Gracias a Dios, ¡nos fuimos!
Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?

Tras el umbral
Una vida en el Opus Dei
Autora: Carmen Tapia
Índice del libro:
I. Prólogo, presentación e introducción
II. Mi encuentro con el Opus Dei
III. Crisis vocacional
IV. Cómo se llega al fanatismo
V. Viaje a Roma
VI. Roma, la jaula de oro
VII. Venezuela
VIII. Roma II: retorno a lo desconocido
IX. Regreso a España
X. Represalias
XI. Retratos
XII. Los silencios
XIII. Bibliografía sobre el Opus Dei
XIV. Bibliografía general
 
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TRAS EL UMBRAL, UNA VIDA EN EL OPUS DEI. Carmen Tapia

CAPITULO IV (Continuación): CÓMO SE LLEGA AL FANATISMO

Sin embargo, al lunes siguiente, la subdirectora del curso, Nisa González Guzmán, me indicó que fuera a la casita del jardín y tratase de encender el hornillo. Fui y, ¡sorpresa!, el hornillo prendió al primer intento con un fuego alegre y vivo, casi burlón. Volví corriendo a la casa para decirlo, y Nisa me explicó con una gran sonrisa que, si yo no había podido mantener encendido el hornillo la semana anterior, no había sido por ineficacia mía, sino debido a que había dos nidos de pájaros en la chimenea...

El trabajo de oratorio era el más suave. Se trataba principalmente de la limpieza del oratorio, de preparar los ornamentos por la noche para la misa del día siguiente, lavar y planchar los manteles del altar y los lienzos blancos. Había también que hacer las hostias para toda la semana.

La numeraria encargada de la cocina tenía que preparar la comida cada día. El primer paso del trabajo era encender la lumbre que, al no ser de gas, a lo que todas estábamos acostumbradas en nuestras casas, no era tarea demasiado fácil: había que empezar con astillas y carbón, y mantener la lumbre viva hasta la noche. Durante nuestras clases, la directora ayudaba en la cocina para que no se apagase el fuego y no se quemara la comida.

Por lo dicho, todas tuvimos una gran consideración a la numeraria que estaba encargada de la cocina, y jamás nadie hizo la menor crítica sobre la comida.

La numeraria encargada del office tenía que preparar y quitar las mesas, así como hacer los postres y la bollería para la merienda y el desayuno. Los sábados por la tarde no se merienda en ninguna casa del Opus Dei, como mortificación. Cuando me tocó el office, yo estaba encantada con esta costumbre que ahorraba mucho trabajo, pero pronto me di cuenta de que poco valía mi regocijo, ya que en ese tiempo que se dedicaba a preparar las meriendas, ahora había que preparar los postres para el almuerzo del domingo.

Para hacer los trabajos de la casa, las numerarias del Opus Dei llevan, cubriendo el vestido, una bata blanca abrochada detrás o delante. Bata que tiene que estar siempre inmaculada. Aprender esto en el centro de estudios me costó esfuerzo. Ordinariamente las numerarias encargadas de cualquier trabajo en la casa nos cambiábamos la bata dos veces por semana; pero si estábamos encargadas de la cocina u office, el cambio de la bata blanca era diario. Llevar una bata blanca con manchas era materia de corrección fraterna. La bata blanca se usa solamente durante las horas de trabajo, nunca para ir al oratorio, asistir a las clases o andar por la casa; y mucho menos si se espera alguna visita.

Las numerarias que no tenían trabajos especiales en la casa, o aquellas a las que teniéndolos les sobraba algún tiempo, se dedicaban a confeccionar casullas y ornamentos para sacerdotes, las cuales se vendían a las otras casas del Opus Dei o a las familias de aquellos sacerdotes que se iban a ordenar próximamente. Con estos ingresos "Los Rosales" se sostenía, ya que la mayoría de las numerarias que hicimos este curso no trajimos la pensión estipulada para dos años, considerado el tiempo de formacion. Las familias de la mayor parte de las que hacíamos el curso, al no estar de acuerdo con la vocación, no nos entregaron ningún dinero. De una manera muy sutil, las directoras nos dejaron ver lo buena que había sido la Obra al dejarnos venir en estas condiciones.

Esta pensión generalmente se aporta a través de los padres o a través del trabajo profesional de la numeraria. No es una dote, la cual sólo se aporta al matrimonio o al estado religioso. Equivale esta cantidad a la que cualquier residente paga en las residencias del Opus Dei. En mi caso, el punto contradictorio fue -y lo mismo le sucedió a varias de las que tuvieron que dejar de trabajar para hacer el curso- que nos dijeron los superiores que teníamos que dejar el trabajo totalmente y asistir a este curso de estudios.

La doctrina del Opus Dei predica por el contrario, hablando de las exigencias ascéticas, formativas y apostólicas de sus miembros, que "para los seglares es condición irrenunciable para poder corresponder a la propia vocación el ejercicio constante de un trabajo profesional civil de ciudadano corriente...". (Giancarlo Rocca, L'Opus Dei. Apunti e documenti per una storia). Pero esto no siempre sucede. Es una regla general no siempre aplicable, ya que aquellos miembros de las dos secciones que van a los colegios romanos de la Prelatura o aquellos otros que se dedican a los trabajos internos dentro del Opus Dei -sean de gobierno o de formación- dejan su trabajo profesional. A lo más que llegan, en algunos casos, es a escribir algo y publicarlo en aquellas revistas dirigidas por miembros del Opus Dei (obras "corporativas" o "comunes").

Tuvimos un total aislamiento con el exterior durante esos seis meses en el centro de estudios. Y esto, curiosamente, es una característica de las sectas (El aislamiento consiste en reglas de conducta calculadas para proteger los valores de la secta, reduciendo la influencia del mundo exterior cuando necesariamente ocurre algún contacto. Por supuesto que el aislamiento es una función latente en las enseñanzas de la secta...'. Bryan R. Wilson, "Patterns of Sectarianism"). Sólo a través de la correspondencia, tanto yo como las demás, nos comunicábamos con la familia y amigos, a excepción de las hermanas Mouriz, a quienes venían a verlas su madre y sus hermanas casi todos los domingos. Luego supe que aquellas visitas de sus hermanas se relacionaban con el proselitismo que en aquel entonces se hacía con dos de sus hermanas: una médico, Angelita, y la otra, Carmen, que se preparaba para un taller de alta costura. Angelita estuvo muchos años en la Universidad de Navarra, y Carmen acabó, después de pasar por Roma, de directora regional de Alemania. No se nos permitía tampoco hacer ni recibir llamadas telefónicas. Las cartas que escribíamos teníamos que entregarlas abiertas para que las censurase la directora, y aquellas que recibíamos nos llegaban igualmente abiertas y leídas por la directora. Esto se sigue haciendo hoy día en todas las casas del Opus Dei. Sólo a las numerarias mayores o que tienen hecha la "fidelidad" les entregan cartas sin abrir, con la recomendación de que "si hay algo importante en ellas", se lo haga "saber a la directora". A los sacerdotes y especialmente a los que por cualquier causa los tienen "vigilados", suelen también revisarles el correo. Se dan también casos en los que a uno le dicen que recibió una carta, pero no se la entregan, porque "no es conveniente para su alma". O simplemente no le dicen a uno nada y tampoco se la entregan. Ése es uno de los manoseos de conciencia que los miembros del Opus Dei sufren y aceptan para su mejor formación. Y, naturalmente, todo ello basado en la adquisición del "buen espíritu del Opus Dei".

Mi padre solía escribirme de vez en cuando, pero muy "telegráficamente". Yo le escribía tanto como me dejaban: dos veces al mes. En Cuaresma nos dijeron que no debíamos escribir a las familias; sólo en casos excepcionales. Y la misma política se sigue durante el Adviento. Las cartas que recibíamos durante estas dos épocas del año, sin embargo, solían entregárnoslas.

El género de vida llevado en "Los Rosales" era un caldo de cultivo perfecto para el adoctrinamiento que, poco a poco, nos iba convirtiendo en auténticas fanáticas del Opus Dei: 1) separación total de nuestro medio ambiente; 2) vida en grupo; 3) no disponer de un minuto libre; 4) tener el horario organizado de tal manera que el trabajo excesivo, la vida de meditación y de mortificación ocuparan nuestro día y nuestra noche; 5) el Opus Dei y el Padre como temas y metas únicas de nuestra vida; 6) el decirnos a derecha e izquierda que nuestra familia "era la Obra"; nuestras hermanas "los miembros todos del Opus Dei" y, por supuesto el Padre era a quien "teníamos que llegar a querer más que a nuestros padres"; 7) no oíamos música ni teníamos distracciones de tipo alguno, excepto una película, la única que nos proyectaron en seis meses: "Botón de ancla". No había radio ni se tenía acceso al periódico ni a revista alguna. Por ejemplo: del Consejo de Investigaciones Científicas me mandaban como obsequio la revista "Arbor". No me dejaron leerla y me dijeron que no me la entregarían nunca porque para mí lo más importante no era pensar "en filosofías", sino aprender a llevar la administración de una casa. Recuerdo que esto me fastidió mucho. Tanto, que le dije a la directora que me estaban apartando de toda mi vida anterior. Ella me contestó diciendo que yo tenía mucha suerte al tener "una cosa más para ofrecerle a Dios".

El lavado de cerebro consiste precisamente en hacerles ver a los miembros, particularmente en la primera hora, que la Obra es perfecta porque es de Dios, y que cuanto diga el Fundador es divino también, porque es inspiración del mismo Dios. Cosa que se enseñaba desde el primer momento en los cursos de formación del centro de estudios. Y, a semejanza de un tema musical, lanzada la primera nota por el primer violín, el Padre; repetida inmediatamente por los segundos violines, los superiores; y seguida por los instrumentos de cuerda y de percusión, llamados charla fraterna, círculos de estudio, meditaciones, clases, retiros, ejercicios espirituales, corrección fraterna, etc.; es decir, a través de todos aquellos medios de adoctrinamiento que el Opus Dei tiene a su alcance y puede usar con sus miembros.

El adoctrinamiento que recibíamos no nos permitía analizar nada de aquello que intelectualmente pudiéramos no entender. Nuestra reacción como consecuencia tenía que ser la de rechazar violentamente cualquier pensamiento crítico como una falta de unidad y de "buen espíritu", y reportar aquella idea en la charla fraterna como un punto negativo de nuestra vida espiritual.

¿Es que las mujeres que entramos al Opus Dei éramos todas bobas o tan ingenuas que nos manejaban como marionetas? ¡No! Simplemente entramos a la Obra con una rectísima intención de cumplir la voluntad de Dios. Éramos cándidas y creímos a carta cabal que los superiores representaban la voz de Dios. Estábamos llenas de buenas intenciones y convencidas de que, para vivir aquella secularidad como forma nueva de apostolado y de apostolado intelectual, nuestra postura era la de abandonarnos en manos de Dios, dando por supuesto que toda aquella doctrina procedía también de Dios, y considerar que, si algunas cosas nos chocaban, se debía a nuestra ignorancia espiritual sobre la vida de santidad.

