EL
ERROR IRREPARABLE
-Doctrina oficial del opusdei sobre los que se van-
COMPAQ, 15 de julio de 2004
Los que siguen dentro -igual que los que nos fuimos- escuchan
este tipo de argumentos en charlas, meditaciones, en la dirección
espiritual, ante una "crisis de vocación"
y ante cualquier duda legítima al hacer uso de su libertad
y de su conciencia. Y escuchar y creer que meditaciones como
ésta es la voluntad de Dios, lo que Dios quiere, lo
que Dios le transmitió al fundador, es terrorífico,
porque se acaba creyendo que todo eso es cierto. El que se
va es el que falla, la institución no falla porque
es divina. De ahí el caos que predica y provoca el
opus en personas que se acercaron a la obra para ser "cristianos
corrientes en medio del mundo". Pero no, resulta que
si te vas de la obra no puedes seguir siendo cristiano y eres
ni más ni menos que Esaú, el que vendió
su progenitura por un plato de lentejas, el que cometió
un error irreparable, el del rejalgar...
La manipulación de las Escrituras por parte del opusdei
es increíble además de torpe: si no pides la
admisión en el opusdei, eres "el joven rico";
si te vas del opusdei, eres Esaú y Judas. Si tus padres
se oponen a que entres en el opusdei, son otros Herodes, si
pides alguna explicación a tu director del opusdei,
eres Zacarías (que se quedó mudo por preguntar
cómo era posible que su mujer, Isabel, fuera a tener
un hijo con casi 100 años de edad y algo premenopaúsica),
si logras nuevas vocaciones para el opusdei, eres Caudillo
(el único caudillo famoso fue Franco, al que Escrivá
apreciaba
mucho, aunque no aparezca en las Escrituras), si no llevas
vocaciones al opusdei, eres la higuera del Evangelio, a quien
Jesús le pidió frutos 'aunque no era tiempo
de higos'...
He aquí una muestra de la
doctrina 'evangélica' del opusdei:
MEDITACIÓN 269.
MEDITACIONES. Tomo III. págs. 384 a 389 TIEMPO ORDINARIO.
SEMANA XIII. SÁBADO
-Conviene estar prevenidos: podemos pasar por momentos de
ceguera.
-Nuestra decisión de seguir el camino iniciado ha
de ser irrevocable.
-Propósito firme: ser fieles en lo pequeño
para ser fieles siempre.
NOS REMONTAMOS hoy a los tiempos de los Patriarcas, para
considerar la historia de dos hermanos, Esaú y Jacob.
Su padre Isaac, a las puertas de la muerte, derrama su bendición
sobre Jacob y sobre toda su descendencia. El olor de
mi hijo -le dice- es como el olor de un campo cuajado,
al que ha bendecido Yavé. Déte Dios el rocío
del cielo y la grosura de la tierra, y abundancia de trigo
y de mosto. Sírvante los pueblos y prostérnense
ante ti las naciones. Sé señor de tus hermanos,
e inclínense ante ti los hijos de tu madre. Maldito
quien te maldiga, y bendito quien te bendiga (1). [(1)
L. I (I) (Cenes. XXVII. 27-29).]
El hijo pequeño es preferido al mayor, y Esaú
llora y se desespera -cuando su desgracia no tiene remedio-
porque le fue arrebatada la bendición paterna. Pero
el llanto de Esaú, llanto estéril y sin esperanza,
es el grito inútil y de tardío arrepentimiento
por el error irreparable que cometió en una hora
ciega de ofuscación.
Aunque esas cosas no suelen aparecer de repente -en la historia
de Esaú hay una serie de torpezas e infidelidades,
pequeñas las más y algunas no tan pequeñas-,
un día fue el decisivo. Aquél en que, al volver
hambriento del campo, vendió a su hermano Jacob la
primogenitura. Y la vendió para satisfacer un antojo,
el capricho de un momento, por el precio irrisorio de un
plato de lentejas. ¿Qué me importa a mí
la primogenitura? (2) [(2) Genes. XXV, 32.], había
respondido desdeñosamente a Jacob. Lo único
que entonces parecía importarle era saciarse, satisfacer
su apetito; todo lo demás había perdido atractivo
y relieve para su corazón obcecado.
