POR
QUÉ ME FUI
JOSÉ CARLOS, 1 de octubre de 2004
En agradecimiento y reconociendo los obstáculos que
a veces dificultan nuestra comunicación, voy a intentar
contar por qué me fui. Antes de que sigáis leyendo,
os pido tres cosas: 1) que no juzguéis a nadie al leer
mi relato, 2) que tengáis en cuenta que está
escrito desde mi propia perspectiva, y es por tanto subjetivo,
y 3) que no extraigáis conclusiones para ningún
otro caso, pues cada persona es única e irrepetible.
Veréis que no tiene nada de especial.
Desde siempre, he sido una persona que hace amistades profundas:
cuando alguien me cae bien y sintonizamos a fondo, me vuelco
en esa relación y dejo que el corazón se desdoble
en actos de servicio por el amigo. Es algo que me llena de
enorme satisfacción, y que creo que fue creciendo deliberadamente
durante mis años en la Obra.
En el Opus Dei pude canalizar esa afectividad desbordante
hacia mis amigos, hacia la vida de familia y las labores apostólicas.
Había oportunidades múltiples, y en todas las
actividades con gente joven, cursos anuales, convivencias,
campamentos, residencias, etc siempre me lo pasaba en grande.
Llegaba a apegarme y tenía que controlarlo, sobre todo
por aquello de no dejar de lado a personas que me caían
menos bien, e intentar darme a todos como Cristo lo haría.
Eran tan fuertes mis sentimientos de amistad que al despedirme
de la gente (por ejemplo cuando fuimos a labores sociales
en México y en la India, y por tanto había posibilidades
muy remotas o inexistentes de jamás volver a ver al
personal), se me saltaban las lágrimas y era un auténtico
desastre en el avión de regreso, parecía un
niño pequeño.
Me fue más o menos bien hasta que me llegó el
momento de hacer la residencia de medicina. No sé si
sabréis que aquí en Estados Unidos los años
de residencia son durísimos: empezaba a trabajar a
las 7 de la mañana, con lo cual me tenía que
levantar a eso de las 4:30 para llegar a misa de 6; tenía
guardias cada tres o cuatro noches, en las que frecuentemente
no pegaba ojo; al día siguiente, seguía trabajando
con horario normal hasta las 6 ó 7 de la tarde; sólo
libraba cuatro días al mes... Y todo esto, en un ritmo
de atención constante al enfermo, de luchar por ser
agradable con todos (pacientes, familias, enfermeras, colegas,
estudiantes, superiores), de estar siempre corriendo, de apenas
tener tiempo para las necesidades más fundamentales,
de urgencias y decisiones serias de vida o muerte, de enfermos
que se te van a pesar de tus esfuerzos... vamos, abnegación
como nunca había vivido. Para un numerario, añade
las normas, los medios de formación, los encargos apostólicos
y la vida de familia.
Por otra parte, el clima de servicio y camaradería
del hospital puede ser tremendamente enriquecedor. Para mí
supuso un gran descubrimiento de mi vocación profesional,
una forma tangible y directa de intentar imitar a Jesucristo
en mi vida diaria. Al mismo tiempo, por razones de mi carácter
por un lado, y de las circunstancias de contacto continuo,
intenso y emocionalmente cargado por otro, forjé muchas
amistades profundas, que me llenaban muchísimo. Era
muy fácil hacer amigos: en general, la práctica
de la medicina valora y suscita el ser comprensivos, alegres,
serviciales, compasivos, generosos, entusiastas y optimistas,
y es natural que cuando uno descubre esas características
de la personalidad en los que le rodean termine formando relaciones
de amistad que trascienden lo puramente profesional.
En mi caso particular, me presentaba de la misma forma a todos
mis colegas, sin hacer distinciones de si eran varón
o mujer. Estás en un equipo mixto, trabajando codo
a codo con personas que comparten tus ideales, y entre todos
cuidamos a los pacientes día a día. Ello motivó
que se formasen verdaderos lazos de sincera amistad con muchos
compañeros-as, lo cual dio a lugar a situaciones -
en sí inofensivas - en las que, con intención
inocente pero también con imprudencia, no debería
encontrarse un numerario.