Lo que en la Obra no han debido de pensar aún seriamente es que el rechazo a la crítica y especialmente la falta de autocrítica de la Institución en cuanto se refiere a cosas dichas por monseñor Escrivá o a las costumbres instituidas por él como fundador, es lo que hace al Opus Dei caracterizarse como secta. (Bryan R. Wilson, "Patterns of Sectarianism", pp.23-36, donde entre otras pueden encontrarse las siguientes definiciones: "Típicamente una secta puede ser identificada por las siguientes características: es una asociación voluntaria, a la que se pertenece previa autorización exclusiva de las autoridades de la misma...'., '....se subraya la selección y se expulsa a quienes contravienen los preceptos doctrinales o morales de la organización...'., ...'las sectas dictan a sus miembros la orientación ideológica en la sociedad, así como los niveles de rectitud moral...')

¿Y qué quedó de mi manera de ser, optimista, decidida, independiente? ¿De aquella muchacha que se comía al mundo o se lo ponía por montera? Había muchas cosas que yo verdaderamente no entendía, pero siempre me salían al encuentro con que tenía que pedirle a Dios adquirir el "buen espíritu" que predicaba el Padre, y me recordaban el punto 684 de "Camino" ('.Tu talento, tu simpatía, tus condiciones.., se pierden; no te dejan aprovecharlas. Piensa bien estas palabras de un autor espiritual: No se pierde el incienso que se ofrece a Dios. Más honrado es el Señor con el abatimiento de tus talentos que con el vano uso de ellos.').

Lo que yo pensaba interiormente es que mis valores tenía que ponerlos a los pies de Cristo, y que este sacrificio mío, por la comunión de los santos, iría en beneficio de cuantas necesidades había en la Iglesia. Mi optimismo no lo perdí y mi alegría tampoco, lo que aprendí fue a sobrevivir en un ambiente que, como nos aseguraban, no era el ordinario en las casas del Opus Dei. Para mí, vivir rodeada de más de veinte mujeres se me hacía imposible. Nunca he tenido mentalidad de rebaño. En la confidencia me aseguraban que el centro de estudios era solamente una etapa de formación interior para adecuar nuestra alma al espíritu del Opus Dei y que, cuanto más fielmente asumiera la doctrina, más feliz sería y más eficaz sería mi apostolado. Es decir, me hacían separar interiormente el espíritu del Opus Dei de la materialidad ambiental que me rodeaba. Por ello decidí asimilar todo y lo mejor que pude la doctrina del Opus Dei.

Fueron muy listas mis superioras: me adoctrinaron perfectamente bien, consiguiendo de mí que rindiera mi voluntad ante la supuesta voluntad de Dios y usando mi espíritu religioso sincero como base segura para sembrar la doctrina del Opus Dei. Y lo consiguieron: me hicieron una perfecta fanática, un instrumento eficaz dentro de la secta llamada Opus Dei.


Córdoba: "La Alcazaba"

El curso en el centro de estudios se terminó al cabo de seis meses. Llevábamos semanas especulando a dónde nos destinarían. Se notaba ya una especie de inquietud especial por salir de "Los Rosales" y llevar con nosotras ese "buen espíritu" que tan bien nos habían inculcado. Teníamos la lección muy bien aprendida.

Rosario de Orbegozo vino de Madrid y nos leyó a todas juntas en el jardín los "destinos". A mí me mandaban, con otra que también hizo el mismo curso, Piedad García, a Córdoba, precisamente la ciudad donde mi madre había nacido y donde vivía y vive su familia entera. Ibamos a la administración de la residencia de varones llamada "La Alcazaba".

Yo conocía bien Córdoba porque había pasado temporadas con mis tíos y, precisamente la última vez que estuve allí fue porque esos tíos míos me invitaron a pasar las famosas ferias del mes de mayo. En esos días mi familia me trató a cuerpo de rey y me divertí de lo lindo.

Nadie en "Los Rosales" nos explicó cómo era la administración, ni la residencia en Córdoba, pero mentalmente pensé que la residencia sería estilo andaluz, como las casas de mis tíos.

La verdad del caso es que dejé "Los Rosales" sin la menor pena, porque yo había notado mucho el encerramiento durante los meses pasados en esa casa y, como decía al principio, la vida en grupo no me era fácil. Veía con alegría, por otra parte, el que por fin iba a empezar a poner en práctica las enseñanzas teóricas que recibimos y sobre todo a poder hacer apostolado. Bien es cierto que, si por un lado estaba llena de deseos de imprimir el espíritu del Opus Dei en las almas, por el otro sentía también el temor de lo desconocido; es decir, de enfrentarme con la realidad de llevar un trabajo directo en la administración de una residencia de estudiantes, de la cual, por ser tan nueva, nadie nos había hablado en el curso; y no tenía la menor idea de cómo pudiera ser.

Curiosamente, tan pronto como me dieron la noticia de mi viaje a Córdoba, la directora central, Rosario de Orbegozo, me dijo que llamara a mi padre por teléfono, la única vez que esto sucedió desde mi llegada al centro de estudios, para que me enviara el billete de tren Madrid-Córdoba-Madrid, billete que mi padre me mandó a vuelta de correo a "Los Rosales". Por ser mi padre uno de los directores de la RENFE, yo tenía derecho a viajar gratis en el surexpreso de lujo y en coche-cama. El billete que mi padre me mandó a "Los Rosales" consideraba las dos posibilidades.

Los padres de Piedad, que vivían en Salamanca, le mandaron también suficiente dinero para poder comprar igualmente el billete de la clase que necesitara. Ella con su dinero y yo con mi billete llegamos a la calle de Juan Bravo, en Madrid, donde estaba entonces la Asesoría Central.

Rosario de Orbegozo, la directora central, nos echó la primera bronca llamándonos "finolis" y acusándonos de falta de espíritu de pobreza cuando supo que pensábamos hacer el viaje a Córdoba en primera clase o en clase de lujo. Me mandó ir inmediatamente a la RENFE a cambiar mi billete, cosa que no logré, porque al ser uno especial no se podía canjear por otro de mucho menor valor. Con el dinero que Piedad tenía para el suyo pudimos comprar dos billetes de tercera clase.

Rosario de Orbegozo no me dejó ver a mi padre ni a mis hermanos. Simplemente me dijo que le indicara a mi padre, si quería yerme, la hora en que el tren salía para Córdoba para que él fuera a la estación en todo caso. A mí aquello me dio tristeza y me pareció feo, por llamarlo de alguna manera, porque hacía seis meses que no veía a mi padre, pero rechacé el pensamiento como si fuera crítica a los superiores. Al recordar estos hechos hoy día, me parece no sólo una falta de caridad hacia la familia, en ese caso la mía, sino también una falta de táctica, ya que esta actitud originaba un encrispamiento mayor contra el Opus Dei en las familias.

Al llegar a la estación yo no veía a mi padre. Me preocupaba no poder encontrarlo, porque tenía muchos deseos de verlo. Incluso pensé ilusionada que, a lo mejor, lo acompañarían mis hermanos. En vista de que no lo encontraba y de que el tren estaba a punto de salir, subimos al compartimento y nos acomodamos en nuestros asientos de tercera -de madera en aquel entonces-, rodeadas de soldados y de personas con cestas, gallinas, etc. Desde la ventanilla del compartimiento yo buscaba a mi padre entre la muchedumbre del andén, y Piedad, de acuerdo con la descripción que yo le había hecho de él, me ayudaba.

De repente, vi al hijo de un amigo de mi padre, Antonio Mellado, que eran, también él y su hermana, amigos míos, gritándome:

-¿Pero qué diablos haces aquí en un vagón de tercera, cuando tu padre y yo no podíamos encontrarte en el coche-cama ni en primera? Tu padre está desesperado -me dijo mi amigo.

Efectivamente, mi padre llegó, angustiado al no encontrarme, justo un minuto antes de que el tren arrancara, y me dijo:

-¿Cómo es posible que dejen viajar a dos chicas jóvenes de noche y en semejante ambiente?

Estaba enfurecido. La idiota de mí, estrenando uno de los puntos de mi reciente adoctrinamiento, le dije:

-Papá, es que tenemos que vivir pobreza y ofrecer las incomodidades por las almas.

El tren arrancó, pero aún pude ver a mi padre, a quien se le saltaban las lágrimas, mientras hacía un gesto con las manos como diciendo, no tiene solución, y de oír a mi amigo que me gritaba enfurecido:

-¡Diles de mi parte a todas ellas que son unas fanáticas sin corazón!

Y así arranqué de Madrid camino a Córdoba. Tenía una tristeza infinita por mi padre y no acertaba a pensar cómo podría enmendar la plana con mi familia viviendo, al mismo tiempo, el espíritu del Opus Dei. Piedad fue buenísima conmigo durante el viaje y como pensando en voz alta dijo: "Menos mal que mis padres no vinieron."

A las seis de la mañana, clareando el día, el tren llegó a Córdoba. En la estación nos esperaba Digna Margarit, una de las primeras numerarias del Opus Dei. Nos dijo que no necesitábamos tomar un taxi, porque la casa estaba muy cerca de la estación y nos hizo notar que, por desgracia, las cercanías de la estación era una zona de reputación dudosa. También nos explicó, camino de la casa, que ella se iba ese mismo día a hacer el Curso Anual de Estudios y que Sabina Alandes, la directora de la administración, estaba bastante enferma, porque se le había caído una sartén de aceite hirviendo en una pierna, hacía pocos días.

Así, pues, cargando nuestra maleta, llegamos a la administración de "La Alcazaba". Yo, que había soñado con que la casa de la Obra en Córdoba fuera como la de mis tíos, de estilo andaluz, me encontré con la realidad de que no era así, ni parecido: llegamos a un edificio de unos seis pisos, de reciente construcción, y muy feo, por cierto. Subimos la escalera hasta el primer piso donde estaba la administración. Los demás pisos del edificio no pertenecían a la residencia: estaban ocupados por inquilinos corrientes.

Sabina Alandes, a quien yo conocía de "Zurbarán", nos esperaba en la puerta. Nos recibió con mucho cariño. Al entrar vimos cómo el vestíbulo, aunque era oscuro, estaba decorado con gusto. A mano izquierda estaba el cuarto para tres sirvientas y el baño para ellas. Junto a él, el planchero, que era un cuarto muy pequeño. Contigua al planchero, estaba la sala de visitas, más bien amplia para un piso tan pequeño y decorada con cierto estilo inglés; resultaba, en conjunto, agradable. Un pasillo, a la derecha del vestíbulo, conducía a la cocina y a una pequeña despensa. Al fondo del pasillo había un dormitorio para las tres numerarias asignadas a esa administración. El cuarto era muy pequeño: cabían exactamente dos camas con una mínima separación y, debajo de la ventana que tenía forma de mirador, un diván-cama. A Piedad y a mí nos asignaron las dos camas. La directora dormía en el diván-cama. Por supuesto, todas las camas eran de tabla. Un pequeñísimo cuarto de baño y una habitación, lugar de trabajo de la secretaria, que daba al oratorio, completaban el piso. La directora tenía un armario de luna, pequeño, al final del pasillo. A Piedad y a mí nos asignaron un closet, que compartíamos, en medio mismo del pasillo.


Administraciones

Sin deshacer las maletas, porque no había tiempo, ya que Digna salía en el tren de la tarde, nos explicaron que la administración correspondía a la Residencia de Estudiantes, en su mayoría de Veterinaria; no eran miembros del Opus Dei, excepto el consejo local que, lógicamente, estaba formado por numerarios del Opus Dei.

