al cuerno, como hicieron otros muchos mozalbetes de
mi edad, yo fui demasiado complaciente: me faltaban bemoles
para hacer lo que realmente quería. Me mantenían
en ese angosto camino el orgullo de haber sido escogido o
mi miedo ante el mundo o mi deseo de complacer a los que tanto
esperaban de mí (también, aunque en menor grado,
un anhelo de agradar a Dios). Si la Obra se benefició
de esos defectos míos, yo me beneficié más
de ella, porque si tuve en ella malas experiencias, también
recibí de ellas muchos bienes y antes de que pudieran
rentabilizar toda la formación en mí invertida,
salí de allí pitando, o sea, despitando.
Cuando uno se reconoce como único responsable de sus
actos, se conoce más a sí mismo, se siente más
digno y más protagonista de su propia historia y, lo
más importante, uno se reconcilia con todo el mundo
y le echa sentido del humor a una experiencia que empezó
más o menos bien y terminó mal.
3. De lo mal que me sentaban algunas
prendas
¡Si el traje de la Obra hubiera sido una túnica
inconsútil con la que andar holgado y fresquito! Pero
no, era un traje con muchos forros y encajes y bolsillitos
y almidones y a algunos nos sobraban mangas, nos apretaban
los zapatos y el paquetillo, nos escocían las costuras
De nada servía pedir unos retoques. Y allá que
iba uno por la pasarela intentando convencerse a sí
mismo y a los demás de lo elegante que iba, a veces
con vanidad, a veces con sinceros deseos de hacer las cosas
bien, pero siempre dando traspiés.
Una prenda que me venía ajustadilla eran las normas
de piedad. Aunque no me saltaba ni una, las medias horas de
oración eran demasiado largas para mí, una lucha
contra el tedio, el sueño y las musarañas. Era,
en una frase de mi padre, como decir: "Voy a decirle
cosas bonitas a mi mujer de seis y media a siete de la mañana".
¡Qué frustrante obligar en vano al corazón
a interesarse por lo que la voluntad le dicta! Si en el oratorio
alguien leía en voz alta, me decía a mí
mismo: "A la próxima voy a estar muy atento".
Pero a la próxima volvía a írseme el
santo al cielo.
En general, yo estaba siempre bastante seco y en la oración
leía más que conversaba con Dios; si me ponía
a hablar con Él, acababa en los cerros de Úbeda.
Yo le comentaba y preguntaba cosas (supongo que así
se habla con Él), pero era yo quien imaginaba las respuestas.
Un poner: "Aquí en la agenda dice que hay que
vivir la virtud de la caridad. A ver, a ver, ¿cómo
puedo vivir esa virtud?" y una vocecilla me decía:
"Haz más correcciones fraternas" y entonces
yo me ponía a pensar en defectillos del personal, porque
esa vocecilla tenía que ser del Paráclito. Pero
si la vocecilla me hubiese dicho: "Mira, chavalín,
monta una tertulia pirata en el armario del cura jefe e invita
a tus hermanos a chervecha y colaloca y a comer pipas hasta
reventar, que os lo vais a pasar bomba", esa era una
sugerencia luciferina que había que rechazar con un
gesto arcangélico.
Ya me lo decía el subdirector de mi primer curso anual:
"Eres más bucólico que las mariposas"
y yo no lo entendía. Supongo que eso equivalía
a lo que luego oí mil veces: "Baja de las nubes.
El amor se demuestra en las cosas pequeñas; en vez
de soñar con matar dragones, lucha por las victorias
cotidianas en las que esa grandeza se concreta". Y tenían
toda la razón, sólo que, como casi todo allí,
eso no iba conmigo. En realidad, yo quería vivir como
los numerarios que salían en las anécdotas y
estaba sediento de encontrar en ellas numerarios especiales
como payasos, arponeros o actores. Mis anodinas victorias
cotidianas ("hoy me eché mantequilla; hoy no me
eché mantequilla") no me arrancaban gritos de
júbilo y nunca fui pródigo en ellas. En cambio,
se me daban muy bien los dragones. No le tengo una devoción
particular a san Jorge, pero siempre me ha tirado lo épico
y lo grandioso. Me imaginaba, por ejemplo, ante una gran concurrencia,
partiéndole la cara a un ateo que había osado
blasfemar contra la Virgen ¡en mi presencia!; o irrumpía
como un héroe en una clínica abortiva y recogía
entre lágrimas los cuerpecillos despedazados para enterrarlos
dignamente, y la policía, conmovida por acto tan loable,
no tenía valor para detenerme; o me rapaba el pelo
al cero como Isidoro Zorzano para espantar a las niñas
que me perseguían en la fácul. Me imaginaba
a mi ángel custodio como un centurión romano
todo musculoso que me protegía de las huestes diabólicas
y que impedía que se me escapara el autobús
y que muchas veces detuvo con sus puños invisibles
varios coches que estuvieron a punto de atropellarme. A veces
lo imaginaba llorando en un rincón por alguno de mis
pecados (esa devoción la sigo conservando y es algo
hermoso que aprendí en la Obra). En fin, me imaginaba
muuuuuchas cosas. Recuerdo que varias veces pedí permiso
para releer en mis diez minutos de lectura "El valor
divino de lo humano", porque su vehemencia me ponía
a cien, pero nunca me lo permitió mi charlista (y digo
charlista, porque "el que me llevaba la charla"
me parece muy largo). Tampoco me permitió quitarle
minutos a la lectura para dárselos al evangelio, que
me gustaba más. De todos modos, en esto de las lecturas
espirituales siempre fui un poco por libre.
En cuanto al examen de conciencia, yo abría en el
centro de estudios mi sintética y desordenada y desencuadernada
y desangelada agenda y confirmaba que, en efecto, no había
cumplido casi ningún propósito. Esto de examinar
tu conciencia a la vez que ochenta o sesenta conciencias más,
me ponía nervioso: iba a toda pastilla y terminaba
antes que nadie o al terminar el tiempo de examen reparaba
en que yo lo había entregado en blanco. Aún
me queda el vicio de los nunca cumplidos propósitos
en la agenda.
Más llevadera era la mortificación corporal.
Con ella el ángel dominaba a la bestia. Aunque nunca
la entendí del todo, tenía algo de caballeresco
que me seducía, un no sé qué de templario
y morboso y de larga tradición entre los santos más
variopintos. No hubo cilicio que se me deslizara muslos abajo
ni disciplinazo que no me escociera; eso sí, mientras
me fustigaba, menos mal que rezaba la salve, porque me daban
unas ganas de decir unas palabrotas
Las otras mortificaciones,
las reales, eran más difíciles, por ejemplo,
los detalles de cariño con gente alérgica al
cariño. En el centro de estudios, al entrar en el comedor
era evidente que muchos buscábamos sentarnos con quien
más congeniábamos. Es más, a veces uno
se cambiaba con descaro de mesa. Y es que ¿a quién
le gusta compartir el placer de la comida con un tipo monotemático
o antipático habiendo por ahí tanta gente amable?
Jodía menos ciliciarte más de la cuenta que
esforzarse por ser amable con Gilipichis, cuya sola cercanía
me malhumoraba.
Este Gilipichis tenía en el colegio mayor cierto cargo
y además trabajaba en Delegación. Durante el
desayuno eructaba sus quejas contra las chicas de la Administración
(por cierto, las recuerdo a todas guapísimas), que
nos ponían una mermelada de naranja amarga elaborada
por ellas mismas. Y nos exhortaba, el muy Gilipichis, a dejar
la mermelada intacta, para que la Administración pillara
la indirecta. Yo, por darle en las narices y en homenaje a
las numerarias que desempeñaban con toda dignidad el
insustituible papel de mi madre, me untaba visiblemente esa
mermelada mientras alababa su exquisitez. La verdad es que
a mí tampoco me gustaba nada, así que en realidad
me mortificaba para mortificar a Gilipichis. Era una mortificación
nacida de lo más bravito de mis gónadas (¿qué
tipo de pecado será ese?) Pero Dios es grande y ahora
es mi mermelada favorita.
¡Ay, cuántas pajas mentales acerca de la conveniencia
de hacer esta o aquella mortificación o cambiarla porque
ya me había habituado a ella! Para embrollarlo todo,
las compensaciones se entrelazaban con las mortificaciones
en un batiburrillo que renuncio a analizar. Así, por
ejemplo, mis mortificaciones en el postre las compensaba con
el vino, por eso de darme un gusto lícito, pero, en
realidad, el vino no me gustaba, así que la compensación
me mortificaba (desde luego qué gran verdad eso de
que en el pecado está la penitencia). Otro ejemplo:
yo, que nunca tomaba café, comencé a tomarlo
en la tertulia porque era una de las cosas que se podían
hacer sin pedir permiso. Eso sí, para mortificarme,
no le echaba azúcar, con lo cual esta compensación
también se iba al garete y uno se desquitaba inconscientemente,
por ejemplo, empalmando un pitillo con otro. Pero como le
acabé tomando el gustillo al café sin azúcar,
dejó de ser una mortificación (y sigue sin serlo)
y ya no sabía yo cómo mortificarme con el café,
así que, como me dio el punto de mortificarme sobre
todo con el café, a veces no me lo tomaba, otras veces
echaba un poco de café en el azúcar más
que azúcar en el café, o dejaba que se enfriase
o me daba un ataque de compensaciones y vaciaba la cafetera
y luego pensaba en redimirme con alguna mortificación
especialmente jodona. En fin, recuerdo que mientras yo hacía
todos aquellos silogismos me preguntaba si los demás
se complicaban la vida tanto como yo.
La filosofía, la teología, el latín
todo eso me gustaba. Era facilito y te daba culturilla y de
esas rentas aún sigo viviendo. De hecho, el otro día
unos estudiantes me abordaron en la calle y me preguntaron
para un trabajo de religión qué era la Iglesia
para mí. Ojipláticos se quedaron cuando les
solté sin pestañear eso del cuerpo místico
de Cristo. ¿Mande?
En cuanto a los encargos, me dieron en mi centro de adscrito
el de llevarle flores a la Virgen los sábados. Las
flores, la Virgen y los sábados siempre me han gustado.
Pero en el centro de estudios me dieron el de arreglos. No
exulté con cítaras y salterios, porque nunca
se me han dado bien los objetos: cuando los objetos ven que
me acerco, se asustan. Menos mal que lo compartían
conmigo otros cuantos más. Alguna vez que otra, en
vez de cumplir con mi encargo, me ponía a aporrear
una batería que había en el cobertizo, porque
me fastidiaba ver a Gilipichis dándonos órdenes
a los pringaos mientras él se reía con sus amigotes.
Así que entono el "mea culpa", pero, vamos,
sin darme golpes en el pecho.
Lo de la santificación del trabajo estaba chupado
porque apenas me acordaba de ella. Bueno sí, ponía
la estampita mientras hacía como que estudiaba. Si
saqué buenas notas, fue por mi facilidad para los idiomas
y porque mi carrera era facilita. Esto de la santificación,
que nunca entendí del todo, lo oía yo más
de cara a la galería que de puertas adentro, donde
el tema estrella, que yo recuerde, era, adivina adivinanza,
el proselitismo. Ahora que tengo tonsura natural y procuro
hacer mi trabajo lo mejor posible, se me olvida santificarlo.
La humana criatura no tiene remedio.
La presencia de Dios la olvidaba cuando más a gusto
estaba y si milagrosamente me acordaba, decía un par
de jaculatorias para rellenar el expediente y seguía
con lo mío. ¿Y qué decir, por ejemplo,
de la filiación divina? Nunca me dio paz. Yo era un
manojo de nervios que sólo el tiempo ha ido pacificando.
La virtud de la alegría no la vivía en absoluto,
me explico, no le gruñía a nadie, soy de carácter
risueño, pero cuando me abandonaba a la melancolía,
no me daba por hacer piruetas. A lo sumo me salían
unas sonrisas tan forzadas, que los espejos, de haberme visto,
se podrían haber roto. Yo no vivía la alegría
como un deber más, sino que la recibía como
un don, cuando ella tenía a bien bendecirme (no os
lo recomiendo: los psicólogos dicen que hay que trabajársela).
La virtud de la obediencia la vivía, pero cada vez
de más mala gana. Aún tengo pendiente preguntarle
a un cura si una virtud vivida a regañadientes me servirá
en descargo de mis muchos pecadillos.
Cuento todo esto para ilustrar con mi caso cuántas
charlas de formación, cuántas sustancias de
la Obra, parecían caer en saco roto.
4. Del apóstol y el bañador
El apostolado era harina de otro costal. En verdad, en verdad
os digo que era una de las prendas que peor me sentaban. De
adscrito lo pasé canutas con ese asunto, sobre todo
en los dos años que sufrí de estudiante en un
colegio de fomento. Allí los alumnos antiopusinos eran
legión y me hacían la vida imposible, con violencia
verbal y física o estampándome en los ojos revistas
donde algunos hijos de Dios realizaban el acto conyugal. Todo
el afán del director de mi centro era que no se me
arrugara el ombligo y lo que rima con badajo, enseñándome
a dar puñetazos en la nariz. "La sangre les asusta
mucho y te dejarán tranquilo". Pero a mí
me iba el rollo de Let's the sun shine. Mi charlista, un universitario
que no tenía que vérselas con niñatos
de puño fácil, se tomaba a chacota el suplicio
que para mí suponía ser el blanco de los antiopusinos.