¿Nos sorprende el llanto de Esaú? No. Era
natural. Pasó la hora de la ceguera y, ante sus ojos,
las cosas recobraron su justa medida; y entonces, ¡qué
miserable aparece el pobre precio, por el que cambió
su dignidad de hijo primogénito! Pero ya es tarde,
y su congoja de ahora sirve tan sólo para hacerle
sentir todo el peso de su desdicha; una desdicha de la que
él mismo fue autor, al arrojar por la borda, en una
hora de locura, el mejor tesoro de su vida.
Por si alguna vez hubiésemos de encontrarnos en una
situación parecida, en que el egoísmo ciegue
nuestra visión sobrenatural, recordemos ahora aquellas
palabras de nuestro Padre: no olvidéis (...) que
se puede cometer en la vida algún error, pero eso
no quiere decir nada contra el camino, ni contra el Amor:
quiere decir que, en lo sucesivo, hemos de ser más
prudentes. Nadie puede razonar así: puesto que no
puedo con la carga de un deber, no cumpliré ninguno.
Es una reacción de soberbia, es pasar del endiosamiento
al endiablamiento. Corruptio optimi pessima, enseña
el viejo adagio escolástico: la corrupción
de lo bueno es pésima. Sólo la humildad -con
la gracia- puede impedir esa corrupción, ese paso
breve de lo mejor a lo peor (3). [(3) De nuestro Padre,
Carta, 24-111-1931, n. 46].
ESAU era el mayor de los hermanos, y a él correspondía
por nacimiento la primogenitura. A él parecían
reservadas antes que a nadie las bendiciones de la predilección
divina, porque de la descendencia de Isaac, de su línea
primogénita, nacería el Salvador. Todo lo
perdió a cambio de nada, en una hora triste de su
vida.
También en la existencia de una persona dedicada
al servicio del Señor, puede haber un momento de
ceguera, un momento en que dejen de brillar ante sus ojos
las luces claras de Dios y lleguen a perder encanto los
ideales grandes que le movieron a tomar aquella decisión.
La vocación divina, los frutos fecundos de la fidelidad,
todo parece entonces desvanecerse y perder valor ante la
obsesión de la carne o las veleidades de un corazón
que se enfrió; ante el afán de vivir la propia
vida o el impulso cerril de la soberbia. Y se insinúa
entonces en el alma la tentación de Esaú,
la necedad suicida de querer matar la propia vocación,
de perder tristemente el mayor tesoro que Dios podía
darle, por algo que vale lo que un plato de lentejas.
Suelo afirmar -ha escrito nuestro Padre- que tres
son los puntos que nos llenan de contento en la tierra y
nos alcanzan la felicidad eterna del Cielo: una fidelidad
firme, delicada, alegre e indiscutida a la fe, a la vocación
que cada uno ha recibido y a la pureza. El que se quede
agarrado a las zarzas del camino -la sensualidad, la soberbia...-,
se quedará por su propia voluntad y, si no rectifica,
será un desgraciado por haber dado la espalda al
Amor de Cristo.
Vuelvo a afirmar que todos tenemos miserias. Pero las
miserias nuestras no nos deberán mover nunca a desentendernos
del Amor de Dios, sino a acogernos a ese Amor, a meternos
dentro de esa bondad divina, como los guerreros antiguos
se metían dentro de su armadura: aquel ecce ego,
quia vocasti me (I Reg. ///, 6, 8) -cuenta conmigo, porque
me has llamado-, es nuestra defensa. No hemos de alejarnos
de Dios, porque descubramos nuestras fragilidades; hemos
de atacar las miserias, precisamente porque Dios confía
en nosotros. (4) [(4) Amigos de Dios, n. 187.]
El llanto de Esaú, llanto para él estéril
y tardío, puede ser, sin embargo, preciosa advertencia
para nosotros, si algún día tuviéramos
necesidad de recordar la lección que en él
se encierra. Nos lo dice San Ambrosio: tú, que
eres imagen de Dios, que eres semejante a El, no quieras
destruirla por un placer repugnante, irracional. Tú
eres "opus Dei". (5) [(5) San Ambrosio, Expositio
Evangelii secundum Lucam 15, 8.]