La residencia ocupaba los dos pisos de la primera planta del edificio contiguo y estaba al mismo nivel que el nuestro. El edificio de los varones hacía chaflán con el nuestro, pero prácticamente daba a la calle de al lado, donde, igualmente, los pisos restantes del mismo edificio estaban ocupados por inquilinos corrientes. O sea que, si la entrada a cada una de las casas, residencia y administración, correspondía a edificios diferentes, al estar al mismo nivel, se comunicaban por dentro a efectos de administración y casa administrada.

Esta comunicación interna convergía en el comedor, donde la puerta que daba a la residencia tenía, como indica el "Reglamento interno de administraciones" del Opus Dei, "dos cerraduras distintas, una a cada lado de la puerta. Custodia el director una llave y la otra, diferente, la directora. La puerta de comunicación debe estar siempre cerrada con las dos llaves, desde la hora del examen de la noche hasta la hora de la oración de los residentes, por la mañana. Durante el día, quedan las puertas cerradas por parte de la administración" ("Reglamento interno de administraciones", Grottaferratta). "La comunicación interna se hace, de ordinario, a través de la sacristía y del comedor, que, exceptuadas las horas en que deben ser empleados, quedan en la zona de la administración. Cuando el capellán deba entrar en la sacristía para revestirse y cuando los varones han de ir al comedor, la directora, después de hacer preparar cuanto sea necesario, abre la puerta con su llave y avisa por telefonillo interno al director."

Quisiera hacer aquí el comentario de que este "Reglamento interno de administraciones" fue corregido y aumentado por monseñor Escrivá, hacia el año 1954. De hecho fue el primer trabajo que yo realicé como directora de la Imprenta. en Roma. Con ese motivo, veía con mucha frecuencia a monseñor Escrivá. Fue Álvaro del Portillo quien corrigió las galeradas de ese documento interno.

La segunda edición de ese documento no está, ni mucho menos, a disposición de quien quiera leerlo, como alguien pudiera pensar. Ello lo muestra el libro de G. Rocca, antes citado, que, publicado en 1985, sólo menciona la primera edición, muy breve, de este documento interno del Opus Dei.

Al entrar a la administración, fuimos al oratorio a saludar al Señor y vi, por primera vez en mi vida, que el oratorio de la administración, a semejanza de las monjas de clausura, tenía celosía que daba exactamente al altar. El "Reglamento interno de administraciones" del Opus Dei, dice que cuando el oratorio de la administración no puede ser diverso, "las asociadas asisten a los actos de culto, detrás de una reja, como se usa para las monjas de clausura cuando sus iglesias están abiertas al público"

Una cortina de terciopelo rojo cubría la celosía durante todo el día, a excepción de una mínima parte que quedaba descorrida para poder ver el sagrario desde nuestro lado. Nuestro oratorio no era mayor de dos metros cuadrados. Cabían exactamente cuatro reclinatorios. La verdad es que me impresionó mucho y a veces, con sentido del humor, solía decir que yo veía la misa "a punto de cruz".

Nada más irse Digna Margarit la misma tarde que llegamos, Sabina habló con Piedad García, quien salió del cuarto muerta de risa, diciéndome:

-¡Vaya faena que te acabo de hacer! Sabina me preguntó que quién cocinaba mejor de las dos y yo le dije que tú.

Y efectivamente, de la noche a la mañana me vi encargada de la cocina para unas veinticinco personas, sin más experiencia que lo que podía haber visto en casa de mi familia, la semana que estuve en cocina en el curso de estudios en "Los Rosales" y mi buena voluntad. Tenía también que ir a diario al mercado y además hacer los encargos de la casa, lo que me permitía salir a las horas que podía dejar la cocina. Y, naturalmente, por la mañana temprano era cuando iba al mercado, que, por cierto, estaba lejos de nuestra casa. Una cosa que me llamó la atención cuando hacía la compra en el mercado era la costumbre andaluza de las vendedoras: si uno era la primera persona a quien le vendían algo, se hacían la señal de la cruz con el dinero recibido, para que Dios las bendijera el resto del día. Al cabo de varias semanas de estar en Córdoba, en el camino hacia el mercado empecé a encontrarme con el hermano de mi abuela materna, mi tío Ramón Giménez que, como procurador, iba al juzgado diariamente. Yo lo quería muchísimo y él era enormemente cariñoso conmigo. Siempre que me veía me repetía que no pasara apuro alguno, que, si necesitaba dinero o cualquier otra cosa, se lo dijera enseguida a él o a su mujer, mi tía Aurora. Sufría, y me lo decía, de verme ir al mercado y de saber que vivía en ese lugar de la ciudad. Hay que tener en cuenta que, en esa época, una señora no iba al mercado nunca, menos en Andalucía y menos todavía sola, a no ser en caso excepcional y, entonces, iba acompañada por una sirvienta.

Piedad estaba encargada dc la limpieza de la residencia y de nuestra casa, además dcl planchero, o sea, de que se llevara a efecto el lavado y planchado de ropa de la residencia y, muy a menudo, si veía que a las sirvientas no les alcanzaba el tiempo, era ella quien también planchaba la ropa de los residentes, para ayudar. Llevaba igualmente el office y se ocupaba de la formación espiritual de las sirvientas.

De hecho, dos días después de llegar de "Los Rosales", Piedad y yo llevábamos la casa con total responsabilidad y, por supuesto, como Dios nos dio a entender, ya que evitábamos abrumar a la directora con preguntas, porque seguía enferma con la pierna quemada, se sentía muy mal y tenía grandes dolores. Yo le cambiaba a Sabina el vendaje cada día, pero me quedé aterrada cuando supe que, con semejante quemadura, no la había visto aún ningún médico, porque no conocían aún absolutamente a nadie en la ciudad. Pedí permiso para ir a ver a mi familia, saludarlos y preguntarles por un buen médico, pero Sabina no me permitió ir. Me dijo únicamente que los llamara por teléfono. Como tampoco teníamos teléfono en la casa, fui a llamar a una tienda de comestibles. Hablé con mi familia de Córdoba por primera vez desde mi llegada. No tenían la menor idea de que estaba allí. En ese entonces no había ocurrido el encuentro con mi tío, que antes narré. Naturalmente me invitaron a almorzar. Les dije que no podía ir porque estaba encargada de la cocina de la residencia y la directora estaba enferma. Me dieron, pues, el nombre de un buen médico, a cuyo consultorio llevé a Sabina. El médico estaba asombrado de que hubieran dejado pasar tanto tiempo sin consultar a nadie. La recuperación de Sabina llevó unos tres meses.

Durante ese período, Piedad y yo nos lo pasamos estupendamente: nos consultábamos recíprocamente las dudas que teníamos en la casa, y las resolvíamos a nuestro buen aire. Nos reíamos mucho con motivo de nuestra gran inexperiencia. En realidad, tomamos este trabajo como una aventura divertida. Sin embargo, bueno es decir que la residencia funcionó bien, ajena a las vicisitudes de las administradoras novatas. Piedad y yo animábamos a Sabina diciéndole que los residentes habían comido, que la casa estaba limpia, y la ropa lavada y planchada. Pero justicia es decir que, entre broma y broma, y con nuestro excelente humor, Sabina nos ayudaba también cuanto podía. Por supuesto ella era la que mantenía la relación con el director de la residencia, a través del telefonillo interno, ya que, según se lee en el "Reglamento interno de administraciones", entre la administración y la residencia no hay relación de ninguna clase entre las personas que habitan una y otra casa. Es decir, a las casas de la sección femenina no van nunca, ni de visita, los varones del Instituto. Ambas casas pueden comunicarse solamente a través de un telefonillo interno, ubicado uno "en el despacho del director, y otro en un lugar patente, como un pasillo o vestíbulo de la administración, nunca en la habitación de la directora". Ambos telefonillos son utilizados por el director y la directora cuando hay que hacer alguna comunicación. No se usa al empezar o terminar, otro saludo que no sea el de "Pax", al que se contesta "In aeternum". El telefonillo sólo lo contesta la directora o, en su ausencia, la persona del consejo local que haga sus veces.

Este saludo de "Pax" al que se responde "In aeternum" es la forma de salutación entre, absolutamente, todos los miembros del Opus Dei, cualquiera que sea su categoría o clase. Lleva consigo quinientos días de indulgencia, nos dijeron. Pero, naturalmente, este saludo no puede usarse delante de personas ajenas al Opus Dei. Incluso, cuando uno se arrodilla en el confesonario para confesarse, al sacerdote no se le dice:

"Padre, bendígame, porque he pecado" ni "Ave María purísima", que es la fórmula más habitual, sobre todo en los países de habla hispana. Hay que decirle siempre "Pax", a lo que el sacerdote responde "In aeternum".

Las conversaciones, pues, con el director, son brevísimas. Por ejemplo, por la noche, después de la cena generalmente, llamaba el director para dar el parte del número de comensales del día siguiente en el desayuno, almuerzo, merienda y cena. Mensaje que la directora transmitía a la encargada de cocina, para que pudiera calcular las cantidades de comida del día siguiente, y a la encargada del office, para que las mesas aparecieran en el comedor de la residencia con el número indicado de puestos.

Si había que hacer alguna indicación sobre la limpieza, la ropa, etc., yo avisaba a la directora de que la comida tendría un retraso de unos minutos, la directora llamaba entonces al director para comunicárselo y evitar que los residentes, al ir a entrar al comedor a la hora marcada, se encontraran con la puerta de comunicación cerrada aún de nuestro lado.

Es notorio el verano en Córdoba por su calor. En las casas de tipo andaluz, con patio central, generalmente con una fuente, palmeras y geranios, y con el toldo que cubre el patio a las horas de sol, las casas no solamente son habitables, sino frescas. Pero, viviendo como nosotras, en un piso mínimo, de construcción moderna, de esos años en España en que el afán de lucro hacía que los constructores no considerasen para nada el clima del lugar, el calor del verano resultaba infernal. Y si además se lleva manga larga, como llevábamos nosotras, no puede ni expresarse lo que significaron esos meses de verano, máxime cuando no disponíamos de un ventilador ni de dinero para comprarlo. Las noches eran tan insufribles, que yo amanecía en el suelo, sin tener conciencia de cuándo me había tirado de la cama por el enorme calor.

Para mí el cambio era muy grande: de haber estado en la casa andaluza lindísima de mis tíos, con todo género de comodidades, a ser ahora la administradora de una residencia de varones del Opus Dei y encargada de la cocina. Sin embargo lo llevé con gran sentido sobrenatural. Además, comparada esta vida con la vida del curso en "Los Rosales", prefería la administración a aquel encierro.

Si me preguntase alguien y ahora qué significó para mí el año pasado en Córdoba durante mi permanencia en el Opus Dei, tendría que decir que, vista retrospectivamente, esa época fue para mí la primera experiencia directa que tuve con las administraciones del Opus Dei. Por otro lado, he de decir con verdad, que para mi era como un reto espiritual y, por tanto, cualquier dificultad que encontraba la ofrecía todo con alegría a Dios, por la labor de proselitismo especialmente y por mis padres.

A mí me gustaba mucho cantar y me costaba trabajo no hacerlo. Estaba convencida de lo que me habían dicho en el curso: que la labor de administración, llamada en el Opus Dei "oficios humildes", era una labor callada, porque, según literalmente repetía monseñor Escrivá: "La administración perfecta, ni se ve, ni se oye." También era cierto que me sentía viviendo aquella doctrina de monseñor Escrivá que nos trasmitían las superioras y que años más tarde se la oí decir directamente a él mismo: "Sin las administraciones, el Opus Dei sufriría un verdadero colapso, porque es el esqueleto en el que se apoyan todas las labores del Opus Dei." Es decir, sentía que realizaba algo importante.