"Vencer los respetos humanos" era una coletilla
habitual en él. Y para que los venciera (supongo),
me envió en cierta ocasión a casa de un chico
cuya existencia yo desconocía hasta el momento, para
invitarlo, qué díver, a un curso de retiro.
El muchacho, muy formalito, soportó con paciencia mi
perorata y como quien no quiere la cosa, llamó a su
padre para pedirle permiso. El padre, un tiarrón engominado,
sin mirarme a los ojos, le dijo a su amantísimo hijo:
"Ya sabes: primero la obligación y luego la devoción"
o algo parecido, mientras su vástago me miraba triunfante.
Y yo allí como un pasmarote haciendo el panoli y comprendiendo
que me invitaban a salir de su casa. Si con esta terapia de
choque no superas los respetos humanos, eres pariente de ET.
¡Oh feliz adolescencia!
Por eso, cuando me visitan los testiguillos de Jehová,
me gusta polemizar y llevar la conversación al terreno
de la libertad. Les digo que, tan jovencitos y con espinillas,
no tienen por qué ir enchaquetados de puerta en puerta
a fastidiarse y a fastidiar a los cristianos los polvos del
domingo por la mañana; que actúan con soberbia
si, después de que les dan con la puerta en las narices,
se limpian el polvo de sus sandalias; que no es ningún
pecado asistir a romerías y celebrar navidades; que
ser testiguillo no es mejor que no serlo; que Cristo nos quería
felices, no jodidos; que el hombre no está hecho para
el sábado, sino para el sabadete
En fin. Ni me
entienden.
Volviendo a lo mío, mis posibilidades reales de ejercer
el tan cacareado proselitismo eran tan limitadas, que mediaba
un abismo entre la realidad y el deseo de incendiar los caminos
de la tierra, a no ser, claro está, que me hiciera
testiguillo de Jehová. Si incendiar los caminos se
traducía en invitar a fulanito a la meditación,
es normal que nunca me entusiasmase el panorama.
Los demás no debían de ser mucho más
eficaces que yo porque pocas veces presencié un lleno
en una labor apostólica, como no fuese una excursión
chachi piruli a los Pirineos (id est, Turris Civitatis) o
a Sierra Nevada a chorrearnos por la nieve con refinadísimas
bolsas de plástico. "Por sus frutos los conoceréis",
resonaba en mí una voz de ultratumba. Pero luego, recordando
lo de la comunión de los santos y la teoría
de que en la Iglesia somos todos como vasos comunicantes,
salvaba la bondad de esas labores apostólicas imaginándome
yo por mal apóstol como el escape de esos vasos. Por
culpa mía hacían pipí por algún
sitio.
Lamentables eran las catequesis en la parroquia de mi barrio.
Comprometidos con el párroco, entre tres numeraritos
tuvimos que dar catequesis a chorrocientos niños cada
semana porque sólo encontramos a amigo y medio que
colaborase. Tuvimos que pedir ayuda a una santa varona medio
monja. Y, claro, en el centro, dale que dale, toma que toma,
con llegar a más gente. Y el caso es que esforzarnos
nos esforzábamos. Pero en Málaga lo que mola
es la vida muelle, la playa, los espetos de sardinas, y no
dar catequesis a niños de un barrio proletario. Aunque
aquella labor que hacíamos era encomiable, la única
entusiasmada con ella era la santa varona, la única
que lo hacía sin obedecer órdenes de nadie,
sólo porque le salía del corazón.
En el centro de estudios tampoco hubo los llenazos apostólicos
que los de delegación tenían siempre en sus
bocas incendiarias, pero, claro, con ochenta bulliciosos numerarios,
se notaba menos. En fin, este desfase atroz entre las exigencias
de la Obra y mis verdaderos frutos era desalentador.
El perfil de chico majo que puede ir a medios de formación
no abundaba tanto. En mi fácul los pocos mirlos blancos
nos lo disputábamos mi compañero numerario de
estudios y yo para sendas listas. El que tenía buen
corazón no tenía buena cabeza; el que tenía
buena cabeza no tenía buen corazón; el que tenía
buen corazón y buena cabeza, hacía con la cabeza
de abajo cosas que a la Iglesia le da por condenar. Una vez
pillé a uno por banda en un pasillo de la facultad
y lo invité a una meditación y me dijo por toda
respuesta: "Me voy a estudiar". Y desde entonces
ni me saludó. Así que en la facultad yo era
un bicho raro que no hablaba con el noventa por ciento de
la clase para que no se me desmandaran las cabezas; y en el
otro diez por ciento, o sea, en los varones, sólo había
una decena que soportasen con estoicismo mis invitaciones.
Por eso los amigos que llevé al colegio mayor eran
casi todos extranjeros incautos y algunos otros que conocí
en otros ambientes.
Chicos ligados a otros grupos religiosos conocí bastantes.
Ponían miles de amables excusas para no venir al colegio
mayor conmigo. Los recuerdo encantadores, más naturales
que yo, se emborrachaban si encartaba, buscaban o tenían
novia y no tenían horarios estrictos ni daban la vara
hablando de su grupo religioso a diestro y siniestro ni me
decían la tontada esa de guardar la vista en la playa,
pero si les preguntabas, te respondían, con la naturalidad
que a mí me faltaba, que hablaban con Dios y que lo
llevaban en el corazón, íntimamente. Uno de
ellos era novicio y como era bastante atractivo y debía
dar bastante morbo, estaba todo el día rodeado de niñas.
Yo, qué cerril, en vez de imitarlo, pensaba de él
que no vivía bien su celibato. Lo que hace la envidia
En fin, estos chicos tan discretamente cristianos un buen
día te sorprendían yéndose a las misiones.
Yo, sin embargo, tan agobiantemente cristiano, un buen día,
los sorprendí a todos dejando de pronto de hablar de
Dios.
Mi charlista era un pesado de tomo y lomo que, dos o tres
veces al día (y me quedo corto), me acorralaba en las
esquinas con mi lista de amigos en su agenda. Yo veía
tal desfase entre sus pretensiones apostólicas y la
realidad de mis amigos, que me echaba a temblar cada vez que
lo veía. Pero él daba la tabarra, como la vieja
al juez inicuo. ¿Por qué no vas a ver a menganito
y lo invitas a este curso de retiro? Es que menganito vive
en Marchena (a bastantes quilómetros de Sevilla). Pues
llámalo. Es que no tiene teléfono. Pues coge
el tren y hoy mismo se lo dices. Total, que, por no oírlo
más, allá iba yo, como un alma en pena, a un
pueblo desconocido a removerle el alma a un chico que, más
que un amigo, era un nombre en mi agenda. Las caras que ponían
estos chicos y su familia al verme aparecer sin permiso en
su pueblo o en su lugar de veraneo a hablarles de retiro y
de confesión y de guardar la vista en la playa y de
no tocarse la minga más que para mear, eran para ser
fotografiadas por Satur. Después de esto, algunas amistades
se resentían o te dejaban claro que amigos sí,
pero que el Opus a mil quilómetros. Sé que otros
numerarios se lo montaban mejor, lo hacían con más
desenfado y soltura, pero no era mi caso desde luego.
Yo por entonces daba clases particulares a un bachiller para
sacarme unas perras. Este chico era muy buena persona e impresionaba
de lo educado y guapetón que era. Según un subdirector,
era tan buenapinta, mirliblanco y majete, que me dijo que,
a pesar de no ser bachiller, lo invitara al Univ. El chico
se entusiasmó con la idea. Pocos días antes
de la partida, este subdirector, que lo organizaba todo, no
me dejó ir, sin darme ninguna explicación. Supongo
que se debía a mis problemas económicos, que,
sin embargo, no impidieron que me dejara ir el año
anterior. Mi amigo se presentó, pues, al autobús
con sus maletas, pero se negó a subir al enterarse
de que yo no iba. El autobús repleto miraba estupefacto
cómo el subdirector trataba en vano de convencerlo.
Yo consideré el hecho un homenaje a mi amistad; o tal
vez el chico presentía que sin mí, que era menos
cañero que otros en eso del apostolado, se iba a encontrar
más indefenso. Para colmo, tuve que decirle a este
chico que era yo quien había decidido en el último
momento no ir, porque en la Obra las órdenes de los
directores tienen que presentarse como decisiones propias.
Lo malo es que no eran propias, sino que yo intentaba convencerme
de que lo eran, y, claro, se me revolvían las tripas
mientras mentía como un bellaco.
Pero a mí lo que se me daba muy bien era invitar a
mis amigos a comer conmigo en la piscina. Luego era un auténtico
problema explicarles qué hacían treinta tíos
salmodiando y paseando por el jardín. Es que están
rezando el rosario, explicaba yo como podía, mientras
nosotros hacíamos el bestia en la piscina. En dos de
estas ocasiones, mi charlista me dijo que les hiciera una
corrección fraterna a mis amigos por sus bañadores
ajustados. A mí esto de decirle a un chico que marcar
el paquete era una falta contra el pudor, me hacía
sudar sangre, sobre todo porque así era la moda de
los bañadores por entonces y ellos los llevaban inocentemente,
se los compraban sus madres. El que no era inocente era yo.
Además, ¿qué amigos hay en el mundo que
se digan por ejemplo: "Te voy a comentar una cosilla.
He observado que miras a las niñas babeando y dándome
codazos. Debes cuidar la vista
"? Con mi experiencia
actual, sé que los amigos no se corrigen unos a otros
esos gustazos: los comparten. Pero, en fin, menos mal que,
en mi sabiduría, opté por no usar con este amigo
mío la fórmula introductoria de la corrección
fraterna y, supongo que saqué el tema de la moda veraniega
como quien no quiere la cosa y, como es materia más
pegajosa que la pez, acabé hablando de bikinis. La
imagen de los bikinis debió de estropearme los silogismos
que tenía preparados y acaso me hice un lío.
El caso es que terminé con la siguiente sentencia:
"Llevar bikini es de furcias" (bueno, usé
otra palabra, porque "in illis diebus" se le había
pegado a mi antes tan casto vocabulario la santa desvergüenza).
Pero, quién lo iba a pensar, resulta que la cuñada
de este amigo mío, a la cual él quería
como a su hermana, usaba bikini y si yo insistía en
llamarla furcia, él me partía la boca allí
mismo. El caso es que este chico, (un buenazo, entre otras
cosas, porque me soportaba), se presentó otro día
con un bañador modelo cartujo que le cubría
hasta las rodillas, para que yo pudiera guardar la vista.
La verdad es que eso era una prueba de amistad.
Y a propósito de bañadores, en una convivencia
varios numerarios aficionados a la fotografía nos hicieron
fotos en la piscina y, cuando las revelaron, se las repartieron
a todos, menos a mí. Al parecer la foto era indigna:
parecía que yo estaba en pelota picada y la postura
en que me habían pillado contribuía a ello enormemente.
No hubo manera de conseguir también yo mi foto. La
orden venía de arriba. Así que mi mal rollo
con los bañadores es de órdago. Dos bañadores
de nadador que me han regalado duermen el descanso de los
justos en mi armario. Por cierto, si vierais mi armario...
Pero, en fin, volviendo a mis proezas apostólicas,
contaré que, al empezar el curso, mi buen compañero
el filólogo y yo decidimos organizar una conferencia
en el colegio para atraer a gente de nuestra facultad. Bueno,
sobre todo la organizó él; yo lo seguía
como un comparsa. El subdirector nos regañó
por el título, que echaba atrás al más
forofo. "Concepto y función de la filología".
Lo malo es que las invitaciones ya estaban impresas y que
disertaba, ni más ni menos, ¡el mismísimo
catedrático de indoeuropeo!, toda una celebridad. El
título atrajo nada más que a dos o tres incautos
y hubo que rellenar la sala con varios numerarios de Económicas;
estos, para darme ánimos, me preguntaban si la conferencia
iba a ser en indoeuropeo. El pobre catedrático disertó
con brillantez de tema tan ameno ante aquel público
escaso e incapaz de entenderlo y cuando llegó el turno
de preguntas, yo me quería morir. ¿Cuándo
empieza el plazo de matriculación? ¿Hay becas
para irse a estudiar a un país extranjero? El catedrático
nos respondía con toda cortesía que de tales
cuestiones se encargaba la secretaría de la fácul;
y en busca de preguntas más pertinentes, empezó
a indagar en otros chicos. Oyó con estupor respuestas
como esta: "Bueno, yo soy de Económicas, pero
me interesan mucho el concepto y la función de la Filología".
5. De tipos de miembros
Esto de rellenar tertulias culturales con numerarios ajenos
al tema era una práctica habitual. Como no se llenaba
con amigos, había que rellenarlo con numerarios para
quedar bien. Una vez un numerario invitó a un poeta
a recitar sus poemas. Le ayudé a hacer una recolección
masiva de numerarios, pues el poeta era también una
celebridad. Éramos unos veinte. Los que pensaban dormirse
se sentaron en las zonas más oscuras de la sala. El
poeta recitó con verdadera emoción, pero, mira
tú por dónde, lo que a él le gustaba
era dialogar con jóvenes poetas como nosotros. E inició
un turno de preguntas. Yo me eché a temblar. Había
un numerario encantador, músico, poeta y filósofo,
pero que tenía el don de la tartamudez. Como yo también
tartamudeo un poquillo bastantillo, me llevaba muy bien con
él. Fue el único que hizo una pregunta interesante;
lo malo es que tardó una barbaridad en formularla.
El caso es que yo envidiaba la falta de complejos de este
chico que hoy ha triunfado como guionista de cine. Luego,
creo que os hablé en mi
anterior escrito de Pedepito. Pedepito estaba allí.