No sé si habrá de ser así para toda persona
que ha abrazado el celibato, pero en la Obra sabemos cómo
se dice que se han de vivir estas normas de prudencia. No
es fácil salir a cenar en grupo, cuando no sabes si
vas a ser el único varón; te puede venir, en
mitad de la noche de guardia, una compañera a contarte
sus problemas personales; una colega que vive a dos manzanas
del centro te ve caminando hacia el metro y te ofrece llevarte
en coche a casa; resulta que tus tres estudiantes son chicas,
y te quieren agradecer lo que les has enseñado en su
rotación hospitalaria; una enfermera con la que llevas
trabajando un mes, desolada porque le acaba de dejar el novio,
rompe a lágrima viva justo delante de ti; la hermana
de un enfermo grave, que comparte contigo la experiencia de
tener a un hermano con síndrome de Down, quiere charlar
contigo sobre lo que ello comporta... Lógicamente,
cuando había atracción hacia alguna chica siempre
terminaba cortando y no llegaba a más, y si surgían
apegamientos sentimentales lo contaba en la dirección
espiritual según iba pasando.
Llegó un momento en que por fin a alguien le pareció
que era hora de cortar por lo sano. Se me pidió que
me tomase por lo menos un año de ausencia de mi programa
de residencia, a ser posible cuanto antes. Se sugería
que me mudase de ciudad, incluso de país, y me dedicara
a otras tareas. Razones aducidas: que estaba muy cansado,
que me veían por mal camino, que había cambiado
mi centro de gravedad, que estaba cometiendo muchas imprudencias,
que necesitaba un tiempo para volver a ganar perspectiva,
y que no podía seguir así.
A mí me pareció una medida drástica,
tanto porque no creía que fuera el asunto tan grave
como por las devastadoras consecuencias profesionales para
mi carrera.
No hace falta entrar en detalles, pero se me hacía
absurdo explicar a mis compañeros y a mis superiores,
que siempre me veían alegre y pasándomelo bomba,
que de repente me iba, así por las buenas. Por otra
parte, reflexionando sobre el asunto a mí me parecía
que el problema provenía de mi propia personalidad,
que iba a seguir siendo la misma doquiera que me transplantase.
El corolario de su exigencia, deducía, era que debía
supeditar mi profesión a situaciones en las que mi
afectividad no estuviera expuesta. Pero en la medicina siempre
me iba a encontrar a enfermas, y enfermeras, y médicas,
y estudiantas; y hasta en colegios obras corporativas hay
madres, y hermanas, y señoras de la limpieza, y mujeres
de supernumerarios. Total, que me veía terminando mis
días en el sótano de comisión, pegando
sellos en hojas informativas y oyendo charlas de agregados
y supernumerarios viudos :).
En definitiva, la composición de lugar que yo me hice
se reducía a este claro mensaje: una persona con mi
grado de afectividad no podía ejercer la medicina y
ser buen numerario.
Me negué a lo que se me pidió, explicando mis
razones, porque no podía acceder libremente. Se me
insistió. Insinué que me iba. Un forcejeo agotador,
desgastante, dolorosísimo por lo repentino de mi cambio
de situación: de ser un numerario contento y enamorado
de mi vocación y de la Obra, a verme en la posición
de ser "un problema" y de resistir uña y
diente a lo que se me pedía.
Vieron que me estaban forzando fuera, y desistieron de su
exigencia; pero me comunicaron que esperaban una gran conversión
interior por mi parte. Yo me daba cuenta de que tal conversión
llevaba consigo poder volver a ponerme completamente disponible,
pues tal es la entrega que esta vocación exige. Es
decir, aunque en ese momento no tuviera que hacer algo que
me repugnaba, en realidad el resultado había de ser
que, desde el día en que accediera a volver a empezar,
se me pudiera pedir eso y más.
En éstas me fui al curso de retiro, con intención
de hacer un viaje relámpago a España justo después
para hablarlo con mis padres. Durante el curso de retiro apenas
salí del oratorio los cinco días, y recé
como nunca. No he vivido una agonía igual. Continuar
en la Obra, para mí, significaba rendir mi inteligencia,
porque no veía razón en lo que se me había
exigido; inmolar mi voluntad, porque de verdad que no quería
hacerlo; entregar mi corazón, mis amistades, mi profesión
de la que estaba enamorado, una carrera prometedora, mi futuro
y mi familia (no he hablado de mis dos hermanas discapacitadas
a quienes quizá tenga que mantener un día, y
por quienes quería continuar con una profesión
externa): y dejar todo en manos de personas en las que ya
no confiaba como antes. Un holocausto real, completo e inmediato,
aquí y ahora.