Al mirar aquellos hechos ahora con visión retrospectiva, comprendo que, de hecho, la labor de administración que llevan las mujeres del Opus Dei son el exponente más claro del machismo existente en esta institución: por el hecho de ser mujeres, se ha de servir a los varones. Y aunque a las administraciones se encargó muy bien monseñor Escrivá de ensalzarlas delante de todos y todas, e incluso aseveraba que era el trabajo profesional de muchas de las asociadas numerarias y de todas las numerarias auxiliares, en el fondo no era sino un asegurar el que las casas todas del Opus Dei estuvieran cuidadas a semejanza de hoteles de cinco estrellas. Es, indiscutiblemente, un servicio barato que, además, llevado con "buen espíritu", implica santidad para muchas almas.

En el Opus Dei, el que muchas mujeres hayan dejado sus profesiones para dedicarse a la labor de administración, se considera "lógico". Pero visto retrospectivamente, como digo, no es lógico que mujeres de una cierta cultura se dediquen a esta labor para "servir" a los varones del Opus Dei o a las labores que ellos llevan, como ocurría en este caso de la residencia "La Alcazaba", en Córdoba.

Es un problema serio para muchas mujeres en el Opus Dei dejar su carrera profesional y dedicar años o el resto de su vida a la labor de administración, pero hay una faceta muy curiosa sobre este tema y es el considerar dentro de la Obra como de "mal espíritu" a la numeraria que no ve con alegría dedicarse a las administraciones y abandonar el ejercicio de su profesión, cuanto tiempo sea necesario o quizá siempre.

Espiritualmente, yo cuidaba mucho mi vida interior. Es decir, el plan de vida -oración, lectura espiritual, etc.- que expliqué anteriormente, ahora lo vivíamos cada cual por nuestra cuenta y a horas independientes, para no dejar desatendidas las labores de la casa. Sólo la misa la oíamos juntas, si se celebraba en la casa, pero como habitualmente no había sacerdote del Opus Dei, teníamos que ir a misa a una iglesia pública. Para mí, la oración mental era mi mayor momento de unión con Dios y también de acercamiento a las almas, puesto que los nombres de muchas personas venían a mi cabeza para ponerlos ante Dios.

Mi mortificación, tanto la espiritual como la física de llevar el cilicio o usar las disciplinas, la ofrecía siempre como oración de los sentidos, por el proselitismo. Desde luego, usar las disciplinas siempre me supuso esfuerzo, pero era generosa. En Córdoba, además, irónicamente diría que era un "arte", ya que había que emplear el cuarto de baño como único lugar donde uno podía estar solo, y éste era tan pequeño que había que tener el tino de no darle los golpes a la puerta en lugar de a las nalgas. Mirado seriamente, azotarse era un esfuerzo enorme, fuera durante el trabajo del día o después de él.

Mi espíritu de pobreza estaba encauzado hacia la cocina, que era mi encargo preciso en la casa, y a tratar de hacer la mejor compra en el mercado, para ahorrar lo más posible. Recuerdo mi "desespero" cuando siempre se me olvidaba algo y luego, más tarde, lo necesitaba en la cocina, llámese aquello ajos, cebollas o sal. Fue entonces cuando me indicó la directora que tenía que apuntar todo en la agenda, llevarla al mercado y revisar en ella lo que había escrito. La lista del mercado era como una especie de examen de conciencia. Creo que por ello llegué a aborrecer el hacer listas, tanto que jamás hoy día hago una lista cuando voy al mercado y, curiosamente, no se me olvida nada.

En la cocina no teníamos refrigerador y esto era una gran dificultad para conservar los alimentos. La cantidad de lo que se compraba tenía que ser exacta para no desperdiciar nada. Para algunas cosas, era casi posible, pero para otras, como por ejemplo la leche, era imposible. Si después del desayuno, sobraba una jarrita de leche, a los pocos minutos estaba cuajada. Al hacer mi examen de conciencia, anotaba cuidadosamente, como forma de vivir la pobreza, las cosas que se habían perdido por no medir o pesar exactamente.

En "La Alcazaba" no había sacerdote fijo del Opus Dei, y decíamos de broma que el lema de la casa era "no pecar", porque sólo podíamos confesarnos cuando el sacerdote del Opus Dei pasaba por Córdoba cada mes o mes y medio. Mientras tanto, no podíamos confesarnos con nadie, a no ser en caso extremo, pero nunca con un jesuita.

Ocurrió el caso divertido de que en una de mis primeras confesiones, después de mes y medio dc estar en Córdoba, yo leía, en el confesonario mi lista de pecados, entre los que tenía, como faltas de pobreza, el haber malgastado unos cincuenta litros de leche. El sacerdote, don Juan Antonio G. Lobato, me preguntó con gran sentido del humor:

-Pero, hija mía, ¿qué haces?, ¿te bañas con leche como Popea?

Cuando le dije que no teníamos refrigerador, no se lo podía ni creer.

Sabina era una directora muy alegre y buena. Fue una excelente maestra de cocina. Sin embargo, era muy estricta en nuestras relaciones con la familia. Tanto así, que a mí sólo me permitió ir a casa de mis tíos un par de veces durante el año que pasé en Córdoba y una de ellas, precisamente, porque necesitaba un consejo legal para un asunto de su familia. Cuando visité a mi tía, me miró con una típica sonrisa burlona muy suya y me dijo: "Eso no es para ti, hija mía. Eso es muy raro."

En la administración, la vida de familia era amable entre nosotras tres. La vida espiritual se hacía dura porque apenas teníamos sacerdote, y cualquier consulta espiritual tenía que hacerse a la directora. Sabina tenía un genio fuerte. Sus reprimendas se relacionaban con la idea de perfección en el trabajo. O sea, en mi caso, las comidas. Yo recibía bien sus reprimendas, porque eran claras y directas y llenas de cariño. Más de una vez vino, después de haberme reprendido un poco fuerte, a pedirme perdón, porque había sido demasiado dura. Siempre se lo agradecí. En mi opinión Sabina era humilde.

Lo que no me gustaba de esta casa era el oratorio. O mejor dicho, la falta de oratorio, ya que el oratorio de celosía me hacía sentir realmente enclaustrada. Teníamos que estar siempre a oscuras para que no se nos viera desde el oratorio de la residencia de varones, mientras hacíamos la oración y, si queríamos hacer la lectura espiritual en el oratorio, teníamos que correr del todo la cortina de terciopelo para que no se viera la luz del pequeño flexo del reclinatorio.

Cuando teníamos misa en el oratorio, porque había un sacerdote de la Obra, la comunión nos la daban por una ventanilla que se abría en la celosía, cuya llave custodiaba la directora.


Labor de san Rafael

A los pocos días de llegar a Córdoba, nos habían dicho del gobierno central en Madrid que Piedad García sería la subdirectora del consejo local y yo la secretaria. Me encargaron también de la labor externa con las muchachas de san Rafael. Es decir, yo tenía que dar los círculos de estudio que previamente había recibido cuando iba por "Zurbarán". Estos círculos de estudio estaban basados en guiones de varias hojas que la directora nos dejaba para que nos ayudaran a preparar la charla. Guiones, todos ellos, preparados en serie para todas las casas de la Obra. Pero, para ello, había que buscar muchachas, que más tarde, serían las nuevas vocaciones.

Cuando yo llegué a Córdoba, en 1950, no había una sola vocación ni tampoco muchachas que frecuentaran la casa. Y de eso me encargaron especialmente. Me dijo la directora que había llegado la hora dc que el ofrecimiento de mi trabajo, el calor y cuanta incomodidad había en aquella casa -no teníamos radio, ni teléfono, ni gramófono, ni la menor posibilidad de distracción- la ofreciera para reclutar vocaciones entre las muchachas que había conocido a través de mi familia, antes de ser del Opus Dei.

Pensé que había llegado el momento del que tanto me hablaba mi director espiritual, el padre Panikkar, de poner en juego mis condiciones de líder, mi entusiasmo, mi amistad y todo mi encanto para, aprovechando las horas en que no tenía trabajo en la cocina, ir a ver a algunas de aquellas muchachas que yo conocía de antes y explicarles, no sólo mi cambio de vida, sino también lo que era el Opus Dei, a fin de animarlas a venir por nuestra casa y, en definitiva, prepararlas y animarlas para que pudieran confesarse con el sacerdote del Opus Dei en su siguiente visita a Córdoba.

Desde luego, he de decir con verdad que me convertí en una gran proselitista del Opus Dei, porque estaba convencida de que cuanto nos habían dicho era verdad: santidad en el mundo a base de vida interior, aunque para ella tuviéramos que estar escondidas en la última cocina del mundo. Me ayudaba pensar en cuantos consejos me había dado el padre Panikkar, aunque nunca más, y de acuerdo al espíritu del Opus Dei, había vuelto a saber de él.

Les explicaba con calor a estas muchachas la necesidad imperiosa de dejar todo lo bueno de que disfrutaban en la vida a los pies de la Virgen, y ser apóstoles de Cristo en este ejército llamado Opus Dci. El que muchas de estas chicas, lo mismo que sus familias, me conocieran antes de ser yo del Opus Dei, facilitó grandemente el conseguir las primeras vocaciones de numerarias en Córdoba. Cuando alguna de ellas ponía alguna objeción para ser miembro del Opus Dei, me había dicho la directora que yo podía usar una gran arma, cl ejemplo de mi propia vida: haber dejado novio y familia, para entrar al Opus Dei.

En las visitas a Córdoba de don Juan Antonio Lobato, sacerdote del Opus Dei, lo informaba, al ser yo la encargada de san Rafael, y en el confesonario por supuesto, acerca de las muchachas que estaban dispuestas a "pitar" (pedir la admisión en la Obra), muchachas que yo consideraba necesitaban el "empujón" final desde el confesonario. Por otra parte, el juicio del sacerdote era necesario para una opinión más objetiva sobre esas presuntas candidatas. Loli Serrano, cuyo hermano era también numerario del Opus Dei, fue la primera vocación de numeraria en Córdoba, seguida por Elena Serrano, que tenía sólo dieciséis años, y por Falily Cuenca, amiga de Elena, y por muchas otras.

Se había logrado en Córdoba el plan previsto: formar un grupo selecto de numerarias entre las familias de la "elite" cordobesa. Sería faltar a la verdad si no dijera que fui yo, con todo mi celo proselitista y mi dedicación absoluta al Opus Dei, quien, basando mi acción en la oración, lo hizo posible. A algunas de aquellas muchachas, las había conocido previamente en Madrid, en casa de mis amigos María Asunción y Antonio Mellado Carbonell. Una de las muchachas a quien consideré muy amiga en Córdoba, fue Luchy Fernández de Mesa, quien nunca llegó a ser numeraria, y con quien el Opus Dei no me dejó tener mayor amistad cuando salí de esa ciudad, porque me dijeron que Luchy no "servía para numeraria". La verdad es que interrumpir esta y otras amistades me supuso gran esfuerzo.

Siempre, en la labor que hice de proselitismo en cualquiera de las ciudades donde estuve siendo miembro del Opus Dei, consideré a las muchachas que trataba como verdaderas amigas mías. Esta convicción es la que verdaderamente hacía que me lanzara a hablarles; a su vez ellas me creían y se decidían a consagrarse a Dios en el Opus Dei.