Era un incondicional rellenador de tertulias. Su actitud no
se limitaba a estar allí como un mueble, como los de
Arquitectura o Derecho, sino que colaboraba con preguntas.
Formuló una pregunta alambicada, enorme, con miles
de ramificaciones, tras la cual el poeta suspiró y
dijo: "Bueno, son muchas preguntas en una. Intentaré
responderte a todas. Para empezar
" y ante el pasmo
de todos, Pedepito, como ya había colaborado más
que nadie, consultó su reloj y ¡se levantó
y se fue! y dejó al pobre poeta con la palabra en la
boca. Yo me cabreé con él de lo lindo. Pero
Pedepito, ni caso. Y el caso es que ahora lo alabo: encima
de que le quitamos tiempo para un asunto que no le interesaba
y él, tomándoselo más en serio que los
mismos organizadores, hacía una pregunta seria que
jamás se me habría pasado a mí por el
magín, encima, ¿pretendía yo que se quedase
él hasta el final? Su libertad de espíritu era
impresionante.
Pedepito era así. Y Pedepito me lleva a hablar de
la parte más amable y divertida de la Obra: las personas.
Realmente eso fue lo que me atrajo de la Obra y lo que mejores
recuerdos me trae. Pasé ratos realmente felices con
todos ellos. ¿Cómo podía venirme tan
mal un traje que llevaban personas tan encantadoras como Pedepito
y muchos otros que recuerdo?
En fin, vuelvo a mi ídolo. Todos se reían de
Pedepito y a él le importaba un comino. Una noche,
vinieron un cantaor y un guitarrista a cantar en la tertulia,
en el patio de armas del castillo de Almodóvar, invitados
por un poeta agregado. Pedepito, mirando a las estrellas de
hito en hito, informó al cantaor de que, como granadino
que era, sentía nostalgia de su Granada. ¿No
cantará usted para mí unas granaínas?
El cantaor, gentilmente, se arrancó por granaínas.
Va por el de Graná, le dijo. Apenas había empezado
a cantar, cuando Pedepito, con sus habituales movimientos
de pajarito, consultó su reloj, y como ya había
colaborado en aquella tertulia con una pregunta, se levantó
y se fue y dejó al cantaor con los jipíos al
aire y a nosotros abochornaditos.
Había en el colegio mayor unos numerarios muy guasones.
Uno de ellos, por cierto, trucaba su bonobús con papel
celo y con ese bonobús iba a todos sitios gratis hasta
que lo pillaron y, aunque aquello me escandalizaba, nunca
se me ocurrió corregirle por robar al erario público.
El caso es que estos numes le encargaron llevar unos documentos
internos al colegio mayor Guadaira, a diez minutos de allí,
con la advertencia de que por nada del mundo debían
caer en manos ajenas. Allá que fue Pedepito con el
paquete bajo el brazo. Otros numerarios lo aguardaban disfrazados
de macarras en la calle con una grabadora para captar la conversación
y lo atracaron. Pero Pedepito, como el niño san Tarsicio
que se dejó matar antes de entregar a los niños
paganos de la calle la sagrada forma escondida en su pecho,
no entregó el paquete ni aunque lo linchasen. Un poco
más y muere mártir.
Era muy curioso Pedepito. Durante el rezo del rosario o mientras
cantábamos la salve, se oía en medio del vozarrón
marcial de los numerarios su voz de pito ir por cuenta propia,
con modulaciones melifluas, adelantándose o retrasándose
según le viniera la inspiración. Estábamos
todos diciendo santa maría madre de Dios y ya estaba
él rogando con sus gorgoritos por nosotros pecadores.
Yo le hice una corrección fraterna, y el pobre hizo
esfuerzos, pero se ve que si rezaba al unísono con
nosotros, no podía concentrarse.
Cuando Pedepito no pudo ya, sin incurrir en pecado, escurrir
el bulto de ayudar al cura en misa, se pasó no sé
cuántos días aprendiendo paso por paso la ceremonia.
Llegó el ansiado día y todos nos frotábamos
las manos para disfrutar con el espectáculo. Por desgracia
para él, oficiaba ese día un cura con úlcera
y mala uva. Pedepito, como yo, tenía por entonces movimientos
rápidos de colibrí. Y cuando, tras la comunión,
el cura juntó los dedos índice y pulgar sobre
el cáliz para que Pedepito vertiera el agua, Pedepito,
que estaba en la otra punta del altar palmatoria en mano,
se quedó en blanco mirando con horror al cura sin saber
qué tenía qué hacer ahora. Pero no importaba,
Pedepito tenía recursos para todo y se acercó
raudo y solícito al cura con la palmatoria encendida
pensando que el cura quería más luz para ver
el cáliz por dentro. Que estuviesen los dos mil focos
del oratorio encendidos era lo de menos. Todos nos descosimos
de risa menos el cura.
Pedepito me hizo a su vez una corrección fraterna
de lo más dadaísta. "He observado que te
retrasas comiendo y siempre llegas tarde a la visita al Santísimo.
A mí también me pasa (Pedepito era de todo menos
soberbio) y, claro, cuando todos van por el tercer padrenuestro,
no veas lo que tengo que correr para pillarlos". Yo se
lo agradecí, pero me extrañó mucho que
alguien que llegue tarde a la visita rece a toda leche los
padresnuestros que le faltan para pillar a los demás
en el último. Yo más bien rezaba por donde iban
todos y santas pascuas, no sé si luego rezaba lo que
me quedaba.
¡Ay Pedepito! Un tío de pelo en pecho.
Las tertulias daban para mucho. Una vez el director se presentó
con un diplomático que había trabajado en los
países nórdicos. A un numerario se le ocurrió
preguntarle, con intenciones edificantes, si había
mucha diferencia entre los jóvenes de aquí y
de allí. Vaya que sí la había, dijo el
diplomático soltándose un poco el pelo, porque,
la verdad, entre chicos tan formalitos y enchaquetados se
debía de sentir un poco extraño. "En una
fiesta a la que me invitaron", comentó, "todos
acabaron revolcados y en pelota en el suelo haciendo de todo".
Se estaba él emocionando con su descripción
de camas redondas, cuando al comprobar el incómodo
silencio que provocaban sus apasionadas descripciones, se
puso colorado como un tomate hasta que el director vino a
auxiliarlo con otra pregunta.
Menos mal que estas cosas aligeraban el fardo de tantos criterios
y normas.
A veces presencié, sin embargo, cómo para algunos
subdirectores y charlistas y jerarcas estos criterios y normas
se hacían cumplir aun a costa de la delicadeza habitual
de la Obra. Y a propósito de esto contaré tres
tontadas muy ilustrativas.
En un círculo breve más largo que un día
sin pan, mi charlista, que era muy tiquismiquis, nos recordó
el criterio de llevar calcetines (aclaro que ir con calcetines
en pleno agosto sevillano, aunque es elegante, es peor que
ponerse solideo). Quiso el destino que fuéramos varios
los descalcetinados en primera fila. Se produjo un sonrojo
general. ¿No habría sido más delicado
decírselo uno a uno y no dejar en ridículo a
los descalcetinados? (A propósito, ¿y el morbo
que daba al final ver a un hermano de rodillas confesando
una falta, aunque esas confesiones hubiesen sufrido censura
previa?)
La primera vez que comí en un centro de estudios fue
en un curso anual que hice, siendo adscrito, en Granada. Yo
estaba haciendo la charla y el charlista que me tocó
en suerte (este sí que era un encanto) debía
ser novato en esto del charlismo, porque me dio miles de ilusionados
consejos y explicaciones. Total, que la charla duró
una eternidad y nos retrasamos. Intentando retener todos los
consejos recibidos, me apresuré con él hacia
el comedor mientras él me explicaba que tenía
que acercarme a la mesa del director, esquivando a las chicas
de la Administración, y solicitarle venia para comer,
previa explicación de la causa de mi retraso. Demasiadas
complicaciones para un novato como yo. Allá que fui
yo esquivando numerarias, mirándoles los pies muy a
la ligera, porque tras los pies venían las piernas
y tras las piernas, ellas, y si las miraba, me enamoraba yo
todo (por cierto, varias veces me pasó desde entonces
que coincidían sus ojos con los míos y yo me
moría de susto y de gusto). En fin, llegué a
la mesa del dire y no había abierto yo la boca para
decir "es que", cuando el director me riñó
en voz alta, delante de aquellos numerarios a los que yo tenía
por héroes, con palabras muy duras. Desde entonces,
temí más que quise a este director. Desde luego,
nunca más llegué tarde a comer y siempre fui
cumplidor con esa norma, pero se hizo a costa de la delicadeza,
del buen hacer y, lo que es más importante, de mi orgullo
de machito. La estrategia de reprender en tono severo y públicamente
a alguien sólo se debe usar cuando se ha comprobado
que fallan las buenas palabras. El director buscó la
eficacia más que la justicia. Es cierto que si me hubiesen
hecho en privado una corrección fraterna por haber
llegado tarde, tal vez habría seguido llegando tarde,
pero como dice Chesterton: "La justicia es más
importante que la disciplina".
Una vez vino uno de los venerables famosos a una tertulia.
Yo lo tenía por una persona humilde, porque en una
tertulia anterior un numerario, con poco tacto, lamentó
que en un libro suyo pusiera más palabras suyas que
de nuestro Padre y él se lo tomó con deportividad.
Pero esta vez un numerario ingenuo y noblote no tuvo otra
ocurrencia que preguntarle si era cierto que había
pique entre la Delemó y la Delemé de Madrid,
o sea, entre la Delegación Oeste y Este de Madrid.
El venerable famoso respondió de mala manera que eso
era una necedad y algunos le rieron la gracia. El pobre chico
se hundió más en su silla, ruborizado. A mí
siempre me ha conmovido el rubor, porque es lo único
que no puede fingir el hipócrita. Así que este
famoso venerable me pareció más humilde que
delicado.
Este tipo de cosas, que no son para tirarse de los pelos,
eran, sin embargo, frecuentes, y jodían lo suyo, porque
uno entregaba esforzada y generosamente su obediencia a los
directores y lo menos que se podía pedir es que ellos
dieran órdenes también delicadamente, sobre
todo teniendo en cuenta que era Dios el que daba las órdenes
por su boca. Creo que el inmenso y divino poder que en la
Obra se concede a los directores hace que seamos tan sensibles
a sus fallos, a no se que obedezcamos como autómatas.
Pero, en fin, debo decir que en la Obra encontré casi
siempre buenas personas, que son, como ya he dicho, las que
más tiempo me retuvieron allí. En realidad,
yo sólo aborrecía a Gilipichis. De haberlo conocido
en otras circunstancias, me podría haber caído
hasta simpático. De hecho, contarlo ya me está
reconciliando con él (¡oh el poder de la confesión!)
Puesto que "si no puedes alabar, cállate",
la gente, en vez de decir que era un indeseable, se limitaba
a comentar, como si fuera una gracia que lo adornaba: Es que
Gilipichis tiene mucho colmillo. Y vaya si lo tenía.
He conocido muchas personas con colmillo, pero todas tenían
un fondo de buena persona que a éste no le encontré
ni echándole imaginación al asunto. Incluso,
durante la misa, lo vi en más de una ocasión
dormido y sin comulgar. ¡Con el trabajito que me costaba
a mí estar limpio cada mañana para poder comulgar!
Yo no sé qué pintaba allí y me pregunto
si ahora es un ex con mala leche. Escandalizaba cuestionando
los estudios internos y las órdenes de los directores,
alardeaba de sus amistades particulares, comparaba numerarios.
Cuando subía a las tertulias de nuestro grupo, había
que bailar a su son y a un numerario que se atrevió
a contradecirle en algo perfectamente opinable, lo insultó
públicamente, lo miró con verdadero desprecio
y el subdirector de mi tertulia lo consintió y no me
permitieron hacerle una corrección fraterna, dándome
a entender que era algo de lo que los directores eran conscientes.
¡Ay de quien le llevara la contraria! A él le
fastidiaba que yo me pusiera gallito con tanta frecuencia,
aunque al final yo agachaba siempre la cabeza (no soy un héroe,
salvo con los dragones). En una ocasión, lo desafié
en público desobedeciendo una orden suya que yo creía
injusta. Todavía me pregunto qué habría
pasado, si yo finalmente no hubiera cedido.
Parece increíble que una sola persona contribuya a
poner en duda tu vocación, cuando el hecho, por ejemplo,
de que haya malos cristianos no empuja a los demás
a apostatar, pero es que en la Obra es diferente. La Obra
se nos presenta tan sumamente inmaculada, que a uno se le
caen de los ojos unas como escamas cuando ve defectitos en
sus miembros viriles (excluyo a las mujeres de la Obra porque
para mí eran y son todas inmaculadas). Uno hace verdaderos
esfuerzos por ser bueno con todos y, por tanto, uno no entiende
qué pintan en la Obra los que parecen actuar según
les dé el aire. O Gilipichis o yo nos habíamos
equivocado de sitio. Las indignidades en los numerarios escandalizan
tanto como en los curas, porque precisamente los numerarios
indignos no son la norma (al menos en mi breve experiencia
eso me pareció). Uno, para salvar la contradicción,
aplica a la Obra el mismo principio que a la Iglesia: la Obra
es santa, pero no lo somos sus miembros viriles. Pero a mí
no me apetecía vivir con miembros tan porculizantes
como Gilipichis. Me imaginaba en un centro cohabitando con
él y se me cerraban todos los esfínteres. Y
es curioso: los muchos y espontáneos detalles de cariño
de los demás para conmigo podían menos que los
roces con esa persona.