QUIEN estaba llamado por el Señor para ser sal de
la tierra, si se desvirtúa, viene a ser cosa inútil
que para nada sirve ya, sino para ser arrojada y pisada
por las gentes (6). [(6) Matlh. V, 13.]. Los que, cegados
por su egoísmo o por su soberbia, abandonan el servicio
del Señor, difícilmente sirven ya para trabajar
por Cristo, pues ninguno que, después de haber
puesto su mano en el arado, vuelve los ojos atrás,
es apto para el Reino de Dios. (7) [(7) Luc. IX, 62]
No hallé -escribe San Agustín- personas
mejores que las que adelantan en la santidad, pero tampoco
las he encontrado peores que las que la abandonaron, hasta
el punto de que pienso que a esto se refiere lo que está
escrito en el Apocalipsis: "el justo justifíquese
más y el corrompido corrómpase más
aún" (Apoc. XXII, 11). (8) [(8) San Agustín,
Epístola 78, 9.]
El precio por el que vendieron su vocación y su ideal,
es una bagatela, que pronto se deshace entre las manos.
No encontraréis la felicidad fuera de vuestro
camino, hijos, nos enseña nuestro Fundador. Si
alguien se descaminara, le quedaría un remordimiento
tremendo: sería un desgraciado. Hasta esas cosas
que dan a la gente una relativa felicidad, en una persona
que abandona su vocación se hacen amargas como la
hiél, agrias como el vinagre, repugnantes como el
rejalgar. Cada uno de vosotros, y yo también, vamos
a decirle a Jesús: Señor, que yo quiero luchar
y sé que Tú no pierdes batallas; que, si alguna
vez yo las pierdo, es porque me he apartado de Ti. Tenme
de tu mano, y no te fíes de mí, no me dejes.
Tú me dirás: Padre, ¡si estoy tan
feliz con mi vocación! ¡Si amo a Jesucristo!
¡Si, aunque soy de barro, quiero ser santo con la
ayuda de Dios y de su Madre del Cielo! Ya lo sé,
hijo mío, ya lo sé; pero te digo estas cosas
por si acaso, por si viene un mal momento. No lo olvidéis
nunca; escarmentad en cabeza ajena. (9) [(9) De nuestro
Padre, Meditación, 8-III-1962]
Hagamos ahora -de la mano de Nuestra Madre Santa María-
el propósito firme de ser fieles siempre, fieles
cada día, en esas cosas pequeñas que van tejiendo
la fidelidad continuada, de toda la vida: la perseverancia.
Como antídoto en vena recomiendo leer el escrito "Perseverancia"
de D. Antonio Ruíz Retegui, sacerdote numerario del
Opus Dei, -apartado 'lógicamente' de su labor docente,
de la Capellanía de la Universidad de Navarra y condenado
al ostracismo. Murió en 2000, a los 54 años,
víctima de un derrame cerebral-, de donde entresaco
el siguiente párrafo:
"Es frecuente referirse al abandono del camino concreto
vocacional, en un tono trágico, como si quien lo hiciera
estuviera apartándose de Dios y abocándose a
una vida necesariamente infeliz, lo cual es probadamente falso.
Cuando en el lenguaje institucional se dan muchos juicios
de ese tipo, se predetermina además la opinión
de las personas sobre los que no perseveraron. Probablemente
ese cúmulo de "expresiones condenatorias"
del abandono de la institución vocacional, sea debido
a la conciencia implícita de que la perseverancia de
muchos está constantemente en peligro, y, en consecuencia,
al empeño por asegurar la perseverancia de personas
que no pueden estar "atadas" por otros vínculos
externos, como es, en el caso de los religiosos, la situación
pública y social. Pero el recurso a las presiones referidas
resulta contrario a la naturaleza de las cosas, y, en la medida
en que incluye esos juicios morales, es además violentador
de las conciencias. Éste es uno de los casos en que
aparece el intento de dominar a las personas a través
de la conciencia".
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