Por ello, nunca entendí que, en el Opus Dei, cuando una se iba destinada de una ciudad a otra, "nunca más" se podía, ni lo permitían las superioras, seguir en contacto con las muchachas a quienes se había conocido y quienes consideraban tener con uno una sincera amistad; ni tan siquiera estaba permitido tener correspondencia con ellas.


Aprobación del Opus Dei como Instituto Secular

Fue en Córdoba y el 15 de julio de 1950, cuando nos avisó el director de la residencia, por el telefonillo interior, de un acontecimiento extraordinario para la Obra: las Constituciones del Opus Dei habían sido aprobadas por la Iglesia de Roma definitivamente como "santas, perpetuas e inviolables". Esto era la primera vez que sucedía en la Iglesia en vida del propio fundador de una institución. Por ello, monseñor Escrivá había indicado que se celebrara este hecho, en familia y de modo extraordinario, cl día mismo en que llegase a cada casa la noticia, aunque la aprobación oficial ya había tenido lugar el 16 de junio de 1950.

Lógicamente, la celebración sería un acto de acción de gracias en el oratorio y una comida extraordinaria. Como no teníamos sacerdote del Opus Dei en Córdoba, lo que hicimos fue cada una darle gracias a Dios en su oración personal y, por otro lado, preparamos en el comedor un menú extraordinario para la residencia y también, después, para nosotras.

Supimos que este hecho, esta noticia, era la célebre "intención del Padre" por la que nos habían recomendado pedir tan insistentemente en "Los Rosales".

Un acontecimiento muy importante en mi vida sucedió en Córdoba: cl 8 de diciembre de 1950 recibí permiso de las superioras para hacer la "oblación", o sea, mis primeros votos temporales hasta la próxima fiesta de san José. Como el sacerdote no llegaba hasta el 10, tuve que esperar hasta ese día para hacer mis primeros votos.

La ceremonia tuvo lugar en el pequeñísimo oratorio nuestro, con la puerta abierta del anteoratorio, donde se le puso al sacerdote la silla de rigor, y, arrodillada, seguí el diálogo con el sacerdote marcado por el ceremonial, como indiqué anteriormente. Sabina y Piedad estuvieron allí. Y luego me permitieron que lo dijera a Loli y Elena, las dos primeras vocaciones del Opus Dei en Córdoba.

Mi vida transcurría, pues, llena de actividad entre mi ocupación dc la cocina, las salidas al mercado y, sobre todo, mis conversaciones con las chicas de san Rafael, a quienes, cuando venían a la casa, las metía en la cocina para que me ayudaran mientras hablábamos de todo lo divino y lo humano. Es decir, repetía el modelo que había visto en "Zurbarán" cuando empecé yo a ir por esa residencia. Cuando salía a la calle a alguna diligencia, procuraba llamar a alguna muchacha de san Rafael o a alguna de las vocaciones recientes para que me acompañase y pudiéramos seguir hablando de la Obra y del Padre especialmente.

Recuerdo que, en mis salidas, solía instintivamente entrar en alguna librería y leía títulos, ya que no podía leer libros, ansiosa y con fruición. No leer me suponía un gran sacrificio. También recuerdo que me dolía no poder visitar a mi familia. Un día, regresando a la casa, me encontré con mi primo Rafael en las Tendillas, una calle principal de la ciudad. Se acercó mi primo a darme un abrazo y me dio el pésame por mi tío.

-¿Por quién? -le pregunté acongojada.

-Por tu tío, el doctor Tapia -me respondió muy asombrado-. Pero ¿cómo no te has enterado de su muerte si ha venido en todos ios periódicos la noticia?

La verdad era que a mi tío Antonio García Tapia yo lo quería entrañablemente por muchísimas razones; entre otras, porque era mi padrino y porque por su edad y el trato íntimo con mi padre así como por lo mucho que él había querido a mi abuelo paterno -a quien yo no llegué a conocer- había sido como mi propio abuelo. Y él a mí me había querido preferentemente. Mi primo, que sabía todo esto, se quedó asombrado de que yo no supiera nada y fuera él quien, dc aquella manera y en plena calle, me enterase de la noticia.

Llegué a la casa y se lo dije a la directora. Quise llamar a mi familia, pero no me dejaron. Todo lo que me dijo Sabina fue que se lo ofreciera a Dios. Y nada mas.

Al día siguiente, me llamó Sabina para que hablase con ella y le explicara mi furia y mi disgusto. Le dije muy claramente que, encima dcl dolor que sentía, estaba furiosa porque todo sucedía a espaldas nuestras: no leíamos periódico alguno y vivíamos ajenas a la realidad y encerradas en un pequeño mundo. Sabina se mostró comprensiva, pero me dijo, como siempre, que ofreciera a Dios este sacrificio por la labor de proselitismo y por el Padre.

La llegada desde Madrid de María Jesús Hereza, superiora entonces del Opus Dei, me devolvió la paz: me dijo que mi tío había sido profesor suyo en la Facultad de Medicina, que lo había querido mucho y comprendía mi dolor. También me agregó que estábamos viviendo en el Opus Dei tiempos extraordinarios, fundacionales, de primera era, y que estos dolores y penas eran el cimiento profundo de un apostolado eficaz. Y, como cambiando de tema, me dijo que la acompañase a Sevilla, porque se proyectaba empezar la labor de la Obra allí, y quería que yo fuera y conociera a las muchachas de allá.

El viaje a Sevilla fue muy rápido, de un día, pero creo que conocimos a un grupo muy agradable de muchachas en las tres o cuatro visitas que hicimos. Recuerdo que llevábamos el dinero justo para almorzar y a María Jesús se le ocurrió que no comiéramos y que, en cambio, le compráramos unas yemas de san Leandro, típicos dulces de Sevilla, a la hermana de monseñor Escrivá, la tía Carmen. Yo había conocido a tía Carmen muy brevemente durante una visita que nos hizo a "Los Rosales". Ésta era una de las "devociones" que monseñor Escrivá inculcaba a los miembros del Opus Dei: la veneración por sus familiares.

Otro de mis trabajos en la administración de Córdoba, al ser secretaria del consejo local, era llevar las cuentas de la casa, lo que requería atención, ya que éramos una casa muy pobre y había que hacer equilibrios para poder preparar las comidas. Se suponía que la administración recibía un sueldo de la residencia, pero la verdad es que yo no recuerdo que en Córdoba se nos pagase sueldo alguno. A Piedad, su familia le mandaba dinero, que iba a la caja de la administración y también Sabina recibía algo. A mí, mi familia no me mandaba absolutamente nada.

Por las tardes, después de ayudar a la sirvienta a recoger la cocina, yo me iba a la habitación de paso, pomposamente llamada "secretaría", para hacer las cuentas.

Recuerdo que cuando las hacía, tenía abierta la ventana que daba a un patio y escuchaba, mientras trabajaba, la música de "El tercer hombre", entonces en boga, que alguien tocaba al piano en los pisos de arriba.

Era tan pegadiza que, por supuesto, acabé por aprendérmela, sin saber que era de esa película. Si no recuerdo mal, ésa fue la única música que oí durante toda mi estancia en Córdoba.


María Casal: conversión

Pero para mí, el recuerdo apostólico más vivo que tengo en mi vida, sucedió en Córdoba, y ello fue la conversión al catolicismo de María Casal, quien fuera luego también la primera numeraria suiza del Opus Dei.

En una de las visitas del padre Juan Antonio Lobato, me dijo, al hablar de proselitismo, que él había conocido en Sevilla a una muchacha, estudiante de Medicina, llamada María Casal, cuyo novio, también estudiante de Medicina entonces (Don Diego Díaz. Por muchos años fue numerario del Opus Dei; y más tarde, ordenado sacerdote numerario. Vivió muchos años en Ecuador, donde yo lo conocí. Hace años que dejó el Opus Dei y está actualmente casado.) , la había dejado para entrar al Opus Dei como numerario. Naturalmente, ella estaba enfurecida. Y ésta fue la razón por la que esta muchacha había ido a visitarlo. El padre Lobato me dijo que empezara a escribirle.

Recuerdo que me pensé la primera carta muchísimo, pero al final decidí escribirla con la mayor sinceridad, expresándole mi comprensión y entendiendo su dolor. Así empezó mi correspondencia con María Casal. Ella me dijo que era protestante y que no acababa de entender esa idea de "sacrificio o felicidad en la cruz" de que hablábamos los católicos.

Muchos temas siguieron y se sucedieron; se originó así una sincera y profunda amistad. Finalmente, y después de meses de correspondencia, me dijo que quería venir a Córdoba para conocernos y hablar conmigo.

De acuerdo con Sabina, que se quedó con Piedad aquel domingo, encargada de mis obligaciones en la casa, fui a esperar a María Casal a la estación, ya que llegaba en el primer tren. Curiosamente nos reconocimos de inmediato, aunque no nos habíamos visto nunca antes.

Recorrimos, mientras conversábamos, la bellísima ciudad de Córdoba. Entramos en la Mezquita, pasamos por el barrio de la Judería, cruzamos el puente de san Rafael y fuimos a la ermita de este santo, patrón de la juventud del Opus Dei, como expliqué al principio.

Me dijo María Casal que, a través de nuestra correspondencia y de las conversaciones que había tenido con el sacerdote del Opus Dei, se estaba interesando en la Obra. Yo la animé para que escribiera a monseñor Escrivá, diciéndoselo, aunque no fuera aún católica. Me acuerdo muy bien de su carta, que me dio a leer.

Luego hablamos seriamente del tema principal: su conversión al catolicismo. Pudimos hablar en profundidad. Yo fui muy consciente de estar fraguando en su alma el interés por el catolicismo, e indiscutiblemente por el Opus Dei.

Desde un punto de vista externo, María tenía que afrontar el informarles a sus padres su deseo de convertirse al catolicismo. Su padre, un ingeniero suizo directivo de la compañía de electricidad en Gauzín, Sevilla, no quería ni oír hablar de ello. La madre se mostraba más comprensiva, pero sin entusiasmos excesivos. Sus hermanos no querían ni hablar del tema.

Llegamos a la administración de "La Alcazaba" a la hora del almuerzo. María pudo conocer a Sabina y a Piedad, y yo le sugerí que, siendo Sabina la directora de la casa, sería una buena idea que hablase también con ella.

Cuando regresó a Sevilla, me escribió diciendo que estaba feliz de habernos conocido y que quería convertirse y bautizarse en la Iglesia Católica. Después de varios meses de requerida preparación, decidió bautizarse en una pequeña capilla de Gauzín, en la provincia de Sevilla, en el mes de mayo de 1951 y en la fiesta del Sagrado Corazón de María. Me pidió, por favor, que la acompañara en su bautismo. Ni que decir tiene que yo estaba deseando ir y acompañarla durante las ceremonias previas al bautismo y durante el bautismo, pero mis superioras no me permitieron en absoluto ir a la ceremonia "porque nosotras no debíamos participar en esos actos", me dijeron. Nunca entendí aquello, máxime cuando la distancia por tren de Córdoba a Sevilla era de dos horas. La verdad es que sentí profundamente no ir. Me permitieron, sin embargo, que le mandara el crucifijo que yo tenía, como recuerdo de su bautismo.

Después de su bautismo, María Casal volvió a insistir en que quería ser numeraria del Opus Dei. Sin embargo, un acontecimiento imprevisto nos anonadó a todas las que vivíamos en Córdoba: las superioras de la Asesoría Central, aún en España, nos dijeron que María Casal no podía ser numeraria del Opus Dei porque había sido protestante. Nos hicieron recordar que en los formularios a rellenar por las muchachas de san Rafael, en la residencia de "Zurbarán", había una pregunta: "Antecedentes religiosos: ¿desde qué generación es usted católica?"