Otro hecho que contribuyó sin duda a darme cuenta
de que la Obra tampoco era un paraíso dentro de la
tierra como yo creía fue un encontronazo con un numerario
pianista que se levantaba de muy malas pulgas. Iba a entrar
él en la ducha de la que yo estaba saliendo y él,
con los ojos pegados todavía, y yo, con mi habitual
atolondramiento, no nos poníamos de acuerdo por qué
lado entrar y salir. Tras varios inútiles amagos, chasqueó
la lengua con fastidio y yo, qué imprudente, lo imité
para demostrar que si él no se lo tomaba con buen humor,
yo tampoco. Entonces me tiró de un empujón al
suelo de la ducha y estuve a punto de desnucarme. Luego, en
el desayuno, se disculpó por su mal pronto. Pero ese
suceso me sirvió para darme cuenta de que en un segundo,
sin quererlo ni beberlo, la convivencia con gente que tú
no habías elegido ni engendrado podía reventar
por cualquier sitio. Y, la verdad, pasarte la vida conviviendo
con gente tan hormonal como tú y cuyos buenos sentimientos
hacia ti nacen a veces no del corazón, sino de propósitos
en su agenda, se me antojaba un panorama sólo propio
para unos años de internado, pero no para toda la vida.
Y ha llegado el momento de hablar de don Aristocréitor.
Este don Aristocréitor era el cura jefe, el director
espiritual del centro de estudios, y está muy relacionado
con mis problemas de perseverancia. En aquellos dos años
y medio tuve con él varios roces.
En una ocasión tuvo la deferencia de prestarme un
libro de un filósofo cristiano (creo que un tal Charles
Moeller) que comparaba la filosofía griega con el cristianismo.
Dado que yo estudiaba Filología Clásica, esperaba
él que me interesara. Me preguntaba por el libro con
frecuencia y yo, con vergüenza de no estar a la altura
de sus expectativas, le confesaba que seguía anclado
en el primer capítulo. Eso se debía a que mi
poco tiempo libre prefería dedicarlo a reírme,
tocar la guitarra, componer poemas malos, pero sobre todo
tristes, y evadirme con novelas, que siempre me dejaban la
sensación de la cantidad de cosas que a mí nunca
me ocurrirían por ser numerario. El caso es que un
día, harto de que no avanzara en la lectura, me pidió
enojado que le devolviera el libro. Desde luego tenía
toda la razón del mundo.
En otra ocasión, me vio, durante una convivencia en
Pozoalbero, tumbado a la bartola y despatarrado en una tumbona
(en mi recuerdo es una hamaca, pero supongo que no habría
hamacas en Pozoalbero) fumando y tocando la guitarra. La postura
era difícil, pero era el símbolo del numerario
que aprovecha una cola de tiempo para darse un atracón
de compensaciones: postura horizontal, pitillo, guitarra,
música de amor, piernas sensualmente abiertas, pelambre
pectoral al aire. Por cierto, habría sido un puntazo
que por entonces yo estuviera cantando la italianada aquella
de "Dopo un anno l'ho capito che non si può morire
dentro" (que en traducción española decía:
"Tras un año he comprendido queeeee de amor ya
non se muere"). Total, que don Aristocréitor se
presentó por allí meneando la cabeza y no recuerdo
qué me dijo, pues siempre fue enigmático y epigramático
y ático; el caso es que me fastidió el tinglado.
Supongo que lo que quiso decir fue algo así como: "Menudo
espectáculo. No me extraña que, por mucho que
te cilicies, tengas problemas de pureza" o bien "Con
estos ratos para ti mismo mismamente, demuestras que no estás
entusiasmado con tu vocación". Vete tú
a saber.
Don Aristocréitor además nos regañaba
cuando alguien preguntaba de una película: "¿Se
puede ver?". Esa pregunta equivalía a: "¿Ha
pasado ya la censura y nos la van a dejar ver, porfa?".
Según él, se nos veía el plumero, esa
pregunta era de mal espíritu, de colegialas deseando
un regalito de las superioras porque están a disgusto
en el internado. Creo que pedía peras al olmo. En las
sesiones de cine nos lo pasábamos en grande y estábamos
deseandito ver películas, al menos yo, aunque fuesen
malas.
En otra ocasión convencí al director de que
nos dejara ver ¡el Festival de Eurovisión! En
un anuncio salió un culturista musculoso hasta la náusea.
Yo (como tantas veces, me pasé varios pueblos) dije
que, como obra de Dios, ese hombre estaba muy bien hecho.
Se ve que al reprimido que era yo entonces el culturista le
hizo tilín y tolón. No quiero ni contar qué
me contestó don Aristocréitor.
El colmo fue una vez que comía yo con él en
la mesa. Comenté que a mis catorce años vi en
Cazorla a un metro de mí una cierva y que me quedé
prendado de su belleza. Es de suponer que alabé a la
cierva con más epítetos de la cuenta, al borde
de la zoofilia, porque él hizo algún comentario
irónico, algo así como que yo no llegaba a la
categoría de ciervo, que me quedaba en macho cabrío,
es decir, en cabrón, o que los machos ibéricos
decían muchas tonterías (como veis, tenía
colmillo cuando quería). Y yo, picado, solté
una frase que dio mucho juego en el lapidario de una fiesta:
"De macho cabrío nada; en todo caso, soy un cisne".
Sí, ya sé, mis salidas eran de tono, con poco
ingenio y bastante marcianas, porque, la verdad, me parezco
a un cisne lo mismo que un pan tostado a una mariposa. Y el
cura, que era la aristocracia transubstanciada, debía
sentir a mi lado verdaderas dudas de vocación: ¿Qué
hago yo, se preguntaría, en medio de postadolescentes
con problemas de penesonalidad? Y ahora que lo pienso, cuando
uno cuenta estas cosas, sólo repara en lo que uno sufrió.
Pero, ¡lo que debieron de sufrir conmigo! Podrían
haber sido más cínicos, haberme clavado colmillos
hasta los tuétanos, pero se contenían supongo
que por caridad. ¡Oh Dios, la cantidad de palabras aladas
y necias que por aquellos días salieron del cerco de
mis dientes no caben en los hexámetros de Homero! Pero
es que me gustaba por entonces provocar con sandeces o dar
la nota. Supongo que era un modo de reafirmar mi personalidad
en medio de tantas renuncias. Pero, en realidad, tengo que
darle razón al puñetero: yo era un machito ibérico
con pretensiones de cisne, sólo que ahora pienso que
sin la Obra ese híbrido habría sido menos monstruoso.
Y eso el cura sería incapaz de reconocerlo.
El caso es que no le tengo tirria. Lo recuerdo más
bien con cariño. Lo que él quería era
que yo perseverara y por eso me lanzaba indirectas. En el
fondo me halagaba ser objeto de interés de aquel cura
refinado, culto, con gomina y gemelos de oro, que fumaba rubio
con boquilla y que una vez tuvo el detalle (se lo agradezco
de veras) de recordarme que los cogotes, sobre todo cuando
son harto peludos, conviene afeitarlos de siglo en siglo.
6. De consultismos y normismos
Pero, sin duda, la prenda más incómoda, el
plato más indigesto, era rendir el propio juicio. No
es que a mis veinte años yo tuviese juicio propio,
pero ya hacía mis pinitos. Yo había dejado de
ser el adscrito adolescente que a todo decía sí,
buana. Ahora había que convencerme. Ahora era yo un
hombretoncete con todas sus cositas y el escozor de la juventud
me hacía rebelde.
Por ejemplo, me jorobaba que tantas novelas actuales fuesen
inadecuadas para mi carácter sentimental Y esto de
que me censuraran las cartas sólo lo llevé bien
cuando era adscrito, porque recibía pocas, pero cuando
me fui al centro de estudios, mis amigos me escribían
bastantes cartas y cuando me las encontraba censuradas, sentía
que los hilos que me unían a ellos los recortaba mi
subdirector en vez de reforzarlos. En cierta ocasión
le pregunté por carta a un amigo mío cristiano
de base qué opinaba del Opus Dei. Era una pregunta
retórica. Yo ya sabía lo que opinaba, pero me
gustaba y me gusta discutir de todo. Este chico, con toda
su buena voluntad, me envió una carta donde, advirtiéndome,
me escribía con letras muy grandes y apremiantes algo
así como: ¡POR FAVOR! LEE EL FOLLETO QUE TE ADJUNTO.
ME LO HA PASADO UN CURA AMIGO MÍO. El folleto no estaba
en el sobre. El subdirector de mi grupo, de conocerme un poco
mejor, habría comprendido que leer el folleto antiopusino
habría sido para mí un aliciente para refutarlo
y si él lo hubiese leído conmigo, hasta podríamos
habernos reído juntos. Pero como las cosas no fueron
así, acabé pensando que yo era un soberbio por
desear leerlo y que mi amigo iba por muy mal camino por no
apreciar ese miembro robusto y bello de la Iglesia que era
la Obra y por simpatizar con la teología de la liberación
y no dar importancia ni al sexto ni al noveno mandamiento.
Lo que son las cosas: yo me he apartado de la fe y este amigo
mío ahora es cura.
Sin embargo, mi subdirector, no sé si porque no las
leyó o no las entendió, me pasaba completas
las cartas de un antiguo compañero del instituto que,
quizá para escandalizarme o espabilarme, me contaba
sus dudas sexuales y su visión pornosófica de
la vida. Todavía recuerdo el contenido de aquellas
cartas por lo mucho que entonces me impresionaron. Lógico,
era de las pocas cosas sin censurar que leí por entonces.
Ese es el riesgo de sobreproteger al nume de los peligros
exteriores: que al menor descuido del jefe, el peligro le
ataca más que a nadie. Tanto cuidado para que uno no
se pervierta y así persevere, en mí produjo
el efecto contrario.
Peor que lo de las cartas, era entregar mi poco tiempo libre.
Don Aristocréitor una vez me regañó por
verme leer un libro minutos antes de entrar a comer en vez
de charlar con mis hermanos. Reconozco que es más enriquecedor
hablar con personas que leer un libro que sólo me servía
para evadirme. Pero, claro, puesto que no me dejaban leer
por la noche y durante el día había tantas cosas
que hacer, yo devoraba libros en colas de tiempo. Los caprichos,
los gustos personales, las aficiones, que sirven para reafirmar
un poco la personalidad y mantener un mínimo espíritu
creativo, quedaban tan postergados, que para darles un lugar
me las ingeniaba como podía, por ejemplo, robándole
tiempo al estudio para mis idiomas, mis poesías y mis
lecturas.
Que yo recuerde, el tiempo libre era más bien propio
de los cursos anuales, durante los cuales tuve que dar a veces
clases particulares para mantenerme económicamente.
El resto del año había poco tiempo libre y muchos
ratos de ocio eran fiestas comunales en las que no siempre
podías hacer lo que querías.
Para hacer lo que uno quería fuera de horarios y de
los habituales quehaceres había que recurrir al consultismo,
es decir, a consultarlo con los directores, por cuya boca
me hablaba el mismísimo Dios. Como yo era muy dado
a hacer cosas que no eran las que se esperaba que hiciera,
era muy dado al consultismo. Aun así, ¡cuántas
cosas agradables dejé de hacer con tal de no consultarlas!
Si hubiera sido una persona menos escrupulosa, habría
hecho más a menudo lo que me daba la gana, pero yo
quería ser del Opus Dei y feliz a la vez, y dado que
el lema era "obedecer o marcharse", me empeñaba
en obedecer para seguir siendo del Opus Dei, pero intentaba
hacer a la vez lo que quería para ser feliz y no tener
que marcharme. Pero el consultismo, a fuerza de crisparme
y de eliminar mi espontaneidad, me fue enseñando que
yo no podía ser feliz y de la Obra a la vez.
No sé si en teoría la fórmula era informar
de lo que uno pensaba hacer. Por ejemplo: "Mira, subdire,
que, aunque ha empezado el tiempo de la noche, me voy a hacer
un puzzle al garaje porque no tengo sueño. Te lo digo
pa que lo sepas". Pero en la práctica, al menos
en mi caso, consistía en humillarse solicitando venia
del modo más sobrenatural posible para hacer algo que
no era nada sobrenatural, sino un capricho: "Mira, subdire,
que es que tengo un amigo muy aficionado a los puzzles, que
me ha dicho que se confiesa si le hago este puzzle que a él
no le sale". Claro, casi nunca colaba, pero uno no dejaba
de consultarlo, por si caía la breva. Para colmo, unos
subdires eran más blandos que otros. El mío
no era especialmente permisivo y eso contribuía a mi
encabronamiento y al creciente deseo de no someterme más
que a mis propios deseos.
Sólo gracias a una rarísima conjunción
de los astros conseguía uno, por ejemplo, darse un
garbeíto con otros numes sin ninguna excusa apostólica
y sin que fuera parte de tu deporte semanal o algo así.
Si cada nume conseguía licencia de su subdire (éramos
tantos que había tres grupos de numerarios, con sus
respectivos subdirectores), al menos esas veces te lo pasabas
bien y con la conciencia tranquila.
