Mis
años en la Obra
José L.
Mira, José, justamente ahora vengo de visitar
a un chico que fue agregado como tú hace años
y se dejó la Obra. Ahora está casado y tiene
cinco hijos. ¿Y sabes lo que me acaba de decir? Pues
que ojalá nunca hubiera abandonado el Opus Dei, que
no es feliz. Que sí, que quiere a su mujer y a sus
hijos, pero que ahora entiende que su vocación era
lo más grande. Así que, José, tú
haz lo que quieras, pero ten por seguro que el que le dice
no a Dios jamás es feliz.
Estas fueron, casi en su literalidad, las últimas
palabras que me dispensó el director de agregados de
la Delegación del Opus Dei en mi provincia cuando,
días antes del 19 de marzo (fecha en la que tenía
que renovar mi compromiso y que yo había anunciado
que no haría) vino ex profeso a hablar conmigo. Si
no fuera por la conmoción y pánico que produce
en una persona de veinte años semejante vaticinio de
infelicidad por parte de alguien a quien había respetado
y prestado obediencia durante más de cinco años,
este burdo y cruel chantaje no me cabe calificarlo de
otro modo- no hubiera pasado de invitarme a la carcajada.
Pero quien haya pertenecido a la hoy Prelatura sabe que las
cosas no son tan sencillas.
Fue esta la penúltima vez que me entrevisté
con un superior siendo miembro agregado del Opus Dei. La última
tuvo ocasión durante la tarde del propio 19 de marzo
(en la década de los 80) cuando mi director habitual
insistió en verme. José, tienes una vocación
como un piano. No la tires por la borda, no paraba de
decirme. Mira insistía- cuando vayas a
misa, renuevas los votos y me llamas para decírmelo.
Ni que decir tiene que esa Eucaristía ha sido para
mi la más angustiosa de mi vida. Mirando al Sagrario
decía interiormente: Jesús, yo te quiero,
pero creo que te puedo seguir queriendo tanto o más
fuera de la Obra. Ayúdame, Señor, que no sé
lo que me espera. Hoy puede sonar a tontería.
Escribirlo ahora por vez primera después de
más de 18 años- incluso me da cierta vergüenza.
Pero así fueron las cosas.
Aunque al abandono efectivo de la institución se produjo
ese 19 de marzo, tras cinco años de permanencia, lo
cierto es que desde octubre ya había manifestado mi
deseo. De hecho, ya no aparecía por mi centro asiduamente.
Nada más dejar la Obra noté dos cambios radicales
en mi vida: por una parte, me sentía en un mundo nuevo.
Eran las mismas calles, la misma actividad, mi misma familia
de sangre
pero era como si no las reconociese,
como si las viera por vez primera. Todo ello unido a un sentimiento
contradictorio que combinaba al mismo tiempo una amarga soledad
y la extraña paz del que se acaba de quitar un peso
enorme de encima. Mi vida estaba por construir y eso no era
tarea fácil, pero esa construcción iba a depender
exclusivamente de mi, no de directrices incoherentes y obediencias
ciegas. A pesar de todo, mi persona no fue tan fuerte que
no tuviera que pasar por la consulta del médico. Tranquilizantes
al canto. Los primeros de mi vida, a la sazón. Algo
que, por lo que he leído, no es infrecuente.
Como tampoco es infrecuente que aquéllos que habían
sido hermanos, compañeros de fatigas y
confidentes (directores y sacerdotes) no sólo rompieran
absolutamente su contacto (incluso con desdén, en alguna
circunstancia en que ocasionalmente me los encontré),
sino que aconsejaran evitar el trato conmigo a varios miembros
de mi quinta que por motivos de estudio me veían
a diario. Todo muy humano, muy cristiano, muy ejemplar y muy
hermoso.
En honor a la verdad tengo que reconocer que mi salida de
la Obra no fue sino la culminación, la guinda, al choque
que me había producido la maraña de incongruencias
y contradicciones sobre las que está montado el Opus
Dei desde poco después de ingresar. Ya la misma carta
de pitaje fue surrealista.