Cuando se lo hicimos saber al sacerdote en la visita siguiente, no se lo podía ni creer. Estaba furioso y nos dijo que insistiéramos a las superioras, ya que ello no sucedía en la sección de varones del Opus Dei. Finalmente, y bajo una enorme insistencia por nuestra parte, nos dijeron que María Casal podía escribir oficialmente a monseñor Escrivá pidiéndole su admisión como numeraria al Opus Dei. Después de este hecho, primero en la historia de la sección de mujeres del Opus Dei, quedó claro el que una persona de antecedentes protestantes sí podía ser admitida como numeraria en el Opus Dei.

Ni qué decir tiene que desde el mismo momento que María Casal pidió su admisión en la Obra, nunca más pudimos volver a escribirnos ni tampoco hablar como amigas. Ahora, según la terminología del Opus Dei, éramos "hermanas"; toda su relación tenía que ser, pues, a través de la directora de la casa, no a través de otra numeraria en particular.

Ésta es un ejemplo muy claro de la falsedad existente en la tan ventilada "amistad" que los miembros del Opus Dei tienen con las muchachas que frecuentan las casas del Opus Dei: los superiores no dejan que exista. Y si existe, la suprimen; a mi juicio, debido a dos causas: una referente a la obsesión sexual, reflejada en el concepto de "amistades particulares". La segunda, por la semejanza con el espíritu de una secta.

María Casal terminó su carrera y fue una excelente doctora en Medicina. Trabajó unos años como tal en la Universidad de Navarra, del Opus Dei, en Pamplona, y puso gran energía cuando se fundó allí la Escuela de Enfermeras.

Hace pocos años, visitando Zürich, supe, a través de un sacerdote católico suizo amigo mío, Peter Bachman, que María Casal vivía precisamente en la casa de mujeres del Opus Dei en Zürich. Me contó mi amigo que María tenía fama de ser muy dura e intransigente, incluso en temas generales de la Iglesia. Decidí llamarla por teléfono. Me dijeron que estaba en otra casa en las afueras de Zürich. Telefoneé allá y acudió a la llamada. Percibí que estaba feliz de oírme. Tanto así, que me hizo pensar si sabría que yo no era ya del Opus Dei desde hacía bastante tiempo. Se lo dije y me contestó que sí lo sabía. El hecho de que ella estuviera fuera de Zürich y de que yo volaba a Londres al día siguiente hizo imposible que nos encontrásemos. Empezamos a hablar de generalidades y en un momento dado, pregunté a María Casal si estaba ejerciendo su carrera como médica en Suiza. Me dijo que no; que la había abandonado por Dios y por el Opus Dei, aunque, a veces "veía a las nuestras que estaban enfermas".

Sabiendo lo mucho que amaba su carrera, de la manera más amable posible, le pregunté:

-¿Pero no es a través de la propia profesión como las personas se hacen santas en el Opus Dei?

Su respuesta fue:

-El Padre sabe mejor qué es lo más conveniente para mí.

No pude menos que ser transparente y decirle con todo mi cariño:

-Pero, María, ¿no te das cuenta de que el Opus Dei te está usando en Suiza para hacer proselitismo, porque eres la primera numeraria suiza, y que, para la Obra, reclutar gente es más importante que tu vocación profesional, aunque digan lo contrario?

Su respuesta, esperada, fue que probablemente nunca podríamos estar de acuerdo en ese punto, ya que ella estaba convencida de que tenía que seguir las sugerencias e indicaciones del Opus Dei por encima de todos y de todo.

Terminamos de hablar, pero pude percibir, por un lado, su cariño hacia mí; y por el otro, la estereotipada respuesta que yo misma hubiera dado, y de hecho di, años atrás en Córdoba: la Obra por encima de todo y de todos.

Al día siguiente, en mi vuelo, corto, a Londres, pensaba seriamente en el carácter sectario del Opus Dei y en la necesidad profunda de desvelar esta faceta, como el otro lado de la moneda, ante la Santa Madre Iglesia.

Siguiendo con Córdoba: para fin de año de 1950 vino María Jesús Hereza, como superiora mayor, a quedarse ella sola con las sirvientas en la administración y permitir así que, nosotras tres, fuéramos a la administración del "Albayzin", la residencia de varones del Opus Dei en Granada, para hacer los ejercicios espirituales anuales.

Con lo preciosa que es Granada, no pudimos ver nada. Sólo recuerdo de esos días un frío atroz y un tormento al tener que usar la ducha de agua helada. La administración me pareció espantosa. Sentí ganas de que acabasen aquellos días para regresar a Córdoba. Sabina, Piedad y yo pensamos lo mismo, aunque no se dijo abiertamente.

A finales de mayo de 1951, dijeron las superioras mayores que yo haría el curso anual en "Molinoviejo" situado en Ortigosa del Monte, en la provincia de Segovia, lo que implicaba dejar Córdoba para siempre. Honradamente, me daba pena dejar esa casa tan pequeña, y a las muchachas que había conocido, pero sobre todo, he de decir que me daba pena dejar a Sabina y a Piedad, que eran tan buenas. La vida de familia había sido pacífica en "La Alcazaba".

Por otra parte, tenía la sensación de un volver a empezar asistiendo a otro curso, al cabo del cual sólo Dios sabía a dónde me enviarían después. La verdad es que los cambios nunca me han gustado, porque significan un constante volver a empezar. Pero, en el Opus Dei, los cambios constantes desarraigan a las personas, haciéndoles perder afectos y amistades y convirtiéndolas en piezas sueltas, disponibles para los fines de la Institución exclusivamente.

Mi estancia en Córdoba fue un paso más hacia mi "graduación" en el fanatismo del Opus Dei. Mi vida fue feliz "al estilo del Opus Dei", porque acepté sin rechistar cuanto me dijeron, porque consideré lógico no tener distracción de tipo alguno: ni música ni lectura, ni tan siquiera la del periódico diario. Una "vida corriente", si por "corriente" se considera el trabajo de la administración y un "proselitismo fecundo", basado en mi propio sacrificio. La vida en familia fue pacífica, porque no hubo crítica por mi parte y sí aceptación de todo cuanto no entendía, aunque nada particularmente estridente perturbó mi paz interior. Mi oración interior había sido una donación total de mi vida a Dios, renovada cada día y cada minuto como holocausto por las nuevas vocaciones y por el proselitismo. Habíamos adquirido muchos hábitos en el curso de formación de "Los Rosales", hábitos que se acrisolaron en esta mi primera experiencia de administraciones en Córdoba. En el fondo me daba cuenta de que la vida para una mujer en los primeros tiempos del Opus Dei era como vivir en un "limbo", ajena a la existencia del mundo. No habíamos tenido trato con los pobres, sino con la "elite"; excepto el trato con las sirvientas. Por cierto, la sirvienta encargada de la cocina conmigo pidió su admisión al Opus Dei como numeraria sirvienta. Era una persona buenísima.

En Córdoba aprendí a aceptar ciegamente los hechos de la vida diaria. Mi felicidad bien podría coincidir con la definición que hace uno de los personajes dc Solzhenitsyn en su libro "El primer Círculo": "Después de todo, el verdadero concepto de felicidad es condicional, una ficción." Los superiores nos repetían que "externamente éramos como las demás, e internamente como los demás deberían ser", pero yo me sentía separada de los demás y diferente. A diferencia de las monjas, no llevar hábito nos confundía con la gente común, pero al cabo de los años comprendí que una carmelita descalza conoce mejor la vida que una mujer del Opus Dei.

A veces sentía en Córdoba un gran sentido de soledad interior, porque recibía noticias de mi familia únicamente a través de las cartas de mi padre; y porque a la familia que vivía en la ciudad, a la que yo quena profundamente, no me dejaban ir a visitarla. Respecto a la familia, comprendí en Córdoba que, para el Opus Dei, sólo servía para pedirle cosas que uno necesitase, sin dar nada a cambio.

Había tenido en Córdoba una buena maestra de administración con Sabina como directora: fue ella quien realmente me enseñó a trabajar en esta labor del Opus Dei. Por otra parte, Sabina, era espontáneamente una persona cálida.

¿Era yo la misma persona, me preguntaba a mí misma, ésta que iba hacia "Molinoviejo", que la que un año antes llegó a Córdoba? La respuesta fue "NO". En mi primer año de experiencia en el Opus Dei había aprendido muchas de las "reglas del juego" o de lo que para la Obra se consideraba "buen espíritu". Ahora me sentía una persona más seria, no espontánea, con una idea clara: lo único importante para mí era el Opus Dei. Mi única meta en la vida tenía que ser lo que monseñor Escrivá indicaba a través de las superioras.

Había aprendido en Córdoba a deshacerme de afectos, no ya de los familiares, sino de los apostólicos; a tener la prudencia de saber escuchar y la sabiduría de aceptar cuanto se me dijera. Es decir: el fanatismo del Opus Dei se estaba haciendo carne paulatinamente en mi persona y en mi alma.

Todas esas ideas, aunque jamás se me hubiera ocurrido entonces calificarlas como fanatismo, las iba acariciando, a la vez que el traqueteo del tren me adormilaba alejándome de Córdoba y acercándome a Madrid.


"Molinoviejo"

Nada más llegar a Madrid me dijeron las superioras que aquella misma tarde saldríamos para "Molinoviejo". Me dieron permiso, sin embargo, para llamar a mi familia. Cuando llamé me dijo la empleada que mis padres estaban en Inglaterra. Hablé con mi hermano Javier y le propuse con entusiasmo ir a almorzar a la casa. Con gran asombro y pena le oí decir que mi madre le había pedido bajo palabra de honor que no me dejara entrar en la casa. Mi padre había dulcificado la situación diciéndole que me invitaran a un restaurante a almorzar para que pudiéramos estar los tres juntos.

La ansiedad de que mis padres entendieran mi vocación se estrelló una vez más con la oposición de mi madre. A pesar de todo, almorzamos los tres hermanos en un restaurante. Pero me dio una pena profunda que por la promesa hecha a mi madre por mi hermano no pudiera yo ni tan siquiera visitar mi casa.

Aquel atardecer salí hacia Ortigosa del Monte con varias numerarias que también acababan de llegar a Madrid para hacer el curso anual en "Molinoviejo". Casi todas nos conocíamos, unas porque habíamos hecho el curso de "Los Rosales" juntas y otras por haber coincidido en "Zurbarán", en Madrid.

La primera casa de retiros espirituales que tuvo el Opus Dei en el mundo fue "Molinoviejo". Tenía la casa el carisma de haber sido monseñor Escnivá el promotor de su compra y reformas consiguientes, y, además, de haber pasado temporadas en ella. La administración estaba formada por varias numerarias que llevaban, además de esa labor, el centro de estudios de numerarias sirvientas. De esta forma, la casa de retiros contaba con un buen servicio. Por otra parte, en el terreno, había una pequeña granja que llevaban las sirvientas como labor secundaria, guiadas pon numerarias.

"Molinoviejo" era una casa agradable, bien construida, confortable, de estilo castellano moderno, y que reunía las condiciones para una casa de retiros.

En este curso anual era la primera vez que la sección femenina del Opus Dei íbamos a vivir en una casa como "residentes" sin ser parte de la administración en absoluto.