¡Y qué difícil era el simple hecho de
oír música! Una vez un amigo mío que
tocaba el violonchelo me grabó unas cintas con el fin
de iniciarme en la música clásica. Recuerdo
como algo rematadamente difícil conseguir un aparato
para poder oírla: nunca había aparato disponible
y si lo había, no había un lugar discreto donde
hacerlo y si había aparato y sitio, no era el momento
adecuado. Creo recordar que el aparato de música era
de un nume, que lo prestaba de mala gana, porque nunca se
sabía en qué manos iba a acabar.
Especialmente codiciados eran los auriculares. Una vez estuve
enfermo y me dejaron unos. ¡Oh qué noches tan
deliciosas e insomnes con la música! Recuerdo que un
numerario me los pidió encarecidamente porque padecía
de insomnio y yo, con la excusa de mi enfermedad, me aferré
a ellos mezquinamente. Como yo pensaba por entonces que me
iba a morir en la Obra y que noches como esas no se me iban
a prodigar, estaba ridículamente aferrado a algo a
lo que la gente normal no le da la mayor importancia porque
está al alcance de cualquiera. Me figuro que algunas
de estas cosas no serían así en un centro con
menos gente, pero el consultismo al parecer era de por vida.
Muchas veces, al llegar el tiempo de la noche, se me caía
el mundo encima y yo no tenía agallas ni picardía
para organizar tertulias pirata. Pero, eso sí, necesitaba
rematar la jornada con algo que me gustase realmente, para
convencerme con ese gusto de que se estaba bien allí.
En general, se trataba de leer o escribir. Como casi siempre
me denegaban el permiso, empecé a consultar si me podía
quedar a estudiar. Pero como este permiso tampoco se prodigaba,
me quedaba a ver, con tal de trasnochar un poco, Estudio Estadio,
que era un programa que resumía el fútbol de
la semana y que se permitía ver los domingos por la
noche a quien quisiera. Pero esa compensación, como
tantas otras, se convertía en una mortificación:
por más interés apostólico que puse en
el fútbol por eso de tener algo de qué hablar
con mis amigos, nunca llegó a interesarme. Y al final
acababa yéndome encabronado a mi habitación
sin terminar de ver el programa.
Tantos noes a mis consultas fomentaban en mí un sentimiento
doble, según fuera mi estado de ánimo: "Tengo
muy mal espíritu por desear hacer cosas inapropiadas"
o bien "Esto de ser nume es muy jodido". Si hubiéramos
sido frailes, lo habría sobrellevado a disciplinazos
en mi celda o metiéndome mansamente las manos en las
mangas del hábito, pero como uno era nume y por tanto
laico y del mundo, uno decía "¡Joder!"
y se jodía. Pero cada día en peor plan.
Daba la sensación de que el colegio mayor era una
inmensa colmena donde cada abeja obrera sabía muy bien
su cometido y a él se encaminaba solícita. Yo
me movía entre ellas diciéndome: "Yo debo
hacer tal cosa, pero me gustaría hacer tal otra".
Pero no podía ser, uno no podía pasillear, mariposear
de nume en nume, canturrear en una habitación a las
doce del mediodía
Si te encontraban ocioso con
otros tres en un cuarto, llegaba un secre o un subdire y nos
preguntaba qué estábamos haciendo y nos ponía
los puntos sobre las íes. Hasta lo más inocente
se volvía malo. Si eso era una manera de mandarnos
a la calle a hacer apostolado, la verdad es que lo conseguían:
con tal de salir un poco, yo era capaz de llamar a mi peor
enemigo.
Cuando uno hacía algo sin consultar, lo hacía
mirando para los lados, como los que van a cometer un delito.
Si te encontraba un nume en tu misma situación, había
tertulia pirata. Pero si te pillaba un subdire y te preguntaba
qué hacías leyendo a escondidas y a deshora,
uno agachaba la cabeza y se iba a vivir el fascinante tiempo
de la noche, a no ser que, ¡oh milagro!, tuvieras permiso.
En ese caso mirabas con cara de perdonar la vida y decías,
sin dar más explicaciones: "Estoy haciendo lo
que tengo que hacer".
En cierta ocasión, yo sorprendí a Gilipichis
con alguno de sus asiduos viendo una peli por la noche. Como
me fastidiaba la desigualdad y que él consiguiera tantos
permisos, me empeñé en ver también yo
la peli, pero él me echó con no sé qué
amenazas o con el poder petrificante de su mirada.
¡Ay Dios mío! ¡Cuánta dignidad
perdida en aquellos días! ¿Cómo pude
soportar la humillante losa del consultismo durante tanto
tiempo? Recuerdo que en algunas ocasiones yo me preguntaba:
¿Qué necesidad tengo de ir pidiendo permisos
para tontadas, de aferrarme miserablemente a unos auriculares,
de mendigar placeres que la gente normal desprecia, de ponerme
a ver el fútbol que nunca me ha gustado, de empeñarme
en ver una peli con Gilipichis, de pervertir las relaciones
con gente que me cae bien, de arrastrarme por los pasillos
haciendo labores que yo no deseo y que ha fijado para mí
la abeja reina? Si eso era volar como las águilas,
yo prefería volar adocenado como las aves de corral.
Al menos en el corral habría gallinas.
Tengo un vago recuerdo de algunas charlas donde nos dijeron
que la Obra no es un club de amigos y que si uno no estaba
entusiasmado con su vocación, la Obra se convertía
en un incordio que nos aburría a fuerza de obligaciones,
pero que esas obligaciones tenían un sentido si uno
vivía bien su vocación. Eso es exactamente lo
que me pasaba a mí: la Obra, a fuerza de obligaciones
y de aguafiestas, me recordaba constantemente que aquello
no era un club de amigos y yo no lograba entusiasmarme con
el panorama; me entusiasmaban otras cosas. ¿No habría
sido posible una Obra con menos normismos y consultismos?
Pero no, la Obra no podía cambiar y, al fin y al cabo,
fue paradójicamente esa Obra la que al principio me
atrajo.
Aquel ambiente, en fin, no me ayudó demasiado a superar
el enorme complejo de culpa que he tenido desde niño
y que en mi caso consistía en pensar que era pecado
disfrutar a solas sin la explícita aprobación
ajena. Así que mi comportamiento por aquellos días
no fue muy positivo. A veces, en horas impropias, me escapaba
a la azotea a aprender, en vano, a tocar la armónica
o me iba al rincón más recóndito del
jardín a tumbarme y fumarme un cigarrillo a solas.
Y luego me sentía muy culpable por haber buscado sólo
para mí un rato de ocio durante el cual se suponía
que debía estar haciendo apostolado o encargos o poniéndome
a disposición del subdire. En fin, que acabé
haciendo de noche por las terrazas las cosas que hice. Por
algún lugar tenía que estallar tanta presión.
7. De playas y estrabismos
Sometido a tantos criterios, normas, horarios y consultas
y charlas, yo me evadía con la imaginación,
aún casta por entonces. Pero, claro, en esas condiciones
era lógico que la involuntaria visión de algún
encanto femenino provocara en mí un seísmo,
un desconcertante hormoneo, y toda mi espiritualidad se derrumbaba
en un instante.
Fue en mi segundo curso del centro de estudios cuando yo
me confesé a mí mismo sin tapujos que de los
tres enemigos del alma, el mundo me tentaba poco porque, sin
dinero, es difícil que te tiente. El demonio quizá
me tentaba, pero yo no me daba ni cuenta: con el agua bendita
y unas cuantas higas lo espantaba. En cuanto a la carne
recuerdo que en un cumple de mi época de adscrito,
un nume muy ingenioso hizo un número surrealista: entrevistó
al mundo y la carne (con el demonio no se atrevió).
El mundo era un chico con pijama, gafas de culo de vaso y
espumarajos por la boca. Pero lo mejor fue la carne. El entrevistador
anunciaba su llegada con redoble de tambores: "Señores,
os presento a la CARRRRRRRRNE". La trajeron entre varios
y la depositaron en una mesa. La carne era el chico que hacía
de mundo, pero metido en un saco de dormir rojo y cerrado
y que respondía a las preguntas del entrevistador con
sonidos muy gástricos.
O sea, que el auténtico enemigo de mi alma era la
carne. Por eso, yo guardaba vista y pensamientos con una delicadeza
seráfica. Mis recorridos callejeros estaban pensados
para evitar quioscos color carne. Y, mientras me duchaba,
tan sólo me permitía mirar mi cuerpo de cisne
cabrío lo realmente imprescindible, más que
nada por no tener que confesarme ni bregar con mis escrúpulos.
Como la calle y la ducha no estaban prohibidas, uno se esforzaba
con su voluntad libre por vivir la pureza en los dos sitios
(¡y a fe mía que era difícil, sobre todo
con eso de la higiene íntima que me enseñaron
de adscrito!) Cuando te dan una enseñanza y confían
en el uso responsable de tu libertad, uno hace esfuerzos generosos
por cumplir, pero cuando, para protegerte, simplemente te
prohíben hacer algo, uno se descuida a la primera de
cambio. Es lo que me pasaba con las playas. A las playas yo
iba feliz y libre, sin intención de pecar, pero tampoco
de agobiarme con nada. En ellas no tenía problemas
de vocación y sí que era fácil vivir
la filiación divina peleándote con las olas
y salpicándote de espuma. Es fácil vivir las
virtudes y el espíritu de la Obra con esos alicientes
marinos. Con la sola voluntad no me bastaba. Y la visión
sobrenatural de las cosas nunca la tuve. Por eso se me hacía
especialmente dura la prohibición de ir a las playas
en verano. Aun así, íbamos, con todas las precauciones:
al ocaso, a playas grandes y poco frecuentadas y casi nunca
en plenas vacaciones. Pero a pesar de las precauciones o precisamente
por ellas, muchas veces encontrabas a lo lejos a hijas e hijos
de Eva sin hojas de parra y como relumbraban al sol destacando
entre tanto azul y tanta arena, ellos eran lo primero que
captaban los ojos y, claro, a veces los párpados se
me abrían con una facilidad pasmosa que debería
estar prohibida y más de una vez a punto estuve de
padecer estrabismo de tanto forzar el rabillo (del ojo, se
entiende). Y entonces los remordimientos me fastidiaban la
fiesta. Y lo peor de lo peor era tener que confesarme al día
siguiente, lo cual confirmaba a los directores en su cabezonería
de que no podíamos ir a la playa, ni con orejeras ni
sin ellas, porque la castidad era la única virtud que
allí no había manera de vivir. Pero como uno,
si se esforzaba por algo, era sobre todo por ser sincero,
pues hala, a confesar aunque me quedara sin playa todo el
verano. ¡Qué humillante tortura tener que explicarle
al charlista o al cura qué es lo que había mirado
uno y luego pensado y durante cuánto tiempo y que ya
uno se acordaba bien de si al primer vistazo ya estaba consintiendo
o si simplemente estaba impresionado y luego retiró
la vista o a lo mejor la retiró un poco más
tarde! Yo era incapaz de deslindar cuáles de esos tejemanejes
mentales míos eran escrúpulos y cuáles
criterios sanos.
En mi último curso anual en Entrepinos, en Huelva,
un nume cordobés muy jovial me propuso ir en nuestro
rato libre a darnos un garbeo por la playa. Las playas de
Huelva eran hermosas, rubias y solitarias y con dunas. Una
gozada. Yo exulté de júbilo con salmos y alabanzas.
Se ve que o no pedimos permiso o que el dire no nos oyó
bien dónde íbamos. El caso es que nos lo pasamos
bomba, compartiendo un pitillo y bailando Zorba el Griego
descalzos en la arena. Ni siquiera nos bañamos porque
no teníamos bañador y ni siquiera tuvimos que
guardar la vista, porque en aquellas rubias soledumbres nosotros
éramos los únicos hijos de Dios. Más
inocencia, imposible. Yo, que ya tenía serias dudas
de perseverancia, llegué a pensar en ese momento que
tampoco estaba tan mal la Obra, que momentos como ése
tan puros y alegres bien valían tantos jodimientos.
Bueno, pues al día siguiente un charlista en un círculo
charlero o en una charla circular, vete tú a saber,
nos recordó que no podíamos ir a la playa.
Ese simple hecho fue una de las gotas que colmó el
vaso. Vivir sólo una vez en el infinito tiempo para
pasarte esa efímera vida no disfrutando de ella por
unos criterios absurdos e incuestionables no valía
la pena.
Durante aquellas postrimerías mías de nume,
yo estaba consiguiendo librarme por fin de los escrúpulos
que en materia de pureza me habían acompañado
como tábanos desde mi infancia. Antes de entrar en
la Obra, en el apeadero de agregados al que iba yo por entonces,
me enseñaba un cura agregado a combatir esos escrúpulos,
pero luego en la Obra, con tanto criterio y con tanto amor
hermoso y exhortación a la finura, me resultaba muy
difícil. Lo más que conseguí fue convivir
con ellos y darles menos importancia, porque ardor juvenil
y escrúpulos eran una mezcla explosiva e insufrible.