En el tercer día del curso de retiro, creo que Dios
Padre en su infinita misericordia me hizo ver que, si así
lo decidía, podía ofrecerle ese enorme sacrificio
y Él me concedería su gracia; pero no era necesario
hacerlo para seguir intentando ser santo. Sentí en
lo profundo de mi ser mi libertad, creada y querida por Dios:
percibí que me presentaba dos caminos, y en ambos podía
seguirle y amarle, porque en la vida ordinaria no suele exigir
un heroísmo descarnado como única condición
para acompañarle.
Esa certeza selló mi decisión. Habiendo dicho
que no en algo serio, y sabiendo que volvería a decidir
lo mismo, no me veía en condiciones de continuar y
engañarme sobre lo que la entrega de numerario comporta.
Me fui a España, lo hablé con mis padres (¡qué
buenos y comprensivos son!), me concedí un mes de prueba
que confirmó que yo seguía siendo el mismo,
pedí la dispensa, dos semanas más tarde me mudé
del centro y recibí la dispensa a los dos meses y medio,
habiendo dejado claro que mi decisión era definitiva,
tomada después de varios meses de reflexión
continua en la presencia de Dios.
Quiero constatar que no dudo de que los directores obraran
con rectitud de intención, probablemente movidos por
lo que creían que debían hacer por mi propio
bien. No descarto que en ese momento fueran instrumentos de
los inescrutables designios de Dios. Un sacerdote numerario
- ahora vicario en otra región - usó el ejemplo
del diamante en el cerebro: "el diamante es una piedra
preciosa, pero no está a gusto incrustado en un cerebro".
Nunca me dijeron que me condenaría; nunca negaron que
Dios podía estar llamándome a otro camino u
ofreciéndome otra alternativa; nunca rechazaron la
posibilidad de que Dios me hubiera querido en la Obra durante
unos años, pero no de por vida. Claro que tampoco lo
asintieron: después de diecinueve años de numerario
feliz, no creo que nadie fuera capaz de afirmar que debería
irme, y en mis hombros y en mi conciencia - que estaba en
paz con Dios y abandonada en su misericordia - cayó
toda esa responsabilidad.
¿Cómo me ha ido desde entonces? Ya he dicho
en otras ocasiones que siguieron tratándome con cariño
y respeto. La primera vez que me confesé con un cura
numerario, después de haber salido, me recibió
con un "¡Hombre! ¿dónde has estado?
Te he estado esperando". Recibí correos verdaderamente
conmovedores de otros miembros de la Obra cuando se enteraron
de que me había ido, y siguen felicitándome
por mi cumpleaños, como lo hicieron por mi boda.
No es por "pasarle a nadie por las narices el boleto
del cuponazo", pero he de agradecer a Dios la gran suerte
que he tenido. Encontré un apartamento asequible, me
pude sostener por mi cuenta y continuar con un trabajo que
me realiza. Seguí con mi vida de piedad y frecuencia
de sacramentos. Tuve la enorme fortuna de conocer a una mujer
extraordinaria, católica practicante, hispana, médico,
inteligente, guapa, simpática, divertida, y encima
de mi estatura (soy más bien bajito, y eso aquí
en USA te pone las cosas un poco chungas); Dios sabe por qué
se enamoró de mí. Pasamos dos años de
noviazgo a distancia, volando tres horas cada dos fines de
semana para poder vernos, y nos casamos hace dos años.
Veo a esta primera y única novia que he tenido como
mi "ciento por uno". Desde que me enamoré
de ella, no he vuelto a tener esos apegamientos afectivos
que me descompensaban.
Reconozco que mi salida fue mucho menos traumática
que la de otros. Coinciden varias circunstancias: en los años
del 2000 las cosas han madurado en la Obra, y no se ven como
se veían antes; éste es un país de gran
respeto a la conciencia de las personas; yo tenía trabajo
externo, fuente de ingresos y muchos amigos; encontré
un ámbito para mi vida afectiva nada más salir;
soy el tipo de persona que si ve clara una decisión,
no se queda sufriendo y prolongando lo inevitable; siempre
fui consciente de mi libertad; tuve mucha, mucha suerte; y
gozo de una familia que siempre me ha apoyado humana y sobrenaturalmente
en todo.
Ahí está. Os ruego por favor, con lo que me
ha costado abrirme, que el que quiera hacer comentarios guarde
un poquito las formas.
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