Las habitaciones, individuales, tenían todas una cama regular con somier y colchón, puesto que, de hecho, esta casa la ocupaba en los retiros gente de fuera del Opus Dei. Las habitaciones eran cómodas: tenían un closet y un lavabo a más de una ventana. La parte de bienestar material ayudó a que hubiera un clima general de euforia. Sin embargo, a semejanza de los varones del Opus Dei que siempre duermen en camas regulares, teníamos cada semana el llamado "día de guardia". Ello significa que, espiritualmente, uno ha de estar alerta a que el horario en los actos comunes (oración, tertulia, etc.) se viva con puntualidad y a practicar con esmero la corrección fraterna aquel día. Por otra parte, en la vigilia de ese día de guardia, como los dormitorios tenían piso de baldosa, teníamos que dormir en el suelo del único lugar donde esta casa tenía parquet: una habitación-salita de paso. Teníamos que dormir además sin almohada o usando un libro a guisa de ella. Lo que significaba, en esencia, que se pasaba una noche fatal. Esto formaba parte de la mortificación del día de guardia. Ni qué decir tiene que la disciplina y el cilicio se practicaban, como estaba indicado, individual y regularmente.

Pero lo más importante de "Molinoviejo", aparte de que esta casa tenga dentro del Opus Dei un carisma especial, es debido a la ermita que existe en la finca, dedicada a Nuestra Señora, Madre del Amor Hermoso. Se nos dijo que, en esta ermita, monseñor Escrivá aseguró "la continuidad del espíritu de la Obra", es decir, que el Opus Dei sería siempre lo mismo que en el día de su fundación le había hecho Dios vislumbrar al Padre; que en el Opus Dei no habría jamás reformas, ni por supuesto reformadores o reformadoras; ello basado esencialmente en la corrección fraterna, en vivir el espíritu de unidad y en evitar cualquier murmuración del tipo que fuera. Esto implica claramente un freno a cualquier síntoma de autocrítica dentro de la Institución, equiparándola una vez más a una de las características sociológicas básicas de una secta.

Todas las cosas que de forma directa tenían que ver con el comienzo del Opus Dei o con monseñor Escrivá no se nos decían clara y abiertamente, sino que, generalmente, alguna de las primeras numerarias del Opus Dei que asistieron, como en este caso, a este curso anual, nos dejaban ver que algo "extraordinario" -y sin concretar específicamente qué- había sucedido en la ermita. Nos dejaron entrever también que monseñor Escrivá, Alvaro del Portillo, José María Hernández Garnica y algún otro de los primeros numerarios hicieron los juramentos promisorios, que, más tarde, formaron parte inseparable de "la fidelidad" (votos perpetuos) y del nombramiento de socios "inscritos" (aquellos socios con cargos de gobierno o de formación dentro del Opus Dei). Con estos juramentos todos los miembros quedan obligados bajo pena de perjurio a: 1) "evitar todos aquellos dichos o hechos que puedan atentar de cualquier modo a la unidad espiritual, moral o jurídica del Instituto; 2) evitar cualquier murmuración que pudiera disminuir la fama de los superiores o quitar eficacia a su autoridad; 3) vivir la corrección con el inmediato superior después de haber considerado en presencia de Dios que es para el bien del Instituto; 4) consultar con el superior mayor inmediato o con el supremo, cualesquiera cuestiones profesionales, sociales u otras, aun cuando no constituyan materia directa del voto de obediencia".

Como llegamos el 30 de mayo de 1951 a "Molinoviejo", nos dijeron que, al día siguiente, 31 de mayo, festividad de Nuestra Señora del Amor Hermoso y antes de las veinticuatro horas de haber llegado a la casa, podíamos hacer la romería en la ermita, ya que las numerarias, viviendo habitualmente en esa casa, no podían hacer la romería en la ermita; tenían que ir a otro santuario.

La romería del mes de mayo es una costumbre del Opus Dei, copiada de una antigua costumbre popular cristiana, de visitar en el mes de mayo un santuario de Nuestra Señora. Se reza una parte del Rosario al ir hacia allí; otra parte, dentro del santuario y, la tercera parte, al regresar del santuario. Por tanto, al día siguiente de llegar y antes de las veinticuatro horas de permanecer en "Molinoviejo", hicimos la romería a la ermita.

Yo la hice con devoción porque siempre tuve y tengo gran amor a la Virgen y, por otra parte, sentía una cierta emoción, como de que me fueran permitiendo entrar en la intimidad del Opus Dei.

El curso anual siempre suele durar un mes. Y es la duración que tuvo el nuestro. Teníamos la obligada clase del "Catecismo", del Opus Dei. La clase, a semejanza de la que se enseñaba en el curso de "Los Rosales", la impartía un sacerdote del Opus Dei, y teníamos que aprender igualmente de memoria los puntos señalados por el sacerdote para repetirlos en la clase del siguiente día. Esta vez, el estilo de la clase fue algo diferente: nos indicaban estudiar, más que puntos, capítulos, porque se daba por supuesto que nos sabíamos el texto de memoria, y no nos llevaría tanto tiempo el repasarlos. La diferencia básica de esta clase en el curso anual comparada con la del curso de formación era que resultaba más abierta, puesto que podíamos hacer algunas preguntas directamente al sacerdote cuando no tuviéramos alguna cosa clara. Recibíamos también, igualmente impartida por el sacerdote del Opus Dei, una clase diaria de dogma; es decir, algo parecido a una clase elemental de historia de los dogmas de la Iglesia, pero sin base filosófica o teológica: algo muy superficial, como un ligero barniz de los hechos y, por supuesto, sin el menor libro de consulta. Tampoco estaba permitido tomar notas en esta clase. Además, diariamente, teníamos una clase de "Praxis" (una explicación de la práctica de la vida ordinaria en las casas y labores del Opus Dei, es decir, en las administraciones), dada por una de las numerarias más antiguas. No estaba permitido preguntar en esta clase, pero sí podíamos entregar las preguntas, por escrito, a la directora del curso. Nos aconsejaron igualmente no tomar notas porque aparentemente nos iríamos encontrando, en las casas a donde fuéramos, las llamadas "fichas de experiencia". Estas fichas de tamaño 10 X 5 las hacíamos, cada una, en los trabajos que desempeñábamos, y las dejábamos en la casa para que la numeraria tras de nosotras hiciera ese mismo trabajo. Una copia de la misma se entregaba a la directora de la administración. Si ésta la aprobaba, aquella ficha quedaba como experiencia básica para quien nos siguiera en aquel trabajo. A veces, uno se encontraba con fichas curiosas, divertidas y, otras veces, muy útiles. Por ejemplo: "Las puertas deben abrirse y cerrarse por el manillar y sin dar portazo." Recuerdo una ficha que yo solía hacer antes de irme de cada casa: "Antes de cambiar nada, prueba por tres meses a hacer lo mismo que la que hacía este trabajo antes que tú, y si ves que algo no va, cámbialo entonces."

En un ala independiente de la casa, en "Molinoviejo", estaban las habitaciones reservadas al sacerdote del Opus Dei que guiaba los ejercicios o, en este caso, el curso anual. Nos celebraba la misa diaria, nos daba una meditación y, además, la clase de "Catecismo" de la Obra y de dogma. El sacerdote era habitualmente don José María Hernández Garnica, dentro de la sección femenina del Opus Dei, llamado "el Nuestro" porque era el sacerdote-secretario central para las mujeres del Opus Dei en el mundo, y quien, en definitiva, nos conocía a todas y a cada una de las numerarias del Opus Dei, que en aquel entonces no llegaríamos ni a cincuenta.

El padre Hernández Garnica era, como explicaba en capítulos anteriores, muy monótono, y hacía falta tener la tremenda buena voluntad que nos animaba a todas en aquel grupo para no dormimos en sus meditaciones. Pero he de reconocer, asimismo, que trataba de ser comprensivo con nosotras. Los fines de semana le relevaba otro sacerdote, también del Opus Dei, por supuesto; generalmente don José López Navarro, que en aquel entonces era el sacerdote encargado de la sección femenina del Opus Dei en España. Era, don José López Navarro, como igualmente detallaba en el apartado de "Los Rosales", mucho más ameno y más cálido. Podría darse que fuera por el hecho de tener una hermana numeraria que hizo precisamente el curso de "Los Rosales" y que también hacía este anual de "Molinoviejo": Lolita López Navarro. Los sábados sólo teníamos clase de "Catecismo". Y los domingos no teníamos clase alguna. Se empleaba el domingo para dar algún largo paseo o hacer alguna excursión, escribir cartas a la familia y amistades y, mientras, si se quería, se podía poner algún disco en el gramófono. Esto fue algo muy sorprendente en este curso: nos dijeron que podíamos oír música en la tertulia, los domingos mientras se hacían cosas personales y, por supuesto, en la tarde. Comparada la vida de este curso con la llevada en el curso de "Los Rosales", todo parecía jauja. E incluso la vida en la administración de Córdoba, me dijeron años más tarde en la confidencia, que había sido heroica. De donde deduje que, efectivamente, conforme a lo que mi director espiritual, el padre Panikkar, me había vaticinado, en el Opus Dei se podía ser feliz, incluso humanamente, con esta serie de pequeñas cosas que le abren a uno el alma, si de pequeña calificamos a la música en nuestras vidas. Nos repetían a menudo aquel adagio de santa Teresa: "Cuando perdiz, perdiz."

Uno de los fines de semana, al regresar del paseo largo, vimos, con gran alegría por parte de todas, que don Antonio Pérez, secretario general del Opus Dei, cargo en jerarquía inmediato a monseñor Escrivá, que era el presidente general, había venido a suplir a don José María Hernández Garnica. Muy divertido nos dijo don Antonio que le había propuesto a don José María: "Te cambio mi visita a este obispo por "Molinoviejo"", con lo cual don José María fue a visitar al obispo y él pasaba el fin de semana con nosotras en "Molinoviejo".

Como digo, al regresar de paseo oímos música clásica en el cuarto de estar. Todas, conforme íbamos llegando, fuimos haciendo una exclamación de alegría, sin saber de quién procedía aquella buena idea de recibirnos con música tan bonita. Al entrar al cuarto de estar y descubrir que era don Antonio quien tenía puesta música, nos íbamos quedando calladas. El nos recibió de muy buen humor y muy naturalmente nos dijo que "sin música, yo no sé trabajar". Fue don Antonio Pérez quien nos reafirmó que la música era un elemento muy importante en la vida espiritual e incluso material, reafirmando su argumento de que necesitaba la música para concentrarse. En la vida práctica de la sección de mujeres del Opus Dei esto no era exactamente así. Música podía oírse, pero "controlada" diría; en tertulias, sí, por supuesto, pero individualmente no. Por unas razones o por otras, nadie disponía de un "hilo musical" que encendía o apagaba a su antojo. Dependía de las circunstancias.

Luego, don Antonio nos invitó a sentarnos en la sala de estar y nos preguntó cosas del curso, de nuestro trabajo en las casas donde habíamos vivido, etc. Fue un diálogo sencillo, pero muy humano que nos alegró a todas. En la sección de mujeres queríamos a don Antonio Pérez porque era muy delicado con nosotras; su delicadeza se mostraba en muchos detalles, por ejemplo, este que digo: traernos música, también en hacer las clases accesibles a diálogo, pero sobre todo en tratarnos como iguales; nunca se ponía su cargo como una plataforma para hablarnos, al contrario: tanto las sirvientas como nosotras nos encontrábamos muy a gusto con él, lo que resultaba muy relajado y agradable. Pero, por desgracia, fue la única vez que vino a nuestro curso. Por otra parte, era un gran orador y sus meditaciones eran preciosas.