Pero la hermosa virtud de la pureza no la comprendí
jamás. Con la mejor buena voluntad (y eso es lo malo),
me han hecho sufrir mucho con eso y yo he hecho sufrir con
eso a otros. En realidad nunca entendí por qué
la lujuria, con lo agradable e inofensiva que era, estaba
entre los desagradables pecados capitales. Y, aun a riesgo
de salirme del tema propio de esta página, lanzo esta
pregunta al aire por si alguno que no se haya dormido a estas
alturas es capaz de responderme: ¿Por qué y
desde cuándo en la historia de la Iglesia los pecados
contra el sexto y el noveno, siendo para colmo los únicos
pecados que dan gusto al prójimo, son siempre mortales,
mientras que en todos los demás mandamientos caben
muchas variedades veniales? ¿No sería más
lógico que fuese venial desear a la vecina del quinto
mientras que acostarte con ella, aparte de un gustazo, fuese
mortal? Yo me imaginaba a un casto varón de comunión
diaria al que un día le da un punto y mira con delectación
voluntaria el trasero de una señora que le precede
en la calle, y como no sabemos ni el día ni la hora,
le da un ataque al corazón y ¡hala!, al infierno
a sufrir para siempre cada vez más. Eso me parecía
terriblemente injusto. ¿No sería más
lógico que sólo se condenara si moría
después de yacer en plena plaza de San pedro con la
gran ramera de Babilonia invirtiendo el uso de la naturaleza
y blasfemando y bebiendo un cáliz de inmundicias y
abominaciones? ¿Por qué en la Obra se me insistía
en que un pensamiento impuro mínimamente consentido
era ya pecado mortal si ni siquiera se había llevado
uno el saludable gusto de llevarlo a la práctica?
Por aquellos días yo también coreé entre
mis amigos los argumentos que allí me daban para justificar
que sólo en el matrimonio y sin cerrar artificialmente
las puertas a la vida era legítimo el sexo, como dice
la "Humanae vital" de Pablo VI. Pero, en el fondo,
yo no entendía por qué, si la homosexualidad
y la masturbación, por ejemplo, eran pecaminosos por
antinaturales, no era también pecado fumar con los
pies, porque los pies los hizo Dios para andar y los pulmones
para respirar aire montañero. ¿Por qué
la naturaleza, tan cruel y ajena a la moral humana, tenía
que ser un criterio para nosotros? Si fuera un criterio, el
celibato sería un pecado mientras que la promiscuidad
sería una virtud. Yo por entonces intuía a mi
manera que no se podía hacer un catálogo de
actos lícitos que se pueden hacer con los miembros
del cuerpo según la función natural que Dios
les había dado. Más bien intuía que teníamos
miembros y los usábamos como podíamos gracias
a nuestra inteligencia. Y como nunca entendí esos argumentos
racionales, con tal de vivir la castidad me los tuve que buscar
sentimentales, o sea que no eran argumentos, sino sentimientos:
pensar en la fealdad de la rijosidad, en cómo se perdía
la dignidad y la compostura con los actos lascivos, en la
belleza de la pureza, en las miradas limpias, en lo lamentables
que son los viejos verdes, en que las mujeres sólo
podían ser madres o vírgenes, en que tenía
que imitar a san José, el cual, estando al lado de
la más bella y siendo joven como era, vivió
como un nume con una numeraria auxiliar
en fin, estos
sentimientos me acercaban peligrosamente a una vana soberbia
de la que era fácil caer de un batacazo. Y sobre todo,
me intentaba convencer con eso que repetía un cura
de mi colegio de fomento: ¡hurgarse con delectación
los bajos es crucificar de nuevo a Cristo! No me hacía
falta haber visto la impresionante película de Mel
Gibson. Me horrorizaba crucificar a Cristo, pero que conste
en acta que, cuantas veces caí, no era mi intención
crucificar a nadie. ¡Jolín, qué fácil
y qué cerca de las manos nos ponía Dios esto
de la crucifixión! En fin, cuánto vano sufrimiento
por esa asociación supersticiosa de crucifixión
y bajos y cuánto me ha costado librarme de esa conciencia
deforme. Ese es prácticamente el único aspecto
que no me gusta del cristianismo: esa manía por alejar
de las manos y de los ojos y de la cabeza una de las dimensiones
más deliciosas (y gratuitas) del ser humano.
Reconozco que tantos numes castos y jóvenes con señorío
sobre sus pasiones tenían su aquel de angélico
y morboso y que no me imagino a Cristo deseando lascivamente
a la Magdalena (aunque, según sus palabras, eso no
habría sido adulterio en su corazón, porque
la Magdalena no era la mujer de ningún prójimo).
Me lo imagino guardando vista y pensamiento y todo lo que
hubiese que guardar. Pero hay que reconocer también
que, aunque tanta castidad pueda tener su aquel, es poco práctica,
porque no somos querubines, sino unos mamíferos concretos
con pelos en ciertos sitios. Guardar la vista y el pensamiento
puede ser algo de mucho refinamiento moral y de pureza de
corazón, pero es muy jodido y no sirve para nada y
engendra monstruitos atormentados como el que era yo en mis
días de peludo querubín. Lo importante es, sin
violencia ni engaño, mirar y pensar y tocar lo que
se te antoje, no lo que diga Dios o tu mujer o tu suegra o
tu amigo oculista del Opus Dei. Me parece más cristiano
el refrán ese que dice "Que disfruten los cristianos
lo que se van a comer los gusanos" que el mandamiento
de "No tendrás pensamientos ni deseos impuros".
Tener pensamientos impuros no te convierte en peor persona.
Mis mejores amigos fornican con sus novias o con quien se
deje y me cuentan sus deseos y actos sexuales con delectación
morosa y ¡algunos realizan actos contra natura! y a
lo mejor son impuros, pero desde luego no son falsarios ni
crueles ni mentirosos, por mucho que diga Camino, sino unas
magníficas personas. Sí, ya sé que el
sexo es peludo y pringoso y oloroso, pero eso no lo convierte
en impuro, sino en pringoso, sudoroso y oloroso, a no ser
que consideremos también impuro el loable y pringoso
acto de limpiarle el culete a un desvalido anciano. Pero,
en fin, si el sexo es impuro, ¿qué pasa? Y si
pasa ¿qué importa? Da mucho gusto a los míseros
mortales y no hay que someterlo a tantas cuadrículas
y condiciones para redimirlo: él se redime solito porque
es inocente.
Y perdón por el sermón.
8. De cómo me acojonaba oír
hablar de perseverancia
Entre tantas indigestiones y prendas incómodas, pero
aún con el firme convencimiento y el orgullo de que
la Obra era mi madre guapa, yo oía en el centro de
estudios la palabra perseverancia y me preguntaba taquicárdico:
¿Perseveraré hasta el final? Esta solemnísima
pregunta venía acompañada de un séquito
(por no decir diarrea) de deseos y, sobre todo, temores. Y,
al final de deseos y temores, siempre la misma conclusión.
En cuanto a los deseos, yo más o menos tenía
barruntos, y qué barruntos, de la cantidad de cosas
a las que estaba renunciando (sobre todo las barruntaba por
la literatura y la imaginación, porque antes de los
catorce y medio había vivido bien poco). Y esas cosas
prohibidas iban creciendo y rizándose junto con los
pelos del pecho; y cuanto más me negaba a ellas, más
las deseaba. Para recochineo, eran lícitas para todos
menos para un numerario (no vayáis a pensar; al principio
yo sólo deseaba cosas como tumbarme de noche bajo un
árbol y canturrear despreocupado; en otras cosas no
pensaba, porque eran más pegajosas que la pez).
Luego, para enfriarme los deseos, venían los miedos:
el miedo a Pepe Botero, oséase, Satanasa (la puñetera
me sigue acojonando), al justo castigo divino (me imaginaba,
por ejemplo, ahogándome en una playa nudista; mis hermanos
numerarios, al verme muerto y con la barriga hinchada en un
recorte de prensa, si es que no lo habían censurado,
dirían: "Es lo que tiene ser ex". Y de nada
servirían sus plegarias por mi alma condenada), a decepcionar
a mi familia (como esos seminaristas de carrera eclesiástica
prometedora que se convierten en un baldón para la
familia porque preñan a la sirvienta), a arrepentirme
de la claudicación y no poder volver a la Obra y ser
olvidado por ella (yo iría por la calle vestido ya
con pantalones vaqueros y con pendiente y los coleguitas con
los que ahora me reía fingirían no verme por
la calle, como yo hacía por entonces con algunos ex,
porque ¿qué les vas a decir?: ¿Por esto
te has salido, so salido? ¿Para ponerte unos vaqueros
y un pendiente de mariconazo?), a perder el norte (por ejemplo,
dándome al porro o a la coca) y convertirme en un desgraciado
que no encontraría jamás una mujer ni un buen
trabajo; miedo a perder, en fin, la seguridad que la Obra
me proporcionaba, la seguridad del perro doméstico
que sólo sale fuera a cazar bajo las órdenes
de los cazadores.
Había también otro miedo difícil de
describir: el pánico a convertirme en un ex. A los
ex me los imaginaba resentidos, marcados como Caín
con una señal, amargados, buscando el placer sin conseguirlo,
pues no habían sido capaces de seguir la estrella,
habían renegado de lo más santo
no logro
explicar qué sentía yo al pensar en ellos. A
veces también un poco de envidia. Eran como los Judas
de las películas, que, antes de ahorcarse, aparecen
en la oscuridad retorciéndose las manos de puro remordimiento.
En mi imaginario tenían un rictus de desengaño
y malicia, incapaces de creer ya en las buenas intenciones
y deseando encontrarse con uno de la Obra para verter sobre
él su bilis y hacerle la zancadilla en el camino. Contribuía
a esa imagen el silencio extremo que se guardaba al respecto
en la Obra. Ese silencio sólo se rompía para
hablar de perseverancia y asustarnos con lo del rejalgar y
el acíbar, que con tanto ingenio describe Satur. Por
eso, mi aún inconfesado deseo de largarme me acojonaba
(perdonad que use otro taco, pero es que esa es la palabra
exacta). Ya me veía como un ángel caído
alzando el puño contra el cielo, mientras mis actuales
hermanos, con sus espadas flamígeras y el rostro sereno,
me contemplaban desde arriba con la misma cara que el Cristo
imberbe de la Capilla Sixtina, con una solemne mano alzada
en gesto de rechazo. Y, de hecho, mi salida algo tuvo de eso
y fue traumática.
Además, siendo yo un tierno adscrito, quedé
marcado por dos experiencias que me produjeron un terror irracional
a ingresar alguna vez en el informe pelotón de los
ángeles caídos, esa raza tenebrosa y oscura
de hombres malditos y venidos a menos que eran los ex. La
primera experiencia fue con un director que vino provisionalmente,
no sé por qué, a mi centro de adscritos a sustituir
a todos los jefes y subjefes. Lo recuerdo sentado en dirección,
en mal plan, riéndose en mi presencia de la mierda
de centro que le había tocado, de la caca de labor
que allí se hacía, y de la hez que era el director
al que tenía que sustituir. Demasiado incomprensible
para un quinceañero. Años más tarde me
enteré de que este numerario había despitado
por aquella época. La segunda experiencia fue aún
peor. Había en mi centro de adscritos un residente
que era el más simpático y marchoso y por el
que más gente pitaba. Un buen día desapareció
y algún adscrito me comentó que no sé
quién lo había visto en discotecas. La versión
que me dio el director fue más espiritual. El caso
es que un día me lo encontré en la calle y se
paró a saludarme. No fue tan amable como yo lo conocía.
Me debió de notar nervioso y tenso y se ensañó
conmigo, se rió de verme tan adscritito. Entre los
ex habemos de todo; unos semos asín y otros semos asá.
Ver a un ex por la calle me ponía nerviosito perdido.
Era una sensación extraña de explicar. Si iba
acompañado de una muchacha en su moto, mientras yo
iba a una moraga célibe (en Málaga una moraga
consiste en pasar la noche en la playa comiendo, riéndote
y bañándote), sentía no sé qué
terror y atracción. Si no iba acompañado de
mujeres o no había cambiado aún su vestimenta,
era en apariencia el mismo de antes, pero en realidad no era
el mismo. Ahora, tan mediatizados como estábamos por
la Obra, no teníamos nada de qué hablar. Era
una situación violenta que yo evitaba dependiendo de
los casos. Me sorprendía que estuvieran en la calle,
ahí tan panchos y tan normales, tan aparentemente felices.
Así que no me enfado demasiado cuando algún
nume me esquiva por la calle. También se daba el caso
de que eran los ex los que evitaban saludar y encontrarse.
Yo, de ex, lo he hecho, incluso con otros ex con los que he
coincidido en algunas circunstancias. Hay un exceso de prevención
entre dos ex. El uno no sabe cómo salió el otro
ni qué piensa de la Obra, si se fue con conciencia
de traidor o si la sigue frecuentando. Todo esto es normal.
La Obra marca mucho.
En fin, que, como decía, acuciado de todos esos miedos
y deseos que, por irracionales nunca hasta hoy había
analizado, terminaba siempre implorando a Dios las fuerzas
de las que yo andaba escasito para esa vocación a la
que creía sentirme llamado.
Dos años y medio tardé, los que aguanté
en el centro de estudios, en descabezar esos miedos, esa hidra
policéfala. Era como si entre la Obra y el resto del
mundo hubiese una línea roja y hacía falta valor
o desesperación para traspasarla. A un lado, la seguridad;
al otro, la oscura y ansiada libertad. Sólo tuve agallas
para ello cuando me percaté de que no me hacía
tilín la sustancia de la Obra, sino sólo los
accidentes o, como he leído en algún escrito,
lo periférico: los coleguitas, el nocturneo, las convivencias,
el bullicio del centro de estudios, los cumples, los lugares
que visitaba, el sentirme importante en las agendas y en las
medias horas de oración de los directores
, accidentes
que no me podían retener para siempre ni se iban a
mantener cuando me enviasen con ciertas responsabilidades
a un centro con menos gente, donde estaría obligado
a sentar la cabeza. En concreto, imaginarme en centros de
san Gabriel me bajaba la tensión; en cuanto a los centros
de san Rafael, guardaba yo muy mal recuerdo de mi época
de bachiller en mi centro de san Rafael: el director y mi
charlista estaban más preocupados por formarme y exigirme
que por ganarse mi afecto. Yo esperaba secretamente escapar
de todo eso haciendo la labor en un país extranjero,
para que mis hazañas circulasen luego de anécdota
en anécdota, u ordenándome sacerdote, para no
tener que ir en busca de la gente. Hasta me echaron los Reyes
Magos un método de finlandés, que me desalentó
a la primera página.
En el segundo año del centro de estudios, las charlas
sobre la perseverancia aumentaron. Supongo que, como yo, había
otros que tenían dudas. Don Aristocréitor era
especialmente machacón con ese tema. En una meditación
o en varias que en mi memoria son una sola, nos habló
de no sé qué numerario que se fugó de
su centro para no entregar el coche que sus papás,
con diabólicas intenciones, le acababan de regalar.
Y esa misma tarde tuvo un accidente y murió en el coche
que no había tenido la generosidad de entregar. A continuación
nos ilustró, con ejemplos, acerca del poco gusto que
tenían los ex para elegir mujeres, se conformaban con
lo primero que pillaban con tal de remediar la sensualidad
de la carne y luego la vida del matrimonio los desencantaba,
porque era una vida también muy exigente y es que el
que tiraba la toalla en la Obra no era por falta de vocación,
sino por falta de virtudes o de espíritu cristiano
y arrastraba en el matrimonio los mismos defectos y vicios
que lo empujaron a salir de la Obra. Luego despotricó
contra esos cincuentones sudorosos que hacían deporte
"para conservar su
bueno, no voy a decir para qué".
El caso es que yo me quedé con las ganas de saber qué
es lo que esperaban conservar con el deporte esos lamentables
cincuentones. Si se refería a la potencia sexual, ¿qué
hay de sucio y malo en intentar conservar ese don divino y
morirte con las botas puestas? Y por último, nos previno
contra una tentación diabólica que a mí
sólo empezó a tentarme cuando él la expuso:
podía ocurrir que uno, para escurrir el bulto de las
miles de obligaciones de un numerario, lamentara no haber
pitado de supernumerario. "Que sepáis", nos
aseguraba, "que la vida de un supernumerario es mucho
más difícil, pues no llegan a mesa puesta, tienen
que bregar con los niños y la suegra y, sobre todo,
tienen que vivir la castidad teniendo a la tentación
al lado en la cama." A mí ese último inconveniente
se me antojaba una turgente ventaja: ¡Oh, por favor,
yo quiero esa tentación! ¡Una mujer al lado con
todas sus figuras geométricas y sus estratégicos
lunares! Eso sí que era una tentación y no echarme
más o menos mantequilla en la tostada. Oh Señor,
¿por qué tuviste que llamarme como numerario,
si incluso el primer Papa dormía con su tentación
al lado? ¿Cómo voy a vivir desde ahora en un
pisito de solterones sin desfogar, donde la única hembra
que entra es la ternera troceada o una gallina muerta y ni
siquiera podré darme el gusto de verla sin plumas?
Y entonces me daba por desbarrar: ¿Por qué se
le metió a Cristo en la cabeza que lo íbamos
a querer más si nos hacíamos eunucos? ¿No
podríamos instituir en la Obra, conscientes de que
Dios no pide peras al olmo, el Desfogue Breve Semanal para
que sobreabundase así la perseverancia?
Bueno, pues con todas estas dudas, pero confusas por entonces
en mi mente, charlaba yo con don Aristocréitor de perseverancia.
Don Aristocréitor me invitaba a hacerme la siguiente
pregunta: "¿Cómo es posible que, rodeado
como estoy de gente excelente en la vida de familia, no se
me pegue al menos por ósmosis el espíritu de
la Obra?" Su tesis era lógicamente que mis problemas
de vocación no se debían a que yo no viviese
bien el espíritu de la Obra, sino simplemente a que
no vivía bien las virtudes cristianas, ni siquiera
las humanas. Por eso, si me salía, me auguraba no sólo
un alejamiento de Dios, sino también una degradación
de mi persona. No le discuto lo del alejamiento de Dios, pero
en cuanto a que como hombre tampoco era yo válido del
todo (no sé cómo expresarlo), caray, yo tenía
veinte años. A esa edad, no todos tenemos la personalidad
definida. Creo que me exigía demasiado. Algunos maduramos
a fuerza de años y batacazos, no a fuerza de voluntad.
Pero he de reconocer que entre don Aristocréitor y
el director y el psiquiatra numerario que me trató
hicieron un diagnóstico justo de mi personalidad: en
aquel tiempo yo estaba al vaivén de mis sentimientos,
me abandonaba a la melancolía y la ensoñación,
era la indecisión y la duda y el desorden con patas,
me costaba amoldarme a las situaciones y las personas, había
en mí un eterno descontento hacia el mundo y mi persona
y un enorme complejo de inferioridad. Quizá esa manera
de ser mía era incompatible con las características
que deberían ser propias de un numerario: orden, constancia,
realismo, voluntad más que corazón, don de gentes
Tal vez, sin la Obra, a mi complejo de inferioridad no le
habría dado por llamar la atención intentando
ser patéticamente original, o tal vez sí, pero
el caso es que el complejo de inferioridad lo he tenido desde
niño y sólo la calvicie lo ha domesticado enseñándome
a tener cierta dignidad. Pero como salí de la Obra
queriendo olvidarla toda, lo bueno y lo malo de ella, me resultó
cómodo achacarle a ella esa desastrosa manera mía
de ser. Lo importante era no darles la razón y no tener
yo la culpa de nada. Muchos años he tardado en darme
cuenta de que yo era así porque así me parió
mi madre y eso no es malo y ahora lamento no haberme aprovechado
de aquel diagnóstico certero de mi personalidad y haber
tenido durante tanto tiempo una imagen distorsionada de mi
persona. Aunque ellos estudiaron mi personalidad a fin de
amoldarla a la Obra y no al mundo al que yo quería
pertenecer, dieron en el clavo. La única afirmación
de don Aristocréitor con la que yo no estaba de acuerdo
(y sigo sin estarlo) era que sólo la Obra podía
salvarme de mí mismo y que fuera de ella esos problemas
acabarían destruyéndome.
Doy gracias, pues, a las buenas personas que me fui encontrando
después en el camino y que acertaron también
en el diagnóstico y se encargaron de que esa profecía
no se cumpliera (al menos por ahora) ayudándome a mejorar
sin pedirme a cambio que me convirtiera en el digno instrumento
de una alta causa, sino que simplemente fuera feliz. Además
estas personas (y en ellas incluyo a algunos de la Obra) no
ponían tanto empeño en cambiarme: yo era así
y así me querían.
Realmente las afirmaciones de don Aristocréitor me
marcaron; e intuyo que afirmaciones parecidas se les han dicho
a muchos ex, porque es un tema común en los escritos
afirmar que uno ha triunfado en lo profesional y en lo sentimental
y que siguen siendo católicos. Es una manera de decirle
a la Obra: ¿Veis cómo os equivocasteis? ¿Comprendéis
ahora que me fui no por no vivir bien el espíritu de
la Obra ni por ser mala persona sino porque el espíritu
de la Obra está viciado o no estaba hecho para mí
y que ahora que soy libre, soy una persona normal? Y me gustaría
saber que a los ex no les asaltan dudas de perseverancia en
su matrimonio en los mismos términos en que se las
planteaban en la Obra, porque así le quitaría
la razón a don Aristocréitor.
En fin, todo eso me lo decía don Aristocréitor
porque, por entonces, yo había manifestado ya abiertamente
dudas sobre mi vocación. Aún recuerdo la terrible
noche, allí en el centro de estudios, en que decidí
dedicarme definitivamente a la vida disoluta, justo el día
en que coincidí en el tren con aquella anciana de la
que hablé antes. Fue una noche larga e insomne
A mi confusa manera, yo percibía entonces que el nume
que era yo no era normal. Tanto rezo, tanto charlismo, tanto
consultismo, tanta ropa formalita comprada con alguien designado
por el subdire, tanto empeñarme en que me daba la gana
hacer cosas que realmente no me daba la gana hacer
me
convertían en un bicho más raro de lo que ya
era y que espantaba más que atraía a la gente.
Ya ni siquiera me retenía allí lo mejor que
tiene la Obra: las personas. La vida en familia comenzaba
a asfixiarme; mis mejores amigos habían acabado ya
el centro de estudios y yo me encontraba como pez fuera del
agua. Las tertulias y los cumples eran algo muy guay, muy
díver, pero yo tenía la cabeza en otras cosas
más dulces y más oscuras. Me sentía,
con un poco de fanfarronería por mi parte, como esos
niños prepúberes que se encuentra contra su
voluntad con niños menores que aún juegan a
las guerras cuando lo que a él le gustaría era
jugar a los médicos con sus hermanas. Ya me daba igual
tirar por el ancho camino lleno de placeres de los malditos
ex, aunque me condujera al precipicio.
El subdirector de mi grupo me dijo que me confesara por mis
dudas y un cura me vino a decir que nunca podría ir
con la cabeza bien alta si abandonaba a Cristo en la cruz,
o sea, si despitaba. Debo decir que ahora no soy la beatitud
personificada, pero tampoco soy un desgraciadito; todo depende
de donde ponga uno el listón de la felicidad. Donde
no era feliz de ningún modo era en la Obra. En la Obra,
que yo recuerde, conseguía como máximo la satisfacción
del deber cumplido, cuando lo cumplía, pero la felicidad
no nace de cumplir el deber, sino de hacer lo que uno quiere
y le gusta.
Así que mi disyuntiva era: traicionar a Dios para
ser feliz o ser fiel a Dios para ser infeliz como hasta ahora.
Fue el director del colegio mayor, don Ángel, quien
eliminó esa horrible disyuntiva. Él opinaba
que yo era buena persona, sólo que simplemente no tenía
vocación. Y nunca me auguró desgracias y sólo
tuvo para mí palabras de aliento. Sus palabras me confortaron
lo indecible: yo me podía ir por esos caminos de Dios
sin traicionar a Dios ni a nadie. Supongo que el director
estaba en la línea de Luis
Usera, y don Aristocréitor en la línea
de los reglamentistas, como dice Ñam
Ñam en su estupenda clasificación de
numerarios.
9. De cómo el león se
comió al camello
Y ha llegado el momento de contar dos anécdotas que,
leyéndoos, he recordado y al recordarlas me han dado
una bofetada. La primera se refiere a mi primer día
de aspirante y la segunda a mis postrimerías de numerario
expirante.
Creo que la primera vez que usé una pluma fue para
escribir, a los catorce y medio justitos, la carta al Padre.
Tres o cuatro veces me hicieron repetirla hasta que salió
sin impropiedades ni tachones. Entonces me llevaron a dirección
y el director y el que me había convencido de pitar
me revelaron el primer secreto: "¿Sabes cómo
se saludan los de casa?" Y yo, contento de saber algo,
dije que sí. Con toda seguridad, tomé a uno
de ellos para su desconcierto y lo estreché en mis
brazos mientras le daba palmetazos viriles en la espalda,
tal como había visto hacer a los agregados y numerarios
recios y machotes cuando se reencontraban por esos caminos
de Dios. Entonces ellos me explicaron lo del monosílabo.
No se me ocurre mejor imagen que esa para explicar que yo
a esa edad no tenía ni pajolera idea de lo que me aguardaba
ni a qué había dicho que sí. Si en los
días siguientes me hubiesen hablado, en vez de lo del
cilicio, de las dos horas de piedra en el zapato o de los
cubitos de hielo en los calzoncillos o, desbarrando un poco
más, de la Mamada semanal o de la Paja Colectiva de
fiestas A, por poner un poner, pero que de eso ni mu a los
papás, y me lo hubiesen justificado con cualquier textillo
o anécdota del fundador, también me lo habría
creído a pie juntillas, sólo que quizá
habría perseverado más tiempo. ¡Ay, la
adolescencia, qué edad tan ingenua, tan pava y tan
entusiasta!
La otra anécdota es más bien un sentimiento
que me embargó en una charla o en una tertulia-homilía
con uno de los grandes. Allí se dijo que el fundador
prefería que la gente pitase adulta, porque a los adolescentes
había que quitarles aún los mocos (esa fue la
expresión). Que el fundador considerase mi sí
de adolescente como el de un mocoso me escoció vivo,
y seguramente a más de la mitad de los numes que allí
había, porque entre nosotros era muy alto el porcentaje
de pitajes a los catorce y medio. El caso es que esas palabras
me abrieron los ojos: era la primera vez en mi vida de nume,
que caí en la cuenta de que, puesto que mi pitaje había
sido realmente el de un mocoso, había sido, cuando
menos, precipitado y ya me sentí menos culpable ante
Dios de no querer seguir por ese camino.
Y aunque me daba gustillo que tipos diez años mayores
que yo me tuvieran anotado de cabo a rabo en su pulcra agenda
y me dijeran: "Tienes que solucionar este asunto del
cabo y meditar este otro del rabo", porque todo eso daba
al cabo y al rabo una importancia desmesurada que a uno le
halagaba, hay que reconocer que de todo se cansa uno, sobre
todo cuando uno ve que los problemas del cabo y los del rabo
no se te solucionan, sino que se embrollan mutuamente en un
nudo gordiano que no tienes más remedio que cortar
a lo Alejandro Magno.
No poder disponer de mi tiempo, no poder hablar con espontaneidad
con quien te apeteciera (porque menuda corrección fraterna
te podía caer si hacías una confesión
impropia), no poder hablar con las niñas, no poder
ir a la playa, no poder oír música cuando encartara,
no poder leer antes de ir a la cama, no poder trasnochar,
no poder tener amistades particulares, no poder desatar de
vez en cuando a la loca de la casa, en fin, no poder y para
colmo ese no poder, tener que convertirlo en un querer que
iba contra tus fibras más íntimas, todo eso
me desgastaba. Es cierto que si yo hubiese estado encendido
en amor de Dios, todas esas renuncias se habrían convertido
en una afirmación gozosa, pero por más que intenté
encenderme en ese amor, nunca lo conseguí: las molestias
de tantas renuncias apagaban la llama.
Entonces, uno decide de pronto dejar de ser un camello aplastado
por el peso de tantas obligaciones y se alza y ruge como un
león, por utilizar las grandilocuentes imágenes
de Nietzsche, y decide por fin ser libre. Bueno, en mi caso
fue un cachorro el que lanzó el rugido. Por entonces
fue sólo un rugido animal, pero ahora, con el paso
del tiempo, lo traduzco así: "Basta. Ahora voy
a ser yo quien decida qué es lo que quiero hacer y
qué es lo que debo hacer. No volveré a entregar
a ninguna persona libremente mi libertad, sino en todo caso
el corazón. Y se lo entregaré porque me da la
gana, no porque crea que debo hacerlo. Y si esa persona, con
mi corazón en su poder, empieza a pedirme también
mi libertad y a exigirme que piense y vista y actúe
así o asá, espero tener fuerzas como ahora para
mandarla a tomar por saco, aunque se me parta el corazón".
Y he tenido la suerte de topar con una persona a quien se
lo he dado todo menos mi libertad. Todo antes que volver a
sentirme un camello, un varón domesticado.
A veces me da por hacer futuribles (no os lo recomiendo:
por lo visto no es sano) y me pregunto qué habría
sido de mí a mis años si hubiese perseverado.
Seguramente estaría siempre revolviéndome contra
los directores para acabar al final agachando la cabeza, ellos
hartos de mí y yo de ellos, y como yo no tendría
valor para irme dando un portazo, estaría deseando
que ellos me dieran la patada. En fin, me habría pasado
toda la vida jugando al león acobardado y al camello
cabreado (o si lo preferís, el borrico de noria con
mala sombra). Menos mal que, en la realidad, el director del
colegio mayor, del que tan buenos recuerdos guardo, advirtió
mi falta de vocación o de idoneidad desde que el camello
soltó algún rugido.
Cuando se te ha empujado para que conviertas tu deber en
querer y tu cuerpo y tu ser se revuelven sanamente en contra
y rompen con todo, bulle en ti un deseo de hacer lo que te
salga de la punta, aunque vaya contra el susodicho deber.
Ese es el efecto secundario de no darse jamás un gusto,
que un buen día revientas. En un relato de Chesterton,
aparece una triste mujer que sin rechistar llevaba años
cuidando de un insoportable anciano; y el padre Brown comenta
de ella que era el tipo de persona cumplidora que un buen
día nos asusta a todos con un asesinato, como de hecho
ocurre en el relato.
Cuando sales, tienes ganas de pecar, de desquitarte de tanto
deber, de recuperar el tiempo perdido (al menos en mi caso)
y sólo cuando, con el tiempo, dejan de darte la vara
con el deber, empiezan tu querer y tu deber a reconciliarse,
a negociar sin pelearse: mira, tú haces esto que debes
y luego te consiento echarte la siestecita que quieres. No
es que el hombre sea egoísta: es que es un hombre,
no un ángel.
La sensación que tengo es que la Obra, por desarrollar
una comparación que me expuso Ñam Ñam,
era una novia o esposa bellísima, pero que te exigía
dedicación total a su persona, una novia que te puede
pedir incluso que renuncies a tu trabajo y a tus gustos para
estar más tiempo con ella, pero luego no te da un masajito,
salvo que figure en el horario; necesita que estés
siempre a su lado diciéndole constantemente que la
adoras y que ya no necesitas escapes, ni evasiones ni realizaciones
profesionales, sino que con ella te basta; te dice que no
a esa travesura sexual porque no está encaminada a
la procreación; se pone celosa no ya si miras a otras
gachís en la playa sino si pierdes el tiempo en cosas
tan inútiles como, por ejemplo, componer un poema a
un árbol; no se siente obligada a recompensarte, porque
estás cumpliendo con tu deber hacia ella y sólo
te premia con la felicidad que se supone que debes sentir
por amarla tanto. Incluso, puede ocurrir que, si le dices
que tu amor ha desaparecido pero que sigues unido a ella porque
te obliga el deber que contrajiste en el altar, se conforma
y te prefiere unido a ella por deber que libre siguiendo tu
querer. Le parece mal que después del trabajo te desparrames
en el sofá a tomarte una cerveza y eso por tres razones:
porque la postura no es elegante, porque el dinero que te
gastas en cerveza se podría dedicar a comprar ropas
más dignas para tus hijos y porque el tiempo que pierdes
tomándotela lo podrías dedicar a leer libros
de psicología infantil con los que educar mejor a tus
hijos. En fin, una mujer así te posee más que
te ama, es una condena, un pedazo de losa que te prefiere
camello esclavo a león libre, para que sonrías
cuanto más fardos te echa encima por darse el gusto
de ver hasta qué punto la amas. Una mujer así
espanta a cualquiera, te hace dudar de tu amor constantemente,
a no ser que seas un calzonazos o que realmente estés
enamoradísimo de ella. Una mujer así te obliga
a repetir hasta convencerte, "lo que digas, amor"
o a pedir espantado el divorcio y escapar libre como un pájaro
no ya para componer poemas a los árboles sino a los
volúmenes de las gachís para ver si así
te dejan catarlos, a beber cerveza como un cosaco y odiar
los libros de psicología infantil, hasta que, al final,
harto de cervezas (aunque no de los volúmenes, si te
han dejado catar alguno), topas con una mujer normal, que
no sólo ve bien que te tomes una cerveza, sino que
además te la sirve ella misma mientras te deja que
cates lo que encarte. Después de eso, uno lee los libros
de psicología infantil que sea necesario y no está
buscando cualquier ocasión para escaparse de casa,
porque a esta mujer uno le escribe los poemas de puro gusto
y si no se los compone, ella no deja de quererte, porque sabe
que un hombre no es una marioneta en sus manos, sino una criatura
muy compleja y rica y variada e imprevisible y libre y precisamente
por eso le gusta. Sólo entonces se reconcilian querer
y deber, sólo cuando eres realmente libre.
Pero la libertad tiene eso: es arriesgada, es para los fuertes,
no da certezas, puedes equivocarte. Y por eso hace falta valor
para abrazarla. Y en ese mar de incertidumbres se mueve la
gente de la tropa.
Yo he conocido personas que creen que las personas han nacido
sólo para cumplir deberes sin pedir nada a cambio.
Lo demás les parece maldad y egoísmo. En esa
línea, el punto 776 de Camino te aconseja preguntarte
muchas veces a lo largo del día si estás haciendo
lo que debes. ¿Desde cuándo es pecado hacer
también lo que quieres sin ponerlo al servicio de algo
superior?
No digo yo que la Obra sea como esa mujer que he descrito,
sólo que yo la percibí así, aunque por
entonces no sabía expresarlo. Sin embargo, también
sé que hay gente a la que esa relación le gusta.
Es gente de otra madera que la mía. Y no digo que los
ex no seamos exigentes ni heroicos, sólo que es difícil
ser héroe sin vocación. Seguramente seríamos
o de hecho somos héroes en otras batallas, en otras
circunstancias, pero la Obra no era nuestra batalla.
Si la Obra fuese un ejército de cruzados que libera
prisioneros, el ardor guerrero me habría hecho quizá
perseverar por muy estricta que fuese la disciplina militar,
pero si en vez de guerrear estuviéramos todo el día
acuartelados y acicalándonos los cascos y las grebas
y diciéndole al otro "mira que quería comentarte
que le quites la herrumbre a la espada" y arrojándonos
cada mañana a un estanque helado y pidiendo permiso
al capitán hasta para mear, entonces sí que
claudicaría, agobiado por tantas fruslerías.
La dura vida militar sólo vale la pena en época
de guerra, pero una disciplina tan dura para estar simplemente
acuartelados, es un rollo macabeo insoportable. Es lógico
que algunos salgamos del campamento con ganas de violar monjas.
Y no sólo de eso, sino también de alejarte
de Dios y de sus aledaños, de un Dios que te exigía
tantos ratos exclusivos al día para Él, hablar
de Él con urgencia a todo el mundo y en todo momento
para rellenar una meditación en la que Él estaba
personalmente interesado, y negarte a tantas cosas buenas
y normales por amor a Él, que en realidad no las necesita
y que supuestamente las creó para nosotros. ¿Qué
tipo de Padre es ese que te hizo hormonal y luego te quiere
célibe? ¿Qué psicótico Dios es
ese que se interesa tanto por mi pito? ¿Qué
tipo de Dios es ese que sonríe si te cilicias, pero
se entristece si disfrutas sin acordarte de Él? ¿Para
qué demonios va a necesitar Dios renuncias y sacrificios
voluntarios y reglados si luego la vida se encarga de que
te sacrifiques y renuncies a mansalva por los demás?
¿El Dios del amor universal que yo leía en el
Evangelio era el mismo que ese Dios puntilloso que me decía
claramente a través de mi agobiante charlista: "Aficiónate
al fútbol para ser un tipo más normal"
o "No te persignes a la velocidad de la luz" o "Si
no mejoras tu letra, jamás te pedirán los apuntes
en la facultad"? ¿Hasta esos detalles se interesa
Dios? Me habrían resultado más aceptables esas
sugerencias viniendo de una persona interesada en mí
que de un director interesado en usarme para atraer gente
y a través del cual me hablaba el mismísimo
Dios.
10. Fin del rollo o canto de cisne
Cuanto aquí he contado no es la Obra, sino mi experiencia
en la Obra, las cositas que ella y yo hicimos juntos. Y digo
"cositas" porque ni estuve mucho tiempo en ella
ni esas cositas son para rasgarse las vestiduras. Si esa experiencia
fue negativa, no la achaco a la perversidad de nada ni de
nadie. Allí sólo había buenas personas
y ganas de ayudar a los demás. Yo realmente estuve
en el Opus Dei, dentro de lo que mi adolescencia y mi juventud
me permitían, porque me daba la gana. En cuanto quise
irme, me dejaron ir sin crearme problemas de conciencia y
las personas que yo más quería de la Obra no
me dieron la espalda. Los problemas que tengo ahora son míos
desde siempre. En cuanto a mi alejamiento de la religión,
supongo que era un proceso natural en mí y el Opus
Dei no hizo sino retrasarlo. Así que no culpo al Opus
Dei de absolutamente nada. Con no estar en él me sobra.
Sigo respetando a la Obra porque dos de las personas que
más amo en el mundo son de la Obra y son tan excelentes
personas, que siempre me acabo diciendo que la impresión
que yo saqué de la Obra es negativa por una incompatibilidad
de caracteres, pero no por una perversidad de una Obra que
permite a gente tan buena y feliz ser tan buena y feliz.
En fin, que yo salí por patas de la Obra, pero también
habría huido de una cofradía o de una peña
vecinal echando pestes. Eso es lo malo (o lo bueno) que tienen
los grupos: que no se hacen al gusto de cada cual. Y eso es
lo malo (o lo bueno) de los tipos independientes como yo:
que no nos amoldamos a los grupos.
Creo que todo se reduce a eso.
Eso no quita que yo le vea fallos gordos al Opus Dei, pero
también le veo sus virtudes también gordas.
Y los primeros están unidos a las segundas. Me explico:
el universo es una red intrincada, donde nada es blanco ni
negro ni nada es independiente de lo otro. Para que haya hermosos
leones, los ciervos (incluso la cierva que vi en Cazorla)
tienen que ser devorados. Cuando a los locos los lobotomizaban
para quitarles la agresividad, les quitaban, sin querer, la
creatividad. Todo tiene sus efectos secundarios. Una madre
muy solícita puede tener el defecto de ser agobiante
o posesiva, y eso va indisolublemente unido a su carácter
solícito. No se puede tener sólo lo bueno en
la vida. Pues lo mismo pasa con la Obra: sus defectos van
unidos a sus virtudes. Por ejemplo, el defecto de no poder
tener amistades particulares conllevaba la virtud de que uno
se esforzaba por tratar bien a todos; el defecto de creerse
inmaculada le da a la Obra la virtud de ser más convincente;
la virtud del buen hacer, de la elegancia y el refinamiento
a veces puede llevar a algunos de sus miembros a ser tiquismiquis,
vanidosos y señoritos. Para complicar más las
cosas, lo que para unos son defectos para otros son virtudes.
Gracias a sus virtudes y a pesar de sus defectos, supongo
que la Obra hace más bien que mal a la gente. Dios
escribe recto con renglones torcidos. Por eso, porque las
cosas no son ni blancas ni negras, podemos escribir de la
Obra ríos de tinta y no sé si llegaremos a una
conclusión clara. Menos mal que es así; si no,
no existiría esta página que me tiene tan enganchado.
Hasta luego, amigos.
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