Antes de redactarla el director me advirtió que tenía
que encabezarla con querido Padre y en algún
párrafo poner que solicitaba la admisión
como socio agregado (a todo esto, nadie me había
pedido opinión sobre mi disponibilidad a ser agregado,
numerario o supernumerario). Y yo, con toda la buena fe del
mundo, le conté al Padre en la carta, entre otras cosas
más, que había suspendido una asignatura de
mis estudios que me esforzaría por recuperar en la
siguiente convocatoria. El director me hizo romper esa carta
y redactar otra omitiendo ese detalle, porque, atención,
no podía poner cosas negativas. Pero
bueno pensé yo- ¿no es una carta a un
Padre al que debe abrírsele el corazón en confianza?
¿Por qué no puedo decirle ese pequeño
fallo estudiantil?
Ese fue mi primer fruncido de cejas de los miles que haría
durante mi estancia en la Obra.
En su magnífico libro Anexo
a una historia (quizá el mejor que se ha
escrito en referencia a los aspectos de la peculiar espiritualidad
interna de la Obra) María Angustias Moreno insiste
en decir que rehuye de la anécdota para centrarse en
la categoría. Yo respeto profundamente esa opinión,
pero discrepo. Y discrepo, entre otras muchas cosas, porque
ha sido en el Opus Dei donde me han enseñado a elevar
a rango de categoría las anécdotas más
necias. Cualquier detallito bobo, si servía para ejemplificar,
se glosaba como el no va más. Y también porque
una anécdota ilustra muchas veces más que todo
un tratado; y más si versa de la Obra. Precisamente
porque la teoría de la Obra es, sobre el papel, impecable,
cabe rescatar estos detalles que escenifican gráficamente
la vida interna.
Por ejemplo, en el amor a la Iglesia y respeto a la liturgia:
Cuando asistíamos a las misas celebradas en los oratorios
de los centros era casi obligado el traje y corbata. Lo que
no quitaba para que uno de los subdirectores que excepcionalmente
era un agregado mayor- asistiera conmigo a la misa dominical
de la parroquia del barrio varias veces en chándal.
Claro, a lo mejor es que esa era una misa de menos valía.
O la reconvención que me hizo el director cuando, siendo
yo encargado de tener agua bendita en el centro y viendo que
la mercancía se agotaba no tuve mejor ocurrencia
que ir al cura párroco del barrio a que me bendijese
agua. Esa bendición debía valer menos por venir
de alguien ajeno al cotarro.
Una de las cosas que más me irritaron siempre fue
el uso grupal de frases hechas. Siempre he pensado que el
lenguaje jamás es neutro y alberga una sutil perversión.
A fuerza de repetir siempre las mismas palabras se acaba por
desfigurar el concepto. Por ejemplo: Hijos míos,
qué bien se está en el Opus Dei. Dicho
una vez, uno lo puede someter a revisión crítica;
repetido a diario se puede creer que ningún lugar mejor
para permanecer que la Obra. O lo que es peor: que aunque
uno esté mal acabe por pensar que todos están
bien menos él y entonces el fallo es de uno. Ya sé
que es todo muy sutil, pero es que en la Obra no hay nada
sencillo.
De entre todas las frases hechas (las hay de todos los colores)
la más chocante, por mentirosa, era aquella de: No
somos como los demás; somos los demás,
dando a entender ese otro concepto de cristianos corrientes.
Mentira cochina. La retahíla de normas, costumbres,
buenos espíritus, intenciones especiales, notas internas
y demás parafernalia hacen de la vida de un socio algo
difícilmente asimilable al estado laical que pregonan.
A mi, concretamente, siempre se me hizo un galimatías
combinarlo todo.
Sobre el tema de la confesión con sacerdotes fuera
de Casa ya se ha escrito mucho y bien. En mi caso tengo el
honor de contar además en mi anecdotario con el chivatazo
que, raudo y veloz, efectuó un supernumerario a mi
director cuando me vio confesándome en un convento
de religiosos. Bronca correspondiente. Hijos míos,
sois libérrimos. Pues eso.
En la Obra, como todo el mundo sabe, sólo se debe
prestar obediencia en aquéllos temas que atañen
al apostolado. Las obligaciones profesionales o de otra índole
no están sujetas a la jurisdicción de los directores.
Eso es lo escrito, claro. Pero la Obra, que es sabia, deja
hábilmente por aclarar una cuestión, a saber:
¿qué se entiende por temas que atañen
al apostolado? Pues sencillamente: todo. Por tanto un
director está capacitado para aconsejar que uno deje
un trabajo porque allí no hay posibilidades de
hacer apostolado; uno no puede ir con su familia a un
viaje de vacaciones porque descuida el apostolado;
uno no puede ir en una pandilla de amigos de fuera del centro
porque eso no beneficia al apostolado.