Para describir el tiempo pasado entre ese fin de semana en "Molinoviejo" y el momento actual, haría falta un libro entero que hablara de Antonio Pérez Tenessa. Pero bueno es decir aquí, a guisa de breve presentación, que lo más importante del Opus Dei lo hizo él, lo trabajó él, lo pensó él: desde la creación de la Universidad de Navarra en Pamplona -Estudio General de Navarra-, seguido por la preparación del discurso que él hizo y que se atribuyó luego a monseñor Escrivá cuando éste fue nombrado gran canciller, hasta el logro, traído por los pelos, y a buen precio, del título nobiliario que monseñor Escrivá tanto deseara de marqués de Peralta, pasando por la concepción del gabinete ministerial de Franco, llamado de "los tecnócratas", sin olvidar tampoco su parte en la preparación del retorno de la monarquía a España. Antonio Pérez dejó bastantes años más tarde el Opus Dei, porque su decencia personal y su buena voluntad e intención le impidieron soportar más aquel montón de mentiras bautizadas de modos diversos según la ocasión. Y, naturalmente, muchos de los entonces sus "hermanos" en el Opus Dei, la mayoría grandes "figurones" de la vida pública, le hicieron la vida bien amarga cuando regresó a España después de su larga estancia en México.

Personalmente el curso anual me resultó relajado; el hecho de conocer, por una u otra razón, a todas las numerarias que lo hacían era agradable pero, sobre todo, el palpar las ventajas de ser "residente" y no "administración".

Yo solía salir al jardín a hacer la lectura espiritual y me parecía mentira ver cielo abierto y tomar aire fresco. Esta lectura individual que, con arreglo al plan de vida que todas seguíamos, no había que hacerla necesariamente en el oratorio. Los libros de lectura espiritual en el Opus Dei eran escasos, es decir: la elección que se nos permitía era escasa. El "Libro de las fundaciones" de santa Teresa de Ávila era uno de los más frecuentemente leídos. San Francisco de Sales, como autor, así como libros de la colección RIALP dirigida por miembros del Opus Dei, eran los que circulaban en la microscópica biblioteca de "libros de lectura" y siempre, además, antes de empezar un libro, había que consultarlo con la directora que recibía nuestra confidencia. El libro que se leía con furor, casi como lectura obligada, era "El valor divino de lo humano", de Jesús Urteaga. Don Jesús, un sacerdote numerario del Opus Dei, de los últimos ordenados entonces, con las mujeres del Opus Dei no tenía trato alguno. Pero todas sabíamos que era vasco y que su carácter era sumamente seco. El Santo Evangelio se leía también, además del libro asignado a cada una, por unos 7 a 10 minutos.

Materialmente, todas teníamos algún pequeño encargo en la casa, como cerrar ventanas antes de encender las luces, hacer el diario del curso, avisar a quien le tocaba el día de guardia, bendecir la mesa, recoger los "Catecismos", etc., etc.

Un día nos dijeron que íbamos a pasar a la administración para ver a las numerarias sirvientas que hacían su curso de formación allí y para ver también la granja.

Efectivamente pasamos e hicimos una tertulia con las numerarias sirvientas. Luego nos llevaron a ver la granja. Una de las sirvientas me hizo notar que le habían dicho que las botas que ella usaba para ir al gallinero habían sido mis botas de esquiar. La verdad es que sentí un cosquilleo por dentro: aquellas botas, noruegas, las había comprado después de ahorrar en mi trabajo y ahora servían para ir al gallinero... Otra de las sirvientas me dijo que me fijara en una serie de visillos que habían hecho en la administración con uno de mis trajes de noche... La verdad es que aquella visita a la administración me puso en cierta forma rabiosa. No entendía cómo aquellas botas tan buenas de esquiar las usaban para los gallineros. Todavía lo del vestido de noche lo entendía mejor. Total: cuando hablé con la directora en mi confidencia, me dijo que aún estaba "apegada" a las cosas materiales. Y de hecho debería tener razón: aquellas cosas pequeñas no deberían hacerme mella. Este hecho se convirtió en anecdótico para mí, y no tuvo mayor trascendencia.

Lo que sí fue muy claro para mí entonces y más aún hoy día, a la distancia de los años, es que la meta de aquel curso fue el aprender a conocer -yo lo llamaría ahora adoctrinamiento- la personalidad de monseñor Escrivá, el Padre. En primer lugar nos explicaron muy claramente que a todos los sacerdotes del Opus Dei se les llamaba "don" delante del nombre de pila, porque "Padre" sólo se reservaba para monseñor Escrivá. Por activa y por pasiva se nos hablaba de él, de sus costumbres, de sus exigencias en las administraciones "basado en el amor a Dios que le movía". Muchas pedimos aclaraciones a este punto y nos dijeron que el Padre no aceptaba nada "chapucero" y que exigía siempre "perfección". Un olvido, un error, eran imperfecciones, por ende, faltas de amor a Dios. Nos hablaron de la responsabilidad de haber llegado al Opus Dei en su vida y de ser por ello "cofundadoras". Nos hablaron también de Roma, donde monseñor Escrivá vivía ya de modo habitual y de que todas las numerarias que vivían en la casa del Padre eran "edificantes".

En "Molinoviejo" existían las habitaciones reservadas exclusivamente para monseñor Escrivá, llamadas las "habitaciones del Padre".

Nos dijeron que en grupos de tres o cuatro nos enseñarían sus habitaciones durante nuestro curso. Efectivamente nos las fueron mostrando en grupos de tres o cuatro. Recuerdo muy bien que se hablaba en voz baja, como muestra de respeto. Nos explicaron que la limpieza de las habitaciones del Padre, formadas por el dormitorio, una salita-despacho y el baño, las hacía siempre la directora de la casa, acompañada por una numeraria y por dos sirvientas "antiguas" en el Opus Dei.

La directora del curso nos explicaba, conforme nos enseñaba las habitaciones del Padre, que, más adelante, en cada país e incluso en más de una ciudad en el mismo país, habría habitaciones dedicadas al Padre, incluso con oratorio, para que cuando visitara aquel lugar monseñor Escrivá pudiera encontrar perfecto reposo. En este curso anual la pregunta más frecuente era: "¿Has visto ya las habitaciones del Padre?" Era el gran acontecimiento.

Yo había conocido a monseñor Escrivá en una meditación que dio en el pequeño oratorio de "Lagasca" para un grupo de nuevas vocaciones, cuando aún vivía yo en casa de mis padres. Me impresionó su meditación, pero no sabría decir exactamente cómo. Sí recuerdo que su voz, tan atiplada, me pareció extraña en un hombre, así como el mover tanto las manos y gesticular con ellas, mientras hablaba. Su lenguaje era como si hablase a niños pequeños. Aquella primera impresión mía de monseñor Escrivá no me encajaba con la persona tan recia y viril que se nos pintaba de él en el curso. Por ello, y al ser el fundador del Opus Dei, le pedí a Dios de todo corazón que me hiciera calar la santidad de monseñor Escrivá, ya que quienes le conocían bien decían que era tan santo. Yo le admiraba por lo que me habían dicho que de sobrenatural -su trato directo con Dios- tenía su persona, pero tenía que apartar de mí la otra imagen de mi vivencia personal y especialmente de su voz, que era como femenina.

Al recordar todos estos hechos ahora, al cabo de los años, veo con dolor infinito que aquel adoctrinamiento primario que yo recibí sobre la santidad del fundador del Opus Dei se sigue impartiendo hoy día también a las nuevas vocaciones. Y es más: que en la época en que viví en Roma antes de ir a Venezuela, igualmente yo usé los mismos términos que emplearon conmigo. Entonces yo era tan inocente, posiblemente, como las nuevas vocaciones del Opus Dei hoy día.

Es muy claro que desde que llegué al Opus Dei, el respeto al Fundador era un culto a su persona, hecho que especialmente en este curso anual se subrayó de modo doctrinal: el Padre por encima de todos los valores humanos. Es decir, nuestro amor al Padre estaba "lógicamente" por encima del amor al Papa, al menos al Papa entonces reinante, S.S. Pío XII, ni qué decir tiene que por encima al amor debido a nuestros propios padres. Pero lo que hoy día resulta un fenómeno digno de estudio es que precisamente se sigan estos mismos parámetros en el proceso de beatificación de monseñor Escrivá. Es un hecho que los procesos de beatificación incoados a miembros del Opus Dei que fallecieron muchos años antes que monseñor Escrivá, como Isidoro Zorzano o Montserrat Grasses, han quedado totalmente relegados dejando paso al proceso del Padre.

Naturalmente que se nos hablaba en el curso anual de proselitismo especialmente porque todas conocíamos a las numerarias que acababan de abrir la fundación de la sección femenina del Opus Dei en México: Guadalupe Ortiz de Landázuri, María Esther Ciancas, Manolita Ortiz, Rosario Morán (Piquiqui), quien precisamente hacía el curso con nosotras, estaba terminando de arreglar sus documentos para ir también a México.

Por otra parte la salida para Chicago, en Estados Unidos, era inmediata. Allí iban: Nisa González Guzmán, Emilia Riesgo, Blanca Dorda, y esperaban la llegada de Marga Barturen. O sea que el tema obligado de conversación en tertulias, etc., eran estos dos países de reciente fundación. Como consiliarios estaban, en México, don Pedro Casciaro y, en Chicago, don José Luis Muzquiz.

Un tema nuevo de conversación en las tertulias era también el de la "disponibilidad" que monseñor Escrivá pedía a sus hijas numerarias para ir a nuevas fundaciones, nuevos países. Las siguientes fundaciones previstas se abrirían en América del Sur, siendo Chile, Colombia y Venezuela en unión de Argentina los nuevos países en el horizonte, además de Inglaterra que parecía inmediata debido a un grupo de numerarias que había ya en Irlanda, producto del espíritu proselitista de Teddy Burke, la primera numeraria irlandesa, hermana de un numerario, más tarde ordenado sacerdote.

La verdad es que a mí no me apetecía Sudamérica en absoluto, pero estaba abierta, sin embargo, a la posibilidad de ir a Francia.

Unos días antes de las cuatro semanas de duración del curso nos leyeron los nuevos destinos: a mí me correspondía ir a Barcelona para formar parte de la administración de "Monterols", como se llamaba la residencia de estudiantes de varones en esa ciudad.

El curso pasó rápido porque de hecho cuatro semanas van a prisa. Barcelona aparecía ahora en mi horizonte y me apetecía ir. Tenía 10 años cuando mis padres, como premio de haber pasado el ingreso de bachillerato, me llevaron a conocer Barcelona. Había estado otra serie de veces con mis padres y le tenía simpatía. El hecho de ir a otra administración no me asustaba tanto, puesto que ya tenía la experiencia de Córdoba. Por otra parte, las numerarias que conocían la administración de "Monterols" me explicaban que la casa era muy agradable. Rosario de Orbegozo me dijo que me iba a dedicar allí muy principalmente a la labor de san Rafael porque había que "elevar el tono social de las numerarias que pidieran ahora la admisión en el Opus Dei".

Continuación del capítulo IV

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Opus Dei: ¿un CAMINO a ninguna parte?