Sensu contrario, el pretexto del apostolado sirve para justificar
cualquier tipo de montaje a los que, por estatutos, un socio
no está obligado. Por ejemplo: en mis últimos
tiempos se organizaban en España peregrinaciones de
la imagen de la Virgen representativa del lugar a Torreciudad
a las que solía asistir el Obispo. Cuando correspondió
a nuestra provincia, por supuesto, tocada de pito general.
Había que ir a la peregrinación obligatoriamente.
Yo me las tuve tiesas con el director. Pero vamos a
ver le decía-. Ese acto debe ser algo libre a
lo que uno se apunta si quiere. Respuesta: hay
que ir porque es motivo de apostolado. Y yo, por supuesto,
daba entonces gracias a Dios por haberme llamado por el camino
de un laico corriente y moliente responsable de sus decisiones
como cualquier otro miembro de la Iglesia. Y una porra.
Ya penetrando en terrenos más peliagudos contaré
algo que casa muy mal con aquello tan repetido de que en el
Opus Dei estamos obligados a cumplir con los mismos derechos
y obligaciones que cualquier otra persona. Otra vez la teoría
(ay, si la hubieran aplicado tanto como la predicaban). Al
objeto de Wobtener las subvenciones que otorga mi Comunidad
Autónoma, mi centro del Opus Dei se constituyó
jurídicamente (de cara al exterior, claro) como Asociación
Juvenil. Pero tal ropaje requiere de una serie de requisitos
y trámites legales, tales como que exista una junta
directiva de la asociación juvenil y que se celebren
asambleas de los socios (de esa asociación juvenil)
cada cierto tiempo. Curiosamente, sin comerlo ni beberlo (sin
consultarnos, vaya, como es marca de la casa) unos cuantos
jóvenes (no recuerdo si ya teníamos los 18 años)
fuimos designados miembros fundadores de la asociación
juvenil y miembros de la misma con voz y voto. Con una salvedad:
jamás se celebró ni una sola de las preceptivas
juntas generales que marca la legislación. Un agregado
joven que era el que desempeñaba las funciones de secretario
de la Asociación Juvenil (ojo: no confundir con el
centro de la Obra; la A. Juvenil era la forma jurídica
con que el centro del Opus Dei se presentaba ante la ley)
y que no tenía cargo orgánico alguno en el consejo
local del centro del Opus Dei se inventaba (literalmente)
a ratos libres el desarrollo de las sesiones y las plasmaba
en una acta (falsa, por tanto). Posteriormente nos pasaba
lo escrito a la firma dicha acta en la que figuraban nuestras
(inexistentes) intervenciones en la (nunca celebrada) junta
de la Asociación Juvenil. Por fortuna cuento con testigos
y algún documento acreditativo de esta peculiar forma
de cumplir con las obligaciones de cualquier cristiano corriente.
Más pasmoso, por ser asunto más serio, fue
cuando, creyéndome necesitado de confesión,
acudí a un sacerdote numerario. A mi, en ese momento,
no me venía en gana (y creo que la libertad que Dios
me ha dado me concedía ese derecho) hablar
con el sacerdote fuera del propio sacramento. Pero el cura
tentado estoy de decir su nombre-, viendo mis intenciones,
me dijo: José, ¿se trata de masturbación?.
Le contesté, airado, que única y exclusivamente
quería confesarme. A lo que él replico: Vamos
a dejarnos de tonterías (es textual).
Mi tiempo, evidentemente, estaba contado en ese foro de libertad
y coherencia. Meses más tarde, como relaté al
principio, abandoné esa santa casa y, paradójicamente,
encontré para mi sorpresa (y en contra de lo que me
decían en la Obra) a personas que se interesaban verdaderamente
por mi, por mis cosas, por mi pasado y por mi futuro. Que
me ayudaban sinceramente sin pedir nada a cambio. Que se reían
sin fingir. Que me invitaban a los sitios desinteresadamente.
Encontré el amor. Chicas que me quisieron por lo que
era y no por dónde pertenecía. La vida tuvo
(tiene) sus sabores y sinsabores. Sus alegrías y sus
decepciones. Pero todo auténtico y en libertad.
José